XXXVII

Barcelona, año de Nuestro Señor de 1517

Tras la audiencia en Tortosa con el nuevo obispo de la diócesis, Domènech pensó que la llegada de don Carlos a sus reinos sería inmediata. Sin embargo, durante prácticamente un año sólo recibió una misiva de Adriano de Utrecht, nombrado cardenal por aquellas fechas. La carta, llegada unos meses atrás, no hacía referencia alguna a las informaciones que le había proporcionado durante todo aquel tiempo. Domènech la tenía ahora en su regazo, sentado cómodamente frente a la chimenea con una copa de vino sobre la mesilla. En aquella comunicación que casi sabía de memoria, el ahora cardenal además de obispo de Tortosa sólo le anunciaba que se trasladaba junto al infante Fernando a disponerlo todo para recibir a su hermano mayor, don Carlos. Lejos de considerarse menospreciado, Domènech se sintió excitado ya que el momento decisivo se acercaba.

Durante un año había conservado su posición ambigua para informar a su Eminencia el cardenal Adriano del control que mantenía sobre el Principado con el fin de allanar el camino al futuro monarca. De hecho le había resultado fácil, e incluso divertido, sobre todo ante los recelos del lugarteniente general.

«Supongo que la situación habría sido diferente si hubiesen actuado todos unidos», pensaba el Obispo mientras tomaba un sorbo del vino y paladeaba su sabor denso. Pero los nobles catalanes y el lugarteniente general, a la vez capitán general desde hacía unos cinco años, no compartían el mismo parecer.

Domènech sabía que durante el último año, Miquel no había cumplido ningún encargo especial para Gerard de Prades. Esto le llevó a deducir que los nobles catalanes se mantenían a la expectativa. Parecían aceptar la proclamación de don Carlos desde la corte borgoñesa. Y por lo que había tanteado, esperaban que el monarca convocara a las Cortes catalanas y asistiera para hacer el juramento pertinente. Para el obispo esto era coherente, puesto que con el juramento habitual se les garantizaba su cuota de poder en cuanto a leyes e impuestos propios. Por ello Domènech informó a Adriano de que sólo con jurar ante las Cortes en las mismas condiciones que lo hiciera su abuelo, don Carlos tendría a sus pies el Principado.

En cambio, con el lugarteniente todo había sido más complicado para el obispo porque el corazón de don Juan de Aragón y su ímpetu apoyaban a Fernando. Había pedido sin tregua al obispo de Barcelona que se decantara por uno de los dos hermanos y así saber si podía confiar en él y en el apoyo de la Iglesia. Así que Domènech se vio obligado a actuar despacio y con cautela, porque el lugarteniente, además era capitán general y tenía poder sobre el fuero militar.

Primero se dedicó a apaciguar los ánimos del dignatario haciéndole pensar en sus propios intereses personales. Así se ganó su confianza como amigo sincero y consiguió que don Juan no le viera como una pieza del tablero político. Y utilizando esta posición, Domènech pudo instarle abiertamente para que estuviera tranquilo, ya que un intento de levantamiento al estilo de Navarra, pero con el joven Fernando como heredero al trono, sería absurdo sin el apoyo de los nobles catalanes, los mismos que nunca habían visto con buenos ojos que don Juan acumulara tanto poder en nombre de la Corona.

—Recuerde las maniobras que hicieron cuando presionaron por el derecho de anona —le había llegado a advertir Domènech—. Ellos son partidarios de sus propios intereses y su propio poder. Y si no llegamos a intervenir, Dios mediante, hubiese habido un levantamiento contra el mismísimo rey don Fernando. Ahora la situación es mucho más delicada. Los nobles catalanes pueden hacer que el vulgo vea la sublevación a favor de Fernando como algo impopular. Y en ese caso, usted, estimado don Juan, serviría en bandeja a esos nobles el ser vistos por los borgoñones como salvadores a los que deber un favor.

Por supuesto, lo que en ningún momento a lo largo de aquel año le había expuesto era las posibilidades que le abría la opción de unir su poder al de los nobles si los convencía de la buena elección que suponía el infante Fernando. En ese caso, un levantamiento a favor del hermano pequeño de don Carlos pudiera haber conllevado una represalia como la de Navarra, pero también habría espoleado a Castilla, pues no era lo mismo enviar tropas a un reino que pretendía entronizar a Joan de Albret para recuperar una total independencia, que mandar tropas a un reino favorable a un heredero a la Corona que, al fin y al cabo, era hijo de la única reina legítima tanto de Castilla como de Aragón: doña Juana. «Por no mencionar cómo hubieran visto los nobles catalanes la entrada de tropas castellanas enviadas por don Carlos. Entonces sí que el lugarteniente hubiera consolidado la unidad alrededor de Fernando», se dijo Domènech acariciando la carta pensativo.

Sólo le quedaba una tarea final. En la ciudad ya se sabía que un séquito de don Carlos se hallaba con el infante don Fernando, tal como decía la misiva. Tenía que conseguir que el lugarteniente apoyara a don Carlos y asegurarse de que no veía a Fernando prisionero de ese séquito de flamencos. Pero todo el trabajo de aquel año parecía venirse abajo, pues don Juan de Aragón le rehuía.

El obispo bebió un largo trago de vino. Sus ojos estaban fijos en el fuego. «Esa inseguridad que demuestra cuando me ve... ¿Qué se me habrá escapado? —se preguntaba Domènech acariciando el rugoso pergamino con el discreto lacre de Adriano—. Y lo peor es que la inseguridad extrema puede hacer que se precipite y llevarlo a la sublevación.» Quiso tomar otro sorbo de su copa. Frunció el ceño. Estaba vacía. Miró la jarra y escanció más. Un murmullo de voces interrumpió su reflexión. Dejó la copa en la mesilla y aguzó el oído. Sólo pudo distinguir la voz del padre Miquel en un lastimero ruego:

—¡Espere, por favor!

Acto seguido, Domènech oyó a sus espaldas cómo la puerta se abría con fuerza y se cerraba luego con brusquedad. Pero el obispo de Barcelona no se movió de su silla para ver quién era hasta que oyó la voz de don Juan.

—¡Don Carlos está en la Península! —bramó.

Pausadamente, Domènech se puso en pie y dejó la carta de Adriano sobre la silla. Miró hacia la entrada con fingida sorpresa y exclamó afable pero inmóvil.

—Ilustrísimo lugarteniente, ¡cuánto tiempo sin su apreciada compañía! ¡No lo esperaba!

Don Juan vestía una elegante túnica negra que contrastaba con su barba descuidada y canosa, su tez pálida y las acentuadas ojeras. Su rostro se mantenía tenso y aquella simulada sorpresa lo irritó. Hizo sonar sus botas con fuerza hasta que llegó a la altura del obispo de Barcelona. Se irguió ante él, alzó la cabeza y añadió lanzándole a la cara el aliento de un susurro:

—Y Cisneros ha muerto.

Domènech unió las manos, bajó la mirada y entornó los ojos con un ligero suspiro pensativo. «Ahora sí que te he sorprendido», se dijo don Juan al ver aquella reacción. Se sentó en la silla que había al lado de la que momentos antes ocupaba el prelado, cruzó las piernas e incluso se recostó en el respaldo, complacido.

—¿No hay vino para mí? —preguntó al ver la jarra y una sola copa de fino cristal al lado.

Domènech se mordió el labio inferior, irritado, y se dirigió hacia un armario de donde sacó otra copa. Mirando al lugarteniente a los ojos, la dejó sobre la mesa y le sirvió el vino, pero no se la tendió, sino que se sentó en su silla y tuvo buen cuidado de poner la carta de Adriano sobre su regazo. Al lugarteniente no se le escapó la presencia de aquel pergamino, pero se mostró más interesado en hacerse con la copa.

—Dios acoja a su Eminencia en Su Reino —musitó Domènech de forma audible, aunque en un estudiado tono piadoso que no dejaba entrever el atisbo de rabia producido por la noticia.

—Ya —repuso don Juan, y bebió un trago de vino—. Me sorprende que no lo supiera, Ilustrísima.

El prelado se sintió tentado de mirar la carta en su regazo, pero sólo palpó el pergamino para comprobar que el lacre no fuera visible a ojos de don Juan.

—No entiendo a qué se refiere... —El lugarteniente abrió la boca para replicar, pero Domènech, sin disimular su irritación creciente, se apresuró a añadir—. De hecho, no le entiendo a usted, ni su actitud últimamente, ni esta irrupción.

—Me entiende, claro que me entiende. ¿Acaso cree el obispo de Barcelona que puede ocultarme su encuentro con el de Tortosa?

—Desde luego que no. Pero fue hace un año, justo tras el nombramiento de Adriano. Seguro que también usted ha hablado con él.

Don Juan suspiró, miró hacia el fuego, e hizo girar la copa en su mano.

—Algún contacto he tenido con sus intérpretes, sí —respondió entre dientes.

Aunque seguía irritado, el prelado adoptó un tono conciliador para calmar la actitud hostil del lugarteniente, que en aquel momento parecía tener más información que él. No podía ser que la parte inicial de su plan no hubiera funcionado por un simple encuentro con el ahora cardenal Adriano. Se inclinó hacia delante para acercarse a él.

—Don Juan, yo no sé qué habrá pasado por su cabeza acerca de mis intenciones. Con la sucesión, ambos nos jugamos nuestros puestos. Creía que estábamos en el mismo bando, pero su comportamiento reciente conmigo es para recelar. Y sus maneras al venir aquí, disculpe si le ofendo, me atemorizan.

El rostro de su visitante se relajó por primera vez. Don Juan apartó la vista del fuego y le miró. Desde que supiera de su encuentro privado con Adriano, había mantenido con Domènech una relación de confianza para vigilar sus movimientos. Pero no consiguió nada aparte de constatar que el obispo de Barcelona no se inclinaba claramente a favor de Fernando. Por lo demás, las sutiles observaciones del prelado siempre le habían parecido acertadas, incluso parte de un ejercicio de humildad que otros nobles catalanes podrían aplicarse, pues al fin y al cabo, en la cuestión de la sucesión quienes mejor podían manejar las riendas, a su juicio, eran los castellanos. Por eso permaneció a la espera, pero manteniendo al obispo cerca. Hasta que supo de la misiva que, por conducto oficial, el cardenal Adriano había hecho llegar al obispo de Barcelona. Sospechó que era un lacayo de su Eminencia y por ello lo había evitado. Sin embargo, sentado frente a él, en aquella lujosa estancia del palacio episcopal, aquellas palabras, más dirigidas a su persona que a su rango, despertaron en don Juan cierta compasión. Domènech parecía franco y solo. Quizá antes no había estado equivocado con respecto al obispo. Pero necesitaba una prueba.

—Hace unos meses recibió usted una misiva de su Eminencia el cardenal Adriano, también obispo de Tortosa...

Domènech reprimió una sonrisa. «Así que es eso», pensó. Y como si leyera todo lo que había pasado por la mente de don Juan mientras le escrutaba, le tendió el pergamino que tenía en el regazo.

—Sí, me envió esta carta. Léala usted. Como comprobará, mis informaciones son menores que las suyas.

Don Juan la tomó, la desplegó y echó una ojeada.

—¡Está en francés! —exclamó con desprecio.

—Es de hace unos meses. Sólo dice que va a preparar la llegada de don Carlos. Si no se fía de mí, puede hacer que se la traduzcan. La verdad es que ni siquiera sabía que clon Carlos ya había llegado a la Península.

El lugarteniente sonrió. Dobló el pergamino y lo introdujo entre los pliegues de su túnica. Bebió vino y dijo:

—Sí, el que se hace llamar Rey llegó por error a Villaviciosa, en la costa asturiana. Parece que los aldeanos se asustaron al ver cuarenta galeones y huyeron a las montañas pensando que era un ataque turco.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Domènech tomando su copa y recostándose en la silla para disimular su enfado: «¿Cómo no he sabido nada de esto?» —. ¿Y lo de su Eminencia, el cardenal Cisneros?

Don Juan parecía comportarse ya con la cordialidad que les era más familiar.

—Iba a su encuentro, pero murió en el camino, en Burgos. Ahora el regente es definitivamente Adriano.

—Pero está don Carlos. No hace falta un regente.

Don Juan sonrió despectivo.

—Cierto. ¡Menudo rey! Dicen que viaja hacia Tordesillas, pero evita las ciudades. ¡Vergonzoso! Un monarca debe ser recibido con vítores. Pero aquí, por el momento, la única reina legítima es doña Juana. Y por eso, por su locura, necesitamos un regente.

La ira de Domènech crepitaba en su interior, y notó que la tentación se cernía sobre él: «Si Adriano no ha considerado oportuno ni siquiera ordenar a uno de sus lacayos que me informara de los últimos acontecimientos, ¿por qué debo hacerle el trabajo de mantener a este tranquilo?». Aun así, siguió sonsacando información a don Juan con un comentario obvio formulado en tono sereno:

—Si va a ver a doña Juana, será precisamente para arreglar ese asunto.

—¡¿Cómo puede estar tan tranquilo?! —El lugarteniente dio un golpe sobre uno de los brazos de la silla y se irguió—. No se ha enfriado aún el cuerpo de Cisneros y don Carlos ya ha nombrado a un nuevo obispo de Toledo, un joven de Flandes sobrino de su mentor político, Guillaume de Croy. ¡Así acabaremos nosotros, sustituidos por extranjeros!

—Cálmese don Juan. Yo no lo veo tan claro. Aquí sólo ha otorgado un título a un extranjero: el de obispo de Tortosa. Y con el tal Adriano se puede dialogar.

«O eso quiero pensar yo», se dijo para sus adentros.

—¿Acaso no desea usted a Fernando como rey?

—¿Qué más da lo que yo quiera? ¿O lo que quiera usted, don Juan? Nosotros no seremos quienes decidamos en esto.

—Ya, ya... Claro, lo decidirá Dios —repuso el lugarteniente hastiado. Ya había oído demasiadas veces aquel argumento. Sentado al borde de su silla, preguntó—: ¿Cómo puede ser tan listo y tan ingenuo a la vez?

—Me gusta ser obispo. Y si uno se decanta abiertamente por Fernando, entonces es cuando su puesto lo ocupará otro. Porque si Carlos consigue en Tordesillas el favor de su madre, la única reina legítima, sólo le quedará pasar por las cortes de los diferentes reinos. ¿Y qué cree que sucederá con las catalanas? Procuro ser realista y entender los designios del Señor. Y cuando no logro comprenderlos, espero a que me envíe más señales. Bien, y ahora le pregunto, querido amigo: ¿qué quiere usted? ¿A un rey criado en Castilla, sí, pero a quien al final su abuelo le retiró su favor? ¿O mantener su propio puesto como lugarteniente y capitán general e incluso mejorarlo? Al fin y al cabo, tanto Carlos como Fernando son del mismo linaje.

Don Juan suspiró y apuró el vino. El prelado vio como se recostaba de nuevo, pero ahora, más que relajado, vencido, con la mirada perdida entre las llamas. El enojo que por dentro sentía el obispo parecía esfumarse. El razonamiento que había esgrimido ante don Juan era en realidad la reflexión que necesitaba él mismo para sosegarse. Quería seguir en los más altos puestos del servicio al Señor. Y quizás Adriano lo había mantenido sin información precisamente porque se sentía vigilado. No podía aseverarlo, pero concluyó que debía seguir con lo que había pactado, sobre todo al ver que tenía al lugarteniente en un punto de indecisión que podría inclinarlo a pensar que don Carlos sería el rey elegido.

—¿Se quedaría a compartir una austera cena con un humilde amigo, Ilustrísimo Señor? —le preguntó Domènech.

Don Juan lo miró y sonrió. Las cenas que había compartido con su amigo el obispo de Barcelona nunca fueron austeras.

La luz del crepúsculo apenas entraba ya por la ventana. Domènech la dejó a su espalda y miró al interior de la sala. Había escogido una estancia del palacio episcopal pequeña pero con suaves tapices geométricos que la hacían especialmente acogedora y cálida. Quería que aquel encuentro fuera íntimo, que rebosara confianza. Miró la mesa dispuesta con sus mejores cubiertos, dos platos finamente decorados y una jarra con el mejor vino del Penedés. Encendió él mismo los dos candelabros que debían iluminar la cena. A pesar de los gestos serenos, se sentía intranquilo. «¿A qué habrá venido a Barcelona?», se preguntaba. Aspiró el olor de la cera mezclado con el hogar, buscando que sus pensamientos se serenaran tanto como sus movimientos.

Tras su encuentro con don Juan de Aragón, los rumores habían seguido invadiendo Barcelona. Pero el lugarteniente le mantenía informado y por él supo de la llegada de don Carlos a Tordesillas. Sin embargo, ya no se sintió molesto porque don Juan supiera más que él, pues en aquella situación no le convenía que su contacto con Adriano de Utrecht quedara al descubierto. El altivo lugarteniente no sólo le había devuelto la confianza, sino que le pidió que fuera su confesor personal. Así que no podía permitirse poner en peligro un vínculo que le aseguraba el control. Por ello, se había seguido comunicando con Adriano, pero instruyó a Lluís para que redoblara la discreción.

Quien ahora le inspiraba desconfianza era su invitado de aquella noche. El padre Miquel le había informado de la presencia de Gerard de Prades en Barcelona.

—No me ha encomendado nada, ni me ha citado en secreto, Ilustrísima Reverendísima —le aseguró.

«¡Qué raro!», se extrañó Domènech. Desde la muerte de su primogénito, el conde de Empúries apenas se dejaba ver por la Ciudad Condal. Y a pesar de que desde entonces su actividad política había disminuido, por no decir desaparecido, quizás era esto lo que Gerard quería hacer creer empleando a otros lacayos en lugar del sacerdote. Por eso, en vez de mantenerse vigilante, el prelado había decido pasar a la acción y le hizo enviar una nota en la que le invitaba a una cena de cortesía. Recibió respuesta de inmediato, de manos del mismo secretario, que se la alargó tembloroso. La edad estaba convirtiendo al padre Miquel en un ser endeble y su tez, aún rosácea pero demacrada y llena de arrugas, le resultaba cada día más repulsiva. En cambio le producía gran placer su actitud servil y el temor reflejado en su rostro.

Fue el padre Miquel quien por fin anunció a Gerard de Prades, conde de Empúries.

—Hazlo pasar. E informa en la cocina de que tengan lista la cena para cuando avise. Luego, estate atento a la campana.

—Sí, Ilustrísimo Señor —respondió el secretario con una reverencia.

Salió de la sala dejando la puerta abierta y al poco apareció Gerard de Prades. Domènech ocultó su sorpresa para dejar paso a la serenidad que le invadió, lenta y complaciente, al verlo entrar. Con una sobria túnica, el conde vestía de riguroso luto sin poder disimular una abultada barriga. Apenas le quedaba una orla de pelo grisáceo en la cabeza, y su barba, también salpicada de canas, estaba demasiado larga para ser considerada de buen gusto. Caminaba ayudado por un bastón tan fino como humillante a ojos de Domènech, y luchaba por mantener el porte erguido. Lo único que le pareció igual de aquel viejo aparentemente indefenso fue su voz profunda:

—Ilustrísimo Señor obispo de Barcelona, es un grandísimo honor para mí haber sido invitado a su palacio.

Acto seguido, el conde de Empúries se inclinó tembloroso. Domènech se sorprendió a sí mismo con una sensación de desconcierto, pero duró sólo un instante. Enseguida alargó la mano donde llevaba el anillo pastoral y contempló complacido cómo el otrora orgulloso noble lo besaba.

—Ilustrísimo conde, por favor, el honor es mío. Tome asiento —le invitó mientras le servía una copa de vino—. La verdad es que me alegra mucho su visita. Se prodiga poco por Barcelona.

Gerard sonrió levemente, reconociendo al Domènech de los tiempos pasados, los tiempos que tanto extrañaba y a la vez quería olvidar. Se sentó en la silla y apoyó el bastón en la mesa.

—Cierto, cierto —respondió con un trasfondo melancólico en su voz—. Los avatares de la vida me han desanimado. Mi querido amigo Pere de Cardona ha tenido que insistir mucho en su invitación.

Gerard no percibió las cejas arqueadas del obispo al oír esta última frase. Sólo vio como se sentaba frente a él y le dirigía una tensa sonrisa.

—Los tiempos están muy revueltos. Probablemente el señor de Assuévar quiera su acertada visión y valioso apoyo en el desarrollo de los acontecimientos.

—Mucho me temo, Ilustrísimo Señor, que puedan venirle mejor sus consejos que los míos —respondió Gerard dando un sorbo a su vino.

—¡Por favor! Desde que soy obispo, me temo que a veces el señor de Assuévar me evita.

—Le ha visto demasiado cerca del lugarteniente y sí, por ello quizás haya desconfiado de usted, a pesar de que siempre supo de nuestro... especial contacto, por decirlo de alguna manera. Pero ahora los tiempos han cambiado Según dicen, ha frenado absurdas pretensiones de sublevación del lugarteniente.

—¿Absurdas?

—Sí, es absurdo que Cataluña se rebele, ¿no cree? Mientras el Rey, sea quien sea, jure ante las Cortes y respete dicho juramento...

—Exacto. Ya veo que no ha cambiado, conde. Lo único que pide es respeto a las instituciones catalanas.

—Yo ya no pido nada —respondió amargamente Gerard.

—Entonces, disculpe que sea tan suspicaz, pero ¿a qué se debe su visita a Barcelona y justo en estos momentos?

Gerard dejó la copa sobre la mesa y fijó su mirada en la cruz pectoral del obispo.

—Pere desea que su pubilla, la viuda de mi... En fin, aún está en edad de merecer y quiere casarla. Quiere... Es un buen amigo.

Domènech se volvió a sorprender a sí mismo, pero ahora con un sentimiento de compasión hacia aquel anciano de discurso disperso. No podía ni nombrar a Gerau, su difunto primogénito. El obispo permaneció en silencio y bebió de su copa mientras observaba la mirada vacía del conde. Le sorprendía que no le incomodara el silencio; de hecho, no parecía percibirlo, tan ausente estaba su mente de allí. De pronto suspiró, miró al prelado con un extraño brillo en los ojos y preguntó con un hilo de voz:

—¿Cómo están mi hija y mi nieto?

Domènech se irguió de golpe, dejó su copa sobre la mesa y respondió lacónico:

—¿Nieto? Gerard, lo siento, hice lo que me encomendó.

—Pero mi hija sigue en...

—Su cuerpo está en Orís —le cortó en seco, y añadió suavizando el tono—: Pero su alma ya no parece habitar en él.

Gerard bajó la cabeza. Domènech creyó ver sus ojos humedecidos, pero no hizo alusión alguna. El noble asió su bastón y, sin mirarlo, dijo:

—Disculpe que no me quede, Ilustrísimo Señor obispo, pero no me siento muy bien.

Domènech se levantó y retiró la silla para que Gerard se levantara sin problemas.

—No tiene importancia, Ilustrísimo conde. Espero que nos veamos cuando se encuentre mejor.

Gerard se levantó pesaroso, alzó la cabeza y miró fijamente a Domènech.

—Gracias —musitó. Volvió a bajar la mirada y añadió—: Es usted un obispo diligente.

Luego fue hacia la salida acompañado del suave sonido de sus pasos. «Débil», pensó Domènech mientras veía como el conde se alejaba. Salió de la sala en silencio y cerró la puerta con un sonoro golpe, más enérgico que toda la conversación.

De nuevo a solas, el obispo tomó su copa y bebió un sorbo de vino. «Me temo que ya no es ni amigo ni enemigo», pensó. Realmente, aparte de su voz, el título y quizás aquel último portazo, poco quedaba del noble que movía los hilos del poder a la sombra de las instituciones catalanas. Ya no había ni recelo ni cálculo en sus palabras. Parecía tan sincero como apático en su conversación política, como si la pérdida de aquel primogénito engreído le hubiera quitado la energía para luchar por una fracción de poder. Se sintió aliviado por la marcha del prematuramente envejecido conde. Sin dudadla cena hubiera sido una pérdida de tiempo.

La nieve caía sobre el manto blanco que recubría los campos de Orís. Frederic entró en la cocina de la casa parroquial con el rostro contraído. Un puchero humeante pendía sobre el fuego e inundaba la estancia con su olor. Todo estaba en orden, pero Joana se afanaba en limpiar con celo los cubiertos que usaría un instante después para servir la cena. Frederic notó que se le encogía el corazón. Sabía que la mujer recurría a esa frenética actividad para ocultar sus sentimientos. Ni siquiera había advertido la presencia del castella.

—Joana —dijo con la voz rota.

Ella alzó la cabeza y lo miró, temerosa de oír lo que aún no estaba preparada para asumir. La tristeza de Frederic se leía en su rostro, hundido por el cansancio de las últimas noches en vela. La cicatriz de la mejilla resaltaba más oscura que de costumbre en su tez pálida.

—Quiere verte —susurró.

Joana corrió a la estancia principal, donde las butacas frente a la chimenea habían sido sustituidas por un lecho mullido y caliente. El párroco dormitaba inquieto, cerca del hogar. Pero el frío de la muerte se había apoderado de él hacía tiempo y apenas le quedaba ya un soplo de vida a su cansado cuerpo. Joana se arrodilló, tomó la mano huesuda del anciano y no pudo evitar que las lágrimas asomaran a sus ojos cuando dijo:

—Padre, estoy aquí.

El sacerdote abrió los ojos, hundidos, del color gris turbio en que se había tornado el vivido marrón de otros tiempos. No la veía, pero conocía los rasgos de su rostro de memoria. Le dedicó una leve sonrisa y susurró:

—Ha llegado el momento, hija. Dios me llama a su seno. —Joana sollozó y se apoyó sobre su pecho. El hombre hizo un esfuerzo por alzar la mano e impulsar a la mujer a levantar la cara para acariciar su mejilla, ya surcada por los años—. Necesito saberlo. ¿Dónde llevaste al pequeño Martí?

Lo miró, asustada. Miró hacia atrás, a la puerta de la cocina. Allí estaba Frederic. El hombre se mordió el labio y asintió con los ojos llorosos. Joana notó un doloroso nudo en la garganta y tuvo que esforzarse para poder hablar.

—Padre... Lo llevé a Barcelona con mi hermano y su mujer. Son buenos cristianos, y el niño... Es muy listo y... amado.

El sacerdote sonrió mientras las lágrimas brotaban de sus ojos sin vida. Joana se las enjugó cariñosamente. El anciano cerró los ojos. Su respiración era pesada, pero ahora tranquila. La mujer lo besó en la frente. Notó una mano en su hombro. Frederic se había arrodillado junto a ella. Se miraron. El párroco había dejado de respirar.

En tierra de dioses
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml