Jaime había contado a los demás lo ocurrido en el Mexuar. Parecía estar muy seguro de lo que había oído, por muy increíble que pareciese. Y decidieron comprobarlo de nuevo. Hacia allí se dirigieron Jaime y cuatro personas más.

Cuando entraron en el Cuarto Dorado, todo era silencio, nada hacía presagiar lo que después ocurriría. Todos se miraron. Jaime se arrodilló justo en el lugar que lo hiciera momentos antes.

—¿Se escucha algo? —alguien preguntó.

—No —contestó éste. Pero de pronto, se oyó un gran golpe, que hizo temblar el suelo.

Todos se echaron para atrás, con estupor, y de nuevo aquel silencio se vio interrumpido por el llanto de una criatura. Los hombres se quedaron mudos ante aquello que parecía no venir de ningún sitio. Allí debajo parecía haber alguien. Pero aquello era del todo imposible. Todos ellos se arrodillaron al lado de Jaime e hicieron su mismo gesto, para escuchar si el sonido venía de abajo. Efectivamente, alguien lloraba allí.

Uno de ellos se acercó a Dirección para hablar con alguien de más responsabilidad. Tendrían que comprobar de dónde venía exactamente aquel sonido y hacer algo al respecto.

La decisión no fue fácil de tomar, y varios días después, vinieron expertos que colocaron toda una serie de aparatos para medir el ruido y grabar aquel llanto. La sala se cerró al público con una gran cortina, para poder trabajar mejor. Y después de varios días, se llegó a la conclusión de que aquel llanto provenía indiscutiblemente del suelo y que allí no podía haber nadie, porque debajo del Cuarto Dorado sólo habían existido unos pasadizos que había utilizado la guardia en otros tiempos. Ahora estaban cerrados y nadie tenía acceso a ellos. Si decidían abrir un hueco en el suelo, iban a dañarlo indiscutiblemente, y ese era el mayor problema que existía. Habría que tomar la mejor decisión y realmente no era cosa fácil. Pero por otra parte, si había alguien allí abajo, tendrían que sacarlo. Dios sabría por dónde se había metido, porque ellos no tenían ni idea.

Al cabo de un par de días, e interminables reuniones, se decidió que puesto que aquel llanto no cesaba y cada vez su sonido era más alto, no se podía hacer otra cosa que abrir un agujero allí donde se oía con más fuerza y cruzar los dedos para que aquel estropicio mereciera la pena.

Los trabajos comenzaron y al cabo de tres días consiguieron encontrar la entrada al pasadizo. A partir de aquí, todo fue más sencillo, el trabajo iba más rápido y fue increíble cuando ante ellos aparecieron unos escalones que bajaban hacia el subsuelo. Y aunque parecía no haber ningún peligro, las dos personas que iban a bajar, llevaban puestas unas mascarillas.

Uno de ellos era Jaime, el otro, un guardia civil experto en rescate. La escalera era estrecha y tuvieron que bajar de uno en uno, agarrándose a las paredes. Llevaban cascos con luz para poder ver en la oscuridad. La escalera bajaba varios metros y luego llegaba a una especie de descansillo, también estrecho. En éste había una puerta de madera, desgastada por el tiempo y a su lado continuaba un lúgubre pasillo. Se quedaron escuchando. Allí, detrás de la puerta, se oyó un golpe seco. Sin ninguna duda, alguien estaba golpeándola desde dentro. De pronto, se oyó de nuevo aquel llanto. Ambos hombres se miraron y el guardia civil decidió abrir aquella puerta que les separaba del incesante lloro. Utilizó las herramientas que llevaba en su cinturón y al cabo de varios minutos consiguió abrir la puerta. Pero lo que en un principio, creyeron misión cumplida se convirtió en un fatídico muro de roca, en el que se dieron de bruces y una inscripción en el mismo, estaba en árabe y tendrían que traducirla. Llamaron al intérprete de inmediato. Éste bajó hasta donde se encontraban los otros dos, y cuando leyó mentalmente lo que ponía, antes de decirlo en alto, su cara palideció de inmediato. Jaime y el guardia civil le preguntaron a la vez qué ocurría, le pidieron que dijera lo que allí ponía. Y él, como en un susurro leyó: “Alejaros de aquí. Si se quiebra la roca, el verdugo despertará y sembrará la muerte en el mundo”. Contuvieron la respiración. Se trataba de una maldición. Pero aquello no era normal, allí sólo había textos haciendo referencia a Alá, composiciones alabando a los sultanes y emires, y muchos poemas llenando salas enteras, pero aquello era algo nuevo. Se trataba de una maldición. ¿Quién habría mandado escribir aquello y con qué propósito? ¿Acaso allí lo que se escondía era realmente un tesoro? Decidieron subir y contar lo que ocurría.

Todos pensaron lo mismo y el silencio dio paso a una exaltación general.

—¡Vaya descubrimiento, Jaime! —dijo alguien. Y las obras comenzaron al día siguiente.

 

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