12 BUENOS AIRES 1977

Marina y Nienke pasaron sólo un día en Niza. Marina se dedicó a hacer arreglos y encargarse de las formalidades. No se detuvo a pensar ni un segundo. Nuevamente, Marina estaba en fuga. El lunes por la mañana le pidió a Nienke que la llevase a Ámsterdam. “No tengo nada que hacer en Niza”, dijo. Empacó solamente las fotos y las cartas que su madre había dejado sobre la mesa. Cerró el departamento con llave y se despidió brevemente del doctor Cousac, discutiendo con él algunos detalles sobre los arreglos que aún quedaban por hacer. Le entregó una copia de las llaves y le pidió que cuidara las plantas. “Regresaré pronto”, le dijo.

Partieron hacia Ámsterdam ese mismo día. Se detuvieron sólo para comer y dormir en un hotel pequeño de un pueblito francés cuyo nombre Marina pronto olvidó. Durmió profundamente. La pesadilla del cadáver entrando por la ventana la visitó de nuevo. El muerto seguía siendo Ramiro. Se despertó perdida, confundida. Sentía que estaba soñando despierta. ¿Estaba en su casa? ¿En Buenos Aires, en La Haya, en Ámsterdam? ¿Estaba en un hotel? ¿O quizás en la casa de su madre en Niza? No reconocía el techo, ni las paredes cubiertas con empapelado en colores ocres. ¿Qué día era? ¿Debía apresurarse para ir al trabajo? Miró la hora sobre su reloj de pulsera. Eran las nueve de la mañana. Lentamente tomó conciencia. El televisor y el control remoto típicos de hotel le hicieron darse cuenta de su lugar en el mundo. Un hotelucho perdido en Francia, regresando de Niza, donde su madre acababa de fallecer. ¿O era acaso todo esto una pesadilla, como la que tantas noches la aturdía con la explosión y los cristales rotos?

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Se encontraron con Nienke en la sala de desayuno. Una señora francesa, muy dulce y muy gorda les preparó tostadas que sirvió con mantequilla y mermeladas caseras. Caminaba arrastrando sus piernas regordetas y acomodando sus gafas sobre su delgada nariz. Tenía la piel sumamente blanca, con mejillas infladas, rosadas, casi transparentes. Exudaba calidez y ternura. Marina sintió ganas de abrazarla y llorar. Nienke notó sus ojos húmedos y le acarició la cabeza. Ella era holandesa; entendía de silencios mucho más que sus amigas argentinas. Marina trató, con su voz entrecortada, de pedirle disculpas por arruinar de semejante manera las vacaciones en Niza. Nienke no la dejó terminar de hablar, tapó sus labios suavemente con su dedo índice, indicándole que no debía decir nada más y le dio un beso tierno sobre la frente. Se abrazaron por un segundo, hasta que Marina se recompuso.

– Nada puedo hacer ahora, Nienke, excepto volver a Ámsterdam y pasarme el resto del viaje organizando todo el papelerío de este asunto. – dijo con voz segura, tratando de iniciar una conversación.

– Llegamos a Ámsterdam, descansamos bien y después vemos cómo manejar el tema –le contestó su amiga.

– Así fue que llegaron a Ámsterdam sobre el atardecer, con el sol ya oculto y el frío instalado en cada esquina. Al entrar en la ciudad pudieron ver las avenidas decoradas con luces blancas. Los holandeses habían preparado la ciudad para su fiesta de Navidad y para la llegada de Sinter-Klaas y Piet, su ayudante negro. Inusualmente temprano en la temporada, una fina capa de nieve había caído sobre la ciudad y el frío impedía que se derritiera.

No bien arribaron salieron a caminar, abrazadas, en silencio. La noche ya era intensa y oscura. Las casas se veían reflejadas sobre el agua de los canales. No se sabía dónde estaban los patos, pues ya no se los veía. La caminata las llevó hasta el parque central de Ámsterdam, el Vondelpark. La nieve cubría todo el césped y pintaba de blanco lo que hasta hace solamente unas horas había sido verde. Marina siempre tuvo la impresión de que por algún fenómeno acústico por ella desconocido, cada vez que la nieve cubría la ciudad, todo el ruido desaparecía. Como si la nieve hiciese de amortiguador y absorbiese los sonidos de la ciudad. Ámsterdam, que en general es una ciudad silenciosa, parecía ese día estar de duelo.

El aire estaba fresco, pero no hacía frío. Las luces de los faroles apenas alcanzaban a disipar la oscuridad y teñían tímidamente de amarillo la nieve que las rodeaba. En el medio del parque, un café con apariencia de glorieta del siglo pasado. Las dos amigas, siempre tomadas del brazo, se ubicaron en una mesa junto a la ventana. Suave, muy suave, se escuchaba de fondo un susurro de música clásica. Clarinetes y flautas dulces que sonaban como voces, allegro y andante, Samartini y Cimarossa. Aquella noche en Ámsterdam nada parecía real. Ambas permanecieron en silencio; cualquier palabra hubiese sobrado.

Regresaron antes de la una de la madrugada y fueron a dormir al departamento de Nienke. Marina no se animaba a cerrar los ojos; tenía miedo de sus pesadillas. Caminó por la casa de un lugar a otro, esperando que pasaran las horas, aguardando a que el sueño le ayudara a dormir, tanto como una borrachera ayuda a olvidar. ¿Borrachera? “Ésa es una buena idea”, pensó. Buscó entre las botellas medio vacías de licores y pronto encontró algo que llamó su atención: Porto de veinte años. “No puede ser malo”, se dijo a sí misma, mientras tomaba una pequeña copa y la llenaba hasta la mitad. Se sentó en un sillón de lectura típico de las casas holandesas, pequeño, de cuero color coñac, con botones de bronce. Acomodó una poltrona para apoyar sus piernas, trajo una frazada del dormitorio y se dispuso a leer algunas de las cartas que su madre había dejado sobre el escritorio. Un par de ellas estaban dirigidas a un tal Carlos Lamas. Leyéndolas, comenzó a recordar las penurias por las que habían pasado luego del secuestro de su tío Pedro.

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Aquella tarde de noviembre de 1977, cuando los militares se llevaron a Pedro, su tía Laura había quedado llorando en el piso, conmocionada. Había tardado unos minutos en reponerse. En cuanto se incorporó, trató de hablar por teléfono pero la línea estaba cortada. Sin dudarlo un instante, tomó a Marina de la mano y la llevó hasta la entrada. Con un movimiento instintivo, trató de tomar el picaporte para abrir la puerta, pero fue inútil, todo había sido roto a puntapiés y a tiros. Nunca antes Laura había visto una puerta destrozada. Pero no se detuvo a pensarlo. No era ella quien actuaba sino su instinto de supervivencia. Siempre llevando a Marina de la mano, caminó hasta el palier de acceso al departamento. Una luz pálida iluminaba el pasillo; era una imagen lúgubre. El silencio era total, ninguno de los vecinos se asomó para ver qué había sucedido. Laura llamó al ascensor. Se sintió el ruido del motor que comenzó a moverse y la palabra “abajo” se iluminó en color rojo opaco. El sonido monótono se escuchaba a través de la puerta de reja metálica. El contrapeso del ascensor bajaba y se veían desplazarse los cables. Un aire cálido, denso, con olor a subterráneo, casi dulce, salía del agujero negro del ascensor. Laura abrió la puerta con violencia y el fuerte ruido retumbó en el pasillo. Descendieron en silencio; Marina no se atrevía a preguntar nada. Laura seguía sollozando en forma reprimida. Al salir a la calle se cruzaron con el portero del edificio, un correntino llamado don Segundo. Laura tenía todavía los ojos irritados por el llanto y un pómulo morado por el golpe que había recibido. Miró a don Segundo por un instante. Él trató de decir algo pero ella no se detuvo. Ya no caminaban juntas de la mano; Laura caminaba a paso apresurado y Marina, con sus cortos pasos de niña de nueve años, trataba de seguirla.

Llegaron a la esquina y Laura detuvo un taxi. Era un Peugeot 404, Marina lo pudo reconocer porque su abuelo tenía el mismo coche. Laura le indicó al chofer la dirección de la casa de Esther. Entonces giró la cabeza, miró a Marina y la besó. Luego tomó un pañuelo de su bolso y lo pasó suavemente por la cara de Marina, limpiando rastros de sangre sobre su cachete izquierdo, probablemente de una lastimadura provocada por los cristales rotos de la puerta del dormitorio. Laura notó que Marina fijaba su vista en las manchas de sangre que había en el pañuelo. Se acercó a ella y le murmuró al oído:

– No es nada, Maru, son sólo manchitas.

– Tenés un ojo morado, tía –contestó ella.

– Ya se me va a pasar, ni siquiera me duele.

El viaje fue breve. Esther abrió la puerta, miró a Laura y las dos se fundieron en un fuerte abrazo. Laura comenzó a llorar como una niña, Esther cerró los ojos, apretó sus párpados fuertemente. No hacían falta palabras, ella intuía lo que había sucedido.

– Se llevaron a Pedro –trató de explicar Laura, entre sollozos.

– ¿Pero quiénes, cuándo? –preguntó Esther, confundida.

– No sé, se lo llevaron a los golpes, rompieron todo, hasta la puerta.

– Pero ¿quiénes, Laura?, ¿quiénes?

– No sé, no sé. ¡La Policía, o los militares, qué se yo!

– Eran de las Fuerzas Armadas Unidas –dijo Marina, repitiendo lo que había escuchado, sin saber quizás lo que implicaba. Marina estaba seria, entendía la gravedad de lo sucedido, pero no su esencia.

– Eso dijeron, pero no estaban de uniforme. Quizás eran militares, pero quizás Montoneros, o del Ejército Revolucionario del Pueblo, para pedirnos plata. No sé, no sé –dijo Laura, y volvió a romper en llanto.

– Bueno, tranquilizate, Laurita. Ya sé lo que vamos a hacer. Vamos primero a la Policía para hacer la denuncia, luego a tu casa a buscar algo de ropa. Le vamos a pedir al portero que llame a un cerrajero, así te arreglan la puerta. No hay muchas opciones: primero a la Policía, luego a arreglar la puerta. Hoy dormís en casa con nosotras – dijo Esther, tratando de tomar el control de la situación.

Las tres se subieron al Renault 4L rojo de Esther y salieron a toda velocidad, directo a la comisaría más cercana. Eran ya casi las siete y media de la tarde. En la comisaría las atendió el suboficial de guardia, un tal Martínez.

– ¡Estoy buscando a mi marido, se lo llevaron hace un par de horas, de mi propia casa, entraron, rompieron todo, me golpearon y se lo llevaron! Dijeron que eran de las Fuerzas Armadas Unidas –explicó Laura con voz exasperada, sin hacer pausa alguna para respirar, afónica de gritar y llorar, y sin siquiera esperar que el suboficial le diera las “buenas tardes”.

– Tranquilícese, señora, las Fuerzas Armadas no andan por ahí secuestrando gente. ¿No habrán sido los comunistas? ¿Está usted segura de lo que dice?

– Me importa un bledo si fueron los militares o los comunistas. ¡Se lo llevaron y quiero que me lo devuelvan!

– La entiendo, señora, pero puede ser que hayan sido subversivos de izquierda y se trate de un secuestro extorsivo. Hágame un favor, tome asiento que voy a buscar una máquina de escribir y vamos a hacer una denuncia por secuestro.

Las tres se sentaron en un banco en la sala de espera, frente al mostrador de recepción. Esther abrazó a Laura y tomó la mano de Marina con fuerza.

La sala de espera estaba vacía, salvo por un par de bancos de madera apoyados contra la pared. El escudo de la Policía Federal Argentina –la PFA– y una foto del general San Martín colgaban sobre la cabeza del suboficial Martínez, que acomodaba la máquina de escribir Olivetti sobre el mostrador. Las paredes estaban pintadas de color crema, con pintura brillante. Sobre una de las esquinas, un pequeño estante de madera, pintado de celeste claro, sostenía una estatuilla de la Virgen de Luján, con un par de flores secas a sus pies. Un afiche pegado con cinta adhesiva junto al cuadro del general San Martín mostraba el emblema del Campeonato Mundial de Fútbol de 1978.

El suboficial Martínez tendría unos cuarenta y cinco años, era un morocho de pelo corto y engominado. También usaba bigotes, espesos y negros. Su vientre presionaba con fuerza contra la camisa celeste que contenía su humanidad, estirando los ojales a punto de explotar. Con su infinita parsimonia de burócrata, se dirigió a ellas una vez más:

– Señora, si por favor puede acercarse al mostrador, que le tomo la denuncia.

Las tres se pusieron de pie y se acercaron al suboficial, quien agregó, sin levantar su tono de voz en momento alguno:

– No, la señora damnificada solamente, por favor. Usted –refiriéndose a Esther– y la niña esperen sentadas, por favor.

Laura se acercó al mostrador y miró a Martínez a los ojos, que por su parte continuó:

– Señora, espéreme un momento más por favor, que no encuentro papel oficial para tomar la denuncia. Ya vengo.

El suboficial se retiró por una puerta ubicada detrás del mostrador, por la que habían entrado y salido policías sin cesar. Sobre esa puerta, que dividía la sala de espera del resto del edificio, había una pequeña estampita de San Cayetano, con un par de billetes viejos. Las tres siguieron esperando, sin decir una palabra. Luego de unos diez minutos, salió un policía joven, de menos de treinta años, uniformado, con su gorra puesta. Marina lo miró con curiosidad, repasó su chaqueta pulcra, sus botones brillosos, sus zapatos lustrosos y su gorra galonada en amarillo. Él la miró y le sonrió. Caminó unos pasos hasta la puerta y se detuvo un instante como si se hubiese olvidado de algo. Miró hacia atrás y en dirección a la pequeña puerta gritó a viva voz:

– ¡Che, Pepe! Voy a buscar Pizza, ¿Querés muzza o napo?

La voz del suboficial Martínez, a quien evidentemente llamaban Pepe, respondió gritando desde el cuarto interior:

–¡Muzzarella con fainá, Fernández! Y traeme tres empanadas, dos de carne, una de verdura.

Así fue que el agente Fernández se retiró en su patrullero a buscar la cena. Esther y Laura conversaban en voz baja, Marina no lograba escucharlas con claridad, pero le quedaba claro que Laura estaba furiosa y su madre la contenía. Eso era todo lo que la pequeña podía entender a esa altura de los acontecimientos. Habrían pasado unos quince minutos cuando el suboficial Martínez apareció por la puerta con el papel “oficial” en sus manos, listo para tomar la denuncia.

– ¿Apellido y nombre, por favor?

– Ezpeleta, Laura María.

– ¿Edad y estado civil?

– Treintaiún años, casada.

– ¿Número de cédula de identidad?

– 5.329.087

– ¿Me la puede mostrar, por favor, para verificar su identidad?

– Sí, claro. Aquí la tiene.

– ¿Su domicilio es en la calle Pampa?

– Sí.

– ¿El nombre del sujeto secuestrado, por favor?

– “El sujeto secuestrado” es mi marido. Su nombre es Pedro David Zimmerman, con doble “m”.

– ¿Me puede deletrear el apellido, por favor?

– Z-I-M-M-E-R-M-A-N

– ¿Argentino nativo o naturalizado?

– Nació aquí, en la Capital Federal, es argentino.

– Bien, ¿a qué hora ocurrió el hecho?

– A las diecisiete treinta.

– ¿Cuántas personas entraron a su domicilio?

– Estimo que unas seis, o quizás diez, no estoy segura.

– ¿Todos ellos de sexo masculino?

– Sí.

– ¿Se llevaron algo además de su marido?

– Sí, algunos libros, algunas cajas con papeles de su escritorio, el televisor color y de la cocina, la máquina licuadora y una tostadora.

– ¿Pudo usted ver en qué auto se desplazaban?

– Sí, en un Peugeot 504 gris y en tres Ford Falcon, dos verdes y uno blanco. El Peugeot tenía matrícula de Capital Federal, no pude retener el número, aunque creo que empezaba con el número 112. El Ford Falcon blanco no tenía matrícula.

– Ya veo. Bueno, eso es suficiente señora, es todo lo que necesito saber por ahora. Si tenemos alguna novedad se la comunicaremos.

– ¿Pero cómo que eso es todo? ¿No me va a preguntar nada más? ¿Ni siquiera mi número de teléfono?

– No se preocupe, si sabemos algo de su marido mandaremos un patrullero a su casa para notificarle.

En ese momento, viendo que Laura se ponía furiosa y estaba a punto de estallar a gritos ante la indiferencia del suboficial, Esther intervino.

– Oficial, ¿podría usted recomendarnos la mejor manera de buscarlo, o al menos de saber algo sobre su paradero?

– ¿Es usted pariente del señor David Sisman?

– Zimmerman, Pedro David Zimmerman. De todas maneras, sí, soy su hermana.

– Bien, mire, yo que usted me tranquilizo y regreso a casa –agregó el suboficial Martínez, esta vez con un tono casi afectuoso, murmurando en voz baja, mientras se inclinaba sobre el mostrador, apoyando sobre él los rollos de su vientre.

– ¡Pero no podemos irnos y simplemente esperar!

– Dígame, ¿estaba su hermano metido en algo extraño? ¿Era quizás comunista o subversivo? ¿Estaba metido con la guerrilla?

– ¿A qué se refiere con que si era comunista? ¿Subversivo? ¿De qué me está hablando? ¡Cómo iba a estar metido con la guerrilla si nunca disparó un arma en su vida

– Mire señora, en algo debe haber estado metido, pero de todos modos, la Policía Federal no anda por ahí secuestrando gente. De ninguna manera. Vaya mañana bien temprano al Ministerio del Interior y trate de averiguar. Aquí en la comisaría no está, eso se lo puedo asegurar.

– ¿Al Ministerio del Interior?

– Sí, son ellos quienes manejan el tema de los subversivos detenidos.

Las palabras “subversivo detenido” retumbaron en la cabeza de Marina. Las escuchaba por primera vez. Su tío estaba aparentemente acusado de subversivo. Laura estaba desesperada; Esther parecía confundida.

– Bueno, no sé qué decirte, Laura. Iremos al Ministerio del Interior mañana mismo, a primera hora. Ahora vamos a tu departamento, buscamos algo de ropa y te quedás con nosotras en casa. No vas a dormir sola hoy –dijo Esther.

– Es que no podemos irnos así nomás. Tenemos que hacer algo. ¿Quizás ir a otra comisaría? – contestó Laura, exasperada.

– ¿A cuál comisaría? En todas te van a contestar lo mismo. Mejor pasemos por tu casa y busquemos el número de teléfono de alguno de los amigos de Pedro, para llamar y preguntar qué podemos hacer.

– Ésa es una buena idea, si es que no se llevaron su agenda. Vamos a mi departamento, entonces.

– Perfecto, te dejamos ahí un rato, vos prepará un bolso con ropa y buscá la agenda de teléfonos de Pedro, mientras yo voy con Marina a comprar algo para comer. ¿Te parece? No te olvides de pedirle al portero que arregle la cerradura.

– Sí, claro, con media hora me alcanza para preparar todo.

Subieron nuevamente al coche; Marina apenas se había acomodado en el asiento trasero, cuando Esther arrancó a toda velocidad. Cada vez que doblaban en una esquina, el pequeño Renault 4 se inclinaba tanto que parecía que iba a volcarse. El motor zumbaba con voz de barítono y en menos de diez minutos llegaron a la casa de Laura. Ella bajó del auto y miró a Esther. Ambas se tomaron de la mano y se miraron a los ojos.

– Lo vamos a encontrar, no te preocupes, te lo prometo, te lo juro –dijo Esther.

Los ojos vidriosos de Laura fueron la respuesta. Nuevamente zumbando, salieron con Marina en el pequeño R4 rumbo a una rotisería, dejando a Laura en su departamento destrozado.

En la otra punta de la ciudad de Buenos Aires, cuatro militares hablaban dentro de un Ford Falcon verde. Tres de ellos eran de “Operaciones”, el otro, de “Inteligencia”. Así se organizaba el Grupo de Tareas 3-3-2 de la Escuela de Mecánica de la Armada. En el mismo coche llevaban a Pedro, que estaba parcialmente inconsciente por los golpes, tirado en el piso, con los dos ocupantes del asiento trasero apoyando uno los pies sobre su espalda y el otro sobre su cabeza. Tenía las manos esposadas, la cabeza girada hacia un costado. Podía sentir sobre su mejilla izquierda la fría y húmeda alfombra de goma del coche. Una oreja le había quedado apoyada contra el piso y le permitía escuchar los ruidos mecánicos del Ford como un médico que apoya su oído sobre el pecho de un paciente. Pedro recordó, en medio de su estado parcial de inconsciencia, el ruido de mar mezclado con vacío y eco que se siente cuando uno apoya la oreja en el caparazón vacío de un caracol en la playa. Recordó a su padre y a su madre, y los días en la playa de Miramar.

Su otra oreja estaba aplastada por la bota de un militar, que conversaba con los demás, aparentemente ignorando la presencia de Pedro. Con esfuerzo trató de volver a la conciencia, pero le resultó imposible. Tenía ambos ojos hinchados y apenas podía ver. Los golpes habían actuado como anestesia y todo le parecía un sueño. Ni siquiera sentía dolor alguno. En pequeños lapsos de conciencia, pensaba en su esposa y quería preguntar por ella, pero las palabras parecían no poder terminar de formarse en su cerebro y su boca, estar sellada. Mientras tanto, la conversación dentro del coche continuaba.

– Avisá por la radio que salió todo bien y estamos de regreso –dijo el oficial de Inteligencia, sentado en el asiento delantero.

– Aquí unidad 372 reportando. ¿Me recibe, Jefatura? –preguntó utilizando la radio Motorola instalada debajo del equipo de música.

– Adelante 372, lo recibo fuerte y claro –contestó una voz distorsionada que salía por un pequeño altavoz.

– Estamos de regreso, estimamos arribo en diez minutos, con la carga en buenas condiciones.

– Recibido, 372, buenas tardes.

– Aguarde soldado, nada de buenas tardes; antes pregúntele al pelado Belmonte si nos preparó algo para cenar.

– Ya mismo le informo, señor –contestó la voz distorsionada de la radio.

– Yo voy a comer en mi casa, Cholo –dijo el oficial de Inteligencia–, así que no cuenten conmigo.

– Dale, quedate para una cervecita y después te vas –insistió el conductor.

Pedro podía escuchar la conversación, pero no retenía las palabras el tiempo suficiente como para formar con ellas frases y adivinar el significado. Los ruidos del coche se mezclaban con las voces formando un arrullo monótono que lo adormecía, hasta que una voz exaltada que se oyó por la radio interrumpió la tranquilidad del camino de regreso a la base.

– 372, 372, ¿me recibe?

– Adelante base, fuerte y claro – contestó el conductor

– ¿Quién es el pelotudo a cargo del operativo, si se puede saber? ¡Carajo!

La voz denotaba autoridad, evidentemente ya no era el soldado de guardia el que hablaba. Todos menos Pedro reconocieron en la radio la voz del Jefe, el mismísimo coronel Ginette. Hubo un momento breve de confusión en el coche, hasta que el oficial de Inteligencia tomó el micrófono.

– Teniente primero de Infantería Larralde, señor –contestó con tono militar soldado, casi gritando y haciendo la venia en forma instintiva.

– Me informan aquí de Jefatura que traen sólo a Zimmerman, sin su esposa. ¿Es cierto?

– Así es, señor.

– ¿Pero ustedes qué son, imbéciles, o se hacen? –preguntó el Jefe, con su voz todopoderosa deformada por la radio.

– Señor, disculpe, así lo indicaban nuestras órdenes.

– Pero no sea idiota, Larralde, ¿o acaso usted es nuevo en este negocio? ¿Qué mierda le enseñaron en el Ejército a Usted, a dejar de pensar? ¡Ya mismo envíe una unidad a buscar a la mujer, carajo!

– Sí, señor, a la orden.

El pánico se apoderó de todos en el Ford Falcon.

– Che, Larralde, ¿te parece que la mujer estará aún en su casa? –el que manejaba le preguntó al oficial de Inteligencia.

– No sé, Cholo, lo único que podemos hacer es mandar a los muchachos de vuelta a la casa a buscarla. Si tenemos suerte, la muy boluda se quedó ahí. Pará ahora mismo que yo me encargo. Voy a ir con ellos. Ustedes lleven a este tipo y guárdenlo en algún lugar hasta que yo vuelva. Esto va para largo, hoy no ceno en casa ni en joda, ¡qué lo parió! No se puede ni siquiera cenar tranquilo en casa de uno con la familia, este laburo es una mierda.

Esta vez Pedro pudo escuchar y entender claramente lo que sucedía. El Ford se detuvo y el oficial de Inteligencia Larralde se bajó e hizo señas al otro Ford y al Peugeot para que se detuvieran. El Peugeot 504 se detuvo primero y el conductor bajó su ventanilla. Larralde le explicó que se habían olvidado de la esposa del detenido y que deberían volver a buscarla. Acto seguido se subió al Peugeot y éste salió a toda velocidad, haciendo ruido con sus ruedas contra el pavimento y retomando al llegar a la esquina, para volver a la casa a buscar a Laura. El otro coche lo siguió de cerca.

Mientras tanto, Esther y Marina volvían de comprar pollo al espiedo con papas al horno para llevar a su casa y cenar con Laura. Estaban ya en camino de regreso para buscarla. Tomaron un atajo por unas estrechas calles de Buenos Aires y así estuvieron en la Avenida de los Incas en menos de cinco minutos. Fue ése el momento en el que Marina vio pasar a toda velocidad por la esquina de la avenida Triunvirato al Ford Falcon y el Peugeot 504. ¡Mami, mami! –gritó exaltada–, ésos son los coches que se llevaron al tío. ¿A dónde van, mami, a lo de la tía otra vez?

Un semáforo las detuvo y un coche parado adelante les impidió cruzar en rojo. Esther se desesperó y comenzó a hacer sonar la bocina mientras gritaba que estaba en una emergencia. Quería llegar a la casa de Laura antes que los militares. Desesperada, subió dos ruedas del auto a la acera y cruzó la esquina con el semáforo aún en rojo. Dobló y aceleró a toda velocidad. Unas cuadras más adelante, el oficial de Inteligencia Larralde llamó a la Policía Federal y pidió apoyo de urgencia:

– Necesito un par de patrulleros que corten la calle Pampa al 4600 y que no dejen entrar ni salir a nadie de esa cuadra, estamos buscando a un subversivo muy peligroso.

En cuestión de minutos, dos Ford Falcon azules y celestes de la Federal bloquearon ambas esquinas de la calle donde vivía Laura.

Esther seguía su carrera desesperada. Los semáforos se ponían en rojo, los camiones se cruzaban y hasta una anciana decidió cruzar la calle a paso de tortuga. Parecía que no llegarían nunca. Estaban más lejos de lo que Esther había pensado. Manejaba concentrada y sólo vociferaba insultos: ¡Hijos de puta, se la van a llevar a ella también! ¿Cómo se nos ocurrió dejarla allí sola? ¡Tenemos que llegar antes, tenemos que llegar antes que ellos! Pero los militares llegaron primero. Bajaron apresurados, e ingresaron corriendo al edificio, llevándose por delante al portero correntino.

Esther y Marina llegaron sólo unos minutos más tarde. Los coches de la Policía, bloqueando la calle, les impidieron el paso. Esther se bajó del Renault 4 y, dejando la puerta abierta e ignorando la advertencia de la Policía, corrió hacia el departamento de Laura. Al pasar por delante del patrullero, Esther reconoció al agente Fernández, que había llegado hasta allí directamente desde la pizzería, porque lo habían llamado de urgencia. Él trató de tomarla del brazo para impedirle el paso, pero Esther no se detuvo. La miró correr desesperada, luego giró la cabeza y miró a Marina de la misma manera que la había mirado en la comisaría apenas un rato antes. El agente Fernández estaba tranquilo y no pareció preocuparse mucho por no poder detener a Esther. Antes de que ella lograse llegar al departamento de Laura, los militares ya estaban saliendo, nuevamente a toda velocidad. Sin dejar de correr, Esther entró al edificio y subió hasta el quinto piso. Lo hizo por la escalera. Los tacos de sus zapatos resonando contra los escalones de mármol, retumbando en sus oídos. Llegó al departamento tan agitada que por momentos creyó que se desmayaría. El lugar estaba destrozado, como si una banda de vándalos hubiese acampado allí durante meses. La puerta estaba quebrada, todo estaba revuelto. Por supuesto, Laura ya no se encontraba allí. Esther había llegado tarde.

Cuando regresó a su coche, los dos móviles de la Policía ya se habían marchado. La calle estaba nuevamente tranquila y hasta había una pareja de jóvenes enamorados que caminaban por la misma acera, abrazados, besándose, murmurándose secretos. Nada había sucedido. La anestesia colectiva seguramente había impregnado al portero, a los vecinos y quizás hasta a los mismos policías.

Esther subió al coche y llorando comenzó el regreso a su casa. Marina estaba sentada en el asiento delantero, inmóvil, sin decir una palabra. Su madre la miró y le dijo:

– Desde mis días en Polonia, bajo la ocupación alemana, que no vivo un momento así. Te juro, y te lo digo de corazón, hija mía, odio a los militares, odio a los guerrilleros, odio a los comunistas. Por Dios, prométeme que te mantendrás siempre lejos de ellos como de la peste. Odio, hija mía, a todos los desgraciados que no pueden entenderse si no es con las armas y nos arruinan la vida a gente como vos y como yo. No logro entenderlos. ¿No se dan cuenta de que son todos delincuentes, de que son todos iguales, pero con diferentes libretos? ¡Asesinos comunes, son todos asesinos comunes! No sé los guerrilleros por los derechos de quién pelean y no sé los militares los derechos de quién protegen, pero estoy segura de que a mí no me representa ninguna de las dos partes. Siempre pensé que la locura y la crueldad colectiva eran una exclusividad de los alemanes, pero ya veo que en el fondo somos todos iguales. El mundo está loco, Marina, lo siento en el alma por vos, lo siento en el alma.

– Pero mamá, me dijo el señor de la comisaría, el policía de la pizza, que no me preocupe, que todo estaría bien.

– ¿De qué señor de la comisaría me hablás, Maru?

– El que estaba en el coche cortando la calle. Es el mismo que había ido a buscar la pizza. Antes de irse, mientras vos corrías a buscar a la tía, él se me acercó y me dijo que Laura estaría bien, que no me preocupara.