5 INVITACIÓN
Muchas veces sucede que el mismo destino vuelve a construir aquello que destruye, transformando la vida en una mezcla de líneas rectas y círculos, donde, por momentos, a pesar de haber pasado los años, todo parece haber vuelto al mismo lugar.
En marzo de 2002, Ramiro comenzó a trabajar para el banco ING, el mismo para el que trabajaba Marina, pero como estaban destinados en diferentes oficinas, se habían cruzado sólo un par de veces. La primera había servido tan sólo para reconocerse, y confirmar que lo que alguna vez los había unido no había desaparecido ni había muerto, sino que simplemente se había aletargado por un tiempo, esperando la oportunidad para aflorar nuevamente. Ese primer encuentro había ocurrido durante una reunión de trabajo en la que se presentaron las nuevas políticas para tratar el riesgo cambiario. Unos veinte jóvenes provenientes de diferentes oficinas se sentaron en el suntuoso salón de reuniones del Directorio del Banco, en sillones de cuero, alrededor de una mesa de madera con incrustaciones de mármol. A simple vista, todos los allí presentes eran increíblemente parecidos, versiones diferentes de un mismo concepto, de una misma idea: uniformidad en el corte de cabello, en sus trajes oscuros, en sus corbatas de seda.
Marina, una de las pocas mujeres en el grupo, se acomodó en su silla, del lado derecho de la mesa, y esperó a que estuvieran todos sentados. Casi enfrente de ella, se sentó Ramiro. Las miradas de ambos se cruzaron por un instante, quizás simplemente en un juego de seducción instintivo.
El presentador, que portaba el aburrido título de Analista Senior de Riesgo Cambiario para América Latina, lucía su camisa blanca impecable, gemelos de plata con sus iniciales grabadas, y una corbata Hermes color verde pastel que seguramente había comprado en algún free-shop por no menos de cien dólares. “Para comenzar mi exposición”, dijo, “me gustaría que cada uno de ustedes se presentara diciendo su nombre y apellido y la sucursal en la que trabaja”. Uno por uno, con voz nerviosa, los jóvenes acataron la sugerencia. Marina revisaba sus papeles, escuchando las presentaciones de los jóvenes casi como música de fondo. Uno de ellos dijo: “Ramiro Buraglia, sucursal Santa Fe”. Marina levantó rápidamente la mirada, para encontrarse con los ojos de Ramiro, esta vez reconociéndose. Cuando le tocó el turno, clavó su mirada en la de él y dijo: “Marina Pagani, Oficina Central”. Ramiro le contestó tan sólo moviendo los labios, murmurando en voz baja “hola Maru”. Ella sonrió. Las luces se apagaron y el Analista Senior de Riesgo Cambiario para América Latina comenzó su presentación a un ritmo infinitamente monótono. Marina no escuchó una sola palabra. Nada, ni la primera, ni la última. Todo lo que escribió en su cuaderno de anotaciones fueron dos palabras: Ramiro Buraglia. Cuando la reunión terminó, Ramiro se dirigió hacia la puerta junto a sus compañeros de trabajo, y desde allí miró a Marina.
– ¿Nos vemos, no? –preguntó él.
– Supongo que sí –contestó ella. Luego pensaría durante horas: “¿Por qué dije supongo, y no claro que sí? Qué tonta, qué idiota, a veces creo que soy mi peor enemiga”.
El segundo encuentro no sería casual. Aquella mañana, Marina sentía que las horas en la oficina transcurrían lentamente, goteando minuto a minuto. El tiempo parecía un medio viscoso donde moverse resultaba agotador. Por momentos relajaba la mirada, dejando caer sus párpados lentamente, hasta que la pantalla de su ordenador quedaba fuera de foco, hasta que en su visión todos los colores se combinaban formando figuras extrañas, como en un caleidoscopio. A veces le parecía ver a Ramiro en la pantalla. Sintió que se estaba volviendo loca. Desde que se había enterado que trabajaban en el mismo banco, su imagen había vuelto a ser cotidiana, y su presencia en sus pensamientos, una constante agobiante. Pensaba en él día y noche.
Al mediodía, Claudia, una compañera de trabajo, se acercó a su escritorio:
¿Vamos a comer, Maru? Llamé a los chicos de Santa Fe. Nos juntamos todos en el Schlotzky’s Deli de Corrientes. ¿Venís?
Claudia tenía todo planeado y había organizado un almuerzo para que Marina tuviese su segundo encuentro “casual” con Ramiro.
El Schlotzky’s Deli estaba abarrotado, y los sándwiches y las ensaladas expuestos le abrieron el apetito. Marina se sentó frente a Claudia, esperando que llegaran los demás. A los cinco minutos, cuatro muchachos de la sucursal Santa Fe, vestidos de traje y corbata, se sentaron junto a ellas. Faltaba Ramiro. La conversación abordó rápidamente todos los temas de coyuntura. Discutieron sobre política, hablaron, inevitablemente, del partido de Boca Juniors del domingo, hasta que Claudia tomó el control de la charla para transformarla en un ida y vuelta de flirteos histéricos. Marina permanecía en silencio, ajena a la conversación. Pensaba en Ramiro. ¿Por qué no habría venido? ¿Estaría evitando verla?
Claudia era definitivamente una experta en flirteo y generaba lo que parecía una obra de teatro. Los chicos comían sus sándwiches mientras hablaban y movían las manos excitados, haciendo referencias graciosas, compitiendo por su atención. Ella, mientras tanto, utilizaba en forma instintiva todos sus recursos, encendiendo un Marlboro, jugando con su pelo.
Más tarde llegó Ramiro, agitado, saludó a todos con un “hola” general y se sentó a la mesa. Claudia lo vio venir y se cambió de silla, dejando un espacio libre justo frente a Marina. Lo hizo de tal manera que nadie lo notó. Ramiro se sentó y pronto fue parte de la charla, y de las idas y vueltas de opiniones y bromas. También se unió a la charla con comentarios de doble sentido, pero siempre con cuidado y mirando a Marina de reojo, como buscando su aprobación, a veces pidiendo permiso. Un observador atento hubiese podido notar que había un cierto algo, una indiscutible conexión entre Ramiro y Marina. En un momento, él se acomodó en su silla y apoyó su pierna contra la de ella, por debajo de la mesa. La posición era incómoda, pero Marina se negaba a moverse. Pasaron unos minutos y entre el calor y la tensión, ella pudo sentir cómo toda el área donde sus cuerpos se tocaban se empezaba a humedecer. Estaban sudando. La humedad y la temperatura excitaron a Marina. Mantuvieron sus piernas en contacto por un largo rato. Finalmente, tuvieron que despedirse. Cuando se separaron, ella sintió una corriente de aire fresco sobre su sudor húmedo. Se le erizó la piel y tembló levemente. Sintió la sangre circular por toda su cara, sintió cómo se elevaba su temperatura, cómo se ruborizaba. Ambos se levantaron al mismo tiempo y nuevamente sus miradas se cruzaron. Ramiro apenas abrió la boca, como para decir algo, pero se calló. Marina se quedó esperando que alguna palabra salga de sus labios, pero no. El encanto se rompió de repente cuando uno de los chicos le preguntó a Ramiro:
– ¿Qué hacés este fin de semana, Ramiro? ¿Querés salir de a cuatro? A mi novia le pareció muy simpática la tuya. ¿Qué te parece la idea?
– Es que ya tenemos planes para este fin de semana. Quizás en otro momento –contestó Ramiro.
La situación pasó desapercibida para todos, menos para Ramiro y Marina. Él evitó su mirada y se despidió rápidamente, casi huyendo. Ella se sintió tonta, derrotada, defraudada. Quiso llorar, salir corriendo, pero hizo un esfuerzo y se contuvo.
De regreso en la oficina, Marina ya se sintió incapaz de trabajar. ¿Qué sentido tenía todo? Mejor olvidarle. Pero no era posible. Se había dado cuenta de que seguía enamorada de él tanto como siempre. Miró a su alrededor y sintió ganas de no estar, de no ser. ¿Por qué todo en su vida era tan difícil, tan de contramano? Ya no sabía de dónde sacar fuerzas para continuar. Se acomodó en su silla, apoyó su cabeza entre sus manos y los codos sobre el escritorio. Miró de reojo la foto de sus padres, que estaba pegada sobre una de las paredes de su cubículo. Fijó la mirada en su madre. “Hija de puta”, dijo en voz muy baja. Estiró lentamente un brazo y con cuidado despegó la foto para poder mirarla de cerca. Miró la sonrisa de su madre y pensó: “¡Qué raro vos sonriendo! Ya no me acordaba de que sabías cómo sonreír. ¿Sabés algo, Ma? No vivís ni dejás vivir. No te entiendo. Nunca te entendí. Ni ahora, ni cuando era chiquita, quizás ni cuando me muera. ¿Por qué mierda mi vida tiene que ser una continuación de la tuya? ¿Dónde está escrito eso, aparte de los putos libros de Freud que lees sin entender? Tus vivencias, tus miedos, tus frustraciones, son tuyas y nada más que tuyas. No las hagas mías, no me las endoses porque no las quiero. ¿Sabés qué, Ma?, yo también tengo mis miedos, mis angustias. Soy yo la hija única, abandonada por un padre canceroso y por una madre que se fue a vivir a Francia porque no pudo irse a la mierda misma. Ya sé, no sos culpable de la muerte de papá. “A mame is nicht kein tate”, me dirías en idish. Y sí, Ma, es cierto, una madre no es un padre. Y además de todo, no dejés nunca de recordarme que soy yo la idiota que está enamorada del hijo de un milico. Me lo decís como si ser militar fuese un pecado. No lo es, que yo sepa. Es más, no sé si estoy enamorada de Ramiro, de sus ojos verdes y su origen italiano como el de mi papá, o de su familia, de su padre milico y su madre conservadora. No lo sé. Me lo pregunto miles de veces. ¿Por qué enamorarme de él? No sé cómo hacer para entenderlo. ¡Qué idiota que soy! Probé con Marta. ¿Te acordás de Marta, la psicoanalista que vos me recomendaste? Error enorme. Ella es una mujer de la izquierda intelectualizada, como vos, todo lo ve desde su perspectiva única y absolutista. Creo que es lo más parecido a la madre de Ramiro que he visto en mi vida. Igual de dogmática, pero al revés. Es fascista y totalitaria en sus opiniones, tanto como un camisa negra italiano, tanto como lo debe de haber sido el padre de Ramiro. No me ayudó en nada, Ma, en nada, sólo a confundirme más. No deberían darle licencia de analista a cuanta persona haya cursado la carrera y recibido un diploma. Es como darle título de pintor a todos los que hayan pasado por la Escuela de Bellas Artes. Es criminal. Fui a verla para tratar de entender por qué estoy obsesionada con Ramiro y me pasé veinte sesiones hablando de vos. ¿Te sorprende? A mí no. Y sigo sin saber si mi problema con Ramiro es él, si es su familia, si soy yo, o si en realidad sos vos. O quizás, el problema es que yo soy más parte de vos de lo que quiero admitir. Quizás yo también sea un poco sobreviviente del Holocausto. Quizás en el fondo yo también sea una humanista, socialista, amante de la libertad y los filósofos franceses. Y si yo soy vos, aunque sea un poco, entonces el problema con Ramiro lo tengo yo. Ya lo sé. Vos lo único que hiciste fue escaparte a Francia y desde la distancia oponerte dogmáticamente. Gracias, Ma, gracias por estar tan ausente, y por ser tan corrosiva en tu breve presencia”.
Marina dejó la foto sobre el escritorio y respiró profundo. Cada vez que pensaba sobre su madre con tanto rencor, inmediatamente sentía culpa. Tomó el teléfono y la llamó. Debido a la diferencia horaria, ya eran más de las nueve de la noche en Niza. Esther le atendió recostada en su cama, casi a oscuras; tan sólo un tenue rayo de luz iluminaba su habitación. El sol ya se ponía sobre el Mediterráneo, perdido en la inmensidad de una tormenta de otoño, un cielo color plomo y un mar furioso por el viento. Esther estaba atrapada en la infinita violencia de un diálogo infame que estaba leyendo, donde el hijo de una víctima de la persecución nazi discutía con el hijo de un colaboracionista holandés. Todo estaba presente en ese diálogo: amor fraternal, odio irracional, hipocresía, traición y, ante todo, la sensación de injusticia, aquella que Esther tanto sentía en carne propia. Tuvo que dejar sonar el teléfono un par de veces hasta que pudo reaccionar y atender. Su mente había viajado de regreso a los años de la posguerra y sentía como si hubiese estado inmersa en un sueño profundo. Dejó el libro sobre su mesita de luz y tomó el teléfono.
– Aló –dijo Esther en francés.
– Hola, Ma, ¿cómo estás?, soy yo –dijo Marina.
– Bien, Maru, ¿vos cómo estás?
– Bien, Ma, ¿estabas durmiendo? tenés voz de dormida.
– No, estaba leyendo.
– ¿Qué lees?
– El Asalto, de Harry Mulisch.
– ¿No lo leíste ya, ese libro? Si hasta creo que lo discutimos alguna vez.
– Sí, pero lo estoy leyendo de nuevo.
– ¿No encontrás nada interesante que no trate sobre la Guerra?
– Después hablamos de esos temas, Maru. Ahora decime: ¿Te confirmaron el curso de capacitación en Holanda? ¿Cuándo me venís a visitar?
– Sí Ma, ya está. Llego el seis de diciembre a las tres de la tarde al aeropuerto de Schiphol, en un vuelo de KLM. Tengo un curso de una semana y de ahí me voy en auto a visitarte.
– ¿Vas a manejar todos esos kilómetros? ¿De Ámsterdam a Niza en auto?
– Sí Ma, lo hice veinte veces ya, no pasa nada.
– ¿Y recién en diciembre?, ¿no podés venir antes?
– No Ma, el training es en diciembre.
– Bueno, entonces te voy a visitar yo. Me compro un pasaje y voy cuanto antes, ¿te parece?
– Sí Ma, me parece, dale, venite.
– Bueno, porque esperar a diciembre me parece mucho.
– ¿Estás bien, Ma?
– Sí, sí, creo que estoy bien.
– ¿Creo? ¿Eso es todo? ¿Estás depre otra vez?
– No sé, me agarran bajones. Pero estoy bien, no te preocupes. Ya nos vamos a ver pronto y charlar mucho como a nosotras nos gusta.
– Con tu amigo, el doctor francés, ¿cómo se llamaba?, ¿cómo están las cosas?
– ¿El doctor Cousac?
– Sí, ése.
– Todo bien hija, somos sólo buenos amigos. Y vos, ¿algún candidato para novio?
– No Ma, por ahora nada.
– ¿Nada de nada?
– No Ma, nada de nada.
– ¿Y el chico Buraglia?, ¿lo volviste a ver desde aquella reunión?
– Sí, hoy almorzamos juntos. Pero no sé Mami, la verdad es que no me lo puedo sacar de la cabeza.
– ¿Otra vez con ese muchacho?
– Sí Ma, ¡y basta ya con el tema! Si ya sabés, ¿para qué me preguntás?
– Es que no te entiendo, Maru. El chico ése no tiene nada en común con vos. Viene de una familia de militares de ultraderecha, ¿cómo te puede gustar tanto?
– ¡Me importa un pepino lo que sea su familia!
– Ojalá la vida fuese así de simple Marina, pero no lo es, ya vas a ver. La gente nace toda buena, eso es cierto, pero una familia, un padre, forma y educa. De una familia como los Buraglia sólo puede salir un monstruo.
– ¿Monstruo? ¿De qué hablás, Ma?
– Tenía la ilusión de que lo de Ramiro fuese un capítulo del pasado, pero veo que no lo es. Desde hace quince años te vengo diciendo que los Buraglia no me gustan y te lo he repetido cada vez que me hablás de Ramiro.
– Y yo te contesto siempre lo mismo: basta, dejame tranquila, es mi vida y es Ramiro, no “los Buraglia”. Además, el padre de él no hizo nada malo. Ser militar de carrera no es pecado. Es más, ni siquiera era militar, vos sabés que fue Prefecto, guarda costas, algo así.
– ¡El hijo de una familia así no puede ser el esposo de mi única hija! ¡Por Dios, Marina! ¿Me querés matar de un disgusto?
– ¿Esposo? Si recién nos vimos un par de veces y de pura casualidad Además, ¿qué tiene de malo su familia? ¿Acaso la nuestra es mejor?
En ese momento, una mezcla de bronca e impotencia cortaron la voz de Marina. Ya no podía hablar más. “¿Para qué llamarla, si es siempre la misma conversación? ¿Y para qué reaccionar? ¿Por qué no ignorarla? Tan difícil no puede ser. Llamarla, hablar del tiempo y listo”.
– Mirá, Ma, no discutamos más, nos vemos en Buenos Aires y lo hablamos en persona.
– Bueno, hija, te aviso cuando compre el pasaje. ¡Un beso!
Marina dejó el teléfono y se quedó pensando. En realidad, el planteo de su madre tenía algo de sentido. Eso era lo que más le molestaba.
A la tarde de ese mismo viernes, Marina recibió un e-mail de Ramiro en el que la invitaba a salir. Él estaría un par de horas en el edificio donde ella trabajaba y le propuso tomar un café para luego ir a cenar.
Marina todavía estaba furiosa con su madre, furiosa consigo misma. Leyó el mensaje de Ramiro y no supo qué contestar. Su primera reacción fue escribir “sí, claro, ¿cuándo?, ¿dónde?”, pero prefirió esperar. Pensó en los comentarios de su madre sobre los Buraglia, y hasta en la obvia dificultad de que Ramiro tenía una novia. ¿Tomar un café? Quizás, pero salir un viernes a la noche, eso era cruzar la línea. ¿Por qué aceptar, entonces? Ella seguía sin entender su atracción por Ramiro, sin poder racionalizarla. Después de tantos años, ya no podía ser una calentura de adolescente. Es más, quizás ni siquiera fuera de Ramiro de quien estuviera enamorada, sino de todo lo que él representaba, que de alguna manera le permitía cortar con su propio pasado. “Peor aún, pensó, puede ser mutuo, ambos enamorados no de lo que el otro es, sino de lo que no es”. Todo era como una trampa; ambos tratando de cruzar un puente. ¿Y qué pasaría si lo intentasen? ¿Terminarían juntos en el medio, lejos de los dos extremos? ¿O acaso no había otra atracción entre ellos que el puente en sí mismo; el desafío de cruzarlo?
Redactó el e-mail de respuesta y lo leyó varias veces antes de enviarlo. Quería decirle que no, pero a la vez dejar bien claro que se moría de ganas de verle. Quería decirle que no, pero invitarlo a que insistiera. Miró entonces la pantalla de su computadora; leyó el mensaje otra vez, estudiando cada palabra, y sin pensarlo más lo envió. Nada podía hacer ahora, sólo aguardar la respuesta.
Por dentro, guardaba la ilusión de que Ramiro rechazara la negativa e insistiera, de que le diera una oportunidad de comenzar a saldar cuentas con la vida.