LXII

Tordesillas, año de Nuestro Señor de 1521

Cándido, terco y orgulloso —pensaba Domènech encarando con paso firme el pasillo hacia su despacho—. Continúa siendo el mismo primogénito engreído, aun muriéndose.» No sabía si le pesaba más la actitud de su hermano o haberlo visto en aquel estado. Cuando encargó su muerte la primera vez, también ordenó que fuera sin sufrimiento. «Pero es voluntad de Dios, supongo —se resignó—. Ahora acabaré con esto lo antes posible.» —Ilustrísimo Señor —sonó la voz agitada del padre Miquel.

Se detuvo en mitad del pasillo, disgustado. El sacerdote se apresuraba hacia él trotando, con la faz enrojecida y la voz chillona. A pesar de su escaso pelo, ya grisáceo, sus arrugas y el cuerpo enjuto, aquella manera de acercarse a él le recordó al cura que lo recibió en Barcelona hacía años. Cuando llegó a su altura, el padre Miquel se topó con la cara tensa y disgustada del obispo. Recobró su compostura, la única actitud que toleraba Domènech, y se esforzó en que no sonara fingida su voz de preocupación:

—Su Eminencia, el cardenal Adriano, desea verle. Me temo que lleva rato aguardando.

—No le habrá dicho que estaba en las mazmorras...

Miquel bajó la cabeza para ocultar una sonrisa con aquel gesto sumiso:

—Yo no sabía dónde estaba usted, Ilustrísimo Señor.

—Bien —respondió Domènech rascándose el cuello.

Empezó a caminar de nuevo, pero esta vez tomó la dirección de las dependencias de Adriano. El padre Miquel le siguió hasta que el obispo, disgustado, se giró hacia él y con brusquedad le ordenó:

—Haz llamar a un médico y que me espere en el despacho.

Miquel asintió, pero el prelado no lo vio. Tuvo que apoyarse en la pared, puesto que de nuevo se le había nublado la vista. Aun así, alargó el brazo y asió al cura por una manga.

—Que sea de fuera de palacio, ¿entendido? —susurró.

El secretario se dio perfecta cuenta de que Domènech estaba cegado. Se atrevió a preguntar:

—¿Para usted, señor?

—¡A ti no te importa para quién!

—Difieren los honorarios.

—Es para la mazmorra —indicó el prelado en el momento en que el rostro de Miquel volvía a dibujarse ante sus ojos. No le gustó su expresión. Le pareció demasiado tranquilo. Lo agarró del brazo y masculló—: Ve y se discreto, o...

El cura se soltó con brusquedad y se alejó por el pasillo. «Ya me encargaré de él», pensó Domènech. Luego se giró y reemprendió la marcha hacia las estancias de Adriano. «¿Qué querrá ahora el viejo?», se preguntó irritado.

Caminó con las piernas temblorosas, tropezó y cayó al suelo. Con dificultad, se puso en pie. Miró y no vio ningún obstáculo que hubiera provocado aquella ridícula caída. Las piernas le seguían temblando levemente, pero reemprendió la marcha.

—Ilustrísimo Señor obispo de Barcelona, por fin. Es usted un hombre muy ocupado.

Adriano estaba sentado de cara a la puerta, frente a una pequeña mesa sobre la que había dos tazas y unos roscos. Domènech se quedó entre los dos soldados que flanqueaban la entrada.

—Sólo procuro cumplir con la mayor diligencia lo que su Eminencia me ordena.

—Pues siéntese —le invitó el cardenal señalando una silla.

El obispo dejó a los soldados a su espalda, pero se sintió incómodo ante la aparente amabilidad de Adriano.

—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó con una amplia sonrisa.

—Sí, ¿por qué? —se extrañó Domènech. Nadie, excepto Lluís, sabía de su malestar.

—Me ha parecido que temblaba un poco al caminar.

El obispo forzó una sonrisa.

—Cansancio... Son muchos los clérigos implicados en el levantamiento contra la Corona.

La puerta de la estancia se abrió. El cardenal miró un momento hacia ella, asintió y acercó su mano al plato de roscos.

—¿No quiere uno? Irá bien con la tisana.

Alguien sirvió un líquido en la taza de Adriano. Domènech reconoció de inmediato al sirviente. «¡Cómo espabila!», pensó, satisfecho. Alargó una mano y tomó un rosco.

—Muy bien, son deliciosos, Ilustrísimo Señor obispo —comentó el cardenal y, a su vez, tomó uno.

Lluís sirvió también a Domènech. Luego miró a Adriano e inclinó la cabeza; hizo lo mismo con Domènech y aprovechó para enviarle un gesto de negación con los ojos. El obispo sonrió.

—Espere un momento —ordenó Adriano a Lluís cuando ya se iba a retirar—. No sé si querré miel con esta tisana. No suelo, pero huele amarga. —El cardenal levantó la taza y se dirigió a su invitado para añadir—: ¿No la prueba usted?

—Claro.

Domènech tomó la taza a su vez. Adriano ya se la estaba acercando a los labios. Miró al obispo, le sonrió, pero no bebió. Domènech también se la acercó a la boca, con lentitud. Adriano no bebía. De pronto, el cardenal dejó la taza en la mesa y observó a su invitado.

—Realmente huele amarga. Pruébela usted, pruébela —insistió.

Domènech miró de reojo a Lluís. Este estaba tenso y unas gotas de sudor perlaban su frente. El obispo dejó la taza sobre la mesa.

—No me gustan las tisanas amargas.

—¿Ah, no? Será que no le gusta el veneno.

Domènech no pudo ocultar un leve temor y se mordió el labio inferior. Pero pronto adoptó una actitud de indignación:

—¿Qué insinúa, Eminentísima Reverencia?

—¡Soldados! —gritó el cardenal de pronto.

El obispo se puso en pie, a la defensiva. Pero los soldados prendieron a Lluís y se lo llevaron mientras Adriano decía:

—Siéntese, no se altere.

Domènech lo miró. El cardenal tenía un codo apoyado en el brazo de su silla y se tocaba la barba mal rasurada, mientras lo miraba fijamente y con expresión sombría.

—Es la primera vez que ese hombre viene a servirme personalmente. Sin embargo, me consta que a usted le lleva a diario tisanas amargas recetadas por un médico.

—¿Qué tiene que ver eso con esta?

Adriano suspiró y se santiguó.

—El mal portugués... ¡Es curioso! Los portugueses lo llaman el mal español. En Flandes también lo conocemos así: la enfermedad española. A ver si le resulta familiar. Consiste en una especie de ronchas rojas; se pueden abrir en forma de herida y van y vienen. Usted tiene suerte, no le han salido en la cara, tampoco en las manos o sitios visibles. Quizá conociera a alguien con alguna de estas características que lo contagiara.

Domènech contempló la taza humeante y respondió con voz fría:

—No sé de qué habla.

—Ya se le empiezan a ver.

Domènech, inconscientemente, se llevó una mano al cuello del hábito en un intento de ocultar lo que sabía. Adriano lo ignoró y prosiguió:

—A medida que la enfermedad avanza, a las ronchas se unen pérdida de pelo y de peso, problemas de visión, temblores en las piernas e incluso locura. ¿Y qué otra cosa que no sea la locura ha podido llevarle a creerse capaz de ordenar mi muerte?

Domènech lo miró con frialdad, pero sólo podía pensar: «La condesa acabó loca. ¡Maldita!».

—En esa tisana está el veneno de serpiente, como bien sabe por su servidor... En cuanto al padre Miquel, el trato que le ha dispensado por fin se enmendará.

—El padre Miquel es...

—Lo sé. Conozco sus orígenes. Pero es tan buen cristiano, tan leal, que el Señor seguro que desea para él más responsabilidad a su servicio. Tendré que seguir Sus designios y encontrarle un buen cargo. Quizás el de obispo de Barcelona, ahora que va a quedar vacante.

Domènech hizo una mueca de desdén. Adriano alargó el brazo por detrás de la silla y tomó un hatillo. Lo depositó sobre la mesa, al lado de la tisana, y dijo tuteándolo:

—Puedes tomarte esa tisana, encontrarás la muerte y te ahorrarás la ceguera y los demás padecimientos que trae tu enfermedad. Si no te la tomas, aquí tienes un jubón. Sal de palacio lo antes posible o morirás en las mazmorras. —Se puso en pie y le tendió la mano con el anillo pastoral, pero Domènech no lo besó. Miraba la tisana y el hatillo—. Te dejo solo para que tomes una decisión.

En cuanto oyó la puerta cerrase, las lágrimas asomaron al rostro de Domènech. Todo cuanto durante años había interpretado como señales, señales de Dios para indicarle el camino, todo era un castigo. Se quitó el anillo pastoral y lo lanzó con rabia contra la pared, vencido por el llanto.

—¿Por qué yo he sido el castigado? ¡Sólo fue una vez, Señor! ¡Y me habías perdonado!

Se arrancó la cruz pectoral y escupió en ella. Respiró profundamente. La miró, con lágrimas en los ojos. Entonces la besó y, presa de una súbita serenidad, la dejó sobre la mesa. Tras la tisana estaba el hatillo. Los miró.

Miquel estaba en el que fuera el estudio de Domènech. Su primer impulso fue lanzar por los aires todos los papeles, pero se contuvo. Entonces su mirada se paseó por el escritorio perfectamente ordenado. Sonrió, al fin libre. Tomó la campanilla de bronce, la dejó en el suelo y la hizo rodar de una patada hacia la puerta. Mientras tintineaba, tomó la arqueta y miró a su alrededor para ponerla en otro sitio, fuera de la mesa.

Fue hacia la chimenea y la colocó encima. La volvió a mirar. Arqueó las cejas, aún sonriente, y la abrió. Contenía tres cartas, todas con la misma letra, las tres dirigidas al Inquisidor General y regente de Castilla. Las sacó.

«A Su Eminentísima Reverencia el cardenal Adriano de Utrecht, regente del reino de Castilla,

Me dirijo a Su...»

Miquel se sentó junto al fuego, muy tranquilo. Cruzó las piernas y leyó. Primero, con la curiosidad de descubrir qué le había ocultado Domènech a Adriano. Después, por saber la historia, o retazos de la historia de aquel hermano a quien el obispo ordenó encarcelar y para quien Gerard de Prades le había pedido protección.

Cuando acabó de leer las cartas, el gesto del padre Miquel, despreocupado al comienzo, era grave. «No lo encerró por esto. Aún no las había leído», recordó con los ojos fijos en el crepitar del fuego. Llamaron a la puerta. Se puso en pie de un salto, algo atemorizado. Entró un hombre de nariz aguileña y facciones afiladas. Miró primero al suelo, desconcertado al oír el tintineo de la campana que había hecho rodar al abrir la puerta.

—Soy el médico. Me han hecho llamar —anunció volviendo la vista hacia él.

Miquel se tranquilizó y contempló de nuevo las cartas. Luego, alzó los ojos y miró al recién llegado. Le sonrió, inundado por una sensación de profunda paz: «Si Guifré pecó fue por culpa de su hermano. Que lo juzgue Dios». Ladeó la cabeza y arrojó las cartas al fuego.

—Vamos —le dijo al médico yendo hacia él—. Acompáñeme, por favor.

Salieron de la habitación. El clérigo cerró la puerta y enfilaron el pasillo.

Miquel, de pronto, se detuvo ante un ventanal que daba al patio. Lo cruzaba una figura vestida con un jubón marrón. Le llamó la atención: era un hombre alto que caminaba tembloroso. Un joven franciscano corrió hacia él y le ofreció un cayado, pero el hombre alargó el brazo y tiró el bastón con desprecio. Luego miró hacia arriba. Miquel dio un respingo al reconocer aquella cara furibunda: «El obispo». Parecía buscarlo con los ojos. El sacerdote se calmó. «Ya no puede hacerme daño», pensó. Domènech fue hacia la salida de palacio y Miquel se santiguó:

—Que Dios se apiade de él —murmuró. Luego, se giró hacia el médico y dijo—:Tenemos que bajar a las mazmorras. Mucho me temo que el enfermo esté mal.

—¿Inquisición?

—Por error. Por eso le he hecho llamar. Hemos de hacer que el barón de Orís vuelva a su casa.

En tierra de dioses
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml