XXV

Cempoalli, año de Nuestro Señor de 1509

Bien entrada la noche, rodeamos el jardín hasta la puerta por donde habían salido el día antes los tres guerreros águila. Entramos en una sala desnuda, sin tan siquiera esterillas. Allí, Painalli tomó una bolsa y me dio una capa oscura. En lugar de atármela al hombro como era costumbre entre su pueblo, mi anfitrión me indicó que me la pusiera sobre la cabeza. Salimos por otra puerta y así pisé por primera vez la calle, totalmente oculto entre mis ropajes y acompañado por una luna en cuarto creciente cuya luz se tamizaba entre las nubes dispersas en el cielo.

Alcé la cabeza e intenté mirar a mi alrededor, pero sólo me dio tiempo a ver la fachada recta y sobria del edificio que me había albergado. Painalli me indicó que bajara la cabeza y me tapara con la capa. No me podía explicar por qué, aún no sabía lo suficiente su idioma, pero era evidente que me sacaban en secreto de Cempoalli. La ignorancia sobre las costumbres de aquel pueblo y la confianza en el único amigo que tenía allí me ayudaron a controlar mi intranquila curiosidad.

Caminamos unos pasos. Pude intuir otros edificios, creí que de grandes dimensiones. Tiempo después supe que eran palacios de los dirigentes de la ciudad. La luna quedó totalmente oculta tras las nubes, como si el cielo quisiera brindarnos su complicidad. Al poco, doblamos una esquina. Allí se nos unieron los guerreros águila. El jefe se situó delante, los otros dos me flanquearon y Painalli arrastró su cojera tras de mí. «¿Por qué tanto celo? —pensé. Hasta aquel momento, lo único que conocía de aquel pueblo era su hospitalidad y me sentía muy desconcertado—: ¿De qué me protegen?» Las anchas calles estaban desiertas y el silencio sólo se rompía por el murmullo de agua circulando y el crepitar de las antorchas que hacían bailar las sombras de nuestros pasos. De reojo me pareció ver la silueta de una montaña. Me extrañó su presencia en medio de una ciudad, más que la regularidad fantasmagórica de lo que debían de ser sus laderas. Hasta que la luna creciente reapareció: no faltarían más de cinco o seis días para que estuviera llena. El corazón me dio un vuelco. No pude evitar detenerme y mirar mientras sentía que las sienes me palpitaban. Aquello no era una montaña, sino una construcción asombrosa. Sobre una base cuadrangular se elevaban unas paredes triangulares, como una pirámide pero sin vértice superior. Estas paredes eran escalonadas, como las terrazas de los cultivos montañosos. Unas majestuosas escalinatas ascendían hasta la cima coronada por un edificio. Todo ello decorado con relieves y estucados rojizos y azules y...

—¿Qué es eso? —se me escapó en voz alta.

Pude ver aquello sólo por un instante, pero me recuerdo a mí mismo mirándolo sin apenas atreverme a respirar, como si aquel instante fuera eterno. Noté que alguien apoyaba una mano sobre mi cabeza y me obligaba a bajarla. Enseguida reemprendimos la marcha. Pero mis ojos ya no intentaban captar detalles de las calles. Mi mente sólo veía aquel edificio titánico. «¿Cómo han construido algo así? No puede ser una obra humana», pensaba. A mi mente acudían la catedral de Vic, la de Barcelona, la de Girona... Pero aquello sólo era comparable con el mito del monte Olimpo, donde moraban los dioses griegos en sus palacios de cristal.

Vagamente recuerdo haber cruzado una muralla almenada. En algún momento los edificios de piedra pasaron a ser chozas de adobe y ramas. Luego, las calles se transformaron en un sendero. Sólo volví a ser consciente de mí mismo cuando oí la voz de Painalli:

—Frijol.

Giré la cabeza para mirarlo. Él señalaba las plantas que nos rodeaban con una sonrisa.

—Frijol —repitió poniéndose a mi izquierda.

El guerrero que ocupaba ese lugar se situó detrás de nosotros, mientras Painalli tiraba de mi capa para dejarme la cabeza al descubierto. Entonces me di cuenta de que caminábamos por campos de cultivo divididos por canales de trazado regular. Entendí que me indicaba que aquellas eran plantas de los frijoles que ya había comido. No vi casas cerca. Sólo campos. Luego bosque salpicado por cultivos de maíz. Y en el horizonte de aquel paisaje llano y húmedo, una cordillera montañosa que me recordó otra escena de mi vida en la que yo iba a caballo, también escoltado, pero de mis vasallos. Tuve que reprimir mis deseos de llorar al darme cuenta de que, en aquel rincón de mundo, con las montañas de fondo, también amanecía con la misma belleza que el día en que debía de haberme desposado.

El primer descanso fue en una fuente escondida entre el bosque, ya cerca de las montañas. No era un punto casual ni creo que determinado por un horario planificado en nuestro itinerario, sino que había sido pactado con alguien. Allí nos esperaban unos perros cargados como si fueran pequeñas mulas. Eran robustos, de un recio pelaje marrón corto, orejas puntiagudas y potentes mandíbulas. Parecían fuertes, pero... «¿Por qué perros? —me pregunté—. Iríamos más rápido a caballo e incluso sobre asnos.» Los miré con cierta sorpresa. Sin embargo, nadie pareció percibirla. Con la mayor naturalidad, los guerreros sacaron tortillas de los bártulos que cargaban los canes.

Comí pensando que quizá la ausencia de monturas nos hacía pasar desapercibidos, pero me pareció absurdo. Sin embargo, enseguida vi que no era el momento de hacer averiguaciones. Al acabar la frugal comida de tortillas, con frijol y algo de carne picante, mis compañeros se fueron recostando y al instante dormían. Sólo uno de los guerreros quedó despierto haciendo guardia. Yo miraba los perros cargados con sus cestos de vividos colores. Pero el cansancio del camino andado, el impacto de lo visto en Cempoalli y el sosiego de mi estómago lleno me sumieron en un sueño intranquilo a la sombra de mis propios recuerdos.

Así fueron los horarios de nuestro recorrido. Descansábamos durante las horas de más sol y caminábamos desde la caída de la tarde hasta pasada el alba. En los ratos de descanso, dibujé sobre el terreno pedregoso algún tosco caballo, pero Painalli negaba con la cabeza: no sabía qué era aquel animal. También dibujé mulas y asnos, incluso tirando de carretas, pero siempre hallaba el mismo desconcierto como respuesta de mi amigo. Llegados a las montañas, las superamos en menos de una jornada, nos introdujimos en una gran llanura y la cojera de Painalli, que en Cempoalli me había parecido siempre ligera, se fue haciendo más acusada, hasta que en su rostro se dibujaron expresiones contenidas de dolor al término de la jornada. Desde luego, con cualquier montura hubiéramos avanzado a más velocidad y le hubiéramos ahorrado aquel sufrimiento. Me costó hacerme a la idea, pero no tuve por más que aceptarla: igual que en Europa no había elefantes si no eran traídos desde tierras africanas, en aquella «tierra firme» no parecían existir animales de carga mejores que los perros. Mucho menos existían monturas y, al parecer, tampoco carretas. «Quizá ni ruedas», me aventuré a pensar no sin desconcierto.

A medida que se sumaban los días de marcha, sentía como propio el sufrimiento silencioso de Painalli. Me recordaba una penitencia cristiana de autoflagelación. Pero los guerreros águila parecían ajenos al sacrificio de mi amigo e inmunes a la generosidad de la misericordia. Al contrario, de vez en cuando se reflejaba cierto desprecio en los ojos del jefe, quien lo dejaba atrás sin aminorar el ritmo de la marcha. Hasta tal punto me llegó a indignar esta actitud que decidí también yo disminuir el paso, como la ayuda que todo hombre de bien debe brindar al necesitado, la pida o no; como la ayuda que me había brindado Painalli desde que desperté en su casa. La primera vez que lo hice, el jefe de los guerreros se giró hacia Painalli con un brillo de desprecio en sus ojos hasta que se cruzó con los míos. Por un instante, al ver la expresión de su rostro, evoqué con temor los latigazos del capataz de la mina. Pero para mi sorpresa, el jefe bajó la mirada y adecuó su paso al nuestro. «¿Por qué no se comporta igual conmigo?», me pregunté. Yo no estaba cojo y la única respuesta que se me ocurrió era que, con mi actitud, el jefe quizá había acogido la piedad inmanente a mi acción.

En nuestro camino puede divisar algunos campos de cultivo e incluso creí ver el trazado de caminos algo más amplios que aquellos por los que nosotros transitábamos. Cuando la silueta de algún poblado de casas de adobe se dibujaba, aunque fuera lejana, volvían a indicarme que me cubriera con la capa. Era evidente que evitábamos cualquier contacto con personas, pero no atinaba a imaginar de qué índole podía ser la amenaza que sobre mí se cernía y que tantas precauciones conllevaba.

Me centré en lo mismo que me había ocupado en la casa de Cempoalli: aprender el idioma. Aprender para saber formular las preguntas que me rondaban. Painalli, paciente y amistoso a pesar de sus dolores, aprovechaba la luna, las estrellas, las piedras, la carga, la montaña..., para seguir pacientemente con sus lecciones. Y esto me serenaba. Me serenaba en el avance y, en los momentos previos a caer dormido, repasaba las palabras aprendidas para frenar los desvaríos de mi mente acerca del destino que me aguardaba.

Lo único que sabía era que avanzábamos en dirección nordeste, aunque creía ver en el mapa estelar que a veces rodeábamos este rumbo para acabar retomándolo. Bordeamos un lago de agua salada de nuevo en dirección a las montañas, pero esta vez era una masa más espesa y alta de picos entre los que destacaban sobre todo dos. Según pude entender por los dibujos de Painailli, eran enormes volcanes: el Popocatepetl y el Iztaccihuatl. Luego, el repaso lingüístico empezó a dejar espacios en mi mente para pensar acerca de la enorme construcción que vi al salir de Cempoalli. Con dibujos, gestos y las pocas palabras que ya era capaz de articular, logré saber que se trataba de un templo. Painalli se mostraba orgulloso y, antes de dormir, iniciamos un nuevo tipo de lección. De su hatillo sacaba una especie de pergamino, me dibujaba deidades con un pincel a las que aplicaba su nombre y, con más dibujos, intentaba explicarme su significación. Tenían un dios de la lluvia, Tláloc, un dios de la guerra de nombre impronunciable, Huitzilopochtli... Y diosas, como la de la luna, Coyolxauqui, o Cihuacóatl, diosa de la fecundidad según creí entender. Tiempo después supe que era mucho más complejo de lo que Painalli me había expuesto, pero en aquellos momentos me pareció como el panteón de dioses griegos o romanos, y así procuraba memorizarlos, intentando establecer una relación entre los que podían tener un elemento común como el viento, y los que eran totalmente únicos, propiedad de aquel pueblo.

Los guerreros, aparte de las expresiones de desprecio hacia Painalli, siempre se mantuvieron distantes. Ni siquiera llegué a saber sus nombres a pesar del largo viaje emprendido. Sin embargo, durante aquellas lecciones, mal disimulaban cierta expectación. E incluso me sentí especialmente observado cuando Painalli me habló de Quetzalcóatl, dios del viento, y creí entender que también de la escritura. Cierto que se extendió en su explicación sobre él, e incluso no sé por qué señalaba al planeta rojo, Venus, en el cielo. Pero la verdad es que aquella visión del mundo me resultaba tan ajena que no hice caso a sus reacciones y me centré en intentar asimilar aquellas enseñanzas.

En algunos tramos del recorrido, los distantes guerreros águila parecían más nerviosos. Una noche de aquellas creí divisar una silueta que podía ser de una ciudad, dado que se veía alguna construcción elevada como aquel templo piramidal, pero mucho mayor dada la distancia que debía de separarnos de ella. Sólo entonces me di cuenta de que Cempoalli no era una ciudad aislada y que debíamos de haberlas estado evitando con mayor celo incluso que los poblados de adobe que habíamos dejado atrás. Recordé las poleis griegas. «¿Quizá se rijan por una estructura similar? ¿Quizá Tenochtitlán sea como Esparta o Atenas?», llegué a pensar. Mas estas preguntas me crearon una zozobra sutil, un malestar: ¿por qué si eran poleis civilizadas las evitábamos con tanto celo? Creo que en aquel momento fue cuando empecé a intuir que, más que protegerme a mí, tal vez estaban protegiendo a su gente de mi presencia. Pero más que una idea clara, era una vaga sensación que no llegaba a articular.

Llevábamos cinco días de marcha y la luna ya era casi llena cuando volvimos a ascender terrenos montañosos. El tiempo de reposo lo pasábamos escondidos. Nos alejábamos del estrecho sendero que seguíamos y, ya en una cueva, ya entre los robles, nos ocultábamos siempre que hubiera un ápice de luz. No nos apresurábamos al alba, ni aprovechábamos el último rayo de sol para iniciar una jornada. Sólo viajábamos de noche y prácticamente eran los perros los que me ayudaban a discernir dónde poner el pie en la oscuridad. En el último tramo, me obligaron a ir cubierto siempre. Los fríos guerreros parecían más nerviosos que nunca, y Painalli caminaba con tal jovialidad que su cojera parecía desaparecer a pesar de la crudeza del avance.

—Tenochtitlán cerca —me decía con una sonrisa.

Cada vez que oía ese nombre notaba un nudo en la garganta que me costaba deshacer. Hasta que una noche, al cabo de dos días, la luna llena nos iluminó en la cima de la montaña. Todos empezaron a descender menos yo. Mis piernas temblaban. No sé aún si era por la emoción o por el miedo.

—Guifré, vamos —me apremió Painalli unos pasos ante mí.

No lo miraba. Estaba petrificado. Al igual que ante el jardín de su casa, Painalli subió y se situó a mi lado, buscando ver con mis ojos. Me miró. Mi cara debía estar desencajada, la suya reflejó compasión. Atiné a balbucear:

—Tenochtitlán.

Creo que se le humedecieron los ojos al asentir señalando un lugar concreto sobre el agua. Volví a mirar al frente. Un lago enorme rodeado de montaña, un ininteligible tintineo de pequeños puntos de fuego que esbozaban masas urbanas más allá de mi imaginación y, en el punto que Painalli señalaba, la luna proyectaba su luz sobre la silueta de una enorme ciudad que flotaba en el agua.

—¡Santo Dios!

Me llevé las manos a la boca. ¿Con qué comparar aquello? Painalli me puso la mano sobre la espalda y sentí dos palmadas suaves. Advertí que mis pies avanzaban, pero todo era pura inercia y mi impresión al salir de Cempoalli se convirtió en una especie de burla. «¿Quién es esta gente?», preguntó mi mente.

Tendrían que haber llegado antes que la luna llena ribeteara las orillas del lago. Desde que bordearan Cholula al pie de la montaña, aquella era la parte más arriesgada del trayecto, pues las ciudades erigían su opulencia haciendo del valle la zona más poblada desde antes de la llegada de los mexicas. El jefe de los guerreros águila había optado por el paso entre los volcanes, el más difícil, y por ello menos transitado. Pero a la vez, se había agudizado la cojera de Painalli. Sin embargo, la culpabilidad que sentía el calpixqui al saberse causa del considerable retraso se esfumó al vislumbrar el final del trayecto. «Con la capa y por agua, no tienen por qué verlo», pensó al iniciar el descenso que por fin lo devolvería a Tenochtitlán. No se percató de que, justamente, el motivo de aquel viaje se había quedado parado en la cima del paso de la montaña. Se detuvo y se giró hacía él:

—Guifré, vamos —le incitó con una sonrisa.

Pronto Painalli frunció el ceño, extrañado. El extranjero miraba hacia el agua rodeada de montañas y volcanes. Painalli creyó percibir que las piernas de aquel hombre de imponente estatura temblaban ligeramente. Al oír su voz, Guifré lo miró. El calpixqui vio el rostro del extranjero agarrotado en una mueca indefinida. El mexica sintió un nudo en el estómago. Su propia emoción por regresar a su hogar le había hecho olvidar cuánto podía impresionar, e incluso confundir, la magnificencia de aquel paisaje urbano a los ojos que lo veían por primera vez. Y sobre todo a un extranjero que no había visto más del pueblo mexica que un jardín en Cempoalli y campos de milpa y frijol en el camino. Sintió unos enormes deseos de reconfortar a Guifré, de protegerlo. Se colocó a su lado y, cuando la voz temblorosa de aquel hombre murmuró «Tenochtitlán» con ojos casi desorbitados, inexplicablemente Painalli sintió las lágrimas pugnando por salir al señalar el punto en el que se entreveía la ciudad, a pesar de la distancia, clara e imponente sobre el agua.

Guifré dijo algo en su idioma. Painalli sólo capto una exclamación sobrecogida acompañada por un gesto que no supo si interpretar como admiración o pavor. «Es tan humano... —pensó el calpixqui—. ¿Cómo le explico que lo van a tomar por el emisario de un dios? ¿Cómo lo prevengo de que lo van a utilizar como instrumento político?» Painalli notó sus propias manos sudorosas y se le aceleró el corazón. Pero eso no iba a ayudar a Guifré. Así que intentó simular la mayor serenidad y le dio unas suaves palmadas en la espalda para que, con el calor del contacto humano, volviera a caminar.

Miztli, el jefe de los guerreros águila, caminaba tenso. Le impacientaba la lentitud del avance hacia el lago, pero esta vez tuvo la extraña sensación de que no era por culpa de aquel calpixqui tullido. La cojera del hombre parecía haber desaparecido y no mostraba ninguna señal de dolor en el rostro. Sin duda, debía de ser por el emisario de Quetzalcóatl. Era obvio que el reencuentro con la tierra de su señor, el uso cabal de los dones otorgados por el dios para precisamente magnificarlo, le producían emoción. Se veía en su cuerpo tembloroso. Por eso el guerrero respetó aquel ritmo. «Si al amanecer no hemos alcanzado Tenochtitlán, será porque el propio Quetzalcóatl así lo desea. Entiendo que eso está por encima de mis órdenes», pensó.

Aun así, no podía evitar el nerviosismo. De hecho, no le había abandonado desde que vio a aquel ser por primera vez. Su ignorancia manifiesta cuando se suponía que era el emisario del dios del saber le hizo dudar de su vínculo con la divinidad, con Quetzalcóatl. Pero Miztli no había sido enviado para un dictamen teológico. Era parte del cuerpo más selecto de guerreros de Tenochtitlán, y no había recibido órdenes de los sumos pontífices de la ciudad, sino del mismísimo cihuacóatl Chimalma, tío y brazo derecho del Tlatoani. En cuanto Miztli vio a aquel ser por primera vez, entendió por qué aquello era asunto de gobierno antes que de religión. Su tamaño sobrehumano, su piel imposible, aquella cabellera ondulada del color de las milpas secas, el pelo en su rostro... Sin duda, su aspecto era imponente. Exhibirlo por aquellas tierras era pasear a un dios. Y el control de la situación resultaba esencial. Incluso sus dos hombres, grandes guerreros, de los pocos capaces de capturar a cuatro prisioneros en su primera batalla, habían oscilado durante todo el viaje entre el temor y la expectación a pesar de su devoción casi íntegra a Huitzilopochtli, dios de la guerra, su patrón. El jefe estaba convencido de que ni Chimalma era consciente de hasta qué punto el control era esencial en aquella ocasión.

Aun así, Miztli se sentía afortunado. No sólo por la importancia de la misión, sino porque el extraño hombre se había mostrado dócil en todo momento. Y ni ahora, ya cerca de la orilla del lago, hacía ademán de retirar la capa que lo cubría por completo para observar las ciudades cercanas. En aquel punto, no podía permitirle avanzar de otra forma. Pero no dejaba de preguntarse: «¿Tendré valor para obligarle a cubrirse si desea mirar mientras vamos por el lago?».

La ruta había sido escogida con esmero. Si hubieran elegido el paso más transitable, al norte del volcán Iztaccihuatl siguiendo el río Atayoc, habría sido más rápido embarcar cerca de Chalco. Pero tanto el paso como los islotes e istmos que circundaban el lago en aquella zona fueron expresamente prohibidos por Chimalma. Ahora se alegraba de ello. Con la luna llena, pasar cerca de Xico le producía desconfianza. Por eso, entre los campos de milpa y frijol, se dirigieron a pie hasta un punto entre Xochimilco y Atlapulco.

A medida que se acercaban, Miztli notó que las sienes le latían como le sucedía antes de entrar en una batalla. Debían apresurarse, pues antes del amanecer tenían que alcanzar Tenochtitlán. En la ribera, su nerviosismo se acrecentó, el corazón le latía más allá de lo que jamás hubiera imaginado posible. «¿Y la barca?», se preguntó oteando entre la vegetación. Quizá el retraso hubiera anulado la misión, tal vez la habían retirado del lugar pactado. Pero no podía dejar que se notaran su incertidumbre y su miedo. Mandó detenerse a sus hombres.

—Yo voy a buscar la canoa. Que se siente —ordenó, e indicó con la mirada al gigante cubierto por la capa.

—Pero señor... —intentó quejarse uno.

El jefe sabía la razón de la queja: «Y si se niega, ¿cómo ordenar algo al emisario de Quetzalcóatl?». Entonces oyó la voz del calpixqui:

—Descanso, Guifré.

Miztli sonrió. Si algo había suavizado su desprecio hacia el cojo no era el respeto al recuerdo de su padre, gran guerrero jaguar a pesar de su triste final, sino el trato con aquel gigante posiblemente divino, un trato llano, directo, paciente... y valiente.

Al ver que Guifré se sentaba junto a Painalli, el jefe desapareció tras ordenar una cautelosa guardia a sus guerreros. No vio cómo el calpixqui ponía su mano sobre el brazo de Guifré. Painalli advirtió que el extranjero estaba lívido, sudoroso, y que unas líneas azuladas habían aparecido bajo sus ojos ausentes. Podía sentir su respiración intercalada con nerviosos suspiros. Se sentía culpable. «Tendría que haber esperado antes de enviar la carta. Por lo menos, podría haberle preparado mejor», pensaba. Pero recordó el escalofrío que recorrió su espinazo la primera vez que vio a aquel hombre, aunque estuviera tumbado en la playa, aturdido y claramente herido por las embestidas del mar. Recordó cómo se le desbocó el corazón la primera vez que Guifré le habló. «Si hubiera sabido lo que sé ahora...; de haber sabido de su humanidad...», se lamentó para sus adentros evocando los murmullos entrecortados que Guifré había proferido al rodear Atlapulco.

De poco valía ahora arrepentirse. Al sentir que uno de los perros husmeaba tras él, lo atrajo y lo acarició entre las orejas, donde el pelo sobresalía algo más en punta. Guifré sonrió ante la satisfacción que mostraba el can. «Quizás en su tierra también hay perros y reaccionan como estos», pensó Painalli.

El jefe de los guerreros volvió y reanudaron el camino. En la orilla, una canoa vacía los esperaba. Subieron, tras dejar a los perros allí abandonados, sin carga alguna. Painalli creyó ver cierta pena en el rostro de Guifré, que miraba cómo uno de los canes intentaba seguirlos a nado. El animal al fin desistió y volvió con sus compañeros de jauría.

Los remos sonaban con un rumor rítmico entre la incesante actividad de las aves nocturnas. La luna iluminaba su camino, pero aun así, el jefe de los guerreros esperaba que desde Acachinanco, donde empezaban las primeras casas de Tenochtitlán, divisaran la señal pactada. Pero sobre todo, esperaba que en una de las torres hubiera alguien que fuera capaz de descifrarla. Esperó, paciente, a que sus dos subordinados los acercaran. Enseguida se hicieron visibles los dos ramales en que se dividía la calzada sur: el de Coyoacán y el de Iztapalapa. Servían como dique y también como camino sobre las aguas. De hecho, si entraran en la fortificación situada en medio de aquella intersección de calzadas flotantes conocida como Acachinanco, podrían llegar caminando a la ciudad. Pero las órdenes eran acceder a la zona palaciega por agua.

Preparó las dos antorchas y dirigió su señal luminosa hacia la fortificación que se hallaba en medio del estrecho paso del lago. La ansiedad le dominó hasta que, en una de las dos torres, vio la respuesta esperada. No pudo disimular un suspiro de alivio. Pero enseguida, con voz autoritaria, ordenó:

—Deteneos.

Los remeros obedecieron. Estaban muy cerca de la fortificación de Acachinanco. La luna les iluminaba en medio del lago. El jefe águila se estremeció al sentirse vulnerable. Pensaba en los guerreros de Huexotzinco, ciudad al norte de Cholula que, aunque estaba al otro lado de los volcanes, había obligado al pueblo mexica a construir aquella fortificación dadas las imprevisibles incursiones que protagonizaran en otros tiempos. En las otras calzadas que salían de Tenochtitlán, por el norte y el oeste, no habían sido necesarias aquellas medidas de seguridad; todo eran ciudades aliadas. Su cuerpo se tensó al oír el sonido de cuatro barcas aproximándose. En un acto reflejo, sujetó su lanza con fuerza. No lo dejó de hacer ni cuando oyó un sonido como el que emite el aguilucho hambriento. Respondió como el padre águila que regresa al nido con comida y apareció la escolta que debía acompañarlos en su entrada a Tenochtitlán.

Cuando vi a aquel perro intentando seguirnos a nado, me acordé de mi hermano el día en que me pidió dejar la Iglesia. Me apiadé del animal como no lo había hecho de Domènech. Él me quería seguir, pero lo mandé a la orilla con los otros frailes. Cuando rechacé su petición, no dudé; me sentía seguro de hacer lo correcto y las razones eran claras: como primogénito, no le permitiría traicionar así la memoria de nuestro padre e incluso me dolió que él lo pretendiera. Pero ahora había perdido toda seguridad. Desde que viera aquel lago, caminé como si mi alma estuviera fuera de mi cuerpo, sin entender... Iba hacia algo, poderoso como mis convicciones de antaño, las mismas que durante siglos habían movido a hombres a construir iglesias, catedrales y ciudades bajo una visión concreta del mundo. Pero ¿qué convicciones movían a aquellos hombres a construir templos piramidales como montañas, ciudades flotantes y palacios? ¿Cómo veían ellos el mundo? ¿Qué mundo habían creado?

Sólo me pareció comprensible la reacción del perro. Me devolvió el alma al cuerpo cuando Painalli lo acarició. Me devolvió un pedazo de mí mismo al recordarme a mi hermano. Y los entendí a los dos, pues yo, en aquellos momentos, deseé ser el perro, lanzarme al lago y huir hacia mi orilla. Sólo que esta se hallaba en algún lugar indeterminado al este, muy al este...

La barca, estrecha y alargada, avanzó. Me mantuve con la cabeza gacha. No quería mirar más. Sabía al jefe ante mí y a Painalli detrás. Noté que otras embarcaciones nos rodeaban. Pero no hice el menor gesto. Me dejé llevar. El miedo del primer impacto había sido sustituido por una honda tristeza desde que mi alma regresara. Por primera vez, con dolor y una lucidez total, pensaba que si ellos eran ajenos para mí, incluso en su aspecto físico, ¿qué era yo para ellos? ¿Qué era yo en aquel mundo? En ningún momento había habido hostilidad. Sus precauciones eran obvias a esas alturas: no pretendían ocultarme sus ciudades, sino a mí de la población. Y eso tenía que significar algo. Me recriminé no haber pensado más en ello, fascinado por lo nuevo. Si hubiera estado más alerta, sin bajar la guardia ante la hospitalidad cómplice de Painalli, podría haber encontrado el modo de entender algo más acerca de lo que me esperaba en esa ciudad a la que me llevaban.

—Tenochtitlán —oí suspirar a Painalli a la vez que notaba su mano en mi hombro.

Me volví para mirar su rostro. Esbozó una sonrisa y con los ojos me indicó que mirara al frente. Me inspiró confianza y lo hice, más que por ver algo, porque esperaba tocar tierra y desembarcar para enfrentarme, por fin, a lo que fuera. Sin embargo, la sorpresa me sacudió. Entramos con las canoas, como la Venecia de la que había oído hablar. Enfilamos un canal de suaves curvas que nos introdujo en una red cada vez más tupida de edificios sin ventanas cuya blancura relucía con el brillo lunar. Alcé la mirada y vi jardines que sobresalían de los tejados planos. Cerré los ojos y oí que nos acercábamos a algún lugar donde reinaba la algarabía nocturna de los animales, demasiado notoria para estar rodeados de edificios, lo cual me hizo pensar que debían de estar enjaulados en algún lugar cercano. Volví a abrir los ojos, presa del entusiasmo de un chiquillo dentro de un mundo de leyenda, levanté la cabeza bruscamente para volver a mirar y se me resbaló la capa hacia atrás. Enseguida Painalli me cubrió de nuevo. Lo miré y vi mi entusiasmo reflejado en el brillo de sus ojos. Sonreía y asentía. La canoa embocó una curva hacia la derecha, él señaló hacia delante y vi una zona de enormes edificios desplegándose ante mí.

—¡Ni en sueños! —se me escapó.

Painalli tiró de la capa hacia atrás y dejó mi cabeza al descubierto. Jardines, jardines flotantes sobre grandiosos palacios; enormes edificios, blancos, estucados con colores sin igual, opulencia; y espacio, espacio abierto, ordenado... Y, sobresaliendo por arriba, a la luz de la luna, templos de la misma forma que el de Cempoalli pero... ¡aquello sí que era el Olimpo!

Dejamos atrás una calle en parte agua y en parte empedrada que se cruzaba con nuestro canal. Ya no sentía miedo, tampoco sentía tristeza ni resignación, no creo que fuera entusiasmo. Sólo sentía mi boca seca, el corazón rítmico y mi aliento acompasado. Me sentía vivo en un mundo que no era imaginable ni en sueños.

La canoa se detuvo ante una calzada empedrada, perfectamente sólida. Me hicieron bajar y volverme a cubrir. Caminamos unos pasos en línea recta, bastante rápido. Noté la respiración acelerada de Painalli tras de mí, pero nos seguía el ritmo. Salimos a otra calle. ¡Aquella sí que era una calzada enorme!

—¿Cuántos carros pasan por aquí? —pregunté sin esperar respuesta.

Giramos a la derecha. Al fondo pude ver una puerta que daba a un recinto del que sobresalían los grandes templos en forma de pirámide. Dimos unos pasos más, casi me empujaron hacia la izquierda y entramos en una calzada más estrecha. Nos detuvimos ante lo que supuse un palacio sin ventanas, como el resto de edificios que ya había visto. Sólo que yo no alcanzaba a ver ni imaginar las dimensiones de aquella construcción, pues sólo veía un muro y una puerta. Ante ella, los tres guerreros me rodearon, dejando a Painalli al margen. Lo miré, y por primera vez lo sentí angustiado.

El jefe de los guerreros llamó a la puerta, dos golpes rápidos y tres claramente pausados. Tragué saliva y noté que me dolía la garganta. La puerta se abrió.

En tierra de dioses
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