La policía llegó pronto. Jaime y el inspector Gudiña esperaban impacientes, al lado mismo de la trampilla. Estuvieron bastante rato explicando lo que había ocurrido.
—Sé que es increíble, pero les aseguro que ahí abajo hay un montón de cuerpos decapitados y una especie de hombre gigante de Neanderthal, que no es sino un ser del inframundo que se ha convertido en verdugo —explicó Gudiña, enseñando sus credenciales. Pensaba que, de aquella manera, su historia sería más creída.
—Sabemos quién es usted, inspector. —Dijo un compañero suyo de la policía—. Tengo que hacer una llamada y ahora mismo le comunico algo. —El agente se alejó unos cuantos metros y estuvo bastante rato hablando por el móvil. Luego regresó y dijo— Vamos a entrar y comprobaremos lo que nos está contando, inspector. Necesitamos su ayuda.
—Sí, pero hay que tener mucho cuidado, porque a esa bestia o lo que sea, no se la puede matar así sin más. La única forma de que desaparezca es encontrar el cuerpo de la niña, cuya cabeza se encontró aquí en La Alhambra, en el Cuarto Dorado, y unir ambos trozos.
—¿Sabe que lo que me está contando no hay quién se lo crea, inspector? ¿Qué tiene que ver el cráneo de una niña, de hace cientos de años con lo que me está contando? ¿Es usted consciente de que su penosa historia no tiene pies ni cabeza?
—Sí, claro que lo soy. Yo antes tampoco lo creía, hasta que lo he visto con mis propios ojos. Y ahora, les digo que la leyenda del panadero de La Alhambra es cierta, y que aquí, bajo nuestros pies, hay algo espeluznante.
—¿De qué leyenda me está hablando?
—Si quiere se la cuento, no tardaré mucho y así comprenderá mejor lo que está ocurriendo.
—Por favor, déjelo ya. No me interesa ninguna historieta más que pueda contarme. Vendrá con nosotros para guiarnos. — Dijo cambiando de tema.
—Sí, desde luego.
—Hay otra cosa —comenzó a decir Jaime, que hasta entonces había estado callado, escuchando y observando—. Hemos perdido a dos personas. Uno es amigo nuestro, se llama Bartolo y la otra es una vieja gitana que nos estaba ayudando.
—¿Están ahí dentro? —preguntó el policía.
—No lo sabemos. Antes sí lo estaban, pero ahora quién sabe.
—Bien, organizaremos el dispositivo. Esperen aquí. —El agente se reunió con sus hombres a poca distancia y mantuvieron una charla durante, lo que a Jaime y Gudiña les pareció, un montón de interminables minutos. Por fin se dispersaron. Varios hombres fueron a buscar material de escalada, por si fuera necesario en aquello que parecía una gruta. Alguno más trajo cascos, guantes y linternas, y por supuesto, todos ellos iban armados.
Abrieron la trampilla con cuidado, asegurándose que no había nadie al otro lado. Lo cierto es que la policía no se había creído en absoluto la historia, pero su superior les había ordenado bajar allí a comprobarlo, y eso era lo que estaban haciendo en aquel momento.
Decidieron que Jaime se quedara allí y esperara ante cualquier noticia de los dos desaparecidos. La verdad es que a él no le importó mucho no volver a bajar a aquel infierno. Y se mantuvo allí, en el exterior, pensando en la pesadilla de la que estaban siendo testigos.
Gudiña entró el primero. Tenía que guiarlos por aquellos pasadizos. Comenzaron a avanzar con cuidado. En cualquier parte y en cualquier momento podría salirles al paso. Gudiña caminaba despacio, iluminando con su linterna cada rincón, cada piedra, cada roedor que salía a su encuentro.
Tardaron bastante en llegar a la primera sala, esa que estaba adornada con el mejor azulejo nazarí y embellecida con aquellas letras árabes labradas.
Pero de pronto, todos oyeron el ruido de unos pasos, una respiración agitada, y un olor imposible de describir, como si la descomposición misma fuera andando, llegó hasta ellos, haciendo encoger sus tripas. Sacaron las armas y se dispusieron alrededor del hueco de la puerta. Como una exhalación, salió un gigante de aquella habitación y comenzó a dar zarpazos a diestro y siniestro. Los policías disparaban una y otra vez, sin resultado. Las balas se incrustaban en el cuerpo de la bestia y salían con la misma rapidez. Alcanzó con sus manotazos a varios hombres y éstos cayeron al suelo. La fuerza era inmensa, inhumana y aquellas garras peludas se clavaban en sus caras y en sus cuerpos, hiriéndoles sin remedio. Dos de los policías disparaban desde el suelo, malheridos y Gudiña hacía lo que podía para que aquel ser no se le echara encima.
El jefe de policía dio orden de retirada cuando vio que todo se les iba de las manos y que la historia antes no creída, estaba tomando forma del modo más brutal. Todos estaban heridos y la sangre salpicaba aquellos muros con historia. Aquella bestia, sedienta de muerte, cogió en un descuido a uno de ellos y le destrozó la cabeza con sus grandes manos.
Comenzaron a correr, dejando atrás al compañero, que yacía ya sin vida en el frío suelo. De momento no podían hacer más, ya regresarían a por él.
Llegaron a duras penas hasta la escalera de salida, perseguidos por el gigante. Otro de los policías fue atrapado en el último instante y fue imposible rescatarlo, aunque varios lo intentaron. Subieron la escalera tropezando y cayendo, y cuando llegaron arriba cerraron la trampilla. Jaime al verlos, sintió un escalofrío. De buena se había librado, aquello no podía estar ocurriendo.
—¡Hay que poner contrapeso aquí encima. No podemos dejar que salga de ahí! —gritó como pudo el jefe de policía—. ¿Qué era eso? —preguntó a Gudiña.
—Ya se lo expliqué antes —contestó éste.
—Sí, lo sé, pero lo que nos contó era una insensatez —dijo tocándose su brazo herido.
—Una insensatez que era verdad, como ha podido comprobar. —El otro lo miró con cara de pocos amigos.
Dos ambulancias llegaron a los pocos minutos para atender a los heridos. El jefe de policía era el que llevaba la peor parte con el brazo derecho desgarrado. Otros, simplemente, tenían magulladuras, y alguno que otro la cara marcada por las zarpas de aquel ser. Gudiña, solo tenía unos arañazos superficiales en cara y brazos.
—¿Pero realmente, qué es?
—Es un ser del inframundo que ha venido a ser un verdugo de niñas, como ya lo fue hace tiempo con Naia. ¿Quiere que ahora le contemos la leyenda? —dijo mirando de reojo a Jaime.
—Creo que tendrá que ser en otra ocasión —interrumpió el médico, que bajando de la ambulancia fue a atender al jefe de policía.
Gudiña y Jaime se quedaron solos.
* * *