16 LA BÚSQUEDA

La vida en la ESMA continuó a pesar de todo. Pedro sobrevivió a varias e incesantes sesiones de tortura, en las cuales no pudo confesar nada a sus captores. Simplemente no tenía nada que confesar. No sabía nada; no conocía a nadie. Gracias a que hablaba inglés, pronto lo pusieron a trabajar en una sala a la que llamaban la “pecera”, por sus paredes de cristal. Allí, Pedro leía revistas como Time y Newsweek, y recortaba, pegaba, fotocopiaba y traducía todo aquello relacionado con Argentina, la izquierda, la Unión Soviética y los comunistas, o el Estado de Israel. Algunos días se pasaba la mañana entera trabajando en la fotocopiadora, que a veces se apagaba a raíz de los bajones de tensión provocados por “Rosita”, cuando en una sala cercana estaban “dándole máquina” a algún preso.

Sus tareas administrativas comenzaban temprano por la mañana, hasta alrededor de las once, cuando le tocaba pelar patatas, zanahorias, o lavar los platos del día anterior. Compartía esa tarea con algunos de sus captores, que pronto se interesaron por él y trataron de entender por qué estaba detenido. Pedro no tenía respuestas, mientras que sus interlocutores ensayaban posibles razones.

– Lo único que se me ocurre decirte Ruso es que sos un tipo sospechoso. Imaginate, con la guita que tiene tu familia, ponerte a ilustrar artículos en un diario de izquierda. Algo raro hay, porque vos no sos ningún pelotudo. Y encima de todo, el autor de los artículos es judío como vos; además, claro está, del dueño del diario, que además de judío es sionista. Eso a mí me suena a conspiración. Ustedes los “moishes” nunca dan puntada sin hilo. Y a nosotros no nos queda otra. La defensa de la patria está en nuestras manos. ¿Me entendés, no? Pero de todas maneras supongo que en algún momento te van a dejar volver a tu casa, vos sos un perejil.

“La defensa de la patria está en nuestras manos”, explicaba Raúl Jiménez, suboficial del Ejército, con quien compartía las tareas más elementales en la cocina, pelando patatas y zanahorias para los oficiales. “En la cocina me siento como en casa”, le diría Pedro luego de haber reconocido sobre la mesada su propia licuadora y la tostadora, que le habían sido robadas en el momento del secuestro.

El suboficial Jiménez, que se había transformado en una especie de confidente de Pedro, era apodado “La Mulita”, gracias a sus dotes principales: bruto e ignorante, pero muy trabajador. Era él quien había participado en la primera sesión de tortura que había soportado Pedro a su llegada a la Escuela de Mecánica.

Luego, por la tarde, le tocaba regresar a la pecera a seguir leyendo, recortando, pegando, traduciendo, fotocopiando. El cuarto de fotocopias era utilizado durante el horario del almuerzo por otro detenido, que también estaba destinado a tareas “de inteligencia”. Los guardias ponían cuidado de que Pedro nunca se cruzase con el otro detenido. Para volver desde la cocina hasta la pecera, debía atravesar varias puertas, pasillos y escaleras, lo que hacía siempre con un guardia y en silencio. Las escenas en la Escuela de Mecánica de la Armada eran dantescas. Las luces de los pasillos bajaban permanentemente de intensidad por la caída de tensión causada por las torturas con electricidad a los prisioneros. Los gritos sordos se mezclaban con el ruido de las puertas que se abrían y se cerraban constantemente. En una de las salas de torturas se escuchaba a todo volumen uno de los discursos de Hitler.

– ¿Quién es ése que grita así, en qué idioma habla? –preguntó Pedro.

– ¿No lo reconocés? Es uno de los mejores discursos de Hitler. Hablaba al pueblo con una claridad única. Él decía lo que todo el mundo callaba. Un verdadero líder.

– Ya veo. ¿Vos hablás alemán, entonces?

– No, yo qué voy a hablar, ni una palabra.

– ¿Y quién habla alemán aquí?

– Ahora creo que nadie. El mes pasado había un detenido que lo hablaba muy bien y nos tradujo unas partes del discurso.

– ¿Y dónde está ahora ese detenido?

– ¿Y yo qué voy a saber? Lo habrán trasladado.

– ¿Trasladado? ¿A dónde? ¿Adónde te trasladan desde aquí?

– Al cielo, querido, ¿adónde te van a trasladar? Te dan una entrevista con San Pedro.

Así aprendió Pedro una nueva expresión en el lingo único de la Escuela: ser trasladado indicaba muy probablemente ser aniquilado. Prefirió no preguntar más y siguió caminando en silencio, por los pasillos, donde se escuchaban los gritos de una mujer que estaba siendo torturada. Ya nada lo impresionaba, especialmente desde aquella vez en que había escuchado los gritos de una madre dando a luz entre mesas de tortura y militares mirando con cara de asombro.

Los cambios permanentes de tensión en el edificio terminaron por quemar el motor de la fotocopiadora. Pedro dejó una nota para el detenido que la usaba al mediodía. Escribió:

 

“Dejó de funcionar. No sé por qué. Quizás por un fenómeno mecánico, quizás por un fenómeno moral. Parece que se pasaron de rosca y Rosita la mató. Le quemaron el motor, o un fusible, o el cerebro, no sé. Hoy a la tarde le cambian el motor, o el fusible, o el cerebro, no sé. Pero la van a arreglar. Así me lo prometieron y nunca me han fallado en una promesa desde que llegué a este lugar”.

 

Dudó por un segundo si firmar o no la nota. Prefirió dejarla así, sin firma. Levantó la tapa de la fotocopiadora y puso el papel sobre el vidrio, con la parte escrita hacia abajo. Caminó un paso, se detuvo y volvió a la máquina. Levantó la tapa, tomó el papel y agregó al final de la nota: “Saludos”.

Esa mañana dejó la sala de fotocopias entusiasmado. No pudo pensar en otra cosa que en la respuesta de su “colega”. Era la primera vez que se comunicaría con alguien del mundo de “afuera”, aunque esté “adentro”, como él. Viviendo en la ESMA Pedro había descubierto que la locura no era un estado transitorio, sino una realidad en la cual se podía vivir y hasta sobrevivir, crecer, disfrutar y, quizás algún día, se pudiera abandonar. En ese nuevo mundo, el de la locura, los locos eran los demás, los de afuera, y la normalidad era la de adentro, confirmada cada día, al amanecer y al anochecer, como lo que era, una demencia absolutamente coherente, estable y previsible. Quizás –pensó Pedro–, nunca más pueda vivir fuera de esta locura.

Al otro día, luego del almuerzo, se dirigió ansioso a la máquina fotocopiadora. Levantó el vidrio y allí encontró la respuesta:

 

“Gracias. Ya funciona. Parece que fue un desperfecto mecánico y no uno moral. La moral no existe.”

 

Luego, con letra de imprenta, había sido escrito lo siguiente:

 

No hay fenómenos morales.

 
 

No hay más que interpretaciones morales de los fenómenos.

 
 

Federico Nietzsche

 

Pedro quedó atónito. Leyó una y otra vez la nota de su nuevo amigo y se pasó la tarde tratando de encontrar una respuesta acorde. Cómo contestar a una cita de Nietzsche. Ya sé –pensó–, con una de un albañil, poeta pero albañil, y por lo tanto más inteligente que todos nosotros. Tomó entonces una lapicera y escribió:

 

“Hoy la máquina funciona, pero yo no. Lo que sucede es que la máquina es fuerte, pero yo soy débil. Lo siento.”

 

Luego, también en letra de imprenta agregó:

 

Quien me tiene de un hilo no es fuerte;lo fuerte es el hilo.Antonio Porchia

 

Colocó el papel debajo de la tapa de la fotocopiadora y se retiró nuevamente ansioso por la respuesta que vendría a la tarde. No pensaba en otra cosa. Ya nada era más importante que ese contacto simple, temeroso y autocensurado con su nuevo amigo. Los días pasaron y las comunicaciones se repitieron como un rito. Los dos se mantuvieron anónimos y nunca firmaron una carta. La otra persona resultó ser una mujer, condición que dejó trascender al usar algunos adjetivos de primera persona. Un día su amiga le escribió:

 

“Cada día llego a mi pecera ilusionada esperando tu mensaje. Algún día, príncipe mío, temo no encontrarlo.”

 

Y por primera vez firmó: “Ana”. Luego agregó, como siempre en letra de imprenta:

 

Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón… Los ritos son necesarios.

 
 

– ¿Qué es un rito? –preguntó el Principito.

 
 

–Es también algo demasiado olvidado –dijo el zorro–. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días; una hora, de las otras horas. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. El jueves es, pues, un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.

 
 

Así el Principito domesticó al zorro.

 

Los intercambios epistolares clandestinos continuaron hasta que un día, sin razón aparente, Ana no volvió a escribir. Pedro preguntó a su guardia y amigo La Mulita, sobre el paradero de su amiga, pero él no sabía nada al respecto. Pedro lloró como un niño. Lloró por primera vez desde que había llegado a la Escuela. Ni siquiera durante las sesiones de tortura había llorado. Escribió tres notas más, todas sin respuesta; todas aparecieron en el mismo lugar en el que él las había dejado, sobre el vidrio de la fotocopiadora, con el lado escrito hacia abajo. Pero el duelo por su amiga duró poco.

– Levantate Ruso, te toca ir al depósito a hacer inventario

– ¿Inventario de qué?

– De todo lo que veas Ruso

Esta vez sin esposas ni grilletes le llevaron a una gran sala en la que se guardaban los objetos de valor robados a los detenidos durante los secuestros: decenas de televisores y otros electrodomésticos. Al final de aquel día, un anuncio interrumpió la rutina y marcó también el fin de su paso por la ESMA. Mientras La Mulita lo acompañaba hacia la cocina, ambos notaron el silencio llamativo que reinaba en el edificio.

– ¿Qué pasa, Mulita, estamos solos hoy, que no se escucha a nadie?

– No sé, es que está todo el mundo muy nervioso. Parece que los yanquis mandaron una comisión para investigar el tema de los derechos humanos y quieren inspeccionar la Escuela. ¡Y te imaginás el problema que es eso! Vamos a tener que “trasladar” a un montón de presos para hacer lugar y mostrarles que está todo vacío y que las denuncias son mentira, parte de una campaña de desprestigio que organizan los comunistas y los judíos que viven en el exterior. Así que hoy no pasa nada, están todos reunidos decidiendo qué hacer con cada preso. Estoy seguro de que a Sánchez, ese hijo de puta que mató al coronel Arriaga hace unos días, a ése le van a “dar máquina” hasta que hable o se muera, por hijo de puta, ¿me entendés? Lo acribilló delante de la familia al pobre Arriaga. ¿Vos lo conociste al coronel? Trabajaba acá en la Escuela, con nosotros, era muy capo, un buen tipo.

Hacía dos días que Pedro se había cruzado en uno de los pasillos con ese tal Sánchez, a quien habían detenido tan sólo veinticuatro horas después de haber asesinado al coronel Arriaga. Pedro esperaba encontrarse con un hombre corpulento, un asesino como los de las películas; en cambio se sorprendió al ver a un joven de no más de veinticinco años, delgado, con rasgos finos y mirada serena. “Me parecen todos iguales”, pensó, “se matan entre ellos como animales. Me pregunto: ¿qué tengo que ver yo con toda esta gente? ¿Qué tengo que ver yo con Sánchez, una persona que empuña una ametralladora para matar a un padre de familia delante de su esposa y sus hijos, o con La Mulita, que es la misma clase de persona pero de diferente color político?”.

Se lo preguntó directamente a Sánchez, a la cara y mirándole a los ojos, en cuanto tuvo la oportunidad, quien ensayó una respuesta muy simple: “Queremos cambiar y vamos a cambiar la historia de Latinoamérica, ya vas a ver. Además, ellos matan y torturan de forma indiscriminada a periodistas, políticos, sindicalistas, intelectuales de izquierda, a todos por igual. No hacen distinción, están en guerra contra el pueblo entero. Nosotros, en cambio, sólo ajusticiamos a aquellos militares que son culpables. Nosotros somos el pueblo y estamos en guerra con ellos. La defensa del pueblo está en nuestras manos”.

¿No era ésa la frase de La Mulita?: “La defensa de la patria está en nuestras manos”. Parecía que la diferencia entre los extremistas de derecha y los de izquierda había quedado ahora sumamente clara para Pedro, se trataba de un tema básicamente semántico y no ideológico: unos mataban para defender al pueblo, otros para defender a la patria.

La Escuela de Mecánica de la Armada era como un gran manicomio, donde los sanos deambulaban entre enfermos no rescatables y la línea que los dividía era cada vez más fina, cada vez más borrosa. Ese día, por la tarde, a Pedro lo llevaron a su cucheta más temprano de lo habitual. Eran tan sólo las cinco y ya se encontraba tirado sobre un colchón delgado, con la cabeza tapada por una capucha como todas las noches, su muñeca derecha atada a la estructura metálica de la cama. Pequeñas mamparas de madera lo separaban de los otros habitantes del piso superior de la Escuela, un ático que en el verano se transformaba en un verdadero horno bajo el intenso sol de Buenos Aires.

Pedro se colocó boca abajo, giró la cabeza limpiando la transpiración de su frente sobre el colchón y escuchó con atención los ruidos que provenían del exterior, tratando de distinguir unos de otros. Los adolescentes de la escuela secundaria que linda con la ESMA ya estaban saliendo de clase y se hablaban a los gritos. Por el otro lado entraba el sonido de los coches que circulaban a toda velocidad por la avenida General Paz, a escasos metros de su cucheta. Estos ruidos eran el único indicio que tenía Pedro de que el mundo seguía girando, de que nada se había detenido. En silencio, respiraba hondo el aire fresco que entraba por una rendija; lo disfrutaba intensamente. Era el único momento en el cual podía compartir algo con el mundo libre: el aire y los rayos del sol. Esa tarde también escuchó a los guardias trayendo a los presos a sus cuchetas luego de las sesiones de tortura, muchos de ellos inconscientes, arrastrados por el piso como bolsas inertes.

Pedro cerró los ojos y trató de dormirse, mientras aspiraba el aire fresco y pensaba en Sánchez y La Mulita. Quizás podrían haber sido muy buenos amigos, si no fuese porque están opuestos por la casualidad y el destino. “Me los imagino perfectamente con los roles invertidos”, pensó.

Cerró los ojos y se quedó dormido. Soñó que se encontraba en un gran campo, llano hasta el horizonte, desolado por completo. No había nada a la vista, ni un árbol, ni un edificio. Estaba completamente desnudo y una lluvia feroz lo había empapado. Hacía frío y soplaba el viento del sur, fuerte e intenso sobre su espalda. De pié, con las piernas abiertas, desafiante, resistía el frío y cerraba con fuerza sus puños. Sus pies se enterraban lentamente en el suelo de gélido barro, que sentía filtrarse entre los dedos de sus pies. El planeta se lo estaba tragando, milímetro a milímetro. De pronto, un joven de pelo largo y barbas al viento, lo ató de piernas y manos a grandes estacas de madera que salían de la tierra. Pedro no atinó a defenderse, sino que dócil se dejó atar, mientras miraba a los ojos azules de la extraña persona que lo estaba estaqueando. Por momentos le pareció reconocerlo y hasta le preguntó: “Sánchez, ¿sos vos? ¿Por qué, Sánchez? ¿Sos vos el que mató al coronel Arriaga? ¿Por qué?” Pedro hablaba, gritaba, pero parecía que ningún sonido salía de su boca. Las palabras eran llevadas por el fuerte viento antes de llegar a los oídos de Sánchez. Pronto las ráfagas aminoraron y se encontró estaqueado boca arriba, nuevamente solo, siempre solo.

Las nubes comenzaron a separarse y dejar pasar los primeros rayos del sol. Por momentos, sintió confort, sintió el calor de los rayos del sol como una caricia. Trató de mirar al cielo, pues lo rayos parecían concéntricos, todos provenientes de un sol tenue que de a ratos era redondo, por momentos triangular. Pronto las estacas de madera comenzaron a perder su corteza, transformándose como un monstruo en mutación, en un lento proceso de metamorfosis, dejando expuesta su alma de metal frío, rojizo como el cobre, como los electrodos de Rosita. Las cuatro estacas se elevaron hasta separarse de la tierra, y tiradas por cuatro mulas blancas, comenzaron a arrancarle los brazos y las piernas. Pedro sentía como a cada paso que intentaban dar las mulas, sus miembros se separaban un poco más del cuerpo. Gritó con fuerza “!Pará mula de mierda, pará!”. Pero nada salía de su boca, ni una palabra, ni siquiera el aliento.

La luz se encendió de pronto e interrumpió su pesadilla. Los guardias estaban todos presentes en el altillo y se disponían a llevarse a los presos, que serían trasladados ese mismo día, antes de la visita de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Miró al techo, con sus viejas vigas de madera, y pensó que quizás fuera ése su último día en la ESMA. Sintió temor y, ante la incertidumbre, paradójicas ganas de quedarse allí más tiempo. Estaba aún sudado por la pesadilla y no del todo consciente. Uno de los guardias lo tomó del brazo y le indicó que su destino se decidiría en los próximos minutos.

Mientras tanto, ese mismo día, Esther llegaba a la oficina de Raúl Campos, en el Ministerio de Economía. Raúl la atendió con suma amabilidad.

– Adelante, Esther, póngase cómoda. Maripaz me contó todo sobre Pedro y me entregó su carta.

– ¡Estoy desolada, Raúl! Ya he visitado comisarías, el Ministerio del Interior, varios cuarteles del Ejército, varias prisiones, he enviado cartas a diarios y funcionarios y nadie parece saber dónde está Pedro. A esta altura me conformo con saber que se encuentra bien. – dijo Esther sin siquiera dar el buen día,

– Me imagino la situación, y para serle sincero no es la primera vez que escucho algo por el estilo. El tema es que el gobierno está claramente dividido en dos partes: por un lado los militares luchando contra la subversión y por otro la administración civil. Nosotros desde acá mucho no podemos hacer.

– Pero en el fondo son parte del mismo gobierno, algo tiene que poder hacer. Aunque sea escribir usted algunas cartas, a ver si por estar en el gobierno le contestan.

– Podemos intentar. Pero nuevamente, para serle sincero, he tenido algunas conversaciones con militares al respecto, y ellos mismos no parecen saber bien qué está pasando. La Policía Federal, la de la Provincia, la Marina, el Ejército, todos trabajan juntos pero también por separado. Pedro puede estar detenido por cualquiera de las fuerzas.

– Tendremos que hablar con todas, Raúl, pero debemos seguir intentando.

– Muy bien, voy a probar mandar algunas cartas. Pero no le prometo una respuesta positiva. De todas maneras, Esther, nada malo le va a pasar a Pedro mientras esté detenido en manos de los militares. No entiendo bien la estrategia que están llevando adelante, deteniendo a las personas sin comunicárselo a los familiares, pero alguna razón deben tener. Se trata de una guerra muy cruel y la subversión marxista no da tregua. ¿Ha visto usted cómo asesinaron al coronel Arriaga frente a su esposa, o cómo le pusieron una bomba en la casa a Klein, que no es más que un funcionario civil de Economía?

– Mi hermano Pedro no estaba metido en nada, Raúl, no es ni siquiera comunista, mucho menos, terrorista.

– ¿No estaba vinculado a la guerrilla?

– ¡Claro que no!

– No pretendo ofenderla, Esther, ¿pero está usted totalmente segura de que Pedro no tenía actividades clandestinas?

– No, de ninguna manera.

– Estoy seguro de que los militares no detienen a las personas sin una razón clara y real. El secreto que rodea cada acción es necesario hasta que hayan erradicado por completo la subversión. Luego todo se sabrá y Pedro quedará libre.

– ¡Vamos, Raúl, usted sabe que se habla de centros de detención y de tortura!

– Eso lo he leído en diarios del exterior y la verdad es que me parece todo una campaña orquestada por el comunismo. ¿Usted cree, Esther, realmente, que los militares argentinos se rebajarían a tal punto? Están librando una batalla para salvar a la Argentina de caer en el mismo destino que Cuba y Vietnam, no es broma. Están arriesgando sus vidas por nuestra libertad. Y sí, estoy seguro de que cuando interrogan no son ningunos santos, pero bueno, es una guerra.

– ¡Yo ya no sé a quién creerle, Raúl!

– Yo trabajo con militares de alto rango todos los días. No son animales, son caballeros con códigos de conducta muy estrictos. Son profundamente cristianos y eso no les permite llevar a cabo las atrocidades de las que se habla en el exterior.

– ¿Usted cree sinceramente lo que dice, Raúl?

– Mire, Esther, lo único que me consta es lo que puedo leer en los diarios locales todas las mañanas: los que ponen bombas, secuestran y matan padres delante de sus familias son los subversivos, no los militares. Cada vez que intentan tomar una comisaría, un cuartel, o que matan a algún militar o funcionario, eso es real, eso lo podemos ver todos con nuestros propios ojos. El resto, las historias de la prensa internacional, todo eso está en el campo de las acusaciones cruzadas.

– ¿Pero quién tendría interés en inventar historias semejantes?

– El mundo es muy complejo, Esther. Nos están presionando por temas de comercio exterior y los rumores de violaciones a los derechos humanos pueden ser parte de esta campaña.

– Todo eso puede ser cierto, pero quiero saber donde está Pedro y estar segura de que lo van a dejar en libertad pronto, de que no lo están torturando y de que no lo matarán.

– Bueno, llámeme en una semana, voy a tratar de averiguar donde se encuentra detenido. Pero le repito, no tengo ni idea de a quien preguntarle. Lo único que se me ocurre es probar con el coronel Martínez, con quien me reúno la semana que viene.

Esther se retiró de la reunión con Raúl Campos completamente desolada. Pronto recibió una nota escrita a mano por el propio Raúl. La nota quedó guardada en la caja de alfajores Havanna junto con el resto de las cartas. Era muy corta y sólo decía:

 

Estimada Esther:

 
 

He hablado con el coronel Martínez en forma personal en el día de ayer y él me confirmó que el Ejército Argentino no asesina ni tortura. No debe dejarse llevar por las campañas de difamación orquestadas en el exterior en contra de nuestro país.

 
 

Si Pedro está detenido por el ejército, usted no debe preocuparse por su destino, pronto estará en libertad, o detenido para ser procesado por la justicia militar o civil.

 
 

Respecto a su paradero, me ha indicado el coronel que ni él mismo puede averiguarlo, pues se trata de un secreto militar, como el de muchos otros subversivos detenidos.

 
 

Espero que mis palabras le brinden al menos un poco de tranquilidad respecto al destino de su hermano.

 
 

Muy atentamente,
Raúl

 

Más tarde, en la ESMA, Pedro fue llevado a una habitación pequeña, que estaba vacía, salvo por una estantería metálica con cajas archivo. Las paredes habían sido recientemente pintadas de color gris claro y el piso brillaba. Todo olía a pintura fresca. La Escuela de Mecánica estaba siendo preparada para la visita de los organismos internacionales de derechos humanos. La pequeña habitación medía apenas dos metros de largo por uno y medio de ancho.

– ¿Qué van a hacer conmigo ahora? –le preguntó al guardia.

Nadie contestó.

– ¿Me van a “trasladar”? ¿Me van a dejar en libertad?

Los pasos del guardia retumbaban en el pequeño cuarto. Pedro quedó acostado mirando al techo, de donde colgaba una lámpara desnuda, atada con dos cables, uno rojo, el otro negro. Le tensión era constante: “no le están dando máquina a nadie” –pensó. La rutina diaria se había interrumpido. Algo estaba sucediendo.

– ¿Qué van a hacer conmigo ahora? –insistió.

El guardia respondió dándole un par de patadas en las costillas, más para acomodarlo junto a la estantería, como quien mueve una bolsa de patatas, que para lastimarlo. La puerta de acero se cerró con fuerza y Pedro pudo sentir el vacío en sus oídos, como en un avión al despegar. Antes de retirarse, el guardia le colocó una cinta sobre la boca, nuevamente la capucha de tela negra y apagó la luz.

En su improvisada celda, Pedro esperaba que su destino se decidiese. La oscuridad era total. El piso era duro, frío. Sus pies estaban atados con cadenas, una de sus manos esposada a la estantería metálica, la otra, milagrosamente libre. La extendió lentamente y alcanzó a tocar el otro extremo de la habitación. Luego la pasó sobre su propio cuerpo y pudo tocar la estantería y hasta mover una caja de archivo. Trató luego de sacarse la capucha, pero era imposible. “De todas maneras, pensó, no hay nada para ver”.

Al rato, cuando Pedro ya se estaba quedando dormido, se escuchó el ruido de la puerta. Pudo ver a través de la capucha encenderse la luz. Esperó a que le hablaran, esperó que lo patearan, pero nada de eso sucedió. Luego una voz familiar le dijo:

– ¿Ruso?

– Mulita, ¿sos vos?

– Sí, soy yo.

– ¿A dónde me van a llevar?

– No sé, pero vine a traerte algo.

– ¿Qué me traés? Sacame la capucha, por favor.

– No puedo, pero te traigo una carta. Te la olvidaste en la fotocopiadora de la pecera, y creo que te va a gustar leerla.

– Yo no me olvidé nada en la fotocopiadora, Mulita. ¿De qué hablás?

– ¿Te la leo? Dale que me tengo que ir, si me ven mis superiores voy a tener problemas

– Leémela, Mulita, dale.

– Dice: “No me olvides. No te olvidaré.”

– ¿Eso es todo?

– No, después dice:

 

No me permitas rezar
para esconderme de los peligros,
sino para enfrentarlos sin miedo.

 

– ¿Quién lo firma, Mulita?

– No sé, no se entiende. Ra-bi-n-dra-nath Ta-go-re. Debe ser moishe, ¿no?

– No, Mulita, no es judío, es un hindú Premio Nobel de Literatura. ¿Pero quién firma la carta?

– ¿La carta? Pensé que sabías. La firma Anita, la pendeja.

– ¿Qué, vos conocés a Ana?

– Claro que la conozco, si está acá hace como un año.

– ¿Dónde está ahora?

– No sé, Pedro. Me tengo que ir. Cuidate.

La Mulita se acercó a Pedro y le puso la carta en el bolsillo del pantalón. Luego, suavemente, posó la palma de su mano sobre la capucha, le dio una palmadita y le dijo: “Espero que nos veamos afuera, Ruso, vivo en Sarandí. Llamame si salís”. Pedro no llegó a contestar, la luz se apagó, el ruido de la puerta y las cerraduras indicaron el fin de la visita. “Llamame si salís”. “Si salís”. Pedro repitió la frase un par de veces. Cerró los ojos e intentó dormirse. Albergaba la esperanza de haber sido separado del resto porque quizás no pensaban trasladarlo. No había otra lógica en su razonamiento que la de sobrevivir. “¿Cómo será la muerte por traslado?”, se preguntó. Nunca antes había pensado en eso. “¿Cómo te matan? ¿Un tiro en la cabeza? ¿Una inyección letal? ¿A palazos, con electricidad?” Pensó en las diferentes alternativas de muerte, las intelectualizó como un profesional, ajeno a ellas, como un médico se refiere al órgano enfermo de un paciente y a éste por el número de su habitación. La idea de la muerte ya no le preocupaba. Recordó aquellas palabras de Primo Levi:

La certidumbre sobre la muerte cercana
pone un límite a todo placer,
pero también a todo sufrimiento.

 

“Hubiese querido decírselas a mi amiga Ana”, –pensó. “Escribirlas en letra de imprenta y dejarlas sobre el cristal de la fotocopiadora.” Pero ya era tarde para eso. Quizás ella ya estaba libre, caminando por las calles de Buenos Aires. Quizás, en cambio, había sido trasladada. “Seguro, nadie sale vivo de este manicomio” –pensó. Se puso triste. Era la muerte de su amiga lo que le dolía, no la inminencia de la suya. La posibilidad que hubiera sufrido, de que la hubieran torturado.

Durmió un rato, hasta que lo despertó el ruido de la cerradura y oyó la puerta abriéndose nuevamente. Sintió una ráfaga de aire fresco invadir primero la habitación y luego sus pulmones. ¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Cinco minutos? ¿Cinco horas? ¿Cómo saberlo?

El guardia encendió la luz. Nuevamente Pedro pudo observar el brillo a través de la capucha negra. Pensó que era La Mulita, pero esta vez no reconoció la voz.

– ¡Quedate acá sin moverte, o te damos máquina otra vez! –dijo el guardia con voz firme, casi gritando.

Pero no le hablaba a él, sino a otra persona con la que aparentemente compartiría el cuarto. En menos de un minuto la luz se apagó y la puerta volvió a cerrarse. Nuevamente el vacío en los oídos y el ruido de la cerradura. El guardia había esposado la muñeca de la otra persona a la estantería, haciéndole pasar el brazo por debajo de la nuca de Pedro. Ambos cuerpos quedaron en contacto, uno al lado del otro, apretados en el pequeño espacio.

En el silencio casi total de la habitación, pudo escuchar la respiración monótona de su compañero de cuarto. La comunicación era imposible, ambos tenían los labios sellados con cinta.

Los minutos pasaron uno tras otro, tal vez fueron horas. ¿Cómo saberlo? De a ratos las respiraciones se sincronizaban. Creyó adivinar que su compañero estaba sollozando, pero el ruido era tan imperceptible que no podía estar seguro. Extendió entonces su mano libre y trató de tocar, como un ciego, viendo con sus dedos. Quizás una palmada de saludo, de solidaridad, o simplemente una manera de ejercitar lo poco que le quedaba de libertad. Apoyó su mano suavemente y pronto descubrió que se trataban de los senos de una mujer. Instintivamente retiró su mano. Se sintió incómodo, intentó pedir disculpas.

Pasaron sólo un par de minutos hasta que la mujer tomó con su mano libre la de Pedro y la colocó nuevamente sobre su cuerpo. Levantó su camiseta, que estaba totalmente mojada por la transpiración, y le hizo apoyar la mano. Pedro notó la piel tensa y el vientre abultado por el embarazo. Nuevamente trató de retirar la mano, pero la mujer se lo impidió. Las dos manos juntas recorrieron entonces el vientre de ella, hasta poder sentir que el bebé se movía.

Así los dos se quedaron dormidos, tomados de la mano, en la oscuridad de un pequeño cuarto de archivo de la ESMA, esperando descubrir su destino.