4 DISPAREN A MATAR
Una mañana de otoño de 1976, Ramiro se sentó a la mesa a las seis y cuarto para desayunar con sus padres, como ya era costumbre en la familia. La cocina de los Buraglia era espaciosa y albergaba una mesa pequeña, rectangular, cuatro sillas de madera con respaldo de mimbre y una mesada marrón en forma de “L”. Un mantel de hule blanco con grandes flores rojas y amarillas cubría la mesa.
La rutina era siempre la misma: Patricia, la madre de Ramiro, le servía a su marido un café en taza beige de porcelana. Él le agregaba tres terrones de azúcar que revolvía de memoria sin apartar sus ojos del periódico La Prensa. Plateada y con el escudo de la República Argentina en un extremo, la cucharita del Prefecto era diferente de la del resto de la familia. También la cucharita de Ramiro era diferente; con un oso grabado en amarillo y rojo.
Esa mañana, Mercedes, la hermana de Ramiro, desayunaría más tarde y a solas con su madre. Su taza ya estaba lista y también su cucharita personal: pequeña, plateada, con un óvalo blanco de porcelana “Delft” y un fino grabado de un molino de viento en azul y blanco.
El Prefecto José María Buraglia repasaba las noticias en voz alta y Ramiro le llenaba de preguntas que eran contestadas con diligencia, paciencia y afecto, una por una: “¿Quiénes son los terroristas, papá?” “¿Y los subversivos?” “¿Quién es el General Videla?” Ramiro era el preferido de su padre, quien esperaba que algún día el chico continuase con la tradición militar de la familia. La madre, siempre en segundo plano y en silencio, miraba con admiración a los “hombres” de su familia.
Aquella vez, la ceremonia del desayuno terminó cuando los guardaespaldas llamaron desde la radio del coche para avisar que estarían llegando en menos de un minuto. José María le dio a su hijo un beso afectuoso en la frente, se despidió de su mujer con una sonrisa y salió hacia la puerta. Ramiro miró a su padre irse, impecable en su uniforme blanco, a defender a la patria de la amenaza del comunismo. Se sintió orgulloso. Tenía devoción por su padre. Su madre, en cambio, miró triste cómo su marido se iba una vez más a la guerra y se persignó, rogándole a Dios que le permitiese volver con vida.
Era el viernes catorce de abril de 1976 y amanecía con neblina. El edificio de la Prefectura se encontraba custodiado como siempre por dos soldados fuertemente armados, parados uno a cada lado de la puerta principal, detrás de sendas garitas de guardia con vidrios blindados de color verde oscuro; tan gruesos eran, que parecía imposible ver a través de ellos. Las garitas eran de cemento y tenían aberturas redondas para que los soldados pudiesen disparar con sus ametralladoras. Evidentemente, habían sido construidas en tiempos recientes y lucían toscas, cortando la armonía del edificio.
José María Buraglia llegaba a su oficina todos los días a distintas horas y se desplazaba de su casa a la Prefectura por caminos diferentes. Aunque los custodios eran casi siempre los mismos, Ramiro no podía notar la diferencia entre ellos: eran todos morenos, con el pelo engominado y de bigotes renegridos. Parecidos a su padre, con cara de galanes de tango de los años 30.
Esa mañana lo pasaron a buscar en un Ford Falcon blanco, con tapizado negro, caja de cambios de sólo tres velocidades y palanca al volante. El chofer lo manejaba a altas revoluciones, tanto que el motor parecía explotar entre cambio y cambio. No tenía matrícula y su única decoración era un crucifijo que colgaba del espejo delantero. En la parte posterior, una pegatina con los colores de la bandera argentina, decía: “Los argentinos somos derechos y humanos”.
El camino desde la casa de Ramiro hasta la Prefectura era corto, unos diez minutos por las tranquilas calles de San Isidro, pasando luego por la entrada del club náutico. Era muy temprano y la ciudad aún dormía. El Ford Falcon circulaba raudo, quebrando el silencio matinal del intrincado laberinto de calles angostas del centro sanisidrense, donde se respiraba un aire casi de pueblo. Reducidos grupos de niños jugaban en las calles vistiendo uniformes de colegios “ingleses”, unos con sus palos de hockey, otros con sus polos de rugby.
Pasaron luego por la imponente catedral que corona el centro, sobre una plaza de árboles frondosos y barrancas con casas de estilo. José María Buraglia se persignó y sintió orgullo de ser el prefecto de un distrito tan bello.
A escasas veinte cuadras de allí, un grupo de tres jóvenes terminaba su desayuno en un departamento sobre la Avenida del Libertador.
– ¿Están listos? –preguntó Eduardo, el más joven, de unos veinticinco años. Como los demás, estaba vestido con jeans y camisa, el pelo prolijamente arreglado, la cara afeitada.
– Patria o muerte –contestó uno de ellos, su voz temblando.
– Vamos, una última revisión: vacíen los bolsillos, todos, todo. ¡Rápido, que tenemos poco tiempo! –Cada uno vació sus bolsillos sobre la mesa. No llevaban nada. Un poco de efectivo, en billetes chicos, y una llave suelta. Nada más.
– Bueno, tomen las armas que yo llamo para avisar que salimos. –Miró al resto buscando confirmación. Estaban todos listos. Cada uno revisaba su arma. Dos de ellos tomaron revólveres, verificaron la carga en forma casi automática, como verdaderos profesionales, y se los pusieron en la cintura. Eduardo, en cambio, tomó una ametralladora. Miró el caño negro empavonado, la cobertura de madera gastada, la besó, cerró los ojos y dijo: Estoy listo, muchachos, ¡vamos!
El mayor del grupo tomó el teléfono y marcó un número de memoria.
– Hola, habla Carlitos, para avisarte que me voy a hacer las compras. Te llamo cuando vuelva. Un beso, querida.
– Suerte, Carlitos –dijo una voz de mujer, también joven, al otro lado de la línea.
Los tres jóvenes salieron a la calle en silencio, dos con las manos vacías, uno llevando un bolso negro que contenía un verdadero arsenal de armamento. Frente al departamento, había aparcada una pick-up Ford F 100 roja.
Eduardo abrió la puerta del lado de la acera y puso el bolso sobre el asiento.
– Hace frío, dijo.
– Mirá qué lindas minitas –le contestó uno de los muchachos, refiriéndose a tres chicas vestidas con uniforme de colegio privado, con faldas cortas y medias blancas, que pasaban caminando frente a ellos. Se reían, y una se dio vuelta y les preguntó:
– ¿A dónde van chicos, nos llevan? –Los tres hombres se miraron y rieron.
– No podemos chicas, la próxima vez seguro, contestó uno de ellos.
– Hoy es mi día de suerte –dijo Eduardo–, hasta las minas nos paran por la calle. Esto va a salir perfecto, ya van a ver, tengo el presentimiento de que hoy va a ser un gran día.
• • •
El chofer de José María Buraglia, Ayudante Primero de Prefectura Alfredo Peralta, conducía a toda velocidad y doblaba en las esquinas haciendo chillar los neumáticos sobre el pulido empedrado. Como Alfredo, el otro custodio, Suboficial Segundo de Prefectura Marcelo Salazar, hacía un esfuerzo por mantenerse despierto, escondiendo sus ojos adormecidos tras un par de gafas de sol marca Ray Ban.
Cuando llegaron a la esquina de Maipú y Acassuso, una camioneta Ford F-100 color rojo se les cruzó en forma brusca cerrándoles el camino. El Ford bloqueó sus ruedas tratando de esquivar su inevitable destino; los Ray Ban negros del suboficial volaron por el aire. Desde la camioneta, con la cara tapada por una capucha negra, un joven comenzó a disparar una ráfaga de balas. Su cuerpo salía por la ventanilla como el de una serpiente y disparaba sin detenerse. El otro muchacho, sentado en el medio entre el conductor y quien disparaba, le sostenía las piernas para que pudiese sacar casi todo el cuerpo por la ventanilla. Las balas pegaban contra todo. Lo primero en romperse fue el parabrisas de un Fiat estacionado junto a la vereda, luego el escaparate de una zapatería. Los tiros salían en todas direcciones; la zona estaba bajo una lluvia de plomo. Apenas un instante de prueba y error, y las balas comenzaron a dar contra el parabrisas delantero del Ford Falcon hiriendo de muerte al chofer. El coche se descontroló y chocó a toda velocidad, primero contra un auto estacionado y luego contra un árbol. Marcelo, el otro guardaespaldas, comenzó a disparar a los atacantes con su escopeta recortada y sólo se detuvo cuando fue alcanzado por un tiro en la cabeza. El guerrillero continuó disparando sobre el Falcon blanco hasta transformarlo en un verdadero colador, reventando los neumáticos y rompiéndole todos los cristales. De tanto disparar sin darle siquiera un respiro, su ametralladora AK47 de fabricación rusa se sobrecalentó y terminó por trabarse.
– ¡Esta basura no dispara más, la reputa madre que la parió!, gritó.
– ¡Seguí disparando, dale boludo, que no le pegaste a nada!
– ¡No, idiota, te digo que no funciona, se me trabó la matraca, boludo, se me trabó! ¿Qué hago? ¡Dame otra, dale!
– ¡Tomá, disparale al prefecto, que todavía se mueve y tiene un arma en la mano!
El padre de Ramiro había conseguido agacharse a tiempo y sacar su pistola reglamentaria. Un tiro le había dado en el hombro, pero aún podía moverse.
– ¡Pará un minuto la camioneta que le apunto bien!
– ¡Dale, que ya tardamos demasiado!
Le apuntó al padre de Ramiro a no más de cuatro metros de distancia. Era imposible errarle. Desde adentro del coche, el prefecto miró a los ojos al guerrillero. Ambos se miraron como si se hubiesen reconocido. Para uno de ellos, sin experiencia ni entrenamiento, era la primera vez que miraba a su víctima a los ojos. Ya no era “el Prefecto” a quien tenía que matar, sino a una persona de carne y hueso. Para el otro, cada segundo era una fortuna, una oportunidad más para reaccionar y defenderse. Como había escrito Maquiavelo, la fortuna es una puta que va con el más fuerte. La distracción duró apenas un segundo, suficiente para paralizar al joven.
– ¡Dale, imbécil, disparale! ¿Qué esperás?
En ese preciso instante, con los ojos fijos en los de su atacante, recostado en el asiento trasero del Ford Falcon, el prefecto Buraglia comenzó a disparar, como una máquina programada. Siete tiros, unos tras otro, a intervalos idénticos, resonaron en el barrio como explosiones. Tres de las balas le dieron al guerrillero, que quedó colgando con medio cuerpo afuera de la camioneta. La ametralladora quedó gatillada y las balas pegaron nuevamente contra todo, incluyendo al Falcon; dos de ellas se incrustaron en el pecho del Prefecto.
Los asaltantes emprendieron la retirada a toda velocidad. Antes de llegar a la esquina, el cuerpo del guerrillero herido cayó al piso desde la ventanilla de la camioneta, asumiendo una posición extraña, las piernas cruzadas, un brazo quebrado. Se detuvieron por un instante.
– ¡Se me cayó Eduardo, pará boludo, tenemos que levantarlo!
– Tiene un tiro en la cabeza, está sufriendo y si lo agarran los milicos lo van a hacer cantar. ¡Pegale un tiro!
– ¡Estás loco! ¿Cómo lo voy a matar?
– Lo mataron ellos, boludo, no vos. Además son órdenes, no podemos dejar que caiga prisionero. ¡Movete, yo me encargo!
– ¡Es tu amigo, hijo de puta!
– No entendés nada, ¡movete, maricón!
El diálogo duró poco más de un segundo. Se escucharon dos tiros de pistola y finalmente la Ford F-100 roja siguió su marcha rauda, despareciendo en la primera esquina.
• • •
La brisa de la mañana soplaba fresca sobre San Isidro y empañaba las ventanas. Los pájaros cantaban su serenata matinal y las hojas caían de los árboles lentamente, para posarse sobre el césped aún húmedo por el rocío.
Sobre la mano izquierda de la calle, con dos ruedas sobre la acera, el Ford Falcon blanco reposaba inmóvil, como si nunca se hubiese movido, abrazado a un árbol, testigo de todo lo sucedido. El crucifijo colgaba del espejo, en movimiento perpetuo, como un péndulo. Vidrios rotos se escondían entre las ranuras de los adoquines, brillando con las primeras luces tanto como las gotas de rocío que ya habían empapado los zapatos del escaparate roto.
Dentro del Ford Falcon yacían tres cuerpos, uno ya sin vida, los otros dos muriendo lentamente. Veinte metros más adelante, sobre el empedrado, otro cuerpo se desangraba gota a gota. Los vecinos, aterrados por el espectáculo, se apresuraron a bajar las persianas y correr las cortinas. Nadie salió de su casa.