XXVII

Tenochtitlán, año de Nuestro Señor de 1509

Chimalma yacía despierto junto a una de sus esposas. La había tomado hacía catorce años, cuando su sobrino Motecuhzoma Xocoyotzin ni siquiera se perfilaba como Tlatoani y él no podía imaginar que llegaría a ser el cihuacóatl. Catorce años ya y sólo le había dado una hija. Pelaxilla tenía aquel maravilloso don de elevar su virilidad incluso en aquellos días, ya viejo para la guerra y demasiado atribulado por sus altas responsabilidades. Ella, a pesar de todos aquellos años, aún podía abstraerlo del mundo para llevarlo a aquel abandono donde no había miedos ni incertidumbres, donde lo único que cabía era la sencillez de seguir los impulsos del cuerpo. Sentía su respiración cálida dormida a su lado y anhelaba, como tantas otras veces, que le hubiera dado algún hijo varón. «Por lo menos, si Izel fuera una niña menos tímida, más enérgica, más como tú», pensaba el hombre.

El sonido de unos pasos sacó a Chimalma de la burbuja que lo aislaba cuando yacía con Pelaxilla. Frunció el ceño, pensativo, y se levantó para ponerse, cuando menos, un maxtlatl. Reconocía los pasos. Los había oído desde siempre, ayudándole y protegiéndole. Ocatlana no era un simple tlacotli. Podría haber comprado su libertad dejando la esclavitud hacía mucho tiempo, y sin embargo había permanecido a su lado como compañero por encima de las sospechas, demasiadas veces fundadas, que provocan los advenedizos cuando huelen el poder.

Llamaron a la puerta. Abrió y sintió, por un instante, que se le helaba la sangre. El familiar rostro de Ocatlana estaba allí, ante él, pero le pareció un extraño, demasiado arrugado, de pronto encogido por el tiempo, con una mirada desconocida que lo atravesaba sin verlo.

—¿Estás bien? —preguntó Chimalma.

Ocatlana balbuceó:

—Está aquí...

Chimalma no cerró la puerta. Simplemente se volvió, se hizo con una capa y se la ató con manos temblorosas. «Debe de ser cierto. Menos mal que Motecuhzoma me escuchó, a pesar de esos sumos pontífices que se consideran sucesores de Quetzalcóatl. No se cansan de repetir que un emisario así se hubiera presentado ante sacerdotes y no ante un simple funcionario», pensó. De pronto, su mente se centró en algo. Volvió hacia la puerta y le dijo a Ocatlana:

—Lleva al jefe águila, al calpixqui ya... Llévalos a la sala de recepción.

Se giró sin esperar respuesta y oyó, de nuevo, los pasos de su tlacotli más fiel alejándose por el pasillo. Miró a su alrededor recorriendo la habitación en tinieblas, desorientado: «El tocado... Ahí». Suspiró profundamente. Tenía que serenarse. Miró el cuerpo entre sombras de Pelaxilla. Necesitaba tener la mente clara, tal vez más que nunca. Ya había dejado de esperarlos. Incluso pensó que tantas medidas de seguridad habían sido absurdas, que era otro rumor más, y que los quequetzalcoa tenían razón. Se ciñó el tocado de plumas, se cubrió con dos mantos más, se calzó los lujosos borceguíes que le había regalado el Tlatoani al poco de ser coronado y, con todas las joyas que advertían de su rango, salió de la estancia.

Decidió atravesar el jardín interior adyacente a la sala donde dormían sus mujeres. Un sistema de redes le permitía gozar de una fantástica colección de aves, sólo superable por la muestra de fauna del Tlatoani repartida entre la Casa de las Fieras cercana al palacio del cihuacóatl y la Casa de las Aves, adosada al palacio de Motecuhzoma. Miró hacia arriba y vio, pugnando por salir, al macho de la pareja de quetzales traídos de las selvas mayas. Por su espalda corrió la sensación de un presagio, pero decidió no hacerle caso. Al fin y al cabo, a pesar del nombre del ave, esta no era el símbolo de Quetzalcóatl, sino la serpiente emplumada que lo denominaba. Motecuhzoma sabría qué hacer en el terreno de la fe mejor que él mismo. Su única preocupación en aquellos momentos era, sobre todo, confirmar con sus ojos la información de la carta escrita por el calpixqui desde Cempoalli a su jefe directo, quien, sabiamente, se la hizo llegar a él. Necesitaba verlo para calibrar el alcance del asunto desde una perspectiva política. Esa perspectiva que a veces se enturbiaba en la mente de su devoto sobrino Motecuhzoma. «Y de paso, tal vez puedo ser el primero en oír su mensaje», se dijo ya ante la puerta de la sala.

Inspiró hondo y entró. Se quedó un instante en el umbral, clavado, en respuesta a unos ojos de color miel que lo miraban con una extraña serenidad. «Como la de quien sabe que ha de perecer en una muerte florida —pensó fascinado de pronto—, ¡Oh, Quetzalcóatl!»

Entró con paso seguro, aunque por dentro la fascinación se mezclaba con el desasosiego. El enviado estaba sentado en la esterilla destinada a las visitas, justo frente a la suya. Un sencillo manto cubría su cuerpo. Tras el hombre blanco, de pie, Miztli escrutaba las reacciones del cihuacóatl pese a mantener la mirada en apariencia baja, mientras el calpixqui, con los labios tensos, permanecía con los ojos fijos en el suelo. Chimalma se sentó en la esterilla frente al enviado, tapándose las piernas con sus tres capas y con la espalda erguida. Lo observó sintiéndose a la vez observado con la misma intensidad. Dado su rango, había perdido hacía mucho la costumbre de mantener miradas tan directas y se sorprendió a sí mismo cuando se vio obligado a alzar la cabeza. Era alto, muy alto. Chimalma no se había planteado nunca antes la fe en sus dioses más allá de la costumbre en que lo habían educado. Buscó en su interior al hombre eminentemente práctico para frenar el torbellino que sentía en el estómago y que convertía los presagios y los rumores en algo más que instrumentos políticos. «¿He de hablar yo primero?», dudó. Debería de haber atendido antes a Miztli, pedirle un informe, su opinión... En aquel instante, sólo veía a un oficial ceñido al protocolo, indiferente e inexpresivo. No le servía de nada. Así que se dirigió directamente al enorme ser ante el que se hallaba sentado:

—¿Eres un enviado de Quetzalcóatl?

El ser blanco pareció empequeñecer mientras se encogía de hombros con una sonrisa confundida. Le sostuvo la mirada y luego se volvió hacia el calpixqui. Chimalma también lo hizo, sopesando el silencio del hijo tullido de un antiguo guerrero jaguar ya desaparecido.

—Habla —le ordenó saltándose todo saludo formal.

—Mi señor cihuacóatl —respondió Painalli suavemente sin alzar la mirada—, él no sabe náhuatl. Sólo conoce unas pocas palabras que ha aprendido desde su llegada a Cempoalli. Dice llamarse Guifré.

Chimalma frunció el ceño y miró al gigante blanco. «¿Realmente no entiende nada? —dudó el cihuacóatl—. ¿Y eso qué significa?» Con la frente aún fruncida, miró al guerrero águila y ordenó:

—Miztli, déjanos solos.

El guerrero salió de la sala por la puerta que estaba tras él. Entonces, Chimalma suspiró y relajó algo la espalda —Painalli, ¿no? Tú eres hijo del Painalli que fue guerrero jaguar en la época de Ahuitzol —dijo en tono amable—. Luché junto a tu padre. Era un gran guerrero.

Painalli bajó la mirada para ocultar el resentimiento que sentía al oír aquel comentario: «Claro que fue un gran guerrero, hipócrita. Y luego se lo compensaste quitándole todo honor». Chimalma continuó:

—Siéntate al lado del llamado Guifré.

Painalli obedeció mordiéndose los labios. Pero su mirada se cruzó con la sonrisa de Guifré y su mente volvió a centrarse en el motivo de aquella recepción. Luego no tendría por qué volver a ver a aquel hombre.

—¿Has estado con él todo este tiempo?

—Sí, señor.

—Y dime —prosiguió Chimalma acercando su cara a la del calpixqui—, ¿qué opinas? ¿Quién crees que es?

Painalli se fijó en Guifré fugazmente y volvió a bajar la mirada a sus pies escondidos bajo el manto.

—Creo que es una persona venida de tierras lejanas.

—¿Nada más?

—No sé quién lo envía, mi señor cihuacóatl. A mí también me desconcierta que no hable nuestro idioma. Dice cosas en otra lengua, no sé, suena extraño. Pero yo no soy sacerdote...

—¿Le has enseñado tú las palabras en náhuatl?

—Sí, señor.

Chimalma, pensativo, miró al hombre blanco. Este se mostraba complacido con el calpixqui, sin duda.

—Guifré verá mañana al Tlatoani. Os dispondré una habitación hasta entonces. Painalli, has obrado con gran diligencia y sentido en Cempoalli por el bien del pueblo mexica, y necesito que lo sigas haciendo. Por lo menos, hasta que aclaremos su condición y situación. En todo caso, el Tlatoani no olvidará tus grandes servicios.

Painalli asintió con reverencia.

—Guifré... —continuó Chimalma. El hombre blanco asintió con la misma reverencia que Painalli al reconocer su nombre y el cihuacóatl dijo lenta y formalmente—, el viaje ha sido largo y seguro que estás cansado. Ahora ya estás en tu casa. Ve; que descanses bien.

—Deseo tú también —respondió Guifré con voz insegura.

Chimalma sonrió.

—Mi servidor Ocatlana os conducirá a vuestra estancia —le indicó a Painalli con la sonrisa aún en los labios.

Cuando Chimalma se quedó solo, le mudó el rostro. Se recostó sobre la esterilla, pero su expresión era tensa. Estaba furioso. Aquello le superaba, y no le gustaba la idea. No le gustaba que, en aquel asunto, las voces de los sumos pontífices fueran a tener más autoridad que la suya a oídos de Motecuhzoma. En aras de la religión podían ser imprudentes y la devoción de su sobrino podía convertirse en un grave problema. Era obvio que ante todo necesitaban actuar con prudencia. Debía pensar, debía pensar en una estrategia. «¿Pero cómo, si no entiendo nada?»

Recogida en un moño, la vigorosa cabellera negra azabache contrastaba con el rostro de aquel hombre que me recibió en Tenochtitlán. Su cara se veía curtida por los años, y el tiempo pasado al sol acentuaba sus arrugas. Parecía un hombre mayor, pero sus cabellos sin canas, su gesto y su agilidad al andar por la habitación y sentarse le otorgaban una edad indefinida. Sus mantos, los borceguíes con cascabeles de oro y sus tocados de plumas denotaban lujo y poder, y lucía brazaletes y un bezote que contribuía a darle un aire fiero. Cuando se sentó frente a mí, sentí que se me aceleraba el corazón ante la autoridad que desprendía aquel hombre menudo pero corpulento. Hasta que me topé directamente con sus ojos. Marrones con destellos rojizos y bordeados por una orla negra, me escrutaban obligándome a mantenerme pendiente de él. A medida que me observaba, a medida que yo lo observaba, sentí que se apaciguaban los latidos de mi corazón. «Sea cual sea mi destino, él será uno de los que decida», pensé con tanto sentido lógico como sensación de intranquilidad.

Me habló con una voz profunda, algo rota. Pero me sentí interpelado por su mirada, no por sus palabras. Volví a ser consciente del dolor de garganta que me acompañaba desde que había entrado en aquel palacio. E instintivamente acudí con la mirada al único que conocía, a Painalli. Fue su voz la que me serenó poco a poco, y cuando se sentó a mi lado, incluso pude esbozarle una sonrisa tranquila, aunque tuve la sensación, por su gesto tenso, de que aquella situación le producía incomodidad.

De hecho, no entendí mucho más. Era obvio que hablaban de mí, estaba claro que el hombre de cabello negro y rostro arrugado era algún alto dignatario, pero no supe más y aún no era capaz de concebir el porqué de todo aquello. Al salir de la sala de recepción, el mismo hombre que nos había franqueado la casa nos aguardaba en la puerta. Vestía un maxtlatl y una sencilla capa anaranjada con el borde violáceo. Intenté disimular mi asombro al vislumbrar, tras él, un jardín donde sonaba la música de aves alborotadas entre la vegetación. Deduje que, como en la casa de Cempoalli, era el patio interior de aquel edificio. Pero su tamaño y su exuberancia no hacían sino reafirmarme en la certeza de que estábamos en un gran palacio.

—El cihuacóatl tiene un jardín enorme —me murmuró Painalli con un codazo mientras lo rodeábamos.

Ante él, no valía la pena intentar disimular.

—¿Qué es cihuacóatl? —pregunté algo confundido con el nombre de la diosa de la fertilidad, que sonaba igual.

Antes de que pudiera recibir respuesta, el hombre que nos conducía se detuvo ante una puerta, la abrió e indicó que pasáramos.

—Bienvenidos —dijo mientras entrábamos en la sala.

Oí que la puerta se cerraba tras nosotros mientras un intenso olor de flores me mareaba. Colgaban de las paredes encaladas, dibujando sombras en movimiento que proyectaba la tenue luz de dos antorchas. Me paseé observando las flores con atención para ver si alguna coincidía con las que ya conocía de aquellas tierras. Sólo pude identificar algunas magnolias. Oía tras de mí a Painalli despojándose de la capa. Encerrado con él me sentí refugiado y sereno. Tragué saliva. Ni rastro del dolor de garganta. Me giré y lo vi tumbado en una de las dos esterillas que había, con la mirada perdida en el techo. Quitándome la capa, insistí:

—¿Qué es cihuacóatl?

Sin desviar su mirada, Painalli se llevó una mano a la barbilla, pensativo. Luego se incorporó sobre un brazo y me observó mientras tomaba asiento frente a él.

—Cihuacóatl es...

Suspiró y bajó la mirada, inquieto. Le puse la mano en el brazo y alzó la cabeza. No sabía cómo explicármelo e intenté restarle importancia. «Mientras estés conmigo...», pensé. Pero él no pareció conformarse. Se levantó y fue hacia su hatillo. Sacó sus instrumentos de escribir y amatl, y trazó un triángulo. En la cúspide hizo un dibujo y dijo:

—Tlatoani. —Luego, bajo el mismo, hizo otro y señaló—: cihuacóatl.

El resto del triángulo eran mexicas. Entendí que el Tlatoani debía de ser el rey de los mexicas y el cihuacóatl, su segundo al mando. Fruncí el ceño con cierta aprensión. «Sabía que era una alto dignatario, pero ¿tanto? ¿Por qué?» La voz de Painalli no me dejó pensar mucho más:

—Mañana, Guifré verás al Tlatoani.

Lo miré estupefacto. En aquel instante, como una losa, cayó sobre mí la conciencia de que yo era algo especial para los mexicas. Algo de suma importancia. Y todo lo acontecido hasta entonces tenía más que ver con ello que con una civilizada hospitalidad. Pero era incapaz de concebir de qué se trataba. Miré a Painalli interrogante, con una expresión que debía de reflejar un temor súbito. Él me respondió con un tono grave. Tensó los labios, sentí que buscaba la manera de darme una explicación. Entonces se le iluminó el rostro y tomó mi mano. La agarró con fuerza y dijo:

—Guifré y Painalli, icniuhtli.

Negué con la cabeza, confundido. Pero él insistió en la palabra icniuhtli, agitando las manos que teníamos unidas. Luego, tomó mi brazo y lo entrelazó con el suyo, recalcando el vínculo. No cejó en su insistencia hasta que a mi rostro asomó la comprensión.

—Guifré y Painalli, amigos —repetí dándole una palmada en la espalda, emocionado y menos asustado.

Mi amigo asintió satisfecho y luego, grave de nuevo, añadió:

—Guifré y Quetzalcóatl, amigos.

—Quetzalcóatl, dios del viento —repliqué al reconocer el otro nombre.

—Guifré y Quetzalcóatl, amigos —insistió él gravemente—. Mañana Guifré verás al Tlatoani. Ahora, duerme.

Painalli se tumbó dándome la espalda. Yo lo miraba pensando en las relaciones establecidas, intentando entender: «¿Creen que soy amigo de un dios y por eso me quiere ver su rey?». Alargué el brazo para tocar a Painalli en el hombro y preguntar, dar rienda suelta a mi reciente desasosiego: «¿Por qué? ¿Por qué me creen amigo de un dios? ¿Tú crees eso? ¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Por qué?». Sin embargo, no llegué a rozar la piel de mi amigo. «¿Cómo se lo voy a preguntar?» Me tumbé boca arriba y dejé que mi mente volara: el primer encuentro con aquel Painailli asustadizo; las reacciones de los guerreros águila nada más verme; la cara de horror del viejo sirviente que nos abrió en palacio; el instante —ahora lo veía con claridad— de estupefacción del cihuacóatl al entrar a la sala... En algún momento, el cansancio me venció y aquellas imágenes fueron parte de un angustioso sueño entre templos piramidales y calles con agua que de pronto se convertían en un torbellino que me ahogaba.

Chimalma pasó el resto de la noche en vela. Salió de la sala y se perdió en su jardín. Se sentó a los pies de un ahuehuetl, su árbol favorito. El murmullo de las hojas agitadas por las aves, libres en sus horarios y obligaciones, le ayudaba a pensar. Le gustaba Painalli. Había manejado el asunto procurando, ante todo, por el bien mexica. De hecho, en sus palabras, residía la clave de todo. «Creo que es una persona venida de tierras lejanas —había dicho—. No sé quién lo envía...» Chimalma desistió de discernir si el origen de Guifré era divino o no. Con expresión adusta, ignoró su desasosiego, fuera miedo o ilusión, y se limitó a los hechos. Porque lo que estaba claro era que su aspecto evocaba al dios Quetzalcóatl. Y esa evocación de carne y hueso estaba allí, en una habitación cuya puerta él vislumbraba. Estaba allí, en manos de los mexicas. Si había decidido mostrarse primero a ellos, o si había sido casualidad, era indiferente. Tenían a un hombre con apariencia divina en sus manos. Y no sólo con apariencia divina para los mexicas, sino para el resto de pueblos que les pagaban tributo, incluidos los que aguardaban el momento de sublevarse. Una sombra oscureció su rostro. Chimalma era de los pocos que sabía que Guifré podía implicar algo más. «Pero también puede resultar útil para propiciar ese algo más —pensó—: unidad, unidad alrededor del pueblo mexica.» Sonrió ante esta expectativa. Necesitaba tiempo para que se convirtiera en una estrategia. Y tenía claro cómo ganarlo. Se puso en pie. Amanecía. Debía arreglarlo todo.

El primer encuentro entre el Tlatoani y Guifré debía ser lo más privado y secreto posible. Pero no cabía aguardar hasta la noche para que lo viera su sobrino, padre de los mexicas. Tendrían que llegar al palacio del Tlatoani a pleno día. Para ello, lo primero que hizo fue llamar a Miztli, que ya había traído a Guifré hasta allí. Le dio instrucciones precisas para que seleccionara a sus hombres de más confianza. Ocultarían a Guifré en unas andas cubiertas por mantos blancos y negros que indicaban el rango de cihuacóatl. Los guerreros águila lo escoltarían hasta el palacio del Tlatoani. Nadie podía ver a quién transportaban. También deberían escoltar al calpixqui Painalli, que iría unos pasos tras la litera. Entrarían por una puerta lateral y accederían directamente a la habitación donde serían recibidos, aunque no fuera la sala oficial donde el Tlatoani despachaba sus asuntos.

Chimalma temía la reacción de Motecuhzoma al ver al hombre blanco. Lo menos malo era la confusión, que, aunque resultara lógica, suponía un signo de debilidad. Lo peor, el postrarse sin condiciones, fruto de una devoción extrema, pero sin duda ofensiva para el respeto debido al resto de las deidades del panteón. Por eso, el grupo que viera la primera reacción del Tlatoani debía ser lo más reducido posible. No dudó en descartar la presencia de los cuatro jefes militares que, junto al mismo cihuacóatl, eran principales consejeros del Tlatoani. Sabía que esta decisión podía acarrearle problemas, pero se sentía capaz de manejar la situación.

Sin embargo, era obvio que de los quequetzalcoa no podía prescindir. Sus voces serían lo primero que querría oír Motecuhzoma en un caso como aquel. Y por otro lado, a Chimalma le divertía la idea: «Por mucho que hayan anunciado el advenimiento de Quetzalcóatl exactamente en el año Uno Caña, ¿qué cara pondrán al ver a Guifré al poco de haber celebrado el Fuego Nuevo?».[6] Por eso, tras hablar con Miztli, envió los mensajes correspondientes.

Ya por la mañana, vio salir a Guifré totalmente oculto y a Painalli cumpliendo lo dispuesto. Después, el cihuacóatl dejó su palacio, ataviado como correspondía a su posición y acompañado por su fiel Ocatlana. Entró por la puerta de Chapultepec al centro ceremonial camino del palacio de Motecuhzoma, a la izquierda de la puerta sur. El templo mayor, majestuoso, dejaba pasar el sol naciente entre los dos edificios superiores y sus rayos se proyectaban directamente sobre el pequeño templo en espiral de Quetzalcóatl,[7] que Motecuhzoma había hecho construir apenas cuatro años antes. El fenómeno era habitual en aquella época del año, pero Chimalma no pudo evitar estremecerse. Aceleró el paso ante el edificio redondo de la «serpiente emplumada», dobló a la derecha y suspiró al dejarlo atrás.

«He de concentrarme. El Tlatoani ha de recibirlo en el piso de arriba. En las dependencias de abajo hay demasiados funcionarios y ajetreo. Y tengo que convencerlo antes de que llegue Guifré.»

Aquella mañana, al despertar, había comida dispuesta en el mismo dormitorio. Apenas pude probar bocado. Aunque en su mayoría eran manjares que ya conocía, tanta abundancia me revolvió las tripas. El ánimo de Painalli tampoco parecía mejor que el mío.

Preferí vestirme, enfrentarme a lo que aconteciera cuanto antes. A los pies de mi esterilla había una capa doblada cuidadosamente. La desplegué. Me sobrecogió el detalle de su hechura, haciéndome olvidar mis propios miedos. El dibujo del tejido representaba una forma claramente humana, aunque su boca era más como la de una serpiente rojiza con la lengua zigzagueante. En una mano llevaba una especie de báculo ganchudo y en la otra, un escudo redondo con una cruz griega que me recordó historias de caballeros del Temple. Su pectoral era como una caracola. Miré a Painalli inquisitivo. En lugar del orgullo que afloraba a su rostro cada vez que me maravillaba con algo de su pueblo, me topé con su mirada sombría.

—Quetzalcóatl —me dijo señalando la figura.

Mi fascinación se derrumbó y volví a notar que se me encogía el estómago. Me la puse con el ceño fruncido. La puerta se abrió y apareció el sirviente del cihuacóatl.

—Vamos —me indicó mi amigo.

Salí tras el siervo, con Painalli a mi espalda. Volvimos a la sala por la que habíamos entrado. Sólo que en el centro había unas andas de madera finamente tallada, con una estructura de mantos blancos y negros que la dejarían cubierta como una litera. A indicación de Painalli, subí a la superficie de madera, cubierta por una sencilla esterilla. El techo de paño era bajo para mí. Sin advertirlo, Painalli se dispuso a cerrar el cubículo interior con un manto negro. No pude evitar el pánico al ver su gesto y lo agarré del brazo fuertemente, quizá demasiado.

—Amigo —casi imploré.

Painalli relajó su rostro sombrío y asintió con un suspiro.

—Guifré y Painalli van a ver al Tlatoani.

Me consoló oírlo, pero no me serenó. El resto fue un cúmulo de ruidos de pasos. Noté como se elevaban las andas, y supe que habíamos salido por la luz que se filtraba entre los mantos, pero no veía nada del exterior. Me temblaban las manos, sentía mis piernas flojear pese a ir sentado y encorvado. Intenté tranquilizarme: «Son organizados, civilizados, pero temo que me creen enviado aquí por un dios. ¡Oh, Cristo! No me han dado muestras de hostilidad. No sé su idioma, no tienen por qué volverse hostiles cuando se den cuenta del error». No me sirvió la razón. Así que recé en silencio hasta que se detuvieron las andas.

Aguardamos unos instantes; luego, mis portadores volvieron a caminar, la luz filtrada desapareció y entré en la sombra. Bajaron la litera. Oí ruidos de pasos de nuevo. Entonces se abrió el manto y creí que se me pararía el corazón. Pero apareció Painalli con una sonrisa relajada y me invitó a bajar.

La habitación era blanca. Frente a una puerta esperaba el cihuacóatl, que me miraba esta vez con evidente complacencia y fascinación. Subimos por unas escaleras de madera a un piso superior que daba a una sala repleta de esteras, también blanca. Fuimos hacia otra puerta que se abría a mano izquierda. Nos detuvimos ante ella. El cihuacóatl miró hacia los pies de Painalli y enarcó una ceja. Creí ver que mi amigo enrojecía y se agachó con presteza para quitarse las sandalias. Me incliné para hacer lo propio, pero el dignatario me tocó el hombro:

—No —susurró complacido.

Me di cuenta de que él tampoco iba descalzo, sino que lucía los borceguíes con los que lo vi la noche anterior. Pero desistí de tratar de entender. Era inútil y parecía aumentar las pulsaciones de mi corazón, ya bastante alterado. El cihuacóatl nos puso a un lado y abrió la puerta. No vimos el interior, sólo oí su voz rota y distinguí Quetzalcóatl, Guifré y Painalli entre las palabras que dijo. Miré a mi amigo, él me guiñó un ojo y me susurró.

—Vamos.

Crucé la puerta abierta y entré a la sala más grande de las que había visto hasta entonces, con un techo de madera decorado con tallas que representaban ramas de árboles. Las paredes estaban repletas de frescos de entre los que apenas pude distinguir músicos tocando singulares flautas y tambores. La estancia estaba perfectamente iluminada con antorchas que realzaban aquel entramado de color y figuras en danza. Me detuve. Al fondo, vi a un hombre sentado sobre lo que parecía un trono de juncos, cubierto por un sencillo manto turquesa que embellecía su impresionante tocado de plumas rojas y verdes. Al verme dejó caer una especie de gran abanico circular hecho de las mismas plumas que el tocado. Se llevó una mano a la boca, reprimiendo una exclamación, y sus orejeras y los adornos turquesa de la nariz se agitaron. Otros dos hombres lo flanqueaban. Uno inclinó inmediatamente la cabeza al verme y se arrodilló en el suelo para tocarlo. Ambos iban descalzos, pero vestían sus maxtlatl y unos mantos verdes tan oscuros que parecían negros, decorados con lo que me parecieron dibujos de calaveras. No llevaban tocado, y su pelo estaba sucio y enmarañado. Miré a Painalli, sin saber qué hacer. Pero él permanecía tras de mí, inclinado en una reverencia continua, sin mirar al frente.

—Adelante, Guifré —entendí al cihuacóatl en un tono que sentí cordial—. Siéntate.

Me acerqué a una esterilla que había frente al hombre sentado. «Ese debe ser el Tlatoani» El cihuacóatl dijo algunas palabras mientras caminaba y el hombre arrodillado se alzó. Aún así, mantuvo la cabeza baja, sin mirarme, como temeroso. Me senté, no sin antes reverenciar al rey de Tenochtitlán imitando el gesto de Painalli. Este se había quedado en la puerta y tras de mí estaba el cihuacóatl. Intenté sonreír, pero creo que estaba demasiado nervioso y noté que me temblaban los labios.

El cihuacóatl calló y el Tlatoani me miró con una mano en el pecho cubierto de collares verdosos, otros de oro, alguno negro... Con la otra mano se tocaba la barbilla, ocultando su boca. Parecía joven, más que su segundo al mando y menos que mi amigo. Sus ojos eran amplios, vivos, con un brillo como el de la arcilla húmeda. Tras unos instantes en que oí el latido de mi corazón acelerado, el Tlatoani se retiró la mano de la boca y me sonrió con sus finos labios y su boca menuda. En su barbilla se agitó un precioso bezote de color azul con forma de colibrí. Me recordó la piedad del viejo párroco de Orís y se me acompasó el corazón. De pronto, me sentí en paz. Una voz aguda rompió el silencio. La del hombre que no se había arrodillado. Me señalaba y gesticulaba con pasión. Pero ante algo que le repuso el Tlatoani, su expresión se tornó confusa. Entonces el soberano se dirigió a Painalli y este habló, sin mirar a su rey y sin que yo pudiera entender nada más que algunos nombres propios, incluido el mío. Me sentí afortunado por tener, cuando menos, un amigo. Habló entonces el hombre que no se atrevía a mirarme directamente, y dijo algo que debió complacer al Tlatoani, pues asintió. Intervino el cihuacóatl, paseándose tras de mí. Mientras este hablaba, creí ver que el hombre confuso se había recuperado y ahora su rostro se contraía como el que se enfada. Pero el Tlatoani lo ignoró.

Cuando el cihuacóatl acabó de hablar, el rey de Tenochtitlán se acuclilló acercándose a mí. Olía a flores. Me tomó las manos. Las suyas eran suaves y pequeñas como las de una dama. Me sonrió a un palmo de la cara y dijo con una voz dulce:

—Bienvenido.

—Gracias —respondí, agradeciendo a Dios el haber aprendido ya esa palabra.

Me invitó a ponerme en pie. Sus plumas casi rozaban mi cabeza al andar. Me condujo hasta la salida de aquella sala, luego me acompañó a la de abajo, donde estaban las andas. El resto nos seguía. Me invitó a subir de nuevo. Ya sentado, él se quitó uno de los collares verdosos que llevaba al cuello y me lo puso. Repetí:

—Gracias.

Mantuvo su sonrisa tranquila mientras él mismo bajaba de nuevo el manto. Miré el collar. Verdoso, con un tacto parecido al jabón de Sevilla que había probado en casa de los señores de Montcada, era de una especie de piedra que tenía motas rojizas y moradas. «¿Cómo han logrado esculpir estas caracolas tan pequeñas con tanto detalle?», me pregunté fascinado mientras sentía que las andas volvían a elevarse.

El Tlatoani quería estar solo. Chimalma había sido astuto. Sabía que, tras el encuentro, sería imposible hablar con él, así que debía hacerse con el control desde el principio. Todo había salido bien. Observó cómo se llevaban las andas con Guifré, seguido a pie por aquel calpixqui. «Sí, Painalli me será de gran ayuda. Se preocupa por él», pensó complacido.

—No sé qué pretendes, Chimalma —le interrumpió la voz aguda de Acoatl, el sumo pontífice de Huitzilopochtli.

Se giró y miró por encima del hombro del sacerdote. Estaban solos. El quetzalcoalt del dios Tláloc se había ido tras Motecuhzoma. Había sido fantástico: asumió la divinidad de Guifré en cuanto lo vio y ahora debía de estar consultando todos sus códices y presagios pues, «¿a quién ayuda el dios del viento si no es a la lluvia?», sonrió Chimalma.

—Debería ser enviado al templo, al calmecac, para hablar con los...

—¿Expertos? —interrumpió Chimalma al furioso sacerdote—. Ya has intentado eso, y es más prudente estudiar qué significa sin que se extienda la noticia de su presencia.

—Nos conocemos, Chimalma. Tú tramas algo...

El cihuacóatl contestó mientras se encaminaba hacia la habitación decorada con frescos donde se había producido el encuentro.

—Intento evitar el desorden, el pánico, el...

—¿El castigo de Huitzilopochtli?

Chimalma se detuvo y miró furioso al sumo pontífice. Él adoraba al dios de la guerra, él lo había honrado dándole más alimento que muchos. «¡¿Cómo se atreve?!» Acoatl continuó:

—Mal manejado, esto puede acarrear las iras de otros dioses. Y el nuestro es muy irascible...

—Por eso me lo quedo.

El pontífice suspiró exasperado:

—¡Por favor, Chimalma! Hablas de él como de un objeto. Ha entrado como un perrillo asustado. Y sin embargo, te has esforzado, con esa capa, en reforzar su apariencia ya de por sí...

—¿Divina?

Acoatl se acercó a él y dijo con sorprendente suavidad:

—¿Por qué? Si de veras creyeras que es divino, lo llevarías a un templo. Pero está claro que es un hombre, bastante simple, incapaz de comunicarse con nosotros. Lo de aprender de él, de su ignorancia, a redescubrir nuestro mundo... Bien, ha sido simpático. Yo hubiera añadido que se hace pasar por tonto porque Quetzalcóatl nos quiere poner a prueba y ver qué le enseñamos a su enviado.

Chimalma sonrió. «Se me había ocurrido», pensó. Pero no hizo comentario alguno, sino que preguntó:

—Tu preocupación y tu rabia, ¿son por temor a Huitzilopochtli?

—Esto no estaba en los presagios. No está contemplado en ninguna parte. No sólo es por Huitzilopochtli, también es por respeto a Quetzalcóatl. ¿Y si es un farsante? De veras te lo digo, debería estar en la calmecac.

—Él no se presenta como enviado de Quetzalcóatl. No puede ser un farsante —Chimalma vio la sonrisa del sacerdote—. Tú eres un hombre devoto que, como Huitzilopochtli, se cuida de la grandeza mexica. Pero ya has visto la reacción de...

—¡Patético!

—No nos podemos permitir eso. ¿Cuántos sacerdotes reaccionarían con tu sabiduría? Su presencia aquí puede significar muchas cosas y, en todo caso, las implicaciones serían políticas, no religiosas. En mi palacio puedo asegurar el secreto y su seguridad. Le gusta el tal Painalli. Si es un enviado divino, no le ofenderá que lo asignemos a su cargo. Que siga aprendiendo náhuatl con él hasta ver qué cuenta.

—¿Y entre tanto?

—Confía en mí. No soy tan devoto como tú, pero me guío por los mandatos de Huitzilopochtli y la grandeza del pueblo mexica. Qué más da que sea divino o no. Lo parece y... Te aseguro que no te sentirás defraudado, sobre todo si lo peor que puede significar acaba siendo realidad.

—Quiero tener contacto directo con él.

—Por supuesto, lo tendrás. Pero ahora no es el momento.

Chimalma dio la conversación por zanjada con una cortés reverencia al sumo pontífice de Huitzilopochtli. Se volvió y desapareció hacia las dependencias administrativas de la planta baja del palacio.

No había comprendido mucho, pero ya estaba más tranquilo. Entendí que hubo una disputa, un breve debate sobre si yo estaba o no ligado al tal Quetzalcóatl, y eso me sosegó. Cierto que su rey me había tratado con una deferencia posiblemente impensable, pero en privado. Era obvio que aquella gente tenía capacidad de razonamiento, lo cual sirve para dudar. Y gracias a Dios, la duda se había manifestado. Supongo que mi angustia anterior se basaba en que me tomaran por farsante y se deshicieran de mí. Sobre aquellas andas, vislumbrando contornos sombreados de una ciudad indefinida, tuve claro que no quería morir antes de ver y entender más. «Como mínimo, me tendrán que estudiar», pensé.

Las andas me devolvieron al palacio del cihuacóatl y me sentí reconfortado, ya no sólo al ver la cara de Painalli, sino también la del viejo siervo. Mi amigo me lo presentó como Ocatlana y él hizo ademán de arrodillarse como ya hiciera aquel dignatario, para tocar el suelo y besarme las manos. Lo sujeté por los hombros, impidiéndoselo con suma suavidad. No quería contrariar sus costumbres, pero tampoco alimentar una falsedad. En aquel momento sentí que esa era mi única arma para cuando pudiera explicar mi historia.

Ocatlana nos condujo hacia el jardín interior y caminó dando explicaciones a Painalli. Yo me limité a observar por primera vez, a la luz del día, los grabados que bordeaban la pared por la parte superior. «¿Cómo no me había fijado antes?», pensaba maravillado ante aquellos motivos florales que me hacían caminar con la vista alzada. Ocatlana se marchó dejándonos ante una puerta diferente a la del dormitorio. Estaba abierta y daba a unas escaleras.

Subimos y desembocamos en una azotea, también ajardinada. Painalli avanzó. Yo me quedé parado. Desde allí se contemplaba Tenochtitlán. «Una iluminación», me dije emocionado. Por primera vez vi claramente aguas diáfanas entre aquellos maravillosos templos elevados que anunciaban su amor a los dioses. Una perfecta organización del espacio, amplia, clara como las mismas aguas, perfumada, viva de color. Siempre había creído en Dios, único y todopoderoso, maestro exigente y fuente de amor. Y aquello, aquello...

—Qué más da creer que se levantan por muchos dioses o por uno solo. Es obra de Dios —murmuré acercándome a Painalli.

Él me sonrió, de nuevo con ese orgullo al mostrarme cosas de su pueblo. Hasta que unos ruidos detrás de mí me sacaron de aquella especie de ensoñación. Nos giramos. Pero tras de nosotros, sólo unas ramas de magnolio se agitaban con el aire. Sin embargo, creí ver unos grandes ojos negros que me miraban.

—Guifré —dijo mi amigo recuperando mi atención—, jardín, sala, azotea, tu casa.

—¿Y casa de Painalli?

—Fuera —indicó señalando hacía los frondosos jardines que se perdían en la distancia. Luego me miró. Quería darme explicaciones y sopesaba la manera más clara de hacerlo con las pocas palabras que yo sabía—. Voy a casa. —Intenté mostrar mi desacuerdo, pero me puso las manos sobre los hombros y continuó—. Vuelvo. Guifré y Painalli amigos.

Sonreí y no pude reprimir el impulso de acercarme para abrazarlo, agradecido. Lo necesitaba. Pero él retrocedió unos pasos y miró al suelo con una sonrisa. Desistí, sin poder evitar sentirme algo ridículo. «Si no se miran, ¿cómo se van a abrazar?», pensé. Pero repetí:

—Amigos.

—Voy —asintió, y se dirigió hacia la escalera. Antes de perderse por la misma, repitió—: Jardín, sala, azotea.

Asentí a mi vez y me volví para contemplar aquella maravilla. «¿Cuán grande es esto? Desde luego, más que Barcelona», pensé. Oí de nuevo ruidos tras de mí, como saltos de un cervatillo entre la hojarasca otoñal de Orís. Me giré y vi a una muchacha que corría hacia las escaleras.

—Hola —la saludé en náhuatl.

Se detuvo. Todo su atuendo era de color blanco y contrastaba con su cabello lacio y negro que, a la luz del sol, desprendía destellos azulados. La muchacha se giró. Miraba hacia el suelo y el pelo le tapaba la cara. El cuello del corpiño que llevaba parecía bordado con finos detalles verdes, pero el resto era una pieza de tejido blanco enrollada alrededor de la cintura a modo de falda. Le llegaba hasta las pantorrillas y en el tobillo lucía un sencillo adorno que me pareció de oro.

La muchacha alzó un instante la mirada y pude vislumbrar unos ojos negros, grandes y de forma almendrada. No debía de tener más de catorce años. Fue un instante, porque bajó la vista enseguida. Pero me hizo sonreír y despertó en mí una sensación vaga, una sensación que hacía tanto tiempo que no sentía que ni siquiera recordaba su nombre en mi idioma.

—Hola —repetí.

—Hola —musitó bajando aún más la cabeza en una especie de reverencia.

No la volvió a levantar; prorrumpió en un torrente de palabras que no comprendía. Su voz era sorprendentemente grave, profunda para una criatura tan joven y menuda. Tuve la sensación de que hablaba muy, muy rápido, oculta por su cabello. Estaba claro que, así, la muchacha no podía ver mi cara de absoluta incomprensión reprimiendo una carcajada. Me acerqué a ella y procuré interrumpirla.

—Guifré —dije.

Se quedó paralizada. Yo sólo veía su cabello. Le puse un dedo bajo la barbilla con suavidad, rozándola apenas. Levantó al fin la mirada y repetí mi nombre señalándome a mí mismo, con una sonrisa. Luego la señalé a ella con cara interrogativa.

—Izel —musitó con esa voz grave.

Su boca era menuda, pero sus labios eran carnosos y de un rojo muy vivido, como no había visto en los varones de aquel pueblo. Se mordió el inferior, desconcertada.

—Guifré, Izel, flor —dije señalando cada cosa. Luego, me situé a su lado y señalé al frente—. Templo...

La chica negó con la cabeza. Me llegaba apenas al codo.

—Palacio —rectificó con una sonrisa.

Yo reí y repetí la palabra palacio. Me acerqué al extremo donde había estado con Painalli, pero advertí que no me seguía. «¿Cómo se llama esta sensación?» Me volví con el súbito temor de que se hubiera ido. Pero allí estaba. Señalé un impresionante templo y dije:

—Palacio.

Entonces, la joven se colocó a mi lado, fijó los ojos al frente con la cabeza algo ladeada hacia la izquierda y me corrigió. Yo la miré señalando a otro lugar. Y durante el rato en que me dio mi primera lección sobre Tenochtitlán, Izel me hizo recordar que hacía mucho que no me embargaba la ternura.

En tierra de dioses
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml