XIX
Barcelona, año de Nuestro Señor de 1508
Tras su primera visita al Palacio Real Mayor, Domènech había tenido que atender obligaciones diversas, y sobre todo sociales, como ser presentado a los inquisidores del tribunal y a diferentes personalidades de la ciudad. Aquel era el primer día en que el nuevo procurador fiscal del Santo Oficio en Barcelona iba a su lugar de trabajo, solo y dispuesto a empezar su labor. Abrió la puerta de madera y sus ojos se pascaron por la habitación. El olor a rancio parecía haber disminuido y la chimenea crepitaba suavemente.
Entró y cerró la puerta tras él. Atravesó la sala y se sentó en una de las sillas que había ante su mesa, las destinadas a recibir a las visitas. El respaldo, alto y especialmente recto, la hacía incómoda. Pero además, era baja para un hombre tan alto como él y le acercaba las rodillas al pecho, haciéndolo sentir ridículo. Frunció el ceño, se levantó y se sentó en su silla de trabajo. Parecía hecha a su medida. A su derecha vio una arquimesa baja. Abrió una de las puertas frontales lleno de curiosidad. Había algunos libros. Escogió el manual del inquisidor de Nicolau Eymerich y lo ojeó con interés. De pronto oyó que la puerta se abría y alzó la mirada, molesto por la intrusión. Era el padre Miquel, el secretario del obispo. No pudo evitar que el fastidio se reflejara en su expresión, pero el sacerdote pareció no notarlo y el dominico lo disimuló sin tardanza.
—Fray Domènech, parece que está bien instalado —comentó, y al ver el libro que tenía el dominico en las manos, añadió—: ¿Le gusta? Se lo hehecho traer personalmente.
—Gracias —respondió con sequedad.
El sacerdote se mantenía de pie ante Domènech, inmóvil en su butaca. El sonriente cura miró la silla de los invitados y, luego, al dominico. Amplió su sonrisa y arqueó las cejas. Domènech no pudo evitarlo: una sonrisa asomó también a sus labios y se puso en pie. «No es tan tonto», pensó. Se dirigió hacia las confortables sillas que estaban ante la chimenea.
—¿Quiere sentarse? —invitó al secretario del obispo.
—Gracias —respondió el sacerdote con jovialidad.
Uno frente al otro, separados por la mesita, el padre Miquel habló:
—Le traigo su primer caso. Una herejía que, sin duda, preocupa a su Ilustrísima Reverendísima e incluso al Consell de Cent. Rara vez se ponen de acuerdo, como ya sabe. El denunciado es un hombre que se disfraza de comerciante, cerca del puerto, pero es mahometano. Dicen que reza en moro.
Aunque su vocecilla le resultaba repulsiva, el tono del padre Miquel había cambiado sustancialmente respecto al primer día en que lo vio. Domènech mantuvo la sonrisa, aunque entornó los ojos.
—¿Hay denuncia formal?
—Podría haberla, pero sólo contaríamos con un testigo. Verá... El mahometano es rico y seguro que compra a las pobres almas que lo rodean. Son pecadores, y ya se sabe, ceden a la tentación del dinero, aunque provenga del diablo. Es más que lo que da el Santo Oficio, y sobre todo el empobrecido Tribunal de Barcelona, así que no denuncian.
—Podemos recordarles el edicto de anatemas, amenazarlos con sanciones.
—Más simple, fray Domènech, más simple. ¿Quién es aquí el fiscal?
Domènech se sintió molesto. De pronto, aquel hombrecillo ingenuo se atrevía a mostrarse altivo. Aun así, sin mudar su expresión, se limitó a responder:
—Entiendo. Quiere que acepte la denuncia aunque sea endeble.
El cura asintió a la vez que chasqueaba los dedos. «Pero ¿quién se cree que soy?», se indignó Domènech para sus adentros.
—Le llegará por los cauces habituales. Pero recuerde que es de especial interés para la diócesis erradicar el mahometismo de esta ciudad. Y seguro que si lleva el caso con diligencia, el Santo Oficio verá con muy buenos ojos tal intervención, tanto por la erradicación del pecado como por la confiscación de los bienes materiales fruto del mismo, que podrán engrandecer la obra de Dios en la tierra.
Se puso en pie y, sin esperar respuesta alguna, salió de la habitación. Domènech contrajo el rostro con rabia al verlo salir, pero en cuanto se quedó solo, sonrió y se volvió para admirar nuevamente el tapiz. «El dolor de la carne purifica el pecado», pensó. Sin duda, era un buen comienzo, sobre todo porque la precariedad económica del santo tribunal de Barcelona era notoria. Domènech estaba seguro de que el Consejo de la Suprema y General Inquisición, que se veía obligado a enviar maravedises para garantizar la financiación de la Inquisición en Barcelona, lo sabría agradecer si se llevaba con diligencia.
Presentada la denuncia, Domènech disponía de un pequeño margen de tiempo. En cuanto aceptaron los cargos, el arresto preventivo fue inmediato. Los inquisidores se mostraron poco interesados, amparándose en lo endeble de la denuncia e incluso llegaron a insinuar que él, Domènech, quería el caso para ganar notoriedad y que con años y experiencia disminuiría su entusiasmo. Así que ahora trabajaba con alguna prueba, en sí imperfecta aunque concordante con el único testigo que tenía. Pero para que el caso fuese adelante, para que superara la calificación y él, formalmente, pudiera asumir la acusación en el juicio, necesitaba algo mucho más sólido, necesitaba la confesión del mahometano, algo en lo que ya trabajaba el verdugo.
Domènech estaba inquieto. Aún no le habían avisado, indicativo de que el pecado estaba más enraizado en el acusado de lo que pensaba inicialmente y más dificultoso era purificarlo a través del dolor. Además, la desidia de los inquisidores le extrañaba en extremo y temía que hubieran cedido al pecado de la codicia escudándose en la débil acusación. No encontraba otra razón para que no aprovecharan la oportunidad que suponía un caso en el que no se abría ninguna controversia sobre las actuaciones del Santo Oficio, dado el interés tanto del obispo nombrado por el Rey como de los gobernantes de la ciudad. Por ello, y aunque no estuviera dentro de sus atribuciones, Domènech dejó su estancia y bajó las escaleras que conducían a la sala de tortura, en el sótano.
Ya ante la puerta, inspiró profundamente y entró. Un ventanuco a pie de calle apenas iluminaba la sala con una franja de luz que se centraba en un agujero en el suelo. Era un pozo sobre el que pendía una cuerda cuyo extremo se perdía en las profundidades. Entre las sombras, Domènech pudo distinguir al verdugo que sujetaba el otro cabo de la cuerda.
El fraile cerró la puerta, pero se quedó donde estaba. El verdugo lo vio y se sorprendió, pues hubiera sido más normal la aparición de algún inquisidor, y no la del procurador fiscal. Aun así, le hizo un gesto negativo con la cabeza indicando su falta de resultados. Acto seguido tiró del cabo que sujetaba y, en el otro extremo, apareció el cuerpo empapado del mahometano. El hombre, escuálido, respiraba agitado, buscando recuperar el aire del que se había visto privado momentos antes.
—¡Confiesa tu adoración al diablo! Sólo eso te liberará —ordenó el verdugo al acusado.
—Yo, yo... —balbuceó el hombre jadeante. Respiró hondo y gritó—: ¡Yo no adoro al diablo!
El verdugo dejó de sujetar la cuerda por unos instantes. El acusado cayó al agujero. En cuanto oyó el ruido del cuerpo golpeando el agua, volvió a asir la cuerda, frenando la caída. Domènech observaba la escena imperturbable, con los brazos cruzados. El verdugo esperó unos instantes y volvió a sacarlo del pozo. El hombre escupía agua, tosía e intentaba respirar a la vez.
—¡Confiesa tu adoración al diablo! Sólo eso te liberará —repitió el torturador, incansable.
El acusado masculló:
—Yo adoro al Dios único, al Dios único, al...
Domènech arrugó la nariz e hizo una señal al verdugo para que mantuviera al hombre suspendido sobre el pozo. Se aproximó y paseó en círculo alrededor de él. El hombre miraba al dominico suplicante, con los ojos enrojecidos. Tenía los labios azulados y su piel mostraba moretones ennegrecidos.
—Sácalo —ordenó Domènech.
El verdugo lo miró sorprendido. A Domènech no le gustó y arqueó las cejas, manteniendo su fría mirada azul.
—Vamos, vamos, sácalo, déjalo fuera —apremió el fraile. El verdugo frunció el ceño y el fiscal añadió autoritariamente—: Déjalo con suavidad.
El torturador obedeció y dejó que el cuerpo del hombre se depositara sobre la roca que cubría el suelo de la sala de torturas. Domènech se agachó sobre el acusado. Estaba de costado, encogido, rodillas sobre pecho, tiritando. Domènech le acarició el cabello y susurró suavemente:
—Muy bien, hijo mío, adoras al Dios único. Eso está bien, sí.
El acusado empezó a sollozar como un chiquillo.
—Chiiist, tranquilo —dijo el fraile sin dejar de acariciarlo, simulando piedad—. Descansa, hijo, descansa.
Se puso en pie y se dirigió hacia el verdugo, que observaba la escena desde donde había estado sujetando el cabo de la cuerda.
—Lo tenía, casi lo tenía —le espetó a Domènech enfadado por la intromisión: «Es sólo fiscal, no inquisidor. ¿Quién se cree este jovencito?», pensó el verdugo con desprecio.
—Ya —respondió el dominico, frío—. Prepara la bota.
—Pero...
—No tengo tiempo que perder. Saca la bota.
Ante el tono del joven fiscal, el verdugo fue hacia el aparato que le había indicado el fraile. Domènech volvió sobre el acusado, que había pasado del sollozo a la apatía propia del agotamiento. Si bajo tortura no conseguían una confesión, una confesión sin contradicciones con las pocas pruebas que tenía, el caso se le volvería directamente en contra al procurador fiscal, haría impensable una sentencia condenatoria. Seguro que alguien le habría contado esto al acusado, dado los buenos pagos que le habían propiciado protección hasta aquel momento. Domènech volvió a agacharse sobre él y recuperó el tono de voz dulce:
—Bueno, no temas. Si el dios al que adoras es realmente el Dios único, Él te protegerá. En todo caso te redimirá. Acógelo, acoge sus disposiciones sin temor, hijo. ¿Prometes que lo harás?
El acusado asintió.
—Bien —dijo Domènech y volvió a acariciarle el pelo.
Luego desató al acusado y lo ayudó a ponerse en pie. Apenas se tenía, pero Domènech era fuerte y, rodeándolo con un brazo bajo las axilas, lo ayudó a caminar hasta el extremo de la sala. Lo sentó en una silla con sogas y se quedó tras él. El verdugo estaba de espaldas al acusado. Se puso de frente, ocultando la bota a los ojos del pecador.
—Está agotado, no hará falta que lo ates —indicó Domènech, severo. Y luego, poniendo una mano sobre el hombro del acusado, añadió en tono piadoso—: Además, ha prometido acoger los designios de Nuestro Señor Todopoderoso, el Verdadero y Único.
El verdugo, malhumorado, se agachó para tomar un pie al acusado y este vio el aparato que había estado oculto por el cuerpo del torturador: un cilindro de madera con unas afiladas púas de hierro en su parte interior. El pánico se dibujó en su rostro. El dominico presionó suavemente con su mano el hombro huesudo del hombre y susurró:
—Tranquilo...
El verdugo coloco la pierna derecha del acusado dentro del cilindro.
El hombre, aterrado, empezó a murmurar algo ininteligible. El torturador hizo girar, lentamente, un enorme hierro chirriante que había en un costado de la bota. El cilindro se fue cerrando alrededor de la pierna del acusado a medida que el verdugo actuaba. El hombre cada vez respiraba más agitado, con los ojos clavados en las púas que se aproximaban a su pierna. Miró a Domènech, aterrorizado. El fraile no le rehuyó la mirada, mantuvo su mano en el hombro del mahometano y le sonrió. «No se santigua —pensó—. Está claro que es culpable.»
La punta de las púas se insertó en la carne del acusado y un grito de dolor retumbó en toda la sala.
—Allahu akbar.
El verdugo se detuvo.
—¡Ha dicho que Ala es Grande! —afirmó persignándose.
Sin embargo, Domènech le dirigió una mirada furibunda. El verdugo sintió un escalofrío de miedo. Se volvió a persignar y continuó cerrando la bota alrededor de la pierna del acusado.
—Habla en cristiano, vamos —le invitó Domènech suavemente.
Sin embargo, entre alaridos de dolor, con los ojos desorbitados y la pierna sangrante, el hombre seguía hablando en árabe:
—Ashhadu an la ilha illa'llah. Ashhadu anna Muhuamadan rasulu'llah Domènech hizo señal al verdugo para que se detuviera. El dominico se colocó frente al acusado. Se inclinó para que sus ojos quedaran a la altura del mahometano. Su cara casi tocaba la nariz aguileña del pecador y podía sentir su fétido aliento. Le habló fríamente:
—Sé lo que decís en tierras infieles para llamar a lo que creéis oración. Hasta hace poco, se oía en Granada. Aun así, ¿crees que has confesado ante el verdadero Dios? Verás, si doy la orden, oirás el chasquido de tus huesos al romperse. El dolor que sientes ahora no es nada. Parece que necesitas más para purificar tu alma. —Tomó la cabeza del pecador entre sus manos y ordenó—: Vamos, mahometano, habla en cristiano. Dímelo, confiesa ante tu Señor.
El acusado suspiró y en voz suave dijo:
—No hay más dios que Alá, y Mahoma es el Enviado de Alá.
El verdugo se santiguó y dirigió una mirada admirada hacia el joven monje. Domènech se irguió y cruzó los brazos, mirando al pecador desde su posición superior. Sonrió satisfecho. Luego, dirigiéndose al verdugo, ordenó:
—Quítale la bota y envíalo a la mazmorra. Ahora sí que lo tienes.
Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta de salida. Antes de abandonar la sala, aún pudo oír gritos de dolor al salir las púas de la carne.
—Fray... ¿Domènech? —oyó que gritaba el verdugo.
El fraile se detuvo, molesto, y se volvió despacio. El verdugo se había situado ante él. Calvo, de nariz ancha y con una barba mal cuidada, su aliento hedía a cerveza. Era bajo, a Domènech sólo le llegaba al pecho, y su cuello era corto. Pero se le veía fuerte, de amplias espaldas y poderosos brazos. Sus ojos negros centellearon cuando le dijo con su rota voz:
—¡Vive Dios que jamás había visto a un fiscal como usted! ¡Gran confesión!
El clérigo esbozó una sonrisa, pero permaneció en silencio, escrutándolo. El verdugo le respondió asimismo con una amplia sonrisa de dientes rotos y sucios, y murmuró:
—Sólo eso, señor.
Domènech enarcó las cejas y se marchó.
El procurador fiscal esperaba inquieto ante la sala de audiencias del obispo. Era una estancia con una puerta principal y dos laterales que daban a otras dependencias. No había tapices, sólo una alfombra que conducía a la puerta grande. Domènech no entendía por qué había sido requerido, y le inquietaba.
Mentalmente, repasaba los pasos seguidos hasta el momento en el proceso. Cierto que no era del todo regular que el procurador fiscal se personase en la sala de torturas. Menos, que interviniera. Pero si Domènech debía formalizar la acusación, quería asegurarse la victoria como representante de la Verdadera Fe. «Y si al Ilustrísimo Señor obispo le parece inapropiado, que hubiera enviado a algún inquisidor, que habría sido lo propio. Al fin y al cabo, fue su secretario quien me dijo que aceptara una denuncia endeble», pensó irritado por la espera.
Esta no se alargó mucho más. Al cabo de unos instantes se abrió una de las puertas laterales y ante él apareció el padre Miquel.
—Fray Domènech, el Ilustrísimo Señor obispo le atenderá ahora. Sígame, por favor.
El padre Miquel volvió hacia la puerta por la que había salido. «¿No me recibe en la sala de audiencias?», pensó Domènech extrañado. No sabía si interpretarlo como buena o mala señal. El secretario abrió la puerta y, sin anunciarlo, le indicó que entrara.
Domènech así lo hizo y ante él apareció un lujoso estudio, con una enorme alfombra roja sobre la que se hallaba la majestuosa mesa del obispo. Tras ella, Su Ilustrísima Reverendísima estaba sentado relajadamente. Agitó la mano en la que portaba el anillo pastoral y Domènech reaccionó. Rodeó la mesa y se arrodilló para besar el anillo. Pere García le puso la mano sobre el hombro y habló:
—Al interrogatorio deben ir los inquisidores o un representante que yo designe. Fray Domènech, ¿te he designado?
—No —respondió secamente.
—Aun así, ayer fuiste. Y confesó ante ti.
El obispo calló, como si esperara respuesta o disculpa. Pero Domènech simplemente le sostuvo la mirada, arrodillado ante él. No se arrepentía de lo hecho, pero no le gustaba aquella situación y se mantenía tenso. «Este joven es tan arrogante como me ha dicho Lluís, el verdugo», pensó Pere García. Y rompió el silencio:
—Bien hecho. Hoy ha ratificado su confesión. Siéntate, hijo —invitó el obispo señalando una de las sillas que había ante su mesa.
Domènech obedeció reprimiendo un suspiro de alivio. Al ir hacia la silla, vio que el padre Miquel, ante la puerta, le hacía un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
—Eres perspicaz, joven. Los inquisidores se mostraban sospechosamente apáticos —suspiró—. ¿Qué te voy a contar? Pero tú... Mejor de lo que imaginaba. El verdugo, admirado por tu tenacidad, no ha sido discreto. Y ahora, los dos inquisidores del caso se enfrentan, me temo, al pecado de la envidia. Terrible lucha —dijo Pere García sonriendo—. Me gusta tener cerca a un servidor tan leal a nuestro Señor. Te ha puesto una prueba difícil y la has superado. Sigue así y Él te llevará lejos. Pero procura mantenerte en tu sitio, ¿entiendes?
—Sí, Ilustrísima Reverendísima —respondió Domènech en un tono más seco de lo que hubiera deseado.
El obispo se puso en pie y se dirigió hacia él mientras decía:
—Bien, bien, bien... Esta noche espero que seas mi invitado. Vendrán a cenar algunos señores de la ciudad y quiero que los conozcas. —Se detuvo ante él y añadió con una sonrisa maliciosa—. Además, asistirán los dos inquisidores, y me encantará ver cómo superan la tentación del pecado: has dejado el caso tan claro... Necesitamos pureza en el Santo Oficio.
Extendió la mano ante Domènech. Este volvió a besar el anillo pastoral y dijo con voz cálida:
—Gracias, mi Ilustrísimo Señor.
Al abandonar la estancia, no podía estar más complacido. No consideraba que Dios le hubiera puesto una dura prueba, sino que le había bendecido con una buena oportunidad.
Anochecía cuando llamaron a la puerta. Domènech dejó de escribir y se recostó en el respaldo de su confortable silla:
—Pase.
La puerta se abrió y apareció el verdugo. El clérigo sonrió relajadamente. El hombre se había cambiado el jubón manchado de sangre del día anterior y se presentaba ante él con una túnica parda, algo raída, y un viejo sombrero negro en sus manos. Se había aseado y en su mejilla se veía un corte reciente, sin duda por haberse rasurado él mismo, con poca pericia, parte de la barba, que seguía pareciendo descuidada.
—¿Me ha hecho llamar, señor?
—Siéntate —le invitó Domènech en tono burlesco.
El hombre lo hizo en una de las sillas que estaban frente a la mesa de trabajo de Domènech y se revolvió en el duro asiento. Al final, escurrió su hosco cuerpo hacia delante para mantenerse sentado en el borde.
—O sea, que le has dicho directamente al obispo que estaba donde no debía estar. Me sorprendes...
El hombre enrojeció y murmuró inclinando la cabeza:
—Sólo expresaba mi admiración.
—Ya... —Domènech se pasó la mano por la barbilla y su tono se tornó amenazador—. Pues sólo la expresarás cuando yo te lo diga y ante quien yo te indique.
El hombre alzó la cabeza de pronto, con ojos vividos y sin rastro de rubor, y mostró los dientes mellados en una sonrisa maliciosa. Sin duda, aquel procurador fiscal era ambicioso y necesitaría a alguien más discreto aún que un familiar, ya que estos colaboradores inquisitoriales eran especialmente odiados en la ciudad. El fraile estaba donde el verdugo quería.
—Eso tiene un precio, señor.
Domènech soltó una carcajada algo gutural.
—Por eso no pago, sólo te salvo de un castigo. Pero si quieres que tu pequeño sueldo de verdugo se vea incrementado... —Hizo una pausa corta. El rostro del hombre se iluminó—. Bien, es posible que hallemos una manera, si, además de fuerza bruta, demuestras la misma habilidad que has usado para hacer saber al obispo de mi presencia en la sala de torturas.
—Señor, tengo más habilidades de las que parece —afirmó dando un pequeño respingo de júbilo en su incómodo asiento.
Domènech vio restos de polvo sobre la mesa y la limpió con la mano derecha, dejando de mirar al hombre.
—Bien, te haré llamar cuando sea menester.
—Lluís, a su disposición —oyó que añadía.
—Lo sé —dijo volviendo sus ojos a él mientras se sacudía unas motas de polvo que habían quedado en sus dedos.
El hombre hizo repetidas reverencias, dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Mientras, Domènech se levantó de su asiento.
—Lluís —lo llamó. El verdugo se volvió y se quedó algo desconcertado al verlo en pie, ante él, imponente y frío—. Con lo que te pagaré, no compro tu lealtad, sólo te muestro mi agradecimiento... Y soy muy agradecido. Pero la lealtad es lo que tú me pagarás para que te salve de un castigo. —Le puso una mano sobre el hombro, apretó con fuerza y sonrió con un destello gélido en los ojos—. Ya has visto lo que puedo hacer en la sala de tortura.
El verdugo tragó saliva, se estremeció y asintió con la cabeza.