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Tenochtitlán, año de Nuestro Señor de 1520

Era una niña. Me lo dijo Pelaxilla. Nació, respiró y murió, sin fuerzas siquiera para llorar. No la quise ver. No podía. Recuerdo las manos de Pelaxilla sobre mis mejillas, obligándome a mirarla a los ojos.

—Debes ejercer de marido, Guifré —sonó su voz en algún punto lejano, pese a que notaba su aliento cálido en mi rostro—. Protege su cuerpo para que pueda ir con el sol.

Busqué palabras. Quise decirle que necesitaba verla, que no podía hacer nada, que me dolía estar vivo... No dije nada. Sólo logré mover los labios, noté la sal de mis lágrimas y una voz en mi interior rugió un lamento: «Soñar ya no es posible».

—Lo hemos perdido todo, los dos. Necesito... Guifré, cuando se ponga el sol, necesito saber que ella lo acompaña, verla en sus rayos, en su luz, en la eternidad del cielo.

«El cielo —se repitió en mi cabeza como una letanía—, el cielo.» —Ya está limpia.

Miré por encima de Pelaxilla. Una mujer de cabellos negros y piel muy arrugada estaba ante la puerta de la que fuera mi estancia, nuestro hogar. No la conocía, no la había visto antes. Era la partera, la mujer que tuvo en sus manos el breve instante de vida de mi hija, la que no pudo detener la sangre que escapaba incontenible del cuerpo de Izel. Me miraba como si esperase algo de mí.

Noté el tacto de una mano en mi brazo.

—Te ayudaré —me susurró Pelaxilla. Di un paso hacia la estancia, luego otro. Ella seguía a mi lado—. Tenemos que salir con la puesta de sol.

Entré. Solo. Izel estaba vestida de blanco. Suave algodón. Acaricié sus cabellos sueltos, sedosos.

—Señor... Vamos, debe vestirse —musitó Ocatlana detrás de mí. Me tendió un maxtlalt, un manto y una rodela, pero yo seguía con sus cabellos entre mis dedos—. Los mozos intentarán... Cuando la lleve al templo de las cihuapipiltin...

—Cihuapipiltin... Mujeres valientes, guerreras —me traduje en voz alta.

—Su primer parto. Es una diosa.

Por primera vez miré a Ocatlana. Un millar de años le habían sobrevenido y sus piernas enclenques temblaban. Sabía a lo que se refería. Volví de algún sitio, de no sé donde, y recordé lo que Ollin me había enseñado. Lo recordé para aplicarlo.

—No nos la quitarán —conseguí decir al fin. Sin dejar de mirar el primer rostro que vi cuando llegué a aquella casa, alargué mi mano para tomar la ropa —. No le quitarán ni un mechón de su pelo.

Ocatlana me sonrió amargamente, con los ojos húmedos, y salió de la estancia. Me vestí. Luego me agaché, alcé su cuerpo en mis brazos, con cuidado. La besé. En los ojos, en la boca y en la frente. Sin llorar, pero con los ojos empañados. Inspiré profundo, noté mi pecho en contacto con su cuerpo helado:

—Te llevaré para que vayas al cielo.

Las andas que me escondieron una vez habían sido preparadas por las parteras. Las viejas que estaban en la sala me abrieron paso. La deposité y extendí su cabello para que lucieran sus destellos azulados con los últimos rayos de sol. Iríamos hasta el templo de las cihuapipiltin, a pie. Ellas serían nuestra escolta. Apenas quedaban familiares de quien fuera el cihuacóatl Chimalma. Pero aunque los jóvenes guerreros intentaran quitarnos su cuerpo, hacerse con sus cabellos y cortarle algún mechón que guardar en las rodelas de sus brazos, la defendería y no obtendrían ninguna reliquia de mi diosa.

—Ni en el trayecto, ni en los cuatro días siguientes en el patio del templo —le susurré al oído—. Te defenderé y te velaré, mi amor.

Le acaricié la mejilla gélida, la besé por última vez. Una sonrisa había quedado en sus labios carnosos. Me erguí, miré hacia la puerta. Se oían gritos de fiesta. Aquella noche, a pocos pasos de nuestro destino, celebrarían la victoria sobre los castellanos con danzas y música. Quizá los jóvenes guerreros que aún no habían conocido la gloria acudieran con más vigor por un pedacito de ella, sagrada, para cegar a sus enemigos en la primera batalla. No lo conseguirían. Izel llegaría sin mancillar a la tierra, llegaría para ser eterna.

Las primeras ancianas salieron y empezaron a vocear. Ocatlana me tendió una espada de obsidiana. Era la primera vez, desde que me atacaron en Les Gavarres, que empuñaba un arma. Di un paso, después otro, a su lado. Sonaron los gritos de guerra.

Después de que el cuerpo de Izel, intacto, fuera depositado bajo tierra para que su alma volara con el sol, pasaron los días. Era consciente de ello. Cada uno de esos días, cuando los guerreros mexica muertos en combate dejaban al sol en el cénit, yo subía ataviado con el manto de caracolas que ella me había regalado. Extendía el patolli en el suelo, me sentaba, y con su olor impregnándolo todo en aquel lugar, permanecía allí mirando hacia el cielo. Era ella ahora, con las demás cihuapipiltin, la que acompañaba al sol en su descenso hasta que se ponía.

Durante el tiempo que no estaba en la azotea, sólo pensaba: «¿Cuánto falta?, ¿cuándo llegará el mediodía?». Mientras permanecía allí, velando el recorrido del sol, me preguntaba si el cielo, aquel cielo mexica, coincidiría con el del Señor, si la vería alguna vez de nuevo. Y esto me serenaba porque no podía dudarlo. Para los mexicas, Izel se había convertido en diosa; de Dios, sólo cabía esperar que tuviese en cuenta la profunda bondad de su corazón, a pesar de no estar bautizada. No podía dudar de que fuera al cielo, aunque a veces dudase del Dios que tan claramente era utilizado por los cristianos para justificarse. Tanto como los mexicas, infieles mexicas, habían usado a Huitzilopochtli para guerrear, sacrificar y percibir tributos y riquezas.

Plantas entre las que se escondía, flores que se ponía en su cabello, las cosas que me contaba... Su esencia. Esa era mi compañía en la azotea. Mientras estuvo viva la pude amar con besos, sonrisas, caricias que dejaban salir aquel torrente de sentimientos; con su ausencia, no sabía cómo expresar mi amor, no había dónde llevar la corriente de sensaciones que seguía en mí aunque hubiera muerto. Así que sólo podía amarla con dolor, en mi alma, en mi pecho. Y por ello lo cultivaba, agradecido porque una vez el dolor fue la mano que tocó su pelo. Ya no experimentaba el peso angustiante del miedo, como tampoco deseos de llorar. En verdad, sentía una paz vacía.

En algún momento vi cómo limpiaban el lago de la batalla. Alinearon los cadáveres de los enemigos, uno tras otro, por centenares. Armaduras, espadas, cotas de malla, arcabuces... Y oro, las barras de oro que los mexicas no adoraban ni codiciaban.

Sí, después de que el cuerpo de Izel, intacto, quedara bajo tierra para que su alma volara con el sol, pasaron los días. Era consciente de ello pero me hallaba refugiado en mi doloroso pesar, lo único que me quedaba de nuestro amor.

El sol se ponía ya. Apenas quedaba un leve resplandor, un borde anaranjado en el escarpado horizonte. Me puse en pie, descalzo, sobre el patolli. Entorné los ojos. No quería mirar los matices violáceos, grises y negros que ascendían por la bóveda celeste. Sólo quería ver aquel resto de día, aquel resto de Izel.

—Señor... Disculpe señor.

Me giré. Era Ocatlana, la única persona con la que mantenía contacto aquellos días, porque me traía comida y agua y me preparaba el baño. Se le veía nervioso. Oí pasos abajo. De pronto, fui consciente de que a las caracolas que daban la bienvenida a la noche se sumaba algún griterío por las calles, griterío de guerra.

—El gran Tlatoani de Tenochtitlán ha venido.

Apareció un guerrero águila y puso la mano sobre el hombro de Ocatlana. Este, temeroso, lo miró. El guerrero hizo ademán al sirviente para que se marchara. Pero entonces, Ocatlana irguió su viejo cuerpo, hinchó el pecho como un joven guerrero de piel cuarteada, y dijo:

—No, mi señor no hubiera querido. Jamás dejó que le hicieran daño —añadió con aplomo.

—Está bien, fiel Ocatlana. Mi tío te tenía en gran estima. —El viejo y el guerrero águila bajaron la cabeza al oír esa voz—. Yo también estimaba a Chimalma, y por eso he venido en persona.

Una figura, cubierta por un manto oscuro como la noche que ya había caído, apareció en la azotea. Reconocí sus ojos, pero seguí aletargado, como si, a pesar de oírlo y verlo todo, no estuviera allí. El hombre se llevó una mano al hombro y desató el manto oscuro. Se lo quitó y debajo apareció el color turquesa del Tlatoani. Era Cuitláhuac. Evoqué las cadenas, la sangre, el hambre, las últimas horas de Chimalma.

—Dejadnos solos —ordenó alargando el manto oscuro, que el guerrero tomó sin mirar a su señor.

Ambos obedecieron mientras yo observaba a aquel hombre con quien había compartido padecimiento. Se le veía cansado, ojeroso. Pero sus ojos desprendían valentía, seguridad y un pragmatismo que me recordaban a Chimalma. «¡Qué diferente a Motecuhzoma!», pensé. De pronto, como impulsado por una voluntad ajena, me agaché para besar el suelo y saludarle con la dignidad debida.

—No lo hagas —me frenó. Soltó una carcajada y añadió—: De todos modos, ya me has mirado, aunque vista de turquesa.

Alcé la cabeza. Estaba paralizado sobre mi patolli y allí me quedé. Me sentía más seguro.

—He venido como amigo, como sobrino de mi difunto tío Chimalma, no como Tlatoani.

Agachó la cabeza y se acercó a mí. Luego paseó su mirada por el centro ceremonial.

—Las cosas se han complicado, Guifré. Y mucho.

Hablaba con el pesar de quien debe decir algo que no desea. Mis pies dejaron el patolli y se posaron sobre la fría piedra. Me acerqué a él.

—Hemos pasado penalidades, hambre y sed juntos. Vamos, di lo que sea.

Ladeó la cabeza y me escrutó un momento. Luego, volvió la mirada a la ciudad.

—Para que permanecieras aquí, Guifré, Chimalma demostró una gran habilidad política. Él estaba seguro, y no creo que sólo por los augurios, que vendrían otros como tú.

—Espero que te hayas dado cuenta de que no son exactamente como yo.

Cuitláhuac sonrió con amargura.

—¿Sabes? Puso todo de su parte para enseñarte nuestro mundo, o por lo menos, nuestra manera de verlo. Pensaba que si tú lo entendías y aprendías a apreciarlo, los otros que vinieran podrían hacerlo también. Y quería utilizarte, sí, para que se lo hicieras entender. Pero mi hermano fue una persona indecisa y no quiso escuchar, ni a ti ni a Chimalma, que hablaba por tu boca. ¡Y tú sabías que vendrían! ¡Podríamos habernos preparado! Pero Acoatl le hizo creer que, si llegaban extranjeros como había predicho Nezahualpilli, no se te podía considerar un enviado divino, sino un seguro para alimentar a nuestros dioses.

—Ya sé todo eso. ¿Adónde quieres ir a parar? De poco vale ahora pensar en lo que ya está hecho.

Cuitláhuac me miró y me puso la mano en el brazo, decidido.

—Tienes razón. Verás, mandé un ejército a perseguir a nuestros enemigos, tan maltrechos después de su salida de Tenochtitlán. Cerca de Otumba pasó algo, no sé... —Sus ojos se desviaron un instante al suelo—. Éramos muchos más, pero ese Malinche con su caballo atravesó nuestras filas, hizo desaparecer el estandarte y... —se interrumpió, bajó los brazos y suspiró.

—Los hombres no sabían dónde ir sin estandarte al que seguir —dije en tono neutro. Asintió—. ¿Cayeron muchos?

—Sí. Hasta mi cihuacóad, Miztli, ha muerto. En el mismo campo de batalla. Ni siquiera ha podido dar su corazón a... —Bajó la cabeza y al alzarla de nuevo, me miró con decisión—. Guifré, el problema es que ahora, entre los que han vuelto... Bien, hay quien quiere matar a todos los que tengan que ver con los castellanos. Yo soy el Huey Tlatoani, pero no estoy oficialmente coronado. Sin embargo, he de posicionarme al lado de estos hombres, quizás implacables; debo hacerlo. Porque la otra opción es la de los antiguos partidarios de Motecuhzoma, y no quiero... No quiero que vuelvan a entrar en Tenochtitlán. ¡Mataron a los mejores hombres que teníamos! No sé si podré recomponerlo todo. Me faltan buenos jefes, hombres con experiencia... Le prometí a mi tío que velaría por ti como si fueras mi primo. Por ti y por Izel. Sé que no eres como ellos, pero...

—Tampoco soy mexica.

—Todos te vieron entrar y salir del palacio de Axayacátl. Incluso hablaste en nombre de Malinche y ahora, aunque Acoatl esté muerto, sus ideas tienen mayor fuerza. Los que permanecimos presos, estamos... —sacudió la cabeza, dolido.

Me giré, miré a mi alrededor, la azotea, la ciudad... Hasta Miztli, el guerrero águila que me llevó por primera vez a Tenochtitlán, había muerto. «El sol se pone cada día en cualquier lugar», sonó en mi mente la voz profunda de Izel, con tanta claridad, que las lágrimas acudieron a mis ojos. Asentí. No me quedaba nada en esa ciudad. Su esencia estaba en mi dolor. Me volví y miré a Cuitláhuac.

—Me gustaría garantizarte la protección —confesó en tono de disculpa—, sé que podrías ayudarnos...

Alcé la mano pidiéndole silencio. Respetó mi muda petición.

—No te preocupes. Siempre llevaré Tenochtitlán conmigo.

Cuitláhuac se situó ante mí, extendió el brazo, me puso la mano en el hombro y suspiró:

—Has sido un buen amigo.

Salí al amanecer con una comitiva de hombres que iba hacia Tlaxcala. Cortés, con lo que quedaba de sus tropas, estaba cerca, en una ciudad llamada Hueyotlipan.

Sabía que los embajadores mexicas eran fieles a Cuitláhuac, sabía que el Tlatoani había ordenado darme protección hasta llegar a la ciudad donde estaban los castellanos, pero aun así, noté cierto recelo en algunos. No me asustó ni me hirió. Simplemente, no me importaba, como tampoco me importaba demasiado mi destino. Hacía años, muchos ya, deseé volver a mi reino con ansia, con angustia, pero cada intento me había alejado más del retorno. Ahora sentía que ya no. Aunque me hallaba a una enorme distancia, presentía que había empezado mi regreso.

Caminaba absorto en el cielo y el sol, en su luz sobre los maizales y sobre las montañas que atravesamos. Vestía un manto rojizo. El de las caracolas iba cuidadosamente doblado en mi hatillo, con el patolli y la ropa que llevaba Izel cuando la conocí, blanca con su fino bordado verde al cuello. El pincel y la pintura que había usado para escribir, amatl y algo de lo estudiado con ellos, como los calendarios, el cielo, los dioses, algunos poemas... Mi vida.

Cuando entramos en suelo tlaxcalteca, los embajadores me indicaron la silueta de Hueyotlipan y ellos continuaron hasta Tlaxcala. Llevaban oro, mantos lujosos, regalos, pero esta vez no eran para los castellanos. El Huey Tlatoani de Tenochtitlán pretendía aliarse con sus históricos enemigos tlaxaltecas para que, cuando menos, dejaran de apoyar a Cortés e incluso lucharan juntos contra él. Los miré mientras se alejaban hasta que los vi desaparecer, y entonces, caminé.

Ya a las puertas de Hueyotlipan, seguro y tranquilo, me cuadré ante un vigía castellano:

—Soy Guifré, barón de Orís. Deseo ver a don Hernán.

Dejé atrás la mirada desconfiada de Aguilar. Ya en el patio del palacio, pasé ante los ojos llenos de rabia de Alvarado y, a su lado, la sonriente cara de fray Olmedo. De hecho, el clérigo hizo ademán de venir hacia mí, pero Alvarado lo asió del hábito y lo inmovilizó. Pese al súbito desprecio que me invadió ante su gesto, me dominé y lo ignoré. Sólo tenía un objetivo: irme. Seguí al soldado, pero aún me llegaba el olor a sudor y sangre que desprendía Alvarado cuando oí que decía a mis espaldas:

—¡Ya se cansó de fornicar con esa perra infiel!

Me giré. Fue un instante, un instante en el que vi cómo el castellano se tocaba el pelo grasiento con aire digno y exhibía una sonrisa burlona de dientes carcomidos. Por mi mente pasó el último espasmo de vida de Izel, mientras resonaba en mis oídos la palabra «perra». Las carcajadas de aquel individuo quedaron silenciadas por mi corazón acelerado, la cara de fray Olmedo reflejó pánico al encontrarse con mis ojos, un instante, y al siguiente, resonó en el patio:

—Assasí![15] —grité con una voz ronca que no supe reconocer—. Maleït![16]

Me abalancé sobre él. No lo esperaba. Lo derribé. Mis manos rodearon su cuello. Noté que me golpeaba en los costados con los puños. Apreté más fuerte. Su sonrisa carcomida se fue tornando una mueca. Yo sólo oía mi propia voz gritando:

—¡Todo es culpa tuya! ¡Tú sí que eres un perro!

Me embistieron. Rodé por el suelo del patio. Pero todo mi dolor se había tornado ira, todo. Sentí que mi vida se había vaciado por su culpa. Me incorporé. Lo busqué con la mirada. Alvarado seguía tendido, jadeando, con fray Olmedo arrodillado a su lado, ayudándole a incorporarse. Me dispuse a abalanzarme de nuevo sobre él. Una espada se interpuso. Era el soldado a quien había seguido hasta allí. Negaba con la cabeza, mientras yo ignoraba el filo metálico y me ponía en pie.

—¡Basta! ¿Qué sucede aquí?

Cortés apareció en el patio. Miró a Alvarado, aún en el suelo, y luego al soldado, que le daba la espalda. Por fin, fijó sus ojos saltones en mí. Frunció el ceño, ladeó la cabeza de nuevo hacia Alvarado, y fray Olmedo se lamentó:

—Ha intentado matarlo.

—¡Baja la espada y apártate, soldado! —ordenó Cortés.

Tenía la mano vendada. Al ver mis ojos en ella, se la llevó a la espalda y me escrutó.

—¿No vas a castigarlo? —sonó la voz ahogada de Alvarado, quien ya estaba en pie, pero seguía con una mueca en el rostro.

Cortés mantuvo sus ojos en los míos. La ira que antes me empujó era ahora una mezcla de rabia y regocijo que me mantuvieron inmóvil, con los puños cerrados y las mandíbulas apretadas. Él esbozó una sonrisa, negó con la cabeza como única respuesta a Alvarado, y luego se santiguó.

—Venga a mi estancia, barón de Orís, por favor —dijo amablemente.

Caminé hacia ellos. Cortés al frente, con una sonrisa afable, Olmedo aún asustado y Alvarado junto a él. Me detuve delante del capitán general, pero miraba a su antiguo lugarteniente con descaro, con burla, buscando avivar su indignación, deseando que se lanzara sobre mí para gozar de otra oportunidad de matarlo. Cortés me tomó del brazo mientras decía:

—Don Guifré, seguro que el viaje le ha agotado.

—Necesitaría ropa decente —contesté sin dejar de mirar a Alvarado.

—Dejen sus diferencias, por favor —añadió con precaución, en tono conciliador.

—¿Un hereje me ha intentado matar y lo tratas como a un noble? —bramó el capitán, escupiendo su rabia en mi cara.

—Vamos, Pedro. No es un indio. ¿Estás ciego? No seré yo quien castigue a este hombre. Si alguien ha de hacerlo, que sea el Señor Todopoderoso.

Dio media vuelta y fue hacia la puerta abierta de su estancia.

—Ya me encargaré, pues, que te llegue el castigo de Dios —oí que mascullaba Alvarado.

Lo ignoré y entré en la estancia donde ya estaba Cortés, quien, de espaldas a la puerta, miraba un crucifijo colgado en la pared. Cerré tras de mí. Se volvió, me observó con una sonrisa y la mano en el medallón que siempre llevaba al cuello.

—¡Estás vivo! Otra vez te ha salvado el Señor —me acogió animado.

—Quiero volver. Necesito dejar esto y regresar a mi castillo —contesté con cierta sequedad.

La sonrisa se borró de su rostro. Frunció el ceño, se llevó las manos a la espalda y movió la boca de aquella forma suya.

—Qué contrariedad —murmuró—. Justamente he ordenado que no zarpen barcos. No me conviene. La situación ahora mismo es delicada. Me quedan poco más de trescientos cincuenta hombres, y no quiero que llegue la noticia a Cuba. ¿Por qué no te unes a nosotros? Nos podrías ayudar.

Negué con la cabeza y guardó silencio.

—Lo que quisiera Dios que hiciera aquí, ya está hecho. —Di unos pasos para acercarme a él—. Si hubiera en estas tierras un monasterio, me encerraba dentro. Estoy cansado del mundo —concluí mirándole a los ojos.

Cortés asintió y se llevó la mano al medallón.

—¿Sabes? Alvarado siempre ha pensado que te habías convertido en un indio, o aún peor, porque conociendo al Dios verdadero, has permanecido entre ellos. No sabe nada. No creo que pueda entender hasta qué punto eres un instrumento del Señor. Te ha puesto a prueba y la has superado, pues aquí estás. Dos veces, Guifré de Orís, dos veces me has salvado de una muerte segura.

Empezó a caminar ante a mí, de un lado a otro, nervioso. De pronto, rompió a hablar como si pensara en voz alta.

—No me equivoqué la primera vez, debes volver. Sólo que en aquel momento aún no habías acabado lo que debías hacer y tenías que salvarme en una segunda ocasión. Yo también tengo algo que hacer, y no la he acabado. —Se detuvo y me miró—. Pero si no regresas, Dios no me lo perdonará. —Hizo una pausa. Serio, me escrutó y al fin, anunció solemne—: Te irás, y te ruego que no dudes de mi palabra. Con el oro que he recuperado, y el que los hombres que han salvado algo me deben dar si no quieren morir, he de comprar pertrechos para pacificar estas tierras. Partirás con el primer barco que zarpe hacia La Española para ello. Serán, a lo sumo, un par de meses.

—¿Aquí?

—No; espero entrar en Tlaxcala. Pero si no deseas estar más entre indios, te puedo mandar a Villa Rica de la Vera Cruz. Allí serás tratado según tu rango. Me ocuparé de que tengas el oro necesario para facilitar tu regreso y papeles para ayudarte a embarcar desde La Española.

Bajé la cabeza.

—¿Dos meses?

Habría deseado partir ya. De pronto me di cuenta de que tenía prisa. No por regresar, sino por huir. Miré a aquel hombre enjuto que apenas me llegaba a los hombros, con cabellos claros de destellos rojizos y amplio pecho. No cejaría. Había sufrido una dura derrota, había visto los cuerpos inertes de sus soldados, él mismo estuvo al borde de la muerte... Pero sus ojos seguían brillantes de convicción. Estaba estableciendo nuevos planes, nuevas estrategias. Sin duda, la victoria de Otumba le había dado alas.

—¿No sientes pesar por tus hombres muertos?

—¡Por el amor de Dios, claro que sí! Por ellos hay que seguir. Y aunque nos maten a todos los que aquí estamos, no faltarán cristianos que vengan para juzgar a esos indios, porque Dios quiere que Su Palabra se extienda por estas tierras.

Sí, definitivamente quería huir de allí pues sabía que él tenía razón. El mundo que fue mi hogar estaba condenado a desaparecer. Yo no quería ser testigo de ello.

En tierra de dioses
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