Abrió los ojos y vio que se encontraba en una habitación enorme de paredes blancas, con varias camas, también ocupadas, con monitores, mascarillas, sueros y agujas.

—¿Dónde estoy? —se preguntó Pablo, respondiéndose mentalmente casi en el acto— Estoy en un hospital, ¡vaya sueño que he tenido! —Se sentía cansado y sus ojos de nuevo se cerraron. Volvió a quedarse dormido.

Estuvo soñando plácidamente, estaba a gusto, se sentía bien y a su mente dormida llegaban imágenes de su vida, con su novia, con sus padres, en su trabajo, con sus amigos. Estaba feliz. Sonreía aun dormido y sus constantes vitales eran todo lo buenas que se podía desear.

Pasaron varias horas. Despertó y lo primero que vio fue a una enfermera que le estaba retirando la mascarilla de oxígeno y ahora le iba a quitar el suero.

—Hola Bartolomé ¿Cómo te encuentras? —preguntó la mujer.

—Lo siento, pero se ha equivocado. No me llamo así, soy Pablo —respondió éste. La enfermera cogió una hoja que había a los pies de la cama del paciente y leyó el nombre: Bartolomé García Aparicio.

—Bartolomé ¿Por qué dices que te llamas Pablo? —le preguntó sonriendo. De repente él comprendió lo que ocurría, como si de un resorte se tratara levantó ambas manos hacia sus ojos y un grito de horror salió de su garganta al darse cuenta que aquellas no eran sus manos, eran grandes, con dedos robustos y con las uñas mordidas ¿Qué hacía él con aquellas manos? Destapó la sábana que lo cubría y ante la mirada atónita de la enfermera, gimió de nuevo cuando comprobó que aquella enorme barriga no era la suya, si ni siquiera podía verse los pies. La enfermera se le acercó y le preguntó qué ocurría.

—Bartolomé ¿Qué te pasa? ¿Tienes alguna molestia? ¿Qué te ocurre?

—¿No tendrá un espejo, por casualidad? —preguntó él.

—Pues no, aquí no, pero muy pronto te subirán a planta y allí alguien podrá facilitarte uno. —Dijo tranquilizándole— Es normal que quieras ver tu aspecto. Cuando uno está en el hospital no se está muy favorecido, pero si quieres te lavo y te peino un poco y listo —dijo la enfermera con simpatía, cogiendo una gasa empapada de agua, que le pasó por la cara. Luego le peinó.

—¡Mira, ahí vienen a por ti! —le dijo cuando vio a un celador que entraba por la puerta opaca de cuidados intensivos y se acercaba a ellos con una cama. El recién llegado saludó y ayudó al paciente a subirse a la cama que había traído. Pero necesitó ayuda y tardaron más de lo previsto. Pablo se despidió de la enfermera dándole las gracias por todo y así abandonó aquella silenciosa sala llena de cables, monitores, bolsas de suero y aquel enigmático olor a desinfección que impregnaba los sentidos.

Fue llevado a la quinta planta, a una habitación con las paredes pintadas de un suave verde pistacho, las puertas blancas y una ventana al fondo que sólo podía abrirse un poco por la parte superior.

Cuando entró vio que había otro paciente en una cama al lado de la ventana. Aquel sería su vecino de habitación durante las horas que permaneciera allí.

—¡Hola! —saludó. El otro le miró sin decir nada. El celador colocó la cama en su sitio y acomodó a Pablo. Éste le dio las gracias y el otro salió de la habitación dejándolos solos.

Pablo miró de reojo al hombre que había en la otra cama. Tendría unos cincuenta años, muy delgado, con bastantes canas y cara de pocos amigos, fue lo que alcanzó a ver. También había comprobado antes que era poco hablador, así que su estancia en el hospital no se presentaba muy halagüeña. Ojalá le dieran pronto el alta para poder irse a casa. Pero no había caído en que tenía un soberano problema y era que no sabía ni dónde vivía, ni con quién, ni si trabajaba o no, ni qué clase de persona era. En definitiva, no tenía ni idea de su nueva vida en aquel enorme cuerpo, que no sabía ni cómo iba a ser capaz de mover.

—¿Lleva mucho tiempo aquí? —preguntó a su compañero, intentando romper el hielo. El otro lo miró y después de unos minutos, estudiando a su interlocutor por fin fue capaz de hablar.

—Cuatro días.

—¿Y por qué está usted aquí? —quiso saber Pablo.

—Vivo en la calle. En el Paseo de los Tristes, concretamente. Cuando tengo hambre, vengo al hospital y me invento que me duele algo, me quedo ingresado varios días, me hacen pruebas de todo tipo y mientras, tengo una cama, me aseo todos los días y sobre todo tengo comida caliente. Esa es mi dura historia.

—¡Vaya! —dijo Pablo, no esperando aquella respuesta.

Hubo un silencio largo y después Pablo volvió a preguntarle —Perdone la indiscreción, pero ¿Cómo llegó a la calle? ¿No tenía trabajo o familia?

—No. Con esta cara ¿De verdad cree que alguna mujer se hubiera fijado en mí? Y ahora por lo menos, estoy bastante repuesto, pero cuando era joven, estaba tan escuchimizado y era tan feo que todas huían de mí. Ni siquiera querían hablar conmigo. He sido un desgraciado toda mi vida. Y con el trabajo me ha ocurrido lo mismo. Me echaban de todos ellos. Al final, mis padres fallecieron y mis hermanos me echaron de casa porque había que venderla para hacer dinero. Me dieron mi parte, pero me la gasté en pagar una habitación de alquiler y en comer. No fui capaz de encontrar un trabajo, nadie quería contratarme y acabaron por echarme a la calle. Llevo así siete años y tengo cuarenta y nueve.

—No nos hemos presentado. Mi nombre es… —hizo una pausa mientras su cerebro corría a toda velocidad— Bartolomé.

—Pensó que si tenía una nueva vida y un nuevo cuerpo, sería bueno empezar a utilizar su nuevo nombre.

—Yo soy Valentín, aunque el santo era otro, porque para lo que me ha servido a mí. —Los dos rieron a la vez por la ocurrencia. En ese momento llegó la enfermera, que sonrió al verlos tan animados.

—Valentín, es la primera vez que te veo reír, me alegro que hayamos acertado con tu compañero de habitación. He venido a decirte que el doctor vendrá a verte más tarde para hablar contigo.

—Gracias —respondió el hombre.

—¿Qué tal te encuentras, Bartolomé? —La muchacha se acercó ahora a la otra cama.

—Pues la verdad es que estoy muy bien, tengo el cuerpo algo dolorido ¿Qué me ocurrió? No lo recuerdo.

—Creo que te caíste por unas escaleras —contestó la enfermera.

—¿Y mi familia no ha venido a verme?

—No lo sé, Bartolomé. Bueno si todo está bien, me marcho, hasta luego. —Se despidió y salió de la habitación, dejando la puerta abierta. Por el pasillo comenzaba a transitar algún familiar y Pablo rezaba para que supiera salir de la situación si algún conocido de Bartolomé se acercaba a visitarle.

—¡Háblame de ti, Bartolo! ¿A qué te dedicas? —preguntó Valentín.

—¿Bartolo? —preguntó horrorizado, pues hasta ese momento no se le había ocurrido que alguien le pudiera llamar por aquel desafortunado diminutivo—. Pues si te digo la verdad, la caída me ha provocado algo de amnesia y apenas recuerdo quién soy, fíjate que cuando desperté creí que me llamaba Pablo en vez de Bartolo —y los dos volvieron a reírse.

—Ya pronto vendrá el médico, y lo siento porque me dará el alta y tendré que dejar este hotel de cuatro estrellas y volver a la calle a pasar hambre y frío. —La voz de Valentín se entrecortó, era el reflejo de su triste devenir. Pablo lo miró, pero no dijo nada.

No tardó en llegar el doctor. Primero se dirigió a Pablo.

—¡Hola Bartolomé! soy el doctor Mena. Creo que podemos darle el alta mañana si continúa así de bien, quiero que se quede veinticuatro horas más para estar seguros. Me gustaría que cuando saliera de aquí se pusiera a dieta, no hace falta explicarle por qué ¿Verdad? —el otro asintió— La enfermera le proporcionará una, que deberá seguir a rajatabla y además le recomiendo algo de ejercicio, comience caminando una o dos horas diarias y después continúe con la práctica de algún deporte que le guste o apúntese a un gimnasio y haga una tabla de ejercicios adecuada a usted. En fin, tiene que tomárselo en serio, Bartolomé. Le voy a dar cita para revisión dentro de seis meses y quiero resultados ¿De acuerdo?

—Muy bien —acertó a decir el aludido, ante tal parrafada. Después el doctor se acercó a Valentín.

—Tengo que darle buenas noticias. Todos los resultados de las pruebas han salido bien. No le ocurre nada, Valentín. De todas formas si volviera a encontrarse mal de nuevo, vuelva otra vez. Le traigo el alta —dijo entregándole una hoja escrita— ¡Buena suerte! —el médico salió dejando paso a las auxiliares que venían con el almuerzo.

—Voy a saborear todo esto, porque no sé cuándo volveré a comer caliente —dijo Valentín a su compañero, mientras se disponía a paladear aquella comida.

Bartolo miró la bandeja que le habían dejado.

—¿Qué te han puesto a ti? —preguntó a Valentín.

—Pollo asado, ensalada y unas natillas ¿Y a ti?

—A mí, una crema de calabacín, un filete de pollo a la plancha y una manzana asada ¡Bravo! ¡Ya me han puesto a dieta! Voy a pasar más hambre... Bueno dejemos la charla y manos a la obra —concluyó, cogiendo la cuchara y llenándola de crema. Los dos comieron con apetito, rebañando los platos y cuando hubieron terminado, volvieron a reírse.

—Ha sido visto y no visto ¿eh? —dijo Bartolo.

—Nunca nada me duró tan poco —contestó Valentín—. Ni siquiera aquel trabajo de pescadero. Estuve tres días y medio —mientras recordaba lo que estaba contando, comenzó otra vez a reírse— espantaba a las señoras con mi cara de merluza congelada. No sabían si llevarme a mí a casa o a los lenguados que les preparaba —Bartolo rió también, dándole hipo. Esto último hizo reír aún más a los dos hombres.

—Sabes amigo, voy a echarte de menos cuando me vaya —dijo Valentín calmando la risa.

Yo también a ti Valentín. Créeme, si te digo, que ahora mismo, eres el único amigo que tengo —dijo pensativo.

—Bartolo, venga, no te pongas sentimental. Y será mejor que vaya a vestirme porque si no me van a echar de aquí a escobazos —comentó acercándose al pequeño armario donde guardaba su ropa y calzado. Lo cogió y se metió en el cuarto de baño. Bartolo oyó el ruido de la ducha y se tumbó pensativo en la cama, apoyando con lentitud, la cabeza en la almohada.

Cuando salió Valentín del baño, ya no era aquel enfermo que estaba en su cama con aquel pijama azul, sino que se había convertido en un pobre hombre sin más ajuar que una camisa vieja, unos pantalones raídos y unas zapatillas que de deportivas no les quedaba más que la marca desgastada.

Bartolo lo contempló sin decir nada. El otro se le acercó y le tendió la mano.

—Me alegra haberte conocido, Bartolo, eres una buena persona, ojalá algún día nos encontremos de nuevo.

—Espero que sí, Valentín. Te deseo buena suerte —dijo apretando su mano.

Bartolo se quedó pensativo, mientras veía como el otro abandonaba la habitación. Estuvo así un buen rato, hasta que decidió salir a dar una vuelta por el pasillo. Estaba pensando en Valentín, en lo triste que sería no tener un lugar adónde ir, ni un trozo de pan que llevarse a la boca. Y él… ¿Qué le estaría esperando a él? ¿Cómo sería su vida a partir de aquel momento?

Se sentó en un sillón al fondo del pasillo y se contempló aquellas manos, aquellas grandes manos que no eran las suyas, miró aquellas descomunales piernas y entonces cayó en la cuenta que se le había olvidado por completo pedir un espejo para verse. Así que se dirigió al control —¡Hola!— saludó a la enfermera que allí se encontraba.

—¡Hola! ¿Necesitas algo, Bartolomé? —le preguntó la joven.

—Me preguntaba si no tendría un espejo, sólo lo necesito un segundo y se lo devuelvo.

—Te puedo prestar uno pequeño que tengo en mi bolso ¿te vale?

—Sí, sí, claro. —Ella rebuscó en el bolso y sacó un pequeño estuche dorado. Lo abrió y le mostró el espejito. Él lo cogió, respiró hondo y se miró en él. Vio el rostro de un hombre gordo, su cara redonda como el sol tenía unos ojos pequeños, decorados con largas pestañas y pobladas cejas casi juntas. Su nariz era grande, la boca tenía un tamaño normal, pero en aquella cara, parecía pequeña. Su pelo era castaño y lacio, cortado con gorro, las orejas casi no se notaban y simplemente no tenía cuello, se le juntaba con el cuerpo. Todo el conjunto le pareció su ruina personal. Acostumbrado a ser un joven atractivo y deportista, aquello que vio no le gustó nada. Su vida, sin duda, había cambiado por completo. No podía presentarse así ante Lucía, su amor, porque simplemente se desenamoraría al instante. Se sintió tan desilusionado que devolvió el pequeño espejo a la enfermera con un gracias apenas audible.

—¿Te ocurre algo, Bartolomé? —preguntó ésta.

—No, todo está bien, gracias —respondió tristemente.

Decidió regresar a su habitación con paso lento. Observaba a cada persona que se encontraba, reparaba en su rostro, en su peinado, en las gafas enormes que llevaba éste, en los zapatos tan feos que llevaba el otro, en la expresión ridícula de la señora esa, en cada cosa que le parecía de mal gusto, para no sentirse tan desgraciado e insignificante. Hasta que se dijo así mismo —¡Basta ya! Me estoy comportando como un imbécil.

Bartolo pasó allí el resto del día. Mañana tendría que reconducir su vida.

A la mañana siguiente, la enfermera le dio la hoja de alta y otra con una dieta para que la siguiera en los próximos seis meses. Después tendría que ir a revisión, como le había dicho el doctor.

Sacó sus cosas del pequeño armario y se dirigió al cuarto de baño. Se metió como pudo en la pequeña ducha y cuando hubo terminado se vistió, se calzó, se peinó a tientas, puesto que no había espejo y salió de nuevo a la habitación.

Abrió el cajón de su mesita y allí encontró su cartera, como le había dicho la enfermera, con toda su documentación. Salió de allí, contemplado la que había sido su guarida en los últimos días y se encaminó a los ascensores. Se sentó un momento en una de las sillas de plástico verde, unidas entre sí, formando hilera y sacó la cartera de uno de sus bolsillos. La examinó, comprobando que era buena, de piel color chocolate. La abrió, y por primera vez vio su documento nacional de identidad, vivía en la calle del Río, número siete, primero B, en una población cercana a donde él vivía realmente. Miró detenidamente la foto y se volvió a compadecer. Después miró la fecha de su cumpleaños, ya no sería el 15 de agosto sino el 31 de diciembre, y además tendría dos años más. Se sentía mal por todo. No sabía cómo iba a poder seguir viviendo de aquella manera.

Comprobó que llevaba algo de dinero en la cartera y decidió coger un taxi. Vivía en una población llamada Chauchina, situada en la Vega de Granada, a orillas del Rio Genil, entre choperas y huertas muy cuidadas de cebollas, espárragos, olivos y secaderos de tabaco diseminados por todo el paisaje de la zona.

Era un pueblo con historia. Desde el descubrimiento de yacimientos neolíticos hasta nuestros días, pasando por manos romanas, musulmanas y cristianas.

Chauchina era, ahora, un pueblo andaluz lleno de vida, sencillo, pero con todo el encanto que transmitían sus gentes, con aquel espíritu sincero de la alegría que compartían con cada uno de los lugares de Andalucía. Los Chauchineros tenían la magia de conseguir que sus visitantes disfrutaran de cada rincón, de sus fiestas, de su amor por aquella Madre, que cada 9 de abril cubría a todos con su mágico y sagrado manto, que hacía a todos tener esperanza y compartir la ilusión de ver, tocar, sentir y amar a la Virgen del Espino o Virgen del Pincho, como todos la llamaban cariñosamente.

Bartolo había nacido allí, había sido bautizado en su Iglesia Parroquial, dedicada al Santo Cristo de la Humildad y había ido innumerables veces a la ermita para rezar a la Virgen. Pero Pablo no tenía ni idea de todo aquello, pues él había vivido siempre en Granada. Era algo que tendría que aprender.

El taxi recorría aquellas calles y él miraba por la ventanilla, como estudiando la primera parte de su nueva vida. Desde allí pudo ver el Cementerio a la izquierda. Más adelante, algunas tiendas, cajas y bares, el supermercado, la farmacia, la panadería, la churrería y la biblioteca, donde pensó que se perdería más de un día. El Ayuntamiento situado en una gran plaza, la de la Constitución, donde una gran fuente refrescaba el ambiente los días de verano y unas altas palmeras abastecían de sombra a alguno de los bancos dispersos por el lugar. La Ermita se situaba justo al lado del Consistorio, donde las Madres Clarisas Capuchinas custodiaban la imagen de la Virgen del Espino y deleitaban con sus dulces los paladares de chauchineros y visitantes.

Pasaron por delante de varias tiendas, entre las que había una de deportes y una librería cuyo nombre le gustó: Sánchez & CIA. Al verla, le dijo al taxista que parara, y al cabo de pocos minutos, salió de ella con un cuaderno tamaño folio de pastas verdes, bajo el brazo.

Comprobó que a los dos lados de la calle había más tiendas y bares, con muy buena pinta todos ellos y allí enfrente estaba situada la Iglesia. Era una blanca construcción, que resaltaba en medio de la plaza, parecía una isla nevada rodeada de asfalto, con el campanario adosado a la cabecera. Un sencillo y bonito edificio que reunía a toda la comunidad. Y allí a su lado, se hallaba situada parte de una columna dórica procedente de la Sierra del Turro, en Loja, y que iba destinada al Palacio de Carlos V, en La Alhambra, concretamente a su patio central, pero que por un capricho del destino quiso quedarse para siempre en Chauchina, pues en su trayecto hacia Granada, se rompió justo en aquel lugar y ya nunca más volvió a salir de allí.

Para Pablo, todo era nuevo. Nunca había visitado aquel pueblo, del que había oído hablar muchas veces. Y ahora iba a vivir en él. Un escalofrío, debido a los nervios, le recorrió el cuerpo cuando llegaron a su destino, a su casa, a su nueva vida llena de enigmas. Pagó al taxista y le dio las gracias. Luego miró hacia el edificio que estaba ante él. Aquí comenzaba la segunda parte. Era un edificio de tres plantas, antiguo, sin ascensor y por lo que vio, necesitaba una buena reforma en la fachada. Se dio cuenta que la puerta de paso al edificio estaba medio abierta y decidió entrar.

De repente, la puerta del piso bajo se abrió y apareció una señora mayor y un perro pequinés que no paraba de ladrar.

—¡Hola Bartolo! ¿Cómo estás, hijo? —Preguntó la mujer—

¡Vaya susto que nos has dado!

—¡Hola! —Respondió él, que seguía horrorizado con aquel nombre— me gustaría hablar con usted un ratito, tengo alguna duda y me gustaría preguntarle algo —explicó Bartolo con timidez.

—Claro —dijo la mujer— pero no me hables de usted ¿Qué te pasa? Nos conocemos de toda la vida, anda y entra —Bartolo traspasó la entrada de la vivienda de aquella amable vecina, mientras el perro no paraba de ladrar.

—¡Siéntate! El hospital desgasta mucho, estarás cansado. No he ido a verte, pero llamé a preguntar por ti y me dijeron que estabas bien. El pobre Tifus te ha echado mucho de menos, ha estado muy triste, y mira ahora, de contento que está no para de ladrar.

—¿Quiere decir que este perro es mío? —preguntó Bartolo.

—No me digas de usted, o te llamaré Bartolito, que sé que no te gusta nada —dijo la mujer refunfuñando.

—Vale, perdón —pensó que de todas formas Bartolo era mejor.

—Pues claro que es tuyo ¿Qué te pasa? ¿No te acuerdas? Eso va a ser del golpe —dijo preocupada la mujer.

—Algo así. Por eso te quería hacer varias preguntas, para recordar algunas cosas que no tengo muy claras.

—Muy bien, entonces pregunta todo lo que quieras.

—¿Este es mi perro?

—Sí.

—¿Yo le puse ese nombre?

—Sí.

—¿Tengo familia?

—No. Tus padres fallecieron hace más de diez años y no tienes hermanos, ni tíos, ni primos, ni nadie, que yo conozca.

—¿Tengo amigos? ¿Novia, tal vez?

—Ni lo uno, ni lo otro ¿Puedo hablarte sinceramente? —él asintió— Perdóname Bartolo, pero ahora que pareces no acordarte de casi nada, voy a aprovechar, con tu permiso, para decirte que no hay quién te aguante, que es normal que no tengas amigos porque eres insoportable como persona y que como sigas así, no vas a tener novia en la vida ¿Te ha quedado claro? —preguntó la mujer.

—¿Cómo te llamabas, querida vecina?

—Asunción. Y ahora si no quieres volver a hablarme nunca más, lo entenderé.

—No, no es eso Asunción. Me has ayudado mucho a conocerme de nuevo y he podido comprobar por tus palabras que tengo una gran tarea por delante.

—No me lo puedo creer ¿Estás siendo amable? —preguntó incrédula. Bartolo hizo una mueca difícil de descifrar.

—Me gustaría hacerte otra pregunta, si no es molestia —prosiguió, mientras la mujer le miraba con cara de alucinada por el comportamiento amable y educado del nuevo Bartolo. Antes era otra persona totalmente distinta. No se hablaba con nadie, era un pedante, no tenía un solo gesto amable, era un dejado, guarro, desordenado y sencillamente insufrible. ¡Cuántas cualidades en una sola persona!

—Resulta que va a ser un golpe con suerte, con suerte para todos, hasta para el propio Bartolo —pensó Asunción sonriendo.

—No, no es molestia, dime ¿Qué más quieres saber? —dijo ella.

—¿Tengo un trabajo en algún sitio?

—Te diste un buen golpe ¿eh? Pues claro que tienes un trabajo. Eres periodista y trabajas en un periódico y eso me recuerda que vino a verte uno de tus jefes y le conté lo ocurrido, así que tienes que llamar para hablar con él, el teléfono y la dirección la tendrás en algún lugar de tu piso, yo que tú le echaría un vistazo, aunque no sé si podrás encontrar algo, según lo tienes. —Concluyó la mujer.

—Muchas gracias Asunción, me has ayudado mucho y quiero que sepas que el Bartolo que conocías antes ya no estará nunca más. Aquí, delante de ti, está el nuevo, ya lo verás. Y no creas que voy a enfadarme contigo por todo lo que me has dicho. Ten por seguro que ha sido una gran crítica constructiva que va a hacer que enmiende mi comportamiento anterior. Y ahora, creo que debo irme y llamar a ese periódico, no quiero quedarme sin empleo —dijo esto último, levantándose con dificultad del sillón donde se había acoplado y se dirigió a la puerta.

—Creo que te olvidas algo —dijo Asunción. Él la miró sin comprender ¿Tendría que darle un abrazo o un beso o algo así? pensó. Asunción señaló al pequinés que no había parado de ladrar aún.

—¡Ah, sí, claro! ¡Vamos “Peste”! —exclamó Bartolo.

—Tifus, se llama Tifus —corrigió la mujer, echando una carcajada.

—Eso quería decir —dijo Bartolo más perdido que nunca. Subió pesadamente las escaleras que llevaban al primer piso. Rebuscó en uno de los bolsillos del pantalón y encontró unas llaves. Comenzó a probar todas y al fin dio con la de la puerta de entrada, El perro fue el primero en entrar, yendo derecho a su bol de comida. Bartolo lo siguió, fijándose en el estado de la casa: ropa tirada en cualquier parte, no sabía si limpia o sucia, montones de platos y cacharros de todo tipo en el fregadero de la cocina, sin fregar. No había un solo lugar en toda la mesa del comedor donde colocar algo, porque sencillamente toda ella estaba ocupada por cosas tan variopintas como una corbata, un cenicero lleno de cáscaras de pipas, una manzana podrida, una pelota de tenis, un cascanueces, un montón de servilletas usadas, media bolsa de patatas fritas y así un sinfín de cosas increíblemente diferentes que compartían un mismo lugar.

—¡Esto es una pocilga! —exclamó Bartolo. Con lo ordenado que era y había sido siempre Pablo, aquello le superaba. No acertaba a comprender como una persona podía llegar a ser tan sumamente desastre. Pero una lucecita se encendió en su cerebro, él tenía que arreglar la vida de aquel personaje, tal vez aquella era la misión de la que debía encargarse, aquella que le había dicho el Ángel.

—No te preocupes Bartolo, que aquí estoy yo para resolver todos tus problemas, aunque fácil no lo voy a tener por lo que veo —se dijo a sí mismo mientras sus ojos recorrían aquel desafortunado paisaje y decidía abrir todas las ventanas para que se ventilase.

—¿Cómo voy a encontrar aquí una nota con un teléfono, si ni siquiera seré capaz de encontrar el aparato? —pensó mientras rebuscaba en todos los cajones que veía.

Tenía que ponerse en contacto con el periódico como fuera. Y como si le hubieran leído el pensamiento, de repente sonó un timbre. Era el teléfono, que sonaba sin parar y él era incapaz de dar con él. Parecía que sonaba en la cocina, pero aquello estaba tan increíblemente desordenado y mugriento que no podía encontrarlo. Quién fuera insistía y él se estaba volviendo loco mirando debajo de todas partes. Por fin lo consiguió. Estaba dentro del cubo de la basura, que a su vez estaba tapado por unas cajas de galletas allí amontonadas ¿Pero cómo se le habría ocurrido…? Descolgó el aparato en el último instante.

—¡Dígame! —exclamó casi sin respiración.

—¿Bartolo? ¿Eres tú? Por fin estás en casa ¿Cómo estás? —preguntó una voz masculina que no paraba de hablar.

—Sí, soy yo ¿Con quién hablo?

—¿Con quién vas a hablar, pedazo de mamón? ¿A quién se le ocurre caerse por las escaleras? Sólo a ti, claro. Quiero que mañana te presentes en la redacción. Necesitamos tu maldito cerebro para escribir una supernoticia. Yo no estaré, porque me voy de viaje, pero Agustín te informará de todo. Te dejo que hoy descanses y te recuperes bien, pero mañana te quiero aquí ¿me has oído?

—Sí, claro, pero verás, con el golpe que me di, no recuerdo bien la dirección del periódico —dijo Bartolo con preocupación. Aquel hombre no parecía una persona con quien poder dialogar sin temor a que le saltara con alguna mamarrachada.

—¿Estás chaveta o qué? —Hizo una pausa—. Bueno está bien, apunta: calle Río Miño, número 56, en el polígono. El periódico se llama “Tu Noticia”, por si tampoco te acuerdas —y colgó sin más. Bartolo se quedó atónito ante semejante majadero. Buscó un papel y sobre todo un bolígrafo en aquel desorden, para anotar la dirección que retenía en su cabeza. Por fin localizó lo que buscaba y se guardó los datos anotados en su cartera.

 

* * *