XV
Orís, año de Nuestro Señor de 1507
Joana regresó a Orís entrado el nuevo año. Ni el viejo párroco ni Frederic le pidieron explicaciones. Regresó a su tarea única: alimentar a Elisenda. Al verla entrar en la cocina, Gisela le dedicó por primera vez una silenciosa sonrisa compungida. Antes de que saliera le dijo en tono triste:
—Te necesita.
Joana subió las escaleras que llevaban a la alcoba de la joven con un nudo en el estómago. Llegó ante la puerta; el silencio era total. Entró en la habitación. Elisenda estaba en la cama. No se movió al oír ruido. Pero Joana vio sus ojos verdes abiertos y se le encogió el corazón. Dejó la bandeja y se acercó a la cabecera.
—Hola mi niña —dijo quedamente. Elisenda no reaccionó—. Te he traído la comida.
Nada. Sólo la respiración tranquila y los ojos perdidos como respuesta. Joana la miró. La joven estaba pálida, pero no más de lo habitual en ella. Había adelgazado, pero podía ser normal tras un parto difícil como el que tuvo.
—Soy tu Joana, cariño —susurró al borde del llanto.
Elisenda se movió. Suavemente, como vencida, ladeó la cabeza. Sus ojos se movieron. Pero nada más. No parecían reconocerla.
—Tu hijo... Tu bebé...
Los ojos de la joven cobraron vida. Incluso levantó la cabeza como para acercarse a Joana.
—Está bien, mi niña, tu bebé está...
—¡Me lo han robado! —gritó de pronto Elisenda fuera de sí—. ¡Me lo han robado! ¡Todo!
El cuerpo de la joven empezó a convulsionarse entre gritos. Joana intentó calmarla con caricias mientras decía:
—Está bien, lo he llevado a un sitio seguro. Cúrate e irás con él.
No servía de nada. Elisenda gritaba su dolor, gritaba por la pérdida de toda su vida mientras se agitaba como poseída por el diablo. Joana dejó de hablar y la sujetó con fuerza para que no se lesionara a sí misma hasta que, de pronto, la joven paró. Se quedó inmóvil, la mirada perdida. Tal como Joana la había encontrado.
Sin darse cuenta, Gerard había ido acumulando un peso en el pecho. Cada vez que hablaban de la reina de Castilla, doña Juana, loca de amor, dando a luz a principios de aquel mismo año una hija, el conde de Empúries pensaba: «Pero la hija de doña Juana tiene padre, y de alta cuna, aunque haya muerto». Y no podía por más que envidiar la suerte del rey don Fernando, que aunque con una hija enajenada, tenía su honor intacto, sin menoscabo.
Sólo cuando supo que el trato que cerró con Domènech se había cumplido, notó cómo le desaparecía el peso del pecho y entonces se dio cuenta de cuánto le había dolido el deshonroso comportamiento de Elisenda. Ahora sólo debía cumplir con su parte. Había ido a Barcelona para encontrarse con su futuro consuegro. Una explicación oficial perfecta que encubría las verdaderas intenciones de aquel viaje. El conde de Empúries estaba contento, pues su hijo Gerau agradaba a su prometida y la cortejaba con el respeto debido a la doncella, lo cual afianzaba la relación entre las familias Cardona y De Prades.
Por eso, al amanecer, salió tranquilo de la Ciudad Condal acompañado por su hombre de mayor confianza y cabalgó hacia el norte, hacia la zona montañosa de la Conrería. Gerard de Prades no llegó a entrar en el monasterio de San Jerónimo de la Mutra. Tampoco se quedó cerca de la pista que llevaba al mismo. Él y su único escolta se desviaron, ascendiendo por la riera hasta situarse por encima del monasterio. Al llegar a la altura de una enorme encina recubierta de hiedra, con el pequeño caudal de agua a sus pies, Gerard se detuvo. Dejó su caballo a cargo de su acompañante y se alejó del curso de la riera. El hombre lo perdió de vista entre la arboleda, dejó a los caballos beber y se sentó sobre la hojarasca, al pie de la encina. No era la primera vez que acompañaba a su señor a un encuentro secreto en aquel lugar. El conde de Empúries era un hombre de convicciones, poderoso, pero siempre actuaba en la sombra.
Gerard caminó unos pasos y cuando el curso de agua fue inaudible, los árboles se espaciaron abriendo un claro ante él. Desde ahí podía ver el campanario del monasterio y parte del edificio que albergaba las celdas de los monjes. El mar, a lo lejos, permanecía tranquilo bajo un cielo claro. Era consciente de que, desde donde se hallaba, resultaba imposible ser visto por cualquiera de los monjes Jerónimos. Ahora sólo tenía que esperar. Aquel era su lugar de encuentro secreto, pues toda precaución era poca para que nadie estableciera relación entre él y el hombre con quien se había citado.
A su izquierda, el vuelo precipitado de una paloma torcaz y el ruido de la hojarasca alertaron al conde. Miró hacia el lugar de donde procedían los sonidos. En el extremo del claro apareció un cura, de tez rosada y abultada tripa, que sonrió al ver a Gerard y lo saludó con la mano mientras se acercaba.
Era un hombre de unos treinta años que, con gran astucia, había conseguido llegar a secretario del obispo de Barcelona prácticamente por sus propios medios. Más bien su estrategia había consistido en acercarse a Gerard de Prades y servirle con tanto secreto como lealtad. Esto le había valido dinero y ascensos.
A Gerard le gustó que el clérigo llegara sonriente. Era una buena señal.
—Conde —le anunció ya a su altura—: todo listo.
—¿Está seguro de que nos quitaremos de encima a ese procurador fiscal, padre Miquel? No quiero sorpresas.
—Lo condenará el propio Santo Oficio al que sirve. He tenido que... Al principio el obispo se enfadó, no quería atender al denunciante. Lo mandaba directamente al procurador. Pero con una intercesión mía... «Ilustrísimo Señor, le ruego que lo atienda, es de extrema gravedad —le dije muy inocente—. Se trata de una blasfemia contra su Ilustrísima Reverendísima persona.» Todo arreglado. Por la cara del obispo, no creo que el fiscal encuentre a ningún testigo que interceda por él.
—Muy bien, padre Miquel —dijo Gerard satisfecho.
Sacó un saquillo de debajo de su túnica y se lo alargó al secretario episcopal. El cura lo sopesó.
—Mi señor —manifestó sorprendido—, aquí hay más de lo acordado.
—Bueno, habrá un puesto vacante de procurador fiscal en el tribunal del Santo Oficio de Barcelona. No quiero volver a toparme con alguien incómodo.
El rostro rosado de Miquel palideció y se le borró la sonrisa de los labios. La Inquisición era una institución religiosa, cierto. Pero la Inquisición que había traído Fernando II a Cataluña no era como la antigua, que dependía del Papa y pretendía controlar a los cátaros. El Santo Oficio era ahora un instrumento del Rey. Esto molestaba a no pocos nobles catalanes muy celosos de su poder y a quienes incomodaba la simple sensación de intromisión de Castilla en las instituciones del Principado. Gerard era uno de estos nobles. Veía en esa Inquisición un intento del monarca por cortar las alas a las instituciones catalanas..., si le convenía. Para Miquel, una cosa era servir al conde de Empúries para quitarse de encima a algún procurador fiscal «excesivamente monárquico», y otra, pretender colocar, en un tribunal de la importancia del de Barcelona, a un procurador fiscal tan servil como él mismo lo era. No le gustaba la idea.
El conde pareció adivinar sus pensamientos:
—Tranquilo, padre Miquel. Verá que va a ser muy fácil.
—Mi señor conde, ha sido muy arriesgado deshacerse de ese procurador. Casi me descubre. No creo que ahora sea el momento de...
—Por supuesto que lo es —interrumpió Gerard autoritario—. Hay un inquisidor en Vic, Domènech de Orís. Él será el nuevo procurador fiscal.
—¿De Vic? ¿Al servicio del obispo Joan de Peralta? ¿Y le interesa, al tal Domènech, pasar de inquisidor a procurador fiscal? —inquirió el sacerdote mientras se preguntaba de qué le sonaba el nombre de Orís.
—Le interesa el tribunal de Barcelona.
—Ya. Espero que no se lleve bien con el obispo de Vic —repuso el padre Miquel centrándose en el tema.
Gerard frunció la nariz. Joan de Peralta era un gran hombre al que tenía profunda admiración. Había sido diligente como Presidente de la Generalitat. Luego, injustamente, el rey don Fernando lo había apartado de la abadía de Montserrat para llevar allí a monjes de Valladolid. Hubiera sido una ofensa a los nobles catalanes que después de aquello lo relegara definitivamente, por eso le había dado el título de obispo de Vic. Más le valía a Domènech aprender cuanto pudiera de aquel hombre. Pero entendía el porqué de la preocupación de Miquel.
—¿Prefiere que no se lleven bien, padre?
El cura arqueó las cejas y sonrió encogiéndose de hombros. Gerard sabía que no podía pedirle a Joan de Peralta que mintiera, pero sí podía hacer otras cosas.
—¿Qué le parece una recomendación que alabe su gran tarea jurídica en Vic y... una alusión por parte del obispo acerca del afán de servicio de Domènech a Su Alteza don Fernando, rey por la gracia de Dios? Desde luego, Su Alteza lo ha hecho barón de Orís y le está muy agradecido por ello.
El padre Miquel se quedó pensativo. Entonces, fugazmente, recordó de qué le sonaba el nombre de Orís. Hasta Barcelona llegaron todo tipo de rumores sobre la boda truncada que debiera haberse celebrado entre un tal Guifré, barón de Orís, protegido de los señores de Montcada, y la hija del conde de Empúries, de quien se había llegado a decir que se iba a casar con el hijo del Capitán General. El padre Miquel habría querido saber más, pero se atuvo a la regla de no preguntar nunca acerca de las motivaciones de su benefactor. «Cada uno tiene sus razones y sus secretos —pensó—. Quizás hasta me venga bien a mí tener un buen contacto en la Inquisición.» Y respondió:
—No llevarse bien con Joan de Peralta sería mejor, pero... Por lo menos su título de barón, ratificado por don Fernando es... poco amenazante. Tendrá que ser suficiente para hacerlo procurador fiscal del Tribunal de la Inquisición de Barcelona, supongo.
—Con su leal diligencia, padre Miquel, seguro que lo será.
Tras la primera visita de Joana, Elisenda ya no volvió a reaccionar más de forma violenta. Simplemente, se fue encogiendo sobre la cama hasta que sus rodillas flexionadas casi tocaban su pecho. Su palidez dejó de ser la habitual para parecer la de una muerta y sus ojos verdes fueron adquiriendo un tono mate.
Aun así, Joana no dejó de ir cada día, varias veces, a visitarla. Le hablaba, la peinaba, le cambiaba pañales como si fuera un bebé y la obligaba a moverse o, más bien, la movía como si fuera una muñeca... Y aunque Frederic sabía que sólo podía estar con ella para darle de comer, jamás se interpuso.