XLVIII

Tenochtitlán, año de Nuestro Señor de 1519

Motecuhzoma había dispuesto que las gentes de Tenochtitlán no salieran a recibir a la comitiva de Cortés, y no se veía a nadie en los campos de chinampas. Pero el sonido metálico de botas y armaduras, los cascos de los caballos y las caras blancas y barbadas eran demasiado poderosas para que los curiosos no estuvieran en el lago observando el avance.

En la calzada sur de la ciudad, aquella que yo había visto desde el agua en mi primera entrada a Tenochtitlán, un grupo de pipiltin tenía que dar el primer recibimiento a aquel ejército, quizá reducido a ojos de los mexicas, pero espectacular en su composición y su inconcebible armamento. Yo estaba entre ellos, en una de las torres de la fortificación, a poco más de media legua de la entrada de la ciudad. Era la primera vez que la veía desde arriba y me sentí apabullado por la construcción que mostraba toda su magnificencia ante aquel ejército. Cuatro jinetes ataviados con sus armaduras encabezaban la comitiva, pero hubieran cabido muchos más caballos avanzando en línea. Tras ellos iba la infantería castellana, y a medida que se acercaba, se veían refulgir las espadas que los hombres blandían, haciendo teatral el desfile. Los arcabuceros y los ballesteros iban tras ellos, y en la retaguardia me pareció ver a Hernán Cortés, orgulloso sobre su caballo, escoltado por varios jinetes. Iba seguido de más hombres que luego identifiqué como sus servidores, y al final se hicieron visibles las capas blancas y rojas de los tlaxcaltecas y algunos cholultecas que no habían tenido más remedio que seguirlos como aliados. Pintados para la guerra, los tlaxcaltecas eran los más ruidosos y, a medida que se acercaban a Tenochtitlán, más se oían sus gritos por encima de los cascos de los caballos.

—Esos tlaxcaltecas tienen que estar muy contentos de poder entrar libres en nuestra ciudad —masculló un guerrero jaguar a mi lado, con la rabia reflejada en sus ojos—. Hasta ahora sólo lo habían hecho como prisioneros.

—¡Es vergonzoso! —exclamó un noble.

—No nos han vencido —rebatió un joven guerrero águila que observaba fascinado—. Entran con los dioses blancos. Porque tienen que ser dioses. Miradlos, llevan tocados como los de Huitzilopochtli. ¿Y qué son esas literas?

Se refería a las carretas con ruedas que cerraban la comitiva. Algunos tlaxcaltecas las arrastraban cargadas de lombardas, y supuse que también pólvora. Si hasta aquel momento había observado la vista tenso pero maravillado, me angustió comprobar que Cortés traía consigo sus más temibles armas y estaría dentro de la ciudad sin necesidad de asediarla. «Pero entran tal como me prometió», me repetía.

Cuando ya los primeros jinetes llegaban a la entrada de la fortificación, los nobles bajaron para recibirlos. Cumpliendo órdenes del mismo Motecuhzoma, me acerqué a Alvarado, que cabalgaba entre ellos.

—Esta es una primera comitiva de nobles que quiere saludaros —le expliqué.

Su caballo piafó y noté que el capitán lo controlaba con naturalidad, pero nervioso. Miró al frente, luego a mí, y asintió. El mensaje se transmitió hacia atrás y, al poco, apareció Cortés rodeado de todos sus capitanes. Hice una seña para que fueran avanzando los pipiltin. Ellos, especialmente vestidos para la ocasión, lucían sus más suntuosos mantos y coloridos tocados.

Cortés aguantó con cierto estoicismo que todos le besaran las manos durante largo rato. Yo me mantuve a su lado y pude percibir más tensión entre sus hombres de lo que parecía a lo lejos, en apariencia tan seguros de sí mismos en su teatral exhibición de armamento.

—¿Por qué no me miran? —me preguntó dejándose saludar con una sonrisa.

—Es una muestra de respeto. También se comportan así con su propio rey.

Cortés miró sonriente a Alvarado. Esta vez, sin embargo, no pude reprimir comentarle en voz baja:

—Seguro que doña Marina se lo ha contado ya, don Hernán. No es la primera vez que ocurre.

Me miró, ahora sorprendido por un instante, y luego volvió la vista al tocado que lucía otro pilli a sus pies.

—Yo confío en ti más de lo que puedas imaginar, Guifré. Pero para lo que ahora tenga Dios a bien depararnos, necesito que los demás también lo hagan.

Acabados los saludos, la comitiva emprendió la marcha con los pipiltin delante. Yo me incorporé tras Cortés, a la cabeza de su servicio, flanqueando a la indígena Marina que caminaba con Aguilar a su lado.

—Barón de Orís... —musitó Marina en castellano, al tiempo que se inclinaba en leve reverencia, como si se tratara de una dama castellana.

Mi expresión de sorpresa le hizo reír con cierta coquetería, e incluso arrugó con gracia su nariz aguileña. Instintivamente alcé la mirada por encima de ella, hacia Aguilar. Sin rasurar y con el ceño fruncido, sus ojos desprendían un brillo que se me antojó temeroso al vislumbrar, al fin, la entrada de Tenochtitlán.

Nos detuvimos. Cortés avanzó a caballo. Marina me rozó levemente el brazo.

—Vamos —susurró en náhuatl.

Avanzamos ella, Aguilar y yo con Cortés a la cabeza. Entonces pude ver la comitiva que precedía al Tlatoani. Eran los miembros del consejo a quienes había conocido en la Casa de los Guerreros Águila. Caminaban en dos hileras, todos ataviados con sus galas. De entre los tocados de plumas sobresalían la cabeza de jaguar y la de águila de los jefes de las órdenes de guerreros mexica. El sumo pontífice de Tláloc avanzaba tembloroso a la misma altura que Acoatl. Este, como sumo pontífice de Huitzilopochdi, iba ataviado con su túnica negruzca, pero su actitud era tensa y, a pesar de la mirada baja, pude distinguir la indignación en su rostro.

—¿Dónde está Mutezuma? —preguntó Cortés desde su caballo.

—En la litera, tras los nobles —respondí.

Él desmontó y volvió a mirar. Desde donde estaba, yo podía ver perfectamente el dosel de plumas verdes ornamentado con multitud de flores que caían en guirnaldas.

Se repitieron de nuevo los saludos por parte de todo el consejo. Cerraban el cortejo el Tlatoani de Texcoco y Cuitláhuac, el hermano de Motecuhzoma. Eran los dos únicos que iban calzados. Se saludaron entre ellos, y después a Cortés, que sonrió complacido al reconocerlos. Luego le llegó el turno al cihuacóatl Chimalma, que caminaba portando el báculo que indicaba el poder del Tlatoani. Saludó. Tras él, se detuvieron los hombres que barrían el suelo al paso de Motecuhzoma. Empezaron a caer flores en el trecho que nos separaba de la litera.

—¿Esto es normal?

—El Tlatoani sólo camina sobre una alfombra de flores —dije en castellano y en náhuatl, mirando a doña Marina.

Cortés vio el gesto, suspiró, miró a la mujer con un brillo en los ojos y sonrió satisfecho. De pronto, la sonrisa fue acompañada de una exclamación ahogada y miré al frente. Motecuhzoma había bajado ya y se acercaba. Coronado con un impresionante tocado de plumas de quetzal verdes, su capa turquesa hacía juego con los adornos de la nariz y las enormes orejeras. Nadie, salvo Cortés, los castellanos y yo, lo miraba en su avance. Lento, con una sonrisa que mantenía erguido su fino bezote con forma de colibrí, su parsimonia apenas dejaba tintinear los collares prendidos de su cuello, y sus borceguíes cuajados de oro y piedras preciosas parecían flotar. Cortés superó su fascinación y caminó, con paso regio, al encuentro del gran Tlatoani de Tenochtitlán. Marina, Aguilar y yo lo seguimos.

Debían de medir aproximadamente lo mismo. Ya frente a frente, Cortés hizo ademán de saludar con un abrazo. Al instante advertí la alarma de los guerreros águila más próximos.

—Mejor la mano —indiqué con rapidez.

Cortés me miró y la alargó. Los guerreros mexica observaban tensos, como si fueran cazadores a punto de saltar sobre la presa. Me giré un instante y vi que las manos de los capitanes, tras Cortés, se posaban sobre los pomos de sus espadas. Alvarado, ceñudo, tenía la frente perlada de sudor y no quitaba ojo a los alarmados mexicas.

—Es un saludo, signo de respeto al Tlatoani —dije muy alto en náhuatl, y luego añadí, dirigiéndome a Motecuhzoma—: Huey Tlatoani, sólo tienes que darle la mano.

Cortés mantuvo la suya tendida. Motecuhzoma me miró. Yo asentí con una sonrisa y, por fin, se estrecharon las manos. El Tlatoani pareció desconcertado al notar el contacto físico y emitió una risilla nerviosa; Cortés sonrió complacido y la tensión se desvaneció.

—Me inclino ante ti y beso tus pies, Malinche. Seguro que estáis fatigados, pero ya os halláis en vuestra casa —saludó formalmente Motecuhzoma.

Cortés me miró, y traduje. Entonces, el castellano, quitándose un collar de perlas cuyo olor a almizclo llegó hasta mi nariz, dijo:

—Gracias, Mutezuma, por recibirnos al fin. Venimos en son de paz a ver y admirar la ciudad más grande de estas tierras y a traeros el ofrecimiento de don Carlos, rey de Castilla por la gracia de Dios.

Me miró y empecé a traducir mientras le tendía el collar. Motecuhzoma lo tomó sin admirarlo en exceso. Mientras yo aún hablaba, hizo una señal a un hombre que trajo dos collares con conchas de caracol rojas y motivos marinos dorados. Cortés los aceptó satisfecho, palpó el metal y, por su expresión, concluyó que era oro. Por descontado, no hizo el menor caso del símbolo del caracol relacionado con el dios Quetzalcóatl, ni del significado de lo que, realmente, Motecuhzoma le regalaba. Al fin, el Tlatoani dijo:

—Entremos, pues, en Tenochtitlán. Así, tú y tus hombres podréis comer y descansar.

Cuitláhuac se colocó cerca de su hermano, y al fin, entramos en la ciudad. Las casas blanqueadas fueron dando paso a los palacios, y los curiosos se asomaban, ya fuera en canoas por los canales o desde las azoteas. En alguna ocasión volví la vista atrás y advertí que los hombres de Cortés miraban a su alrededor admirados, cuchicheaban despreocupados y no dejaban de maravillarse. Recordé mi primera entrada a Tenochtitlán, aquella sensación de estar accediendo a un mundo de leyenda. Pero los castellanos, a pesar de su fascinación, eran una fuerza militar: ni fueron enfundadas las espadas de infantería, ni ballesteros ni arcabuceros depusieron la posición alerta de sus armas.

Llegamos a la altura del palacio del cihuacóatl y no pude reprimir el impulso de mirar hacia arriba. Con congoja distinguí a Izel en la azotea, rodeada de otras mujeres engalanadas, más relajadas en su actitud que los hombres. Al verme, me sonrió y me lanzó un beso. Suspiré. Pero, de pronto, me sentí observado. Ladeé la cabeza y vi que Aguilar clavaba sus ojos en mí para luego desviar la mirada de reojo hacia la azotea. No me gustó, pero ya se veía el palacio de Axáyacatl, el padre de Motecuhzoma, y toda la tensión que pudiera transmitirme Aguilar se desvaneció. Sólo entonces pude sentir el peso que se había instalado en mi corazón desde que viera las lombardas. Fui consciente de ello porque en ese momento empezó desvanecerse. «Ha cumplido su promesa», pensé aliviado.

Tal como Chimalma me había informado, entramos en el palacio de Axáyacatl. Motecuhzoma había dispuesto que se alojaran en aquel edificio que fuera de su padre porque era el único lugar espacioso donde podían tenerlos concentrados a todos.

El Tlatoani y su hermano acompañaron a Cortés y sus capitanes hasta una amplia estancia donde se había dispuesto un icpalli, uno de aquellos asientos bajos con respaldo que ya había visto utilizar como trono a Motecuhzoma. Entonces, el soberano se despidió para dejarlos comer y, en cuanto la comitiva mexica salió, empezaron a entrar esclavos portando chocolate y abundantes tamales y carne de pavo, perro, venado y otras exquisiteces.

Cortés suspiró y se sentó en el icpalli que tenía dispuesto como trono.

—Ya estamos aquí —dijo con los ojos brillantes.

Abrazó a Marina por la cintura y la acercó a él mientras Alvarado, también sonriente, añadía:

—Lo hemos logrado.

Me quedé en un rincón, cerca de la puerta, y me senté sobre una esterilla tapándome con el manto, al estilo mexica, pero en lugar de mantener la espalda erguida, mi ánimo me mantenía el cuerpo encogido. De pronto estalló un estruendo y el olor a pólvora invadió la estancia. Pero todos reían. Era una salva de arcabuces, acompañada por vítores de los hombres, como si hubieran ganado una gran batalla. No me sentí ofendido, pero tampoco contento. Me pareció un alarde innecesario. Me llevé la mano a la cruz que, desde que me la diera fray Olmedo, pendía siempre de mi cuello. En realidad, mi temor era que cualquier malentendido diera pie a una revuelta y ello sirviera como excusa para enzarzarse en una batalla antes de conocerse unos a otros. Si las diferencias culturales lo podían propiciar, como casi sucedió en la calzada durante el primer encuentro entre Motecuhzoma y Cortés, en aquel mismo momento descubrí que el desconocimiento también podía ser una ventaja.

—¿Dónde está mi intérprete, mi iluminación?

Cortés, vociferante con la boca llena, me sacó de mis cavilaciones. Los mandos castellanos comían y reían distendidos. Se habían sentado en las esteras del suelo, en hileras, como si estuvieran alrededor de una mesa alargada.

—Aquí, señor —respondió Aguilar alzando una mano en la que tenía un tamal.

—Aguilar, Aguilar... Mira, no te ofendas. Tú eres mi intérprete y un leal servidor de la Corona. Pero pregunto por Guifré, el barón de Orís.

—Señor... —dije poniéndome en pie.

—Ya va siendo hora de que cambie eso por una túnica y vista como barón —soltó Alvarado burlón.

—Calla —ordenó Cortés. Marina, a su lado, le acarició el muslo, y él continuó en un tono más afable—: Vestido así les da confianza a los mexicas y eso nos viene bien, Alvarado.

—Sí, gran sacrificio hace por nosotros don Guifré —repuso él, irónico.

Cortés clavó los ojos en su capitán.

—No sé si sacrificio; desde luego, un buen servicio —apuntó.

—Por lo menos no se ha perforado el cuerpo —terció con amargura Aguilar para mi sorpresa.

Alvarado rió ante el comentario. Cortés apartó a Marina con suavidad, se puso en pie y vino hacia mí.

—Bien, don Guifré. No te ofendas si uso a doña Marina y a Aguilar para los discursos. Lo hemos venido haciendo hasta ahora y nos ha ido bien.

Recordando el único que había traducido en Cholula, di gracias a Dios e intenté que disimular el escalofrío que me invadió al notar la mano de Cortés sobre mi hombro. Yo era mucho más alto que él, pero pareció no importarle.

—Como bien ha dicho, don Hernán, sólo estoy a su servicio.

—Entonces, tú serás mi intérprete cuando hable con Mutezuma. —Me dio una palmada y se dirigió hacia su sitio mientras cambiaba de tema—: ¿Dónde te has alojado hasta ahora?

—En el palacio de enfrente, el del cihuacóatl. Es un cargo parecido al de gobernador general en Cataluña o, según tengo entendido, al de un canciller en Castilla.

—Muy bien. Ven aquí, come a mi lado y luego vuelve a ese palacio. —Me guiñó un ojo y acarició el cabello de Marina—. Te seguirás alojando con él, no vayamos a ofenderle si se trata de tan alto dignatario. Pero vendrás aquí cada día.

—Sí, don Hernán.

Me senté a su lado y comí, aunque me costaba tragar. Cortés me había prometido devolverme a mi tierra y de hecho me trataba como un barón catalán, que además un día le salvó la vida. Pero de pronto me asaltó una duda: «¿Me sentiría tan incómodo como entre estos castellanos si de veras pudiera regresar? ¿Vendría Izel conmigo?».

—Son gente abierta, me gustan. Creo que al final abrazarán la verdadera fe —me confesó Cortés.

Mi suspiro escéptico quedó velado por los martillazos de los atareados carpinteros que había traído consigo la expedición castellana.

—La fe no se puede abrazar por la fuerza —respondí, y me llevé la mano al crucifijo.

Cortés dejó de observar los trabajos en el patio del palacio de Axayácatl y miró, muy serio, mi mano en el cuello.

—Eso dice fray Olmedo. Y veo que a ti no te ha abandonado —añadió en tono reflexivo.

—Quizá, sólo alguna vez, cuando me he enfadado con Dios.

—Desde luego, si como noble cristiano has pasado todo lo que has pasado... Eso me da mucho que pensar, Guifré de Orís. El Señor te ha sometido a grandes pruebas y ahora tu mano se aferra a la cruz. Y cuando viste a la Virgen, después de tanto tiempo, te postraste...

—He de regresar —le interrumpí incómodo.

Sonrió.

—Yo tomo a doña Marina, pero está bautizada. Espero que esa mujer que cada noche...

—Cuando llegue el momento.

—Claro. —Me dio una palmada en el hombro—. Ve.

Salí con parsimonia y tuve que contener mis deseos de correr hasta el palacio del cihuacóatl. Aunque era poco trecho, desde la visita de Cortés al templo de Huitzilopochtli, hacía un par de días, se me hacía más largo. La sabía allí, esperándome en la azotea.

Durante los días siguientes a su entrada en Tenochtitlán, los hombres de Cortés pasearon por la ciudad como yo jamás lo había hecho, libremente, por sus mercados y sus barrios; llenaron el ambiente de una mezcla de excitación, miedo y tensión. Pero lo peor era la presencia de los tlaxcaltecas, que algunos interpretaban como una ofensa. Por suerte, los dirigentes de Tenochtitlán estaban de acuerdo en mantener la paz, mientras Motecuhzoma, el cihuacóatl y los gobernantes mexicas se centraban en guiar a Cortés. Visité sitios populares que no había visto, como el impresionante mercado de Tlatleloco, donde los comerciantes exponían una increíble diversidad de productos, a menudo procedentes de tierras lejanas, y donde barberos y prostitutas ofrecían sus servicios. Aquel mercado me fascinó al instante, hasta que vi esclavos atados a palos y sentí una punzada de repulsión. Sin embargo, parecía el único pues a mi alrededor oí comparar esa forma de atar a los esclavos con el método portugués, al parecer bastante similar. Entonces me vi en algún rincón de Castilla, sediento y maltrecho, y el desagrado se debió de reflejar en mi cara.

—Tus amigos indios no son tan buenos, ¿eh? —masculló Aguilar lanzándome su apestoso aliento.

Durante aquellos días, a menudo me sentí desconectado de la realidad. Era para mí una sensación extraña que hacía aflorar a un joven que existió en un pasado lejano y lo confrontaba con el hombre en que me había convertido. Ver a los soldados más jóvenes con sus espadas al cinto me recordaba a mi hermano en Orís. Los discursos de Cortés acerca de Dios me hacían pensar también en él: me preguntaba si habría seguido en el clero, tal como le obligué y, de pronto, me asaltaba cierta añoranza. Pero a la vez, iba vestido con mi maxtlatl y mi manto y, como otros mexicas, sentía temor ante lo que se avecinaba. Temor que se intensificaba al ser consciente de que para Cortés y el clero, lo de un Dios único no era negociable. Ya había manifestado con firmeza que no quería más sacrificios. A mí me repugnaban, pero no olvidaba lo que había dicho Izel:

—Son parte de nosotros. Esos forasteros, lo mismo que tú al principio, se maravillan de esta ciudad, pero los templos, las calles anchas y rectas, todo lo han creado nuestras creencias. Y no son sólo las muertes floridas.

—Lo sé. Tu padre se ocupó de que me lo enseñaran bien.

Izel. Fue ella quien me permitió mantener la cabeza fría pues, durante aquellos días, podía compartir, no mis paseos ni mis visitas, sino la dualidad en la que me sentía inmerso, una dualidad que enfrentaba a una persona que no era ni un catalán al que los castellanos pudieran identificar, ni un mexica reconocible para los mexicas. Guifré tenía un poco de ambos. ¡Cuánto la necesitaba para ser simplemente yo mismo! Incluso cuando aquel destello de sus ojos me angustiaba.

Chimalma había prohibido salir de palacio a todas las mujeres de su familia. Yo lo prefería. La inquina de Alvarado o Aguilar, pura envidia por el trato cordial y franco que Cortés me dispensaba, hacían que deseara ocultarles aquello que más amaba de los mexicas. A veces, por las noches, me asaltaba una pesadilla en la que aparecían los ojos de Aguilar clavados en mí para desviarse luego hacia la azotea, como durante la entrada en Tenochtitlán. Era angustioso porque, ni él ni Alvarado podían dañarme directamente, y no quería que la utilizaran para hacerlo. Izel. Eso era lo único que no le había contado a ningún castellano.

Dos días antes de que Cortés visitara el gran templo mayor, ella me sorprendió. Pasó de la resignación ante las pérdidas que acaecieran, por mucho que la asustaran o hirieran, a una actitud optimista, conciliadora, como la que yo había procurado mantener.

—Tienes razón. Bueno, tú eres una muestra de ello —comentó—. Si conocen la grandeza de los mexicas más allá de las muertes floridas, quizá nada tenga por qué cambiar en exceso, excepto algún templo más para acoger a los nuevos dioses que los castellanos traen. No sería la primera vez que adoptamos divinidades extranjeras.

Cuando le recordaba cuán imposible veía esto, me hablaba de la grandeza de la literatura mexica, la música, la pintura, la escultura..., como si tratara de convencerme de que compartir, intercambiar, era el camino. Entendí que intentaba convencerse a sí misma, y su inteligencia no le permitía abrazar esperanzas sin encontrar una razón. Ambos sabíamos que se engañaba, y aunque me preguntaba acerca del motivo de aquel cambio, callé e incluso me permití fantasear con ella.

Sin embargo, después de que Cortés subiera al templo mayor acompañado de Motecuhzoma, le conté a Izel lo sucedido. Pero sólo porque, por primera vez, el Tlatoani se sintió ofendido con los visitantes. Eso sí, me cuidé de omitir mi encuentro con Acoatl.

Al principio, todo fue bien. Motecuhzoma acudió con una pequeña escolta, y entre ellos se hallaba Miztli. Cortés mantuvo su actitud altiva, la que adoptaba para ocultar cuánto le maravillaba lo que veía en Tenochtitlán; una altivez que en ocasiones resultaba grosera, aunque bien se cuidaba la educación mexica de hacérselo saber. No pude evitar lanzar alguna mirada avergonzada a Miztli. Yo no había subido nunca allí, y lo cierto es que, pese a saber cuántos corazones humanos habían sido arrancados, no pude evitar sentirme fascinado al contemplar de cerca las esculturas de los vigilantes del santuario y sus detalles en turquesa, sus serpientes doradas al cinto e incluso los collares con delicadas calaveras también de oro. Los castellanos no apreciaban la hechura de las esculturas, sino cuánto valdría aquel oro al fundirlo. Incluido fray Olmedo, que veía herejía en los ídolos y los ritos paganos de los mexicas, pero no advertía pecado ninguno en su propia codicia.

Desde allí, el paisaje de Tenochtitlán era increíble. Se veía a la perfección la cuadrícula ordenada de calles amplias, canales, calzadas que salían al norte, este y oeste, los templos más pequeños de los diferentes barrios, los pueblos a la otra orilla de lago... Motecuhzoma hablaba orgulloso, yo traducía fascinado y Cortés observaba aquella grandeza con una sonrisa y los ojos entornados para, de vez en cuando, abrir las aletas de la nariz e inspirar profundamente.

—Sería fantástico construir aquí una iglesia para que reine Dios en este valle. Sin duda, es obra de Él —le oí comentar.

Me estremecí.

—Es evidente que tanta riqueza es obra del Señor, pero creo que sería precipitarnos —contestó, para mi alivio, fray Olmedo.

Sólo fue un aviso. Tras aquello, Cortés pidió entrar en el santuario de Huitzilopochtli. Mi antiguo maestro, de expresión siempre impenetrable, frunció el ceño. Pero Motecuhzoma accedió y entramos. Al instante, el sonido del huehuetl me recordó el latido rítmico de un corazón. Pensé por un instante en Izel, pero el hedor, el insoportable hedor que reinaba allí dentro, pronto me quitó su imagen de la cabeza. La muerte estaba en las paredes, todo apestaba a sangre. En la penumbra, los ojos de Huitzilopochtli refulgían amenazantes. Frente a los ídolos, sobre unos braseros, reposaban lo que parecían corazones humanos.

—El tuyo estaría ahí de no haberte protegido Chimalma —me susurró Acoatl.

Estaba tras de mí, notaba su presencia. El roce de su capa negruzca en mi brazo me estremeció. Por primera vez, comprendí de qué me habían protegido. Desvié la mirada hacia la imagen recortada de Tezcatlipoca, que acompañaba al dios de la guerra y la caza. Me fijé en su cuchillo de obsidiana alzado, y la sonrisa burlona del ídolo me recordó la que muchas veces había visto en Acoatl.

—¿Crees que si mi corazón estuviera ahí no habrían venido? ¿Qué si Huitzilopochtli se hubiera alimentado de mi sangre no estarían aquí? —pregunté—. ¿Maestro, por qué me enseñaste?

—Salgamos de aquí. ¡Santo Dios! —oí exclamar a Cortés.

Me volví hacia Acoatl bruscamente, mientras los castellanos salían y el mismo Tlatoani iba tras ellos con expresión de desconcierto.

—Para que supieras por qué morías. ¡Es una muerte con honor y te hubiera hecho realmente divino!

—¿Por ser blanco y haber aparecido en una playa? ¿De veras Huitzilopochtli hubiera aceptado mi corazón?

—¡Vaya! Después de todo, te he enseñado bastante bien. Pero ¿sabes qué? Al final eso lo decido yo, pues habla con mi voz... Chimalma te ha protegido mejor de lo que cree prestándose a mi juego.

La rabia me dominó. Agarré a Acoatl por el manto y lo alcé con brusquedad.

—¡Jamás has pensado en los tuyos! Y por eso están aquí. No me has dejado que os ayudara por evitar que ascendiera el culto a Quetzalcóad. ¡Tu dios morirá!

—Guifré —oí que me requería Miztli—, necesitan tu traducción. Malinche está...

Solté a Acoatl con tal brusquedad que se cayó al suelo. Salí del santuario precipitadamente, sin mirar siquiera al jefe de los guerreros águila.

Sólo le conté a Izel que cuando salí del templo, Cortés vociferaba su desagrado. Al verme, suspiró y siguió hablando, aunque sin gritos, con la cara contraída por la ira. Haciendo un gran esfuerzo para disimular su profunda irritación, Cortés le dijo a Motecuhzoma que no entendía que hombre tan sabio se dejase engañar por aquellos ídolos que no eran otra cosa que demonios. Además le pidió que le dejara poner una cruz en lo alto del templo y una imagen de la Virgen en su interior para demostrarle hasta que punto atemorizaban con su fortaleza a esos diablos. Los sacerdotes del templo se ofendieron; se ofendió el Tlatoani de Tenochtitlán:

—Señor Malinche, si llego a saber que va a proponer tal deshonor, no le enseño a los dioses que nos han hecho grandes, que nos lo han dado todo.

Su voz sonó severa y me pareció que se sentía herido. Cuando se lo conté a Izel, la tristeza asomó a sus ojos. Simplemente musitó:

—Sólo entran los sacerdotes, sólo...

Aquella reacción desterraba la esperanza de poder continuar siendo mexica, así que apenas me atreví a contarle lo que siguió. Pero Izel conocía demasiado bien mis silencios. Sabía que mi gran temor era un enfrentamiento abierto. Y no tuve más opción que relatarle que, al llegar a palacio, Cortés se empecinó en la necesidad de una iglesia en aquella ciudad poseída por el demonio.

—Normalmente no habría problema, Guifré, tú lo sabes —indicó Izel con un desánimo profundo—. En el templo mayor hasta hay un templo para los dioses conquistados. Pero en este caso, ¿qué nos traerá ese templo? Ni siquiera Motecuhzoma ha aceptado el dichoso vasallaje.

De eso hacía dos días. Dos días en que la tristeza de sus ojos se tornó en melancolía. Dos días en que aquellas miradas suyas que tanto me angustiaban afloraban cada vez más.

Entré en nuestra azotea con aquellas palabras clavadas en mi mente. Izel estaba sentada, mirando hacia el centro ceremonial. Había extendido el viejo patolli con el que tanto habíamos jugado y recorría con sus dedos las casillas, como si lo dibujara.

—¿No hace un poco de frío? Podríamos bajar —sugerí.

Ella se giró y la brisa agitó su cabello. Me sonrió y golpeó el suelo con una mano, en invitación a sentarme. Así lo hice. En silencio, me tomó del brazo y se apoyó en mi hombro. Sentí la piel de su mejilla suave y cálida.

—¿Qué te pasa? —me preguntó con la serenidad de alguien que se siente vencido.

—Motecuhzoma les ha dado permiso. Han empezado a construir la iglesia en el patio del palacio de Axayácatl. Pero no te preocupes, no os obligarán a renunciar a vuestros dioses por la fuerza. Me lo ha dicho Cortés.

Izel se separó de mí y me miró. Aquel brillo entre doliente y herido apareció en sus ojos, fugaz. Luego, aunque resignada se obligó a sonreír. Me estremecí: hacía que me sintiera como un chiquillo que había tenido una ocurrencia pueril. Había visto ya aquella mirada, y me había sentido así antes. Me acarició el rostro con dulzura y entonces lo recordé abrumado: eran la misma mirada, los mismos gestos del momento en que me dijo que la casaban y no supe ver cuánto la amaba. Se me desbocó el corazón al preguntar:

—¿Qué sabes que yo no sé?

Sin girarse, sin moverse, miró al suelo. Sus labios se movían sin emitir sonido alguno, como pugnando por hablar. Vi que se le humedecían los ojos.

—Necesitaba sentir que aún todo podía ser como antes. No sé si quiero traer un hijo a este mundo que se está volviendo tan inquietante.

No pude evitar sentirme ilusionado ante aquella noticia. ¡Era una bendición! Qué más daba el dios o diosa que nos estaba bendiciendo; era un regalo divino. Tras su aborto, Izel se había creído incapacitada para ser madre. Por lo tanto, sólo podía ser un milagro. Yo también temía cómo sería el mundo en el que iba a nacer nuestro hijo, pero estaba convencido de que todos los dioses del cosmos velaban por nosotros.

Ni las últimas noticias ni lo que acontecía a mi alrededor podían menoscabar mi ánimo. No era consciente de que los tlaxcaltecas andaban diciendo a los ociosos capitanes de Cortés que jamás saldrían vivos de Tenochtitlán con todas las riquezas que habían recibido. No era consciente de las idas y venidas de Chimalma, de la gente que salía de palacio o entraba en él, ni de quienes hacían lo propio en el de Cortés. Oí alguna queja de los castellanos sobre puentes alzados en la calzada sur, pero no hice caso porque sabía que se levantaban para dejar paso a las canoas. No me perturbaba la cara de Alvarado, siempre agria, como tampoco me alertaba un Cortés atribulado.

Me sentía flotar por aquella ciudad y sólo descendía para apoyarme en su vientre, en su piel, en la sonrisa y la felicidad que por fin se permitió sentir Izel. Jamás antes conocí tanto regocijo, tanto calor, tanta compenetración entre nosotros. Y aquella mirada que tanto me angustiaba desapareció.

—Quizá lo que más miedo me daba era que no quisieras un hijo nuestro —me confesó Izel un día.

Yo iba a diario a aquella iglesia de madera erigida en el corazón de Tenochtitlán, levantada dos días después de saber la buena nueva. De hecho, ella llegó a pensar que la Virgen tenía que ver con su estado, pues antes sus dioses no le habían concedido un hijo.

—Recuerda que nos amábamos en secreto. Quizá te han protegido —le comenté divertido.

No tenía prisa en que abrazara la fe. Los mexicas jamás me habían obligado a participar en sus ritos o sus creencias, y yo la quería tal como era. Pero mi felicidad me llevaba frente al Dios que yo conocía para agradecerle el vientre de Izel.

En misa, siempre iba cubierto con una túnica y el atuendo de caballero que me había regalado un Cortés muy satisfecho. Él ligaba mi alegría a un reencuentro con los ritos y el mensaje del Señor verdadero. No me molesté en contradecirle ni explicarle que me sentía disfrazado con un vestuario que muchos años atrás fue absolutamente natural para mí. Supongo que de alguna manera, gracias a Izel, una pagana, era cierto que me había reencontrado con la fe con una fuerza que no conocí antes. Luego, al salir, recuperaba mi ropa mexica porque, ¡gracias a Dios!, Cortés insistía en que le convenía que la siguiera llevando. Sólo con esa ropa me ponía a su servicio, y él me dejaba marchar si estaba ocupado, o me pedía charlar amigablemente sobre temas personales, como si tratara de comprenderme, lo cual me desconcertaba. Yo era sincero, pero lo sucedido en Cholula me había mostrado una parte de aquel hombre que no podía dejar de temer, y procuraba que las conversiones versaran sobre generalidades.

Pero tuve que volver a la realidad cuando apenas hacía una semana de la entrada de los castellanos en Tenochtitlán. Fue al salir de misa. Cuando me dirigía a la estancia donde me solía cambiar de ropa, oí la voz de Cortés a mi espalda:

—Barón de Orís. —Me giré. Su semblante estaba contraído de rabia, como a la salida del templo de Huitzilopochtli—. Le agradecería que viniera ahora mismo conmigo al palacio de Motecuhzoma.

Entré con rapidez en la estancia, me desprendí de la túnica, los calzones y las botas, y recuperé el maxtatl, el manto y un tocado. A la salida, me estaba esperando. Caminamos presurosos hacia el palacio del Tlatoani escoltados por dos capitanes, entre ellos Alvarado, dos arcabuceros y algunos hombres de infantería protegidos con sus armaduras.

—Me ha costado confirmarlo, pero es totalmente cierto —me dijo por el camino—. Mi lugarteniente en Villa Rica de la Vera Cruz y seis de mis hombres han sido asesinados por estas gentes.

—¡Cómo! —exclamé incrédulo.

—¡Pedían tributos ¡Tributos! ¿Te lo puedes creer, Guifré?

—Motecuhzoma no ha aceptado el vasallaje —apunté—. Aun así, perdone, don Hernán, pero no me creo que hayan pedido tributo a los castellanos.

—Pero sí a mis aliados. Y son vasallos del Rey de Castilla, les debemos protección.

Fruncí el ceño. «¡Como no he avisado a Chimalma de que no tocaran a sus aliados!», me recriminé. Pero en aquel momento entendí que era pedirle que admitiesen que ya no eran señores de aquellas tierras. Y eso no lo harían sin luchar. Me había preocupado por el choque entre religiones y, al final, el peligro de la confrontación era más terrenal.

—Don Hernán... —murmuré. Mi cerebro iba a toda prisa—. Don Hernán, ¿qué vamos a hacer en el palacio? No es aconsejable enfrentarse al Tlatoani directamente. A pesar de la superioridad castellana, que no discuto, son muchos, y adoran a su rey como los castellanos al suyo.

Por primera vez, Cortés sonrió y me miró.

—Cierto, cierto. No te inquietes, Guifré. Te dije que quería paz y, a pesar de su agravio, sólo quiero asegurarme de que la paz perdure.

—¿Entonces?

—Tradúceme para convencer a Motecuhzoma de que se venga a nuestro palacio, con nosotros. Te garantizo que será atendido como corresponde a su rango. Pero mis hombres están enfurecidos y quiero protegerlo. ¿No lo hice también por ti? Es el argumento que expondré, y el que tú traducirás.

Así lo hicimos. Y en esta ocasión también me creí en parte las razones de Cortés. Los guardianes del Tlatoani, guerreros águila detrás de él, se mantuvieron impávidos durante la tensa conversación. Chimalma, al fondo de la sala, se iba encogiendo, incrédulo, a medida que observaba, mientras el resto de consejeros cada vez disimulaban peor su temor. Me vi incluso obligado a rogar en un susurro afligido:

—Acompáñalos, mi señor Tlatoani, por favor, o te sacarán de aquí muerto.

Una ráfaga de terror asomó al rostro del soberano mexica. Pero tras ella vino un gran aplomo, asintió y dijo:

—Los acompañaré porque quiero mostrarles mi buena voluntad y la de mi pueblo. No es por las amenazas.

Cortés me hizo traducir y comentó:

—Un acto que lo ennoblece como gobernante, sin duda.

Empezamos a caminar. Los guerreros águila se inquietaron. Chimalma, desde el fondo del salón, preguntó con angustia:

—¿Vas preso, mi señor?

—No, mi buen cihuacóatl. —Motecuhzoma se detuvo y se dirigió a sus hombres. Estos se detuvieron al momento y bajaron el rostro—. Quedaos aquí. He hablado con el dios Huitzilopochtli y me ha dicho que viva un tiempo en el palacio que fue de mi padre, con nuestros invitados, porque será bueno para mi salud. Así pues, dejadnos marchar. Está decidido.

Vi que Chimalma negaba con la cabeza. Era demasiado pragmático para dejarse convencer. Igual que su pueblo. Al verle pasar en su litera, portada por sus esclavos pero escoltada por castellanos, los mexicas le preguntaban si debían luchar. El Tlatoani insistía en que era una visita de unos días, por amistad. Y Cortés, a través de la voz de Marina, anunciaba que él y el rey de los mexicas debían hablar en profundad del Dios cristiano. Y al decir rey, su sonrisa era triunfal. De pronto entendí la estratagema que tan bien habían interpretado los hombres de Cortés y por qué Chimalma negaba con la cabeza: Motecuhzoma seguía siendo el Tlatoani, el que tenía poder para gobernar. Así lo reconocía en público, ante su propio pueblo y ante los guerreros. Pero a la vez, se aseguraba la paz al dominar al Tlatoani a cambio de su vida o del miedo que sabía que despertaba en él.

En tierra de dioses
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