LVIII

Tordesillas, año de Nuestro Señor de 1521

Desde la llegada de la orden real firmada por don Carlos en Worms, el obispo de Barcelona había cargado de trabajo al padre Miquel, quien debía completar los expedientes de los numerosos acusados. La real orden condenaba a casi doscientos cincuenta sublevados. Los seglares debían acabar en el cadalso, pero para los clérigos el monarca establecía otras penas. Y mientras el conflicto entre tropas reales y fuerzas rebeldes se recrudecía, Adriano ordenó a Domènech que clasificara a los traidores pertenecientes al clero para facilitarle el trabajo al determinar los castigos.

Miquel trabajaba a las puertas del estudio del obispo de Barcelona. Faltaba poco para la hora nona, pero no podía retirarse para almorzar hasta que su superior se lo ordenara. El sacerdote luchaba por ignorar el apetito concentrándose en la tarea, ya que su miedo a disgustar al prelado era superior a cualquier otra necesidad. El recuerdo del doloroso crujido de sus hombros durante una tortura propia del Santo Oficio le ayudaba a mantener la mente por encima de sus instintos. Después de aquel día, el obispo se había mostrado de un humor cambiante, algo inusual para una persona siempre tensa que ocultaba toda forma de expresión. Esto hacía que Miquel viviera en un estado de alerta constante y que ya no hallara descanso ni durante sus horas de sueño.

Al percibir el cálido aroma de lo que podría ser un caldo o un guiso, o ambas cosas a la vez, el secretario alzó la cabeza expectante y, en efecto, vio acercarse a su mesa una bandeja con una escudilla humeante; su esperanza se desvaneció cuando vio al portador de las viandas.

—Traigo el almuerzo de su Ilustrísima Reverendísima.

La voz de aquel sirviente resonó en su cabeza como un puñetazo. Era el antiguo verdugo. El sacerdote palideció ante la sonrisa negruzca de aquel hombre robusto sin apenas cuello.

—¿Me abres? —preguntó Lluís arrugando la abultada nariz, burlón ante la reacción del secretario.

El padre Miquel se levantó con rapidez, dio tres golpes en la puerta y la abrió, tembloroso.

—Su almuerzo, Ilustrísimo Señor.

Domènech leía sentado frente a su mesa y ni siquiera levantó la cabeza. Sólo hizo un gesto con la mano. El cura se giró hacia Lluís y casi pudo notar su aliento putrefacto en la cara. Bajó la cabeza y su mirada cayó en un humeante tazón con hierbas que acompañaba a la escudilla.

—¿Puedo entrar? —solicitó Lluís.

Miquel se apartó para dejarle paso y huyó hacia su mesa como si esta pudiera protegerlo. El antiguo verdugo entró con la bandeja y empujó la puerta para cerrarla. No oyó el golpe que debiera dejarla encajada, pero pronto vio desviada su atención.

—¡Ya era hora! Tengo hambre —gruñó el obispo, mirándolo desde su amplia mesa.

El antiguo verdugo se acercó.

—Eso es señal de salud, Ilustrísimo Señor.

Domènech asintió frotándose las manos mientras Lluís colocaba la bandeja ante él.

—¿Has traído las hierbas? Estupendo. Tienen un sabor horrible, pero me están sentando muy bien.

—Señor, el médico... —empezó Lluís, pero dudó y se detuvo.

—¿Qué? —le insistió su patrón.

—Cree que pueda ser el mal portugués[17] y que esta repentina mejoría sea para ir a peor.

—¡Tonterías! —bramó el prelado, al tiempo que se alzaba bruscamente y tiraba el tazón con las hierbas al suelo—. Ese médico es un infiel, y a mí me ha curado Dios.

—Desde luego, Ilustrísima Reverendísima —respondió Lluís con un tono servil para disimular su sorpresa ante aquella reacción.

Domènech suspiró y se sentó de nuevo. Su rostro se relajó y de pronto fue como si reapareciera el obispo de Barcelona, frío e impenetrable como siempre se lo había conocido.

—¿Te gusta tu trabajo en la cocina? —preguntó.

—Sólo lavo platos —repuso el antiguo verdugo visiblemente molesto.

—¿Algo de mi interés?

—Si se refiere al sacerdote de ahí fuera, nada. Creo que aprendió bien la lección que tan sabiamente le dispensó.

—No bajes la guardia, Lluís.

—Podría hacerlo sin lavar platos, Ilustrísimo Señor.

Domènech se recostó en el respaldo de la silla y entrelazó sus manos sobre el regazo con una sonrisa.

—Me temo que no —repuso.

Lluís sabía perfectamente por qué tenía un puesto en la cocina y era la primera vez que un encargo del prelado le parecía demasiado peligroso.

—Es imposible acercarse a la comida de Adriano. Un sirviente flamenco se encarga de todo. Supongo que el cardenal no ignora el recelo que despierta por estos reinos —explicó sin atreverse a cuestionar abiertamente la orden de Domènech.

—Ten paciencia, hijo, y tu trabajo hallará recompensa.

—Espero que sea algo más que dinero. Soy yo quien corre un gran riesgo —espetó Lluís secamente.

—Tranquilo. Tengo algo para ti, quizás hasta un puesto de castellà.

El hombre sonrió complacido y el obispo lo miró con un destello grisáceo en los ojos. Luego le hizo una seña con la mano para que se retirara y olió el guiso.

El verdugo dio media vuelta y fue hacia la puerta. Su expresión se ensombreció al verla entreabierta. Se giró hacia Domènech, pero este lo ignoraba. Lluís frunció el ceño y salió de la estancia. Cerró tras él y se quedó mirando fijamente al cura. Con los codos apoyados sobre la mesa de trabajo repleta de papeles, sus ojos parecían pasear absortos por el documento que sostenían sus manos. Escrutó al padre Miquel por un momento hasta percibir un leve temblor de sus manos. «Qué más da lo que haya oído», pensó. Su rostro ceñudo recuperó la negra sonrisa al acercarse al sacerdote.

—Hasta más ver, padre —se despidió burlón.

Sólo cuando sus pasos dejaron de resonar en el pasillo, el secretario del obispo de Barcelona alzó la mirada hacia el lugar por donde su torturador había marchado. Su rostro sonrosado mostraba evidente alivio y un brillo rejuvenecido. Alzó la cabeza hacia una imagen de Cristo que había en la pared opuesta y musitó:

—Gracias, Señor.

Ya tenía un secreto. Unió las manos para orar en silencio cuando oyó que Domènech lo llamaba. Notó que se le erizaba la piel, pero fue con una súbita tranquilidad a atender al obispo.

—Limpia todo eso —le ordenó señalando el tazón y las hierbas en el suelo.

Miquel asintió levemente y se arrodilló. Tomó el tazón. Las hierbas estaban esparcidas. Miró a Domènech de reojo. El obispo leía un pergamino mientras en la otra mano sostenía una cuchara sobre la escudilla aún humeante. Recogió las hierbas cuidadosamente. Ya sólo tenía que ver cómo acercarse a Adriano.

En tierra de dioses
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