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Océano Atlántico, año de Nuestro Señor de 1506

El único indicio claro del paso del tiempo en aquella nao fue el decaimiento de los cuerpos. Nos sacaban de la bodega, pero no sé con qué regularidad. Siempre era a pleno sol, y nos daban porciones de pan cada vez más escasas, mohosas y duras. Cayeron esclavos, no por los azotes, sino porque sus cuerpos no resistieron la escasez de comida y agua. También cayeron algunos marineros. Yo, en cambio, sentía mi cuerpo mejorar día a día, fruto quizás del reposo forzado.

Entonces empezaron a hacer salir, de vez en cuando, a algunos esclavos para realizar tareas en cubierta. Por la luz que se filtraba, intuía el momento del día que debía de ser. A veces deseaba estar entre ellos para saborear algo más de aire fresco y contener mi mente angustiada. Pero el poder de la razón acudía a mí: con la escasez de alimento, el trabajo aumentaba las posibilidades de acabar muerto. Así que me quedaba quieto en mi oscuro rincón, intentando pasar desapercibido. Hasta entonces, me había ido bien aquella táctica de mantenerme prácticamente invisible.

Durante un tiempo pensé mucho en Elisenda, pues, sin duda, quien había encargado mi muerte lo hizo para evitar nuestro matrimonio. Y esto me producía una profunda desazón. Pudo ser su padre, ya que había aceptado nuestra unión a regañadientes y yo no sabía de qué armas se sirvió ella para convencerlo. Pero, ¿y si había algún otro pretendiente despechado? En mi corazón se mezclaban los sentimientos de rabia y dolor hasta el punto de que me carcomían las entrañas. Al principio, por ella, por saberla probablemente forzada a otro matrimonio. Pero debo confesar que la rabia y el dolor también eran por mí, por mi desdichada situación. No me habían matado, pero habían eliminado mi dignidad: estaba obligado a soportar la humillación, a mostrar sumisión, incluso a fingir temor para asegurar mi propia supervivencia.

Si lo soporté, no sólo fue por el deseo de saber, de regresar y saber, sino por Abdul. Aunque pertenecíamos a diferentes pueblos, nuestras situaciones eran parecidas: ambos de noble estirpe condenados a la esclavitud. A él también lo habían atacado, pero en pleno desierto al norte de África, cuando regresaba a las tierras de su padre tras su peregrinación a La Meca. También fue una emboscada. Pero si la mía había sido un encargo que escondía siniestras intenciones, la suya se debió a la mala fortuna: pasó por el lugar inadecuado en el peor momento. No hablábamos mucho sobre nuestro pasado, pero nos apoyábamos constantemente, manteniendo la misma actitud, procurando no olvidar que, ante todo, éramos personas y lo seguiríamos siendo. Así, nuestra supervivencia diaria se convertía en la victoria de una batalla.

Cuando la mar era brava, el estómago se agitaba y me mareaba, pero luchaba por no expulsar del cuerpo el alimento que me habían dado a sabiendas de que eso acabaría en cuanto tocáramos puerto. Cuando la mar era calma, la bodega del barco se mecía, sumiéndome en una especie de letargo. Era agradable para el cuerpo, pero hacía flaquear mi mente pues indicaba que el viaje se alargaba.

Así estaba, adormilado, cuando se abrió la puerta de la bodega y dejó entrar una luz crepuscular. El corazón me dio un vuelco. Estrellas. Cierto que había oído al mercader de esclavos que me vendió hablar de las Indias, así que hacia allí debíamos de ir. Pero se apoderó de mí la expectativa de ver un cielo nocturno cuyas estrellas me dieran algún indicio del rumbo que seguíamos y fui hacia las escaleras. Era tan increíble el vuelco que había dado mi vida que tener una prueba tangible de mi destino más allá de las cadenas me dio un ánimo distinto.

Subí a cubierta y, en efecto, la noche caía como un manto denso. El mar mostraba manchas de un intenso azul violáceo combinadas con un gris claro. Miré al cielo y mis expectativas se vinieron abajo. Las nubes, dispersas pero oscuras, impedían ver el mapa completo de los cuerpos celestes.

—Muévete, holgazán —me ordenó el hombre del látigo.

Volvió a cerrar las puertas de la bodega y nos dio un cubo a cada uno de los cinco esclavos que habíamos subido para que limpiáramos la cubierta.

Arrodillado, fregaba mientras notaba cada vez más revuelto el mar. El olor salobre aumentaba, el viento se agitaba, pero todos parecían tranquilos: nuestro vigía no nos quitaba el ojo de encima y los marineros no parecían en especial estado de alerta. Cada vez que podía, disimuladamente, miraba de reojo al cielo y me parecía que las nubes se espesaban. La vela latina de mesana estaba desplegada, y entre ella y el vigía no me dejaban ver los movimientos del castillo de popa con claridad. Me sentía desconcertado. En mi Orís natal, aquellos signos indicaban que una tormenta se avecinaba y, aunque yo no era marino, algo había leído y aprendido en Barcelona para hacerme a la mar. Según recordaba, plegar velas o asegurar sus sujeciones era lo mejor para evitar daños. «Quizá quieren aprovechar el viento. Hasta que no amaine, tal vez no haya lluvia», pensé.

—Tú, el del pelo claro —me espetó de pronto el vigía—, ve a limpiar la borda de babor.

Mirando hacia popa como estaba, me giré hacia la derecha:

—¡Anda! Resulta que el morito sabe donde está babor —apuntó un hombre de mediana edad precisamente en la borda que me habían mandado limpiar, y añadió en tono burlón—: Mire, don Hernán, distingue mejor que usted.

Por las escaleras del castillo de popa bajaba el joven de la barba cuidada, el que me había llamado la atención el primer día que nos sacaron a cubierta. Con una sonrisa, aceptó la broma:

—Es usted muy gracioso, don Alonso.

De pronto, el viento rugió y el oleaje bravío agitó el barco haciendo crujir los mástiles. Por unos instantes, me costó mantenerme en pie. Cuando me sentí estable, un ruido sobre mi cabeza me llamó la atención. Un madero en el mástil de mesana crujía amenazante. Se agitó con otro golpe de viento hacia popa. Vi al joven, el llamado Hernán, aún en la escalera: tenía el madero sobre la cabeza, balanceándose descontrolado. Fue instintivo: me lancé sobre él. El palo se desprendió y el hombre gritó de dolor. Le había alcanzado un pie.

—¡Santo Dios! —gimió.

De pronto, noté cómo me arrancaban de encima de él entre gritos y confusión. Me vi tirado en el suelo de cubierta: ante mí, dos marineros y el vigía. Y viento y olas salpicándonos. Todo fue muy rápido. Vi que recogían al joven herido de la escalera. Oí los gritos del capitán en reacción ante el vendaval y los dos marineros fueron a obedecer órdenes mientras el vigía desplegaba el látigo y lo alzaba amenazante. Me encogí como un ovillo: «¿Por qué he subido? Virgen de Orís, protégeme...».

—¡Déjalo! —oí que gritaba una voz familiar.

Miré y vi al hombre que se había reído de mí en la borda, a don Alonso, reteniendo el brazo del vigía. Frenó el golpe, pero el látigo cayó y me rasgó con su punta el brazo, arrancándome un grito.

—Le podría haber caído el palo en la cabeza a don Hernán Cortés —añadió el hombre—. Mete a los esclavos en la bodega, vamos.

El hombre del látigo miró furioso al caballero, pero obedeció. Sólo me atreví a suspirar aliviado cuando estuve de nuevo en el agitado vientre de la nao.

En tierra de dioses
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