8 ROMANCE

Durante su temprana adolescencia, cuando cursaba los primeros años del secundario, Ramiro se transformó en el primer novio de Marina. Los dos estudiaban en el mismo colegio y compartían largas tardes de charlas, abrazos y caminatas por las tranquilas calles del barrio de la Recoleta. Ramiro fue el primer hombre que besó sus labios.

Por razones que ambos no lograban comprender, sus respectivas familias nunca “autorizaron” el noviazgo. La madre de Ramiro mantenía un frío silencio, evitando toda mención del tema. La de Marina, por su parte, se negaba sistemáticamente a referirse a Ramiro con la palabra “novio”. Pero a Marina no parecía importarle. Ver a Ramiro era lo que quería; estar abrazados, hablarse, escucharse. No necesitaba más.

Antes de terminar el colegio, Marina se fue a vivir a Holanda con su madre. Eligieron Holanda porque ya habían vivido en La Haya durante seis años cuando ella era pequeña y a su padre le habían destinado allí. Cuando él se enfermó de cáncer, regresaron a la Argentina. Luego de varios años de vivir bajo la dictadura militar, y ante lo que ella consideró verborragia hipócrita y hueca de los nuevos demócratas, su madre decidió empacar y emigrar nuevamente a Holanda. “No puedo vivir más en este país, Marina,” dijo una mañana, “siento claustrofobia”.

Llegada a Holanda, Marina terminó sus estudios secundarios y luego ingresó en la Universidad de Rotterdam donde cursó la carrera de Ciencias Económicas. Durante su primer año en los Países Bajos, intercambió con Ramiro casi una carta por semana. Luego él se mudó un par de veces, lo cual combinado con otro par de mudanzas de Marina, terminó por generar un desencuentro que pareció definitivo. Las cartas de Marina comenzaron a volver con el sello de “dirección incorrecta”. Probó pedirles a sus amigas en Buenos Aires que le ayudaran a encontrar a Ramiro, pero fue imposible. No había ningún Buraglia en la guía de teléfonos de la ciudad. Interiormente, a Marina le había quedado una intensa duda: ¿Se habían desencontrado por tanto mudarse, o en algún momento él había dejado de contestar sus cartas?

En 1992, Marina pasó un semestre estudiando en la Universidad de Boston. Un día, durante sus primeras semanas allí, tomó el tranvía de la línea verde en la estación Copley para volver del centro de compras de la Prudential Tower a su casa, sobre la Avenida Massachussets. Era pleno verano y la temperatura rondaba los treinta grados. Ella odiaba la línea verde, que tenía los coches más antiguos, era lenta y poco confiable. Se sentó en un asiento de las primeras filas y trató de prestar atención a las esquinas para no pasarse. El conductor anunciaba las estaciones por los altavoces. Aunque se esforzaba por entender, todo intento era en vano. Aun sabiendo los nombres de memoria, no encontraba la forma de asociar el sonido distorsionado que salía de los altavoces con el nombre de las estaciones.

No bien el tranvía entró a la Avenida Massachussets, comenzó a reconocer el paisaje de edificios con las clásicas bow-windows y las paredes de ladrillos marrones. El tranvía estaba casi vacío. Una pareja de estudiantes de origen japonés se sentó a su lado. Luego subieron un par de latinoamericanos. Por su conversación, supo que uno de ellos era de Venezuela. Al otro lo conocía, estudiaba como ella en la universidad y era colombiano, pariente del entonces presidente. Trató de escuchar lo que hablaban, sin mirarlos.

El tranvía se detuvo en la estación Kennmore donde subió un grupo de jóvenes hablando en inglés. Marina se preparó para bajar en la siguiente estación. Caminó lentamente hacia la parte de adelante, para descender por la puerta del conductor. Así le podría preguntar, en caso de duda, si era la parada correcta. Al pasar, trató de ver de reojo al colombiano y a su amigo venezolano pero no pudo; ambos la estaban observando a ella y no quería que sus miradas se cruzaran. El tranvía detuvo su marcha y el ruido del aire comprimido anunció la apertura de las puertas. Un grupo de jóvenes subió por la parte trasera. En ese momento, Marina escuchó al venezolano gritarle a uno de los muchachos que acababan de subir:

– ¡Hey, Ramiro!, ¿qué haces con esos gringos? ¿Dónde te has metido, hermano, todos estos días, que no has siquiera llamado por teléfono?

La palabra “Ramiro” paralizó su corazón. No escuchaba ese nombre desde hacía ya muchos años. Rápidamente trató de buscar entre el grupo de muchachos para ver si allí estaba “su” Ramiro. Había quizás miles de Ramiros en el mundo, pero ella esperaba como una tonta encontrar allí al suyo. Miró durante un segundo más; la puerta del tranvía la aguardaba, abierta de par en par. Bajó un escalón y giró para mirar una vez más. Los jóvenes se movían y le tapaban el campo visual. El conductor del tranvía la miró por el espejo, ella parada a mitad de camino, él sin poder cerrar la puerta y continuar. Puso ambos pies sobre la vereda, se dio vuelta y vio pasar una por una las ventanas del tranvía, como en una película. Era ya la tarde y la luz interna de los vagones hacía que las ventanas parecieran televisores; adentro la gente se transformaba en actores anónimos y ella era la espectadora. Así pudo ver una vez más al colombiano y a su amigo de Venezuela charlando. Una, dos, tres ventanas más. La pareja de japoneses, que parecían estar estudiando. Cuatro, cinco ventanas y el grupo de jóvenes; y allí estaba Ramiro, “su” Ramiro. Lo miró, inmóvil. Quería gritar su nombre, pero no la escucharía. Quería golpear la ventana del tranvía, pero se movía ya demasiado rápido. En ese instante, justo antes de perderlo de vista, Ramiro giró su cabeza y la vio. Sus miradas se cruzaron y Marina sintió una emoción que le era familiar. Sus ojos conocían los de él. Era un encuentro entre viejos amigos y aquellos segundos parecieron minutos. Ramiro atinó a mover su brazo derecho como para saludar, pero rápidamente el tranvía se alejó.

Boston es quizás la ciudad con mayor concentración de estudiantes y universidades de todo el mundo. Encontrar a Ramiro iba a ser una tarea difícil. Probó por todos los medios posibles, pero no pudo encontrarlo, hasta que un día sonó el teléfono en su departamento. Era él; había encontrado el número de Marina en el directorio interno de la Universidad. Le dijo que se volvía a Buenos Aires en dos días. La conversación fue breve y quedaron en encontrarse esa misma noche en el restaurante TGI Friday’s de la calle Newbery.

Fue un encuentro extraño; Marina sintió que estaba con un amigo de toda la vida, con alguien extremadamente familiar y cercano. Por otra parte se sintió rara, con una sensación de incomodidad inexplicable. El TGI Friday’s estaba, como de costumbre, llenísimo. Una camarera vestida como sólo en los Estados Unidos se puede vestir, con tiradores rojos y falda negra, les indicó la mesa. El aire acondicionado funcionaba a pleno. Hacía frío como cuando uno camina entre las góndolas de productos congelados en un supermercado. Pero a su alrededor la gente parecía cómoda con esa temperatura. Ramiro estaba irreconocible. Había dejado crecer su pelo más allá de lo que seguramente su padre, el Prefecto, hubiese considerado admisible. Vestía zapatillas típicamente americanas, bermudas color caqui y un polo blanco que contrastaba con su rostro bronceado por el sol del verano. Sus ojos verdes brillaban y sus manos se agitaban al hablar, como de costumbre. Ramiro parecía poder sacar temas de conversación de la galera, y al segundo de estar sentados se encontraron en medio de una maratón de idas y vueltas, de recuerdos e historias pasadas.

La cena fue más breve de lo que ella hubiese querido. Pasaron todo el tiempo poniéndose al tanto de los años pasados y no tuvieron ocasión de ahondar en asuntos personales. Pronto, mientras repasaban sus respectivas vacaciones, ella se enteró de que él tenía una novia en Buenos Aires. La noticia le cayó mal, la sorprendió, la golpeó fuerte. Trató de mantener su cara firme, con un gesto neutral, simulando que no le importaba el dato. Pero ya no pudo pensar en otra cosa. Ramiro tenía novia. La mencionó tan sólo una vez en toda la noche, pero para ella fue más que suficiente. El resto del tiempo, él hizo un esfuerzo titánico por mantener la conversación girando en torno a temas intrascendentes. Ella quería hablar de “nosotros”; él parecía no querer hacerlo, o no animarse, o quizás simplemente no le interesaba.

Un par de encuentros más y, seguramente, hubiesen llegado a conectar como en los viejos tiempos. Pero Ramiro regresaba al otro día a Buenos Aires y Marina partiría en menos de dos meses a terminar sus estudios en Holanda. Era una historia de desencuentros. Vivir con el destino en contra es como caminar cuesta arriba, pensó Marina.

Como es costumbre en los Estados Unidos, la camarera les acercó la cuenta antes de que terminasen siquiera el plato principal y les dijo: “Sin apuro, cuando estén listos les cobro”. Ramiro pagó con su tarjeta, donde Marina pudo leer la mágica combinación de palabras: “Ramiro Buraglia”.

Caminaron juntos por la calle Newbery y luego por Exeter hasta llegar a la estación de la línea verde. Sus manos se chocaron un par de veces, ninguno se atrevió a tomar la del otro. Juntos esperaron el tranvía. Cuando llegó, se despidieron brevemente. El tranvía se detuvo, intercambiaron miradas, los ojos de Marina se pusieron vidriosos. Quería llorar, quería abrazarlo. Sentía que habían pasado horas hablando de nada. Que no había podido decirle lo que sentía. Con una mano en el pasamanos del tranvía, se dio vuelta para mirarlo por última vez. Con un movimiento rápido, él la besó en los labios. El tranvía comenzó a moverse.

Marina no volvió a ver a Ramiro por varios años. Pronto comenzó a salir con Marco, un hijo de italianos radicado en Ámsterdam. La relación fue larga y estable, pero absolutamente superficial. Marina le había escrito a su madre que estar con Marco era la manera más cómoda y socialmente aceptada de estar sola. En pocos años terminó sus estudios en Holanda y comenzó a trabajar en el banco ING. En cuanto pudo, pidió su traslado a la sucursal de Buenos Aires. Una vez allí, circunstancias fortuitas le permitirían retomar una vez más su relación con Ramiro.

Habiendo pasado tan sólo dos semanas de su llegada a Buenos Aires, recibió una comunicación oficial del banco dirigida a todos los “jóvenes destacados” de la organización. Allí leyó las palabras que, combinadas, tenían para ella un significado casi mágico: Ramiro Buraglia. ¿Podía ser verdad? Pasó aquella tarde y la noche pensando en Ramiro, una obsesión de la cual se había liberado tan sólo por unos años y que ahora regresaba, quizás para quedarse.

Pero fue Ramiro quien tuvo la iniciativa de retomar la relación. Al otro día de recibir la comunicación con los nombres de ambos la llamó por teléfono. Fue una conversación difícil. Él seguía con su novia, aunque la relación era un tanto distante. Marina escuchó cada palabra que él dijo con absoluta atención, tratando de descubrir la verdad escondida detrás de cada frase, de saber si Ramiro estaba aún a su alcance. Ella estaba dispuesta a probar suerte, a jugarse por algo que consideraba una cuenta pendiente. Así comenzó una relación que mezclaría pasados cruzados y un futuro imposible.