Asunción estaba abriendo la puerta de la calle cuando llegó Bartolo. Venía andando con una bolsa llena de documentos.
—¡Qué raro que no vengas en taxi! —exclamó la mujer.
—A partir de hoy, iré y vendré caminando al trabajo. Total, son dos kilómetros. He decidido perder algún kilito, me siento demasiado pesado, me cuesta respirar y si siguiera enumerando cosas, te sorprenderías de todo lo que no puedo hacer, que sería maravilloso poder hacerlo.
—Está muy bien lo del ejercicio —comentó la mujer— pero recuerda que la comida también engorda.
—Sí. Me voy a poner a dieta y dentro de unos meses pareceré otro —concluyó.
—Desde luego estoy perpleja, si me permites. Nunca hubiera pensado que una caída por la escalera te cambiaría tanto.
—Asunción —dijo Bartolo mirándola a los ojos— si alguna vez me he portado como un animal, lo siento mucho. Mi vida anterior será sólo un recuerdo. A partir de ahora soy un Bartolo nuevo, tenlo por seguro.
—Me alegro, me alegro mucho. Anda, ayúdame con estas bolsas. He ido al supermercado y me he pasado comprando, como siempre —él agarró dos de las bolsas con la mano que le quedaba libre y así la mujer pudo abrir la puerta de su piso. Bartolo dejó las bolsas en la cocina y se despidió de ella.
El perro ladró cuando oyó como abrían la cerradura. Bartolo entró y Tifus gruñó. Aún no le reconocía. El perro sabía por su instinto que su dueño no era el mismo de siempre. El otro le dejaba hacer todo lo que le apetecía, se subía al sofá y dormía la siesta, mordisqueaba los muebles y los cojines, arañaba con sus patas las puertas, siempre tenía el plato de comida a rebosar y se trajinaba cuando quería a las cortinas del salón, aquellas, que misteriosamente habían desaparecido. El dueño de ahora, sólo le daba de comer a sus horas, le sacaba dos veces al día a la calle, no le permitía subirse al sofá y le regañaba cuando le pillaba destrozando las puertas. Tifus quería que volviera el otro, aquello no era vida y encima sin cortinas. No había derecho.
—¿Qué te pasa Tifus? ¿Aún no me conoces? Tendrás que acostumbrarte a mí, perrito —dijo Bartolo, acariciándole, aunque al animal no le hizo mucha gracia—. Vamos, te sacaré un rato. Estoy cansado Tifus y tengo ganas de meterme en la ducha y sentarme un rato en el sofá, pero lo primero es lo primero y tú necesitas salir ¡vamos perrito! —le puso el collar, cogió unas cuantas bolsitas, y salieron los dos a la escalera.
Pablo nunca había tenido perro, no le hacían mucha gracia, pero aquel animal le necesitaba e intentaría acostumbrarse a tener aquella mascota que de forma providencial había encontrado y que no sentía mucho aprecio por su nuevo dueño.
Estaba anocheciendo y la temperatura se notaba más baja que durante el día. Aún así dieron los dos un buen paseo. Tifus se paraba en cada árbol y en cada esquina. Bartolo iba recogiendo los excrementos del perro en las bolsitas que llevaba y las iba depositando en las papeleras. Tifus tiraba de la correa porque quería ir por libre. No quería ir atado con aquel collar, con lo divertido que había sido hasta entonces correr y juguetear libremente, sin que le estuvieran tirando todo el rato de la correa. ¿Cuándo acabaría aquello y volvería su dueño de verdad?
Llegaron a casa, agotados. Bartolo echó la comida al perro y se fue directo a la ducha. Necesitaba que el agua recorriera cada recoveco de su cuerpo. No se acostumbraría nunca a él.
¿Por qué le había tenido que pasar aquello? Y por primera vez desde que sucediera, comenzó a llorar como un niño, allí metido en la ducha, empapándose de agua y lágrimas.
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