XI
Otís, año de Nuestro Señor de 1506
Joana y el anciano sacerdote estaban en la casa parroquial, sentados frente a la chimenea. Desde que llegara a Orís, la sensación de frío no la abandonaba. La mirada pétrea de Domènech se le había quedado grabada como las imágenes de los demonios que advertían del castigo en los frisos de las iglesias. Sólo habló con el monje una vez, pero se estremecía cada vez que recordaba su voz:
—Arderás en la hoguera si, fuera del castillo, alguien descubre el embarazo de tu ama.
Joana enseguida advirtió que no era la única amenazada. La cocinera apenas se atrevía a mirarla a los ojos cada vez que iba a buscar la comida que debía subirle a Elisenda. La sierva sólo podía visitarla entonces. Sus entradas y salidas a la casa señorial estaban controladas por Frederic, el vasallo que gobernaba el castillo en la ausencia continua del nuevo barón. Joana lo había conocido cuando su niña se enamoró de Guifré. Compartieron paseos y charlas tras los enamorados en las que el caballero mostró nobleza de carácter y una gran lealtad. Esta lealtad por sus respectivos jóvenes señores creó entre ambos un nexo de complicidad, a pesar de las diferencias sociales que existían entre ellos. Sin embargo, en Orís, no era el mismo hombre. Distante, retraído, Frederic apenas la miraba más allá de las órdenes que se le habían encomendado. Y aunque la cicatriz que cruzaba su mejilla derecha podía resultar amenazadora, Joana no lo temía, pero comprendía que era imposible saber hasta dónde podría llegar empujado por su propio miedo al barón. «¿Con qué lo habrá amenazado?», se preguntaba a menudo la mujer. Sin duda, Frederic sabía quién era aquella a quien los demás llamaban «la dama del castillo» y a veces, cuando iba a llevarle la comida a Elisenda, sorprendía al caballero mirando hacia la casa señorial con una tristeza que acababa con el dorso de su mano sobre la cicatriz.
Por ello, Joana se limitaba a obedecer y aprovechaba cada instante con Elisenda para intentar que la joven no perdiera del todo la cabeza. Por lo menos, aún la reconocía, aunque parecía vivir en otro mundo.
A parte de sus momentos con Elisenda, la única ocupación de Joana en aquel lugar era sufrir por su niña. Así que buscando vencer sus angustias, había empezado acercándose a la iglesia a orar a aquella virgencita que parecía más tranquila que severa, y había acabado ayudando al anciano párroco con la limpieza de las capillas, su casa y las tareas de la huerta. Él era la única persona que la trataba con piadosa naturalidad. Jamás había mostrado temor por tenerla cerca. Al contrario, sus cansados huesos agradecían la ayuda y ambos compartían su soledad frente aquella chimenea tardes enteras.
Tan sólo se oía el crepitar del fuego. Fuera, el vendaval había cesado y la nieve caía, pesada y continua, sobre el suelo ya blanco. El párroco leía y Joana tejía, aunque de vez en cuando no podía evitar levantar la mirada hacia la ventana, hacia el castillo.
—Eso que tejes, Joana, ¿es ropa de bebé?
—Sí, Padre —respondió ella sin detenerse en su labor.
El cura no pudo evitar una sonrisa cariñosa. ¿Cuántas veces había dado gracias a Dios, en los últimos tiempos, por haberle enviado a aquella mujer? Sin embargo, le preocupaba. El párroco no se había atrevido a hablar con Joana de ello, pero sabía que la mujer padecía por la dama del castillo y eso no le traería nada bueno:
—La piedad es un don de Nuestro Señor y Dios sabe cuánto la necesita esa mujer, tan cercana al parto. Pero Joana —suspiró el cura con pesar—, por favor, se prudente. Te lo ruego como viejo al que has aliviado de su soledad, como padre, no como párroco.
Joana notó un nudo en la garganta. Dejó la labor sobre su regazo y se atrevió a tomar la huesuda mano del anciano:
—Padre, sé que no debemos hablar de esto. No quiero mal para usted. Dejémoslo.
El cura bajó la mirada y la posó sobre el colorido tejido de lo que parecía una pequeña camisa. Sólo deseaba que Joana supiera que podía confiar en él.
—Esa mujer ha pecado. Está bien que te apiades, pero debe enfrentarse al castigo que el Señor le manda. No es tu pecado, Joana, no...
El ladrido de los perros interrumpió al anciano. Ambos miraron por la ventana y vieron aparecer un caballo pardo montado por un fraile dominico. En su capa negra se veían restos de nieve. El mozo de cuadras apareció al instante y lo saludó con una reverencia.
El párroco se puso en pie, sin soltar la mano que le había tendido a la mujer, mientras decía:
—Quédate aquí.
Se dirigió hacia la puerta. Joana, paralizada, sentía su corazón desbocado. Pero cuando el anciano ya estaba a punto de salir, la mujer reaccionó:
—¡Padre! Póngase una capa y un gorro. Nieva.
El párroco sonrió y dejó que ella le ayudara. Luego salió.
Joana no pudo evitar mirar por la ventana, asomándose, con la prudencia propia del temor. Vio que el fraile había ido al encuentro del párroco. Hablaron unos instantes frente a la casa. Luego, el anciano empezó a caminar hacia el castillo y Domènech dirigió una mirada hacia la ventana. Ella sintió que se le clavaban aquellos fríos ojos azules e, instintivamente, se retiró. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, Domènech y el cura habían desaparecido. Los grandes copos de nieve empezaban a borrar las huellas que se dirigían a las escaleras.
A medida que aguardaba el regreso del anciano párroco de Orís, los pensamientos de Joana se convirtieron en una espiral de angustia y temor que no conseguía controlar. Intentó seguir con su labor, pero le resultaba imposible concentrarse. Así que se quedó frente a la chimenea, manteniendo el fuego para que la casa estuviera caliente al regreso del cura. El tiempo se le hizo eterno y sólo con la caída de la noche, la mujer se levantó de la silla y se dirigió hacia la cocina para preparar la cena.
El párroco volvió solo. Joana salió a la estancia principal. Se estaba quitando la capa y el gorro. Su respiración era pesada. Corrió a ayudarlo. El rostro del anciano estaba enrojecido y sus ojos parecían hundidos por el cansancio.
—Vaya junto al fuego a calentarse, Padre —le pidió la mujer.
El párroco, con pasos pesados, se acercó a la chimenea y se quedó en pie frente a ella. Mientras, Joana abrió la puerta y sacudió fuera de la casa los restos de nieve de la capa y del gorro. Luego, los colgó al lado de la entrada.
—No te encariñes con el bebé que espera —dijo el cura con tono apesadumbrado.
Joana se giró y miró al párroco sorprendida. Él tenía en las manos la pequeña camisa que había estado tejiendo durante la tarde. No miraba a la mujer, sino la labor.
—Me temo que es tarde para eso, Padre —contestó ella con un nudo en el estómago.
—No podrás asistirla en el parto.
—¡Cómo! ¿Acaso se quedará mucho tiempo el barón?
—No, mañana marchará. Pero... —El anciano se sentó. Parecía agotado—. Fray Domènech lo ha dispuesto así, y así será. ¡Santo Dios! Ha obligado a Frederic a azotar a Anna, la hija de la cocinera, simplemente porque la muchacha ha mirado hacia la ventana donde está ella. Te lo he dicho antes, Joana, no es tu pecado y sí puede convertirse en tu desgracia.
La mujer, temblorosa, fue hacia el cura y se sentó a su lado. El nudo que sentía en el estómago se convirtió ahora en claro temor por el niño. El hombre tenía los ojos humedecidos.
—Padre... Puede que la joven sea una pecadora, pero creo que el bebé no ha de ser culpable de los pecados de su madre... Lo puede salvar usted con el bautismo.
El párroco sonrió amargamente. Cierto que con el bautismo la criatura quedaría limpia del pecado original. Pero esta no había sido la disposición del barón de Orís y, al fin y al cabo, el anciano sólo era un humilde pastor de una pequeña y tranquila parroquia. Fray Domènech ya no tenía nada que ver con el niño que él vio crecer. Era un dominico con gran sabiduría, incluso había estudiado en la ciudad del Beatísimo Padre... ¿Qué podía objetar él a sus disposiciones? El párroco suspiró:
—Joana, prométeme que no intentarás asistir al parto. Si vive, es una señal divina y lo bautizaré, es mi deber cristiano. Pero tú no verás en ningún momento a ese bebé. Es por tu bien... y por el de todos. Si no puedes aceptar esto, mejor será que... —El hombre tragó saliva y acabó la frase con un hilo de voz—: Mejor será que te vayas.
Joana sintió que el miedo se mezclaba con la compasión. Miró al anciano, que bajó la cabeza y se frotó las manos buscando calor.
—Prepararé la cena, Padre —musitó la mujer.
Mientras iba a la cocina, sintió que se le erizaba la piel. Los ojos de Domènech no desaparecían de su mente. Hubiera querido preguntar más al cura, pero sólo le cabía aguardar. No podría asistirla en el parto, pero estaría cerca.