13 ÚLTIMO AVISO
Regresaron a su casa en silencio. Esther manejaba lentamente, mientras sollozaba y murmuraba en idish. El coche todavía olía a Pollo al espiedo. Las calles de Buenos Aires ya estaban vacías. Llegaron agotadas, eran cerca de las diez de la noche. La oscuridad era total.
En la puerta del departamento encontraron a Laura, sentada sobre los escalones de entrada, con su bolso al hombro. Era una mujer muy bonita, de rasgos angulosos, pelo negro lacio y una mirada muy especial que transmitía tranquilidad, pero ese día su rostro estaba desfigurado por el cansancio, la tristeza y los golpes. Al verla, Esther gritó su nombre y se confundieron en un abrazo.
Laura había regresado a su departamento, tomado la libreta con números de teléfono, preparado un bolso con algo de ropa y luego se sentó a aguardar que la pasaran a buscar. La espera se le hizo muy larga y estar sola en el departamento vacío y destrozado le hizo sentir miedo y no pudo aguantar. Tomó el bolso y descendió hasta la puerta de entrada. Al asomarse, vio a los dos coches de la Policía que bloqueaban las esquinas. En ese mismo instante se dio cuenta de que venían a buscarla a ella. Primero pensó en tocarle timbre al portero y esconderse allí, pero presa del pánico simplemente decidió salir corriendo. Al llegar a la esquina se encontró con el agente Fernández, con su Ford Falcon azul y celeste y sus tres cajas de pizza con fainá y tres empanadas, dos de carne, una de verdura. El agente la detuvo por un instante, tomándola fuertemente del brazo. Ella lo miró a los ojos y no pudo contener el llanto. Fernández la miró:
– Las esposas de mis compañeros asesinados por la guerrilla lloran igual que usted –dijo, mientras la sostenía del brazo con tal fuerza que le dejó marcas.
– ¡Es que mi marido no tiene nada que ver con la guerrilla! ¡Le juro, no tiene nada que ver! ¡Ésta no es mi guerra, me importa todo un carajo, sólo quiero que me devuelvan a mi marido!
El agente Fernández miró a Laura a los ojos y abrió su mano, liberándole el brazo. Ella dudó por un segundo y lo miró como pidiendo autorización para huir. Él simplemente le contestó bajando los párpados. Laura corrió hasta la esquina y tomó un taxi. En el camino se cruzó con los coches de los militares que llegaban a buscarla. Había salvado su vida por muy poco.
Luego de escuchar la historia, Esther preparó rápidamente la mesa y calentó el pollo en el horno. Laura estaba aún nerviosa y asustada.
– ¿Vos creés, Esther, que me van a venir a buscar a tu casa?
– No creo, nunca informé a la Policía mi último cambio de domicilio. No saben que vivo aquí, y supongo que les puede llevar unos cuántos días encontrarme.
Mientras charlaban, Laura repasaba nerviosamente la agenda de Pedro, buscando números telefónicos de amigos para llamarlos y pedir ayuda.
Pero el resultado de los llamados fue siniestro. Tres de sus amigos de la universidad habían sido secuestrados esa misma tarde. En todos los casos se habían llevado a las esposas y hasta a un bebé de apenas tres meses. El único al que pudo encontrar fue Jaime Porchinsky.
Jaime era escritor y periodista. Había trabajado para el diario El Día, donde aparentemente había conocido a Pedro, y se encontraba desempleado desde que los militares habían clausurado el matutino –luego de ponerle bombas y censurar varias ediciones– por considerarlo “subversivo y contrario a los valores de la patria.” Jaime había pasado todo el día fuera de su domicilio y al regresar encontró la puerta violentada, su biblioteca diezmada, y su radio destrozada en el piso. Faltaba su agenda telefónica y la libreta de apuntes.
– Es muy simple, Laura, tenés los días contados, la única opción es que salgas del país cuanto antes. Si es posible hoy mismo. De lo contrario te van a encontrar y vas a caer, como el resto –le aconsejó Jaime.
– ¿Aunque Pedro y yo no tengamos nada que ver con todo esto de la subversión?
– Ellos no saben eso, primero te secuestran y luego te preguntan.
– Que pregunten, entonces, no tenemos nada que esconder. ¿Además, adónde voy a ir?
– No tenés opción, Laura, prepará una valija y andate cuanto antes, salí del país.
– ¿Irme del país? ¡Ni loca! Hasta que no aparezca mi marido no me voy a ningún lado…
– No seas tonta, vas a complicar más la situación. Nosotros nos vamos a encargar de encontrar a Pedro. Vos salvá tu pellejo.
– ¿Pero, irme? ¿Adónde me voy a ir?
– Hay algún que otro país donde nos reciben y nos dan visas. No muchos, claro, pero seguro podés probar en España, Suecia, Francia, Holanda.
– Jaime, esto es una locura total, sin mi marido no me voy a ningún lado…
– ¿Dónde estás ahora, Laura? ¡No! ¡Esperá, no me contestes porque mi teléfono puede estar pinchado!
– ¿Pinchado? ¿De qué me hablás, Jaime?
– Pueden intervenirte el teléfono para saber dónde estás y con quién hablás. ¿Estás por lo menos en una casa segura?
– ¿Casa segura? Sí, eso creo, si es que tal cosa existe en este país …
– Bueno, quedate ahí, y mañana nos encontramos a desayunar en un bar y te cuento un poco cómo viene la mano. Haceme un favor, llamá a Carlos Lamas en Madrid y contale todo. Él se escapó ya hace unos cuantos meses y te puede ayudar. Decile que hablás de parte mía.
– No te entiendo.
– Mirá, Laura, lo siento mucho. Estamos en guerra contra el gobierno militar, pero nunca pensé que se llevarían a Pedro, porque él sólo contribuyó con fotos para algunos de mis artículos en El Día. Pero lo que está pasando es terrible. Nos están secuestrando uno a uno. Tu única opción es irte del país cuanto antes. Es lo mejor que podés hacer por vos y por Pedro. De nada le va a servir a él que te quedes y te secuestren a vos también. Haceme un favor, anotá el teléfono de mi amigo en Madrid.
– Te escucho…
– Anotá: 342-1789. Nos encontramos mañana a las ocho menos cuarto en bar El Atlántico, en Paseo Colón y México, en la esquina del colegio Otto Krause. No entrés, esperame en la puerta. Sé puntual, ni un minuto de retraso. Tampoco llegués más de un minuto antes. A esa hora sólo hay estudiantes del colegio que entran a las ocho a clase. Cualquier adulto que veas merodeando por el bar es sospechoso. Tené cuidado. Nos vemos mañana.
No bien Laura bajó el auricular del teléfono, Esther ya estaba pidiendo a la operadora de la telefónica que le comunique con ese tal Lamas en Madrid. Era ya la media noche y Esther le dijo a Marina que era hora de ir a dormir. Marina no se opuso. Ya había tenido suficiente para un solo día. Apagó la luz de su cuarto, dejando la puerta entreabierta para poder escuchar lo que hablaban en el living su madre y su tía. Se entretuvo mirando a su alrededor, tratando de adivinar los objetos en la oscuridad. Escuchaba el tic tac perfectamente monótono y tan familiar del antiguo reloj a cuerda que colgaba en la pared del living. Trató de distinguir el tic del tac, y sin darse cuenta, se quedó profundamente dormida. Aquella noche soñó por primera vez la pesadilla del cuerpo que aparecía por la ventana.
Al otro día por la mañana, Laura tomó el autobus de la línea 152 y se bajó en la Avenida Paseo Colón a las ocho menos veinte, frente al colegio Otto Krause. En la puerta del colegio había aparcado un vehículo blindado del ejército, con un par de soldados montando guardia. Se trataba de un colegio donde la militancia de izquierda era muy activa y recientemente un alumno había matado de un tiro al director interventor.
Laura se bajó del autobús y miró a su alrededor. Sintió por primera vez una extraña sensación de miedo y paranoia. Era una sensación nueva, como si una persona estuviese a sus espaldas, continuamente; casi podía verla en el borde de su campo visual. Como una sombra, o una mancha negra. Giró rápidamente su cabeza hacia la izquierda pero no vio a nadie, luego hacia la derecha y tampoco. La frente se le había humedecido por la transpiración y su corazón latía ahora apresuradamente, su boca se había secado y su lengua, pegado al paladar. Giró nuevamente tratando de ver si alguien la seguía, pero no había nadie. Sólo una muchedumbre de alumnos entrando al colegio. Caminó un par de pasos apresurados mirando hacia atrás, hasta tropezar bruscamente con una persona. Su cabeza golpeó con fuerza contra el hombro de quien resultó ser un policía. La aparición repentina de un hombre de uniforme azul la asustó tanto que pegó un grito y dio un pequeño salto hacia atrás. El policía la tomó del brazo y le preguntó:
– ¿Está bien, señorita? ¿Le sucede algo?
– No, gracias, estoy bien. Es muy temprano y estoy medio dormida, discúlpeme.
Caminó rápido hasta la esquina, alejándose del policía. Nunca antes había experimentado miedo a todo y a todos, y menos a un policía. En la esquina del bar El Atlántico había un hombre vestido con una chaqueta larga y una mochila pequeña a su espalda. Un cable fino salía del morral y entraba en su oreja izquierda. Quizás un audífono para su sordera, quizás escuchaba música en su radio portátil, o quizás era un agente de policía encubierto. Lo miró tanto que finalmente sus ojos se encontraron. Ella apartó rápidamente la mirada y giró, comenzando a caminar en sentido contrario, volviendo sobre sus pasos. De nuevo apareció el policía uniformado, que caminaba con sus manos cruzadas a su espalda, tan lento que parecía elegir las baldosas donde posar sus pies. Laura avanzó un paso en dirección al policía y miró hacia atrás. El hombre de civil con audífono caminaba ahora directamente hacia ella. Miró nuevamente al policía, que seguía acercándose. No supo qué hacer y se detuvo presa del pánico. El hombre de civil avanzó entonces a paso apresurado hacia ella, casi corriendo, sacándose el morral mientras caminaba. Ya con el morral en la mano y a menos de un metro de Laura, el hombre extendió sus brazos bruscamente. Laura miró hacia atrás y el policía ya estaba a su espalda, también extendiendo los brazos como para alcanzarla. Laura pegó un grito fuerte y cerró los ojos. Los apretó y esperó que la detuvieran para llevársela presa. Por unos instantes, menos de un segundo, pensó que en realidad ésta era su oportunidad para que la llevaran con Pedro. Sintió una sensación de alivio, la lucha había terminado y pronto se reuniría con su marido.
El hombre del audífono le entregó el morral a un niño que estaba parado al lado de Laura.
– ¿Seguro que se encuentra bien, señorita? –le preguntó el policía.
– Sí, claro. Creo que necesito un café, gracias –contestó Laura con la voz alterada. Siguió caminando, esta vez en dirección a la esquina del bar. Cuando pasó por la puerta, un hombre la tomó del brazo
– Laura, tranquila, soy yo, Jaime. Caminá hasta la esquina sin mirar hacia atrás y tomate un taxi, el primero que pase. Nos vemos en el bar de la esquina de Paraguay y Reconquista. Me esperás adentro.
Laura no tuvo tiempo de reaccionar; Jaime ya se dirigía hacia un taxi al cual se subió y que se perdió en el tráfico de la Avenida Paseo Colón. Ella le siguió los pasos y tomó otro taxi.
– A Paraguay y Reconquista, por favor –le indicó al conductor. No había pasado ni un minuto, que el conductor comenzó a hablar.
– Qué golpe se ha dado en el ojo, señorita. Discúlpeme que se lo diga, pero debe andar con más cuidado.
– Laura no contestó. El chofer siguió hablando solo.
– Qué suerte que no ha llovido, porque el día está horrible. Hace una semana que está así el cielo. ¿Leyó en el diario de hoy las noticias sobre el asesinato del coronel Arriaga? Aquí lo tengo, ¿quiere leerlo?
Sin dejar de prestar atención al tráfico, le entregó el diario Clarín del día. Laura lo tomó y sin siquiera mirarlo lo dejó sobre el asiento. El taxista entonces bajó el volumen de la radio, en la que se escuchaba al locutor deportivo José María Muñoz haciéndole un reportaje al director técnico de la selección argentina de fútbol. Miró a Laura por el espejo retrovisor y siguió con su charla.
– Lo del coronel Arriaga es increíble, señorita. Estos subversivos no van a parar hasta que nos maten a todos. En una sola semana acribillaron a un empresario y a un coronel. Imagínese, el empresario era un hombre de bien, un hombre como usted o como yo. Lo secuestraron, la familia pagó un rescate millonario y así y todo lo mataron. Así no se puede vivir, todos los días con miedo. Espero que acaben pronto con estos guerrilleros del diablo. No podemos dejar que el país caiga en manos de los yanquis o de los comunistas soviéticos. Se lo digo, es así de peligrosa la situación. ¿O qué? ¿Usted no lee los diarios, señorita? –increpó el taxista a Laura, mientras la miraba por el espejo.
– ¿Falta mucho para llegar, señor? –contestó Laura, sin prestar atención a las preguntas del conductor.
– No, llegamos en un minuto. Es que hay mucho tránsito a esta hora y la policía cortó Paseo Colón a la altura del edificio del Comando en Jefe del Ejército para evitar atentados. Usted sabe, lo único que falta es que estos comunistas nos arruinen la fiesta del Mundial.
El taxi detuvo entonces su marcha; Laura pagó y descendió rápidamente; como escapándose.
– Cierre la puerta despacito, con cariño por favor, ¡señorita! –concluyó el chofer.
Laura miró a su alrededor y volvió a tener la sensación de estar siendo observada. Caminó un par de pasos hasta el bar y miró hacia adentro por una de las ventanas. No vio a Jaime. Miró a su alrededor y tampoco parecía estar esperando en la calle. Una muchedumbre avanzaba desde “el bajo”, proveniente de la estación de ómnibus del Correo Central y desde la estación de trenes de Retiro. Una multitud anónima que caminaba aún dormida, con ropas grises que se confundían con las nubes del cielo, las paredes de los edificios y el asfalto. Todo era gris. Hasta sus caras. A metros de la esquina, un oficial de la Policía Federal dialogaba amablemente con el muchacho que atendía el puesto de diarios. Hablaban de fútbol. Laura decidió seguir las instrucciones y esperar dentro del bar. Estaba aún muy nerviosa y segura de estar siendo observada. Probó abrir la puerta pero estaba trabada. ¿Cómo podía ser, si había gente adentro? Se desesperó y tiró con fuerza. La puerta no se abría. Siguió tirando con más fuerza, casi desesperándose, hasta que apareció Jaime detrás de ella y le dijo al oído:
– Tranquila, Laura, esta puerta se abre “empujando” –mientras con su brazo derecho empujaba la puerta para que pasara. Ella caminó hacia la primera mesa y corrió una silla para sentarse.
– No te sientes ahí Laura, mejor nos sentamos en esa mesa –dijo Jaime.
– Laura caminó hasta el fondo del bar y se acomodó en una mesa pequeña.
– ¿Esta mesa está bien? –preguntó Laura, contrariada.
– Sí, claro, ésta es perfecta.
– ¿Y por qué ésta sí y aquella no? Creo que me estás volviendo loca, Jaime. ¿De qué se trata todo este juego de gatos y ratones?
– No es un juego, Laura, es la realidad. Esta mesa está suficientemente cerca de la puerta trasera del bar como para salir pronto si hace falta; además, desde aquí se ven las dos puertas, ¿ves? La principal la vemos directamente, la otra la veo yo reflejada en ese espejo. Desde aquí puedo ver quién entra y quién sale. Además veo las ventanas que dan a la calle, pero no estoy tan cerca de ellas como para que me vean desde afuera. La mesa es perfecta, el bar también. Por la misma razón es que tomamos un taxi desde el bar de Paseo Colón. Si alguien de “los servicios” nos escuchó hablar por teléfono y nos esperaba en el bar, seguro nos perdió cuando salimos en dos taxis separados.
– Definitivamente ésta no es mi vida, ni quiero que lo sea. Ustedes están todos locos. Yo no quiero tener nada que ver con esto.
– Te entiendo, pero la decisión no es tuya, ni mía. La han tomado otros por nosotros. Alguien ha decidido que tu marido debe estar preso porque sacó las fotos que ilustraron mis tres artículos sobre las personas detenidas ilegalmente por el gobierno, que publiqué en El Día.
– ¡Pero si las fotos eran simplemente tomas de la ciudad, no tenían nada que ver con el contenido del artículo!
– Ya lo sé, pero ellos no lo saben, o si lo saben no parece importarles.
– ¿Quiénes son “ellos”, Jaime? ¿Quién se llevó detenido a Pedro?
– Es imposible saberlo. Quizás la Policía, quizás el Ejército, o la Marina, o una combinación de todos ellos.
– Ya pasé por la comisaría y me dijeron que ellos no lo habían detenido, así que deben ser los militares.
– No es tan simple el tema. No esperes que alguien te diga la verdad. Lo más probable es que el agente de la comisaría no tenga ni idea, y si la tiene, que no se anime a hablar.
– ¿Y quién me va a ayudar a encontrarlo, entonces?
– De una cosa estamos seguros: te quieren a vos también, así que lo mejor que podés hacer es irte del país cuanto antes.
– ¿A mí? ¿Para qué me pueden querer a mí? ¿Si no sé nada de nada?
– Eso ellos no lo saben. Primero te detienen, luego te preguntan.
– ¿Dónde creés que está Pedro ahora? ¿Cuándo lo van a dejar libre otra vez?
– Es imposible saberlo. Hay gente detenida hace meses, incluso desde antes del Golpe. Otros han estado detenidos por unos pocos días. Lo importante ahora es sacarte a vos del país.
– ¿Quién se va a encargar entonces de sacar a Pedro de la cárcel?
– No creo que Pedro esté en una cárcel, sino más bien en una especie de centro de detención. Pero para el caso es lo mismo. Vos no podés hacer nada. Dejame, que con tu cuñada Esther yo me voy a encargar de hacer todo lo posible. ¿Hablaste con Carlos Lamas como te dije?
– Sí, me dijo que lo llame ni bien llegue, que él me hospedaría por unos días mientras encuentro un departamento para alquilar. ¡A mí me pareció una locura! Yo tengo mi vida acá en Buenos Aires. ¿Qué voy a hacer en Madrid? Mejor me quedo en Argentina, en lo de Esther y listo. ¿Qué me puede pasar? Ya lo pensé muy bien: si me detienen, de última me van a tener que dejar en libertad, porque no sé nada. Lo mismo a Pedro. Dinero tenemos, podemos pagar al mejor abogado para que nos defienda.
– Te entiendo, Laura, pero ya te dije que no es tan simple. Estás tratando de aplicar sentido común a un tema que no lo admite. Ésta no es la Argentina de antes: abogados y jueces ya no cuentan, sólo hay coroneles y generales. Mirá, Laura –agregó Jaime, esta vez con el tono un poco alterado–. No te van a detener y llevar a un hotel cinco estrellas. Estos tipos son unos hijos de puta, son muy violentos. La gente esta siendo detenida y no aparece más. Algunos han vuelto con vida, pero muchos… bueno, muchos no sabemos dónde mierda están. No tenemos ninguna noticia de ellos. El tema no es nada fácil. Creo que tenés que entender la gravedad. Si te quedás, quizás te detengan a vos también y no sé qué puede pasar luego. Es muy simple lo que te pido: subite a un avión y salí de Argentina cuanto antes. Andate a Madrid y allá, con tiempo, pensá qué querés hacer de tu vida. No te digo que te vayas para siempre, sino por unas semanas, quizás por unos meses, hasta que la cosa se tranquilice un poco.
Era la primera vez que Laura escuchaba a alguien decirle en forma clara la verdad: se trataba de tipos “muy violentos”. Hasta ese entonces, para ella todo se trataba de una confusión dentro de un Estado de derecho en el que Pedro permanecía detenido quizás en alguna comisaría y en el que un juez pronto haría que lo dejaran en libertad. Por primera vez, tomó conciencia de que se trataba en realidad de un proceso ilegal, llevado a cabo por una especie de Estado paralelo. La violencia del secuestro que ella había vivido, su cara marcada por un golpe de puño, la puerta de su departamento destrozada y los vidrios rotos; de pronto todo encajaba a la perfección en el nuevo cuadro. Así despertó de su sueño. Así dejó de negar lo que era evidente. Por primera vez pensó que quizás nunca más podría volver a ver a su marido. Por primera vez pensó en irse del país. Miró a Jaime a los ojos y con voz entrecortada le dijo:
– Muchas gracias don Jaime por su ayuda. Creo que entiendo lo que me está diciendo.
Se levantó de su silla, estrechó la mano de Jaime y se fue del bar sin mirar hacia atrás, sintiendo una inmensa sensación de traición. ¿De qué otra manera sino por una traición podrían haber obtenido los militares el dato de que Pedro estaba vinculado a personas de izquierda activas, lo que los militares llamaban subversivos? Para Laura estaba claro: si existía alguna chance de recuperar a su marido con vida, no sería con la ayuda de esa gente.