XXVIII
Barcelona, año de Nuestro Señor de 1509
Domènech salió de la sala del tribunal tras escuchar las respuestas de la acusada a cada testimonio en su contra. A sus puertas había visto gentes que empezaban a congregarse pidiendo la muerte de la bruja. Esto agradó al fiscal. Indicaba que su plan estaba funcionando perfectamente, y que la atención y los reproches se desviaban de la persona del Rey. Sin embargo, se preguntaba cómo se desarrollarían los acontecimientos si de todos modos estallara una revuelta, dada la escasez ya al límite. La Navidad estaba cerca. Y ahora, sin duda, aquellas turbas congregadas convertían la posibilidad en una auténtica amenaza.
Entró en su despacho y dejó sobre la mesa los papeles que portaba. Se sentó, se inclinó a la derecha y abrió una de las portezuelas de la arquimesa. De ella sacó una carta aún lacrada. Se recostó sobre el respaldo, dispuesto a leerla, cuando la puerta de su estancia se abrió inesperadamente. En un acto reflejo, introdujo la carta entre los pliegues del hábito. Juan de Aragón acababa de entrar. Cerró la puerta tras él y, en unas zancadas, se plantó ante la mesa de Domènech.
—Fraile, hay aires de revuelta —le espetó.
Al dominico le irritó la interrupción y le indignó la rudeza de su entrada. No se movió, pese a que el lugarteniente general, con las manos apoyadas sobre su mesa, le mostraba los dientes como un fiero perro de caza.
—Ya nadie culpa al Rey —respondió Domènech cándido—. Apenas es objeto alguno de rumor.
—A mí tu tono inocente no me convence como al obispo. El objetivo de tu plan era evitar una revuelta. No quiero una ahora, ¿lo entiendes? No la quiere Su Alteza.
Domènech miró a don Juan sin mover un solo músculo de su rostro. Al lugarteniente le sorprendió su frialdad, su tranquila falta de temor. El silencio lo irritaba, a sabiendas de que el halle no estaba pensando una respuesta, sino que simplemente lo observaba. Don Juan tragó saliva y, por último, se sentó en la silla que tenía tras él sin bajar la vista. El respaldo, recto, resultaba incómodo. Y sentado allí, se veía obligado a alzar la cabeza para sostener la mirada al fraile. El lugarteniente apretó los puños sobre su regazo.
—Al caso le queda poco —arguyó Domènech secamente—. Hoy harán llegar al defensor una copia escrita de las declaraciones. Y tal como están las cosas, esa mujer no tiene muchas posibilidades de defensa: no hay testimonios favorables y los míos son intachables.
—¿Y eso qué nos garantiza, fray Domènech?
—Una hoguera.
—¿Antes de que estalle la gente? Todos esos escritos arriba y abajo, tanta letra... No habrá hoguera a tiempo.
—Quizá llegue el trigo antes, ¿no? —Domènech arqueó las cejas ante el ceño fruncido del lugarteniente general, que ya negociaba el desbloqueo del trigo de Sicilia—. Confíe en Dios. Sus designios son inescrutables, cierto, pero Él está con nosotros, mi señor.
Don Juan de Aragón suspiró y se puso en pie. Mantenía los puños cerrados.
—Muy bien. Alabo tu fe, fray Domènech, y si ha de tener tanto poder, sin duda te servirá para elevarte. Pero no dudes de que si hay revuelta, no sólo arderá la bruja, sino también tu carrera.
El fraile permaneció inmutable, con los ojos fijos en él. Ni siquiera pestañeó. Don Juan sintió que un escalofrío le recorría el espinazo. Se levantó y salió de allí apresuradamente.
Domènech sonrió al ver cómo se cerraba la puerta. Le gustaba la sensación de control y, realmente, con Juan de Aragón había resultado divertido. «No sólo la palabra solivianta o aplaca, también lo hacen los silencios», le había dicho uno de sus maestros en Roma. Recordaba aquella lección muy a menudo.
De pronto, su sonrisa se borró. Sacó la carta escondida entre los pliegues de su hábito. Rasgó el lacre aplastado por un anillo liso, sin escudo. Desplegó el pergamino y los rasgos de una letra familiar se dibujaron ante sus ojos. La prosa, sin nombres ni saludos, era directa y parca:
Me congratula su habilidad, aunque las cosas no hayan salido exactamente como yo esperaba. Entiendo que no haya podido evitar la desaparición de los papeles del caso del gobernador de su mesa de trabajo y agradezco nos haya advertido del posible uso que se haría de ellos tras descubrir por sí mismo lo que yo había juzgado innecesario que supiera. Lo tendré en cuenta para futuras colaboraciones. Según me informan desde Sicilia, ha sido un chantaje burdo y ofensivo. Y permítame reconocerle que sus exactas observaciones al respecto han sido decisivas para que el orgullo y el honor mancillado no estuvieran por encima de la negociación.
Desde luego, una revuelta en la ciudad no interesa a nadie, pues el vulgo ya ha demostrado en anteriores ocasiones qué puede hacer y que no distingue entre el Bien y el Mal en su obcecación por cuestionar, como el hijo que desoye a su padre, los mandatos divinos que ordenan los derechos de los hombres en nuestras tierras. Por ello, he tomado las medidas necesarias para reconducir esta lamentable situación y evitar así que nadie pueda imputar al honor de la nobleza catalana los males de su pueblo. Sepa que su discreta diligencia se verá recompensada.
Quede con Dios.
G.P.
Domènech se recostó en la silla, sonriente, y notó un leve dolor en la espalda. Pero esto no le hizo perder la sonrisa. Levantó los brazos por encima de su cabeza y se estiró, notando cómo se destensaba la musculatura. Sólo un tema ensombrecía su satisfacción, pero lo resolvería aquella misma noche con la ayuda de Dios.
El fiscal bajó al sótano del Palacio Real Mayor y se dirigió directamente hacia la sala de torturas. Lluís había encendido algunas antorchas y el lugar estaba bien iluminado. Al entrar, no pudo evitar una sonrisa. Los aparatos para someter a cuestión a los pecadores durante los interrogatorios se distinguían entre las sombras. El verdugo le devolvió una sonrisa de dientes negruzcos. Lo aguardaba entre el pozo y el potro, con su jubón ensangrentado, cumpliendo con lo que le había ordenado su patrón. Estaba ansioso por empezar.
—Aquí tiene la silla, frente a la entrada, tal como había pedido —le dijo.
—Perfecto. Sitúate tras la puerta —respondió el fraile tomando asiento.
El verdugo obedeció. Ya se oían unos pasos acercándose por el pasillo. La puerta se abrió y Lluís percibió el reflejo de una capa de sacerdote. Sin embargo, el cura no lo vio.
—Fray Domènech, ya podría haberme citado en un lugar más...
—¿Más discreto? Lo dudo, padre Miquel —le interrumpió.
El sacerdote se estremeció ante la tranquilidad de aquel fraile, confortablemente sentado en un lugar tan desagradable. Sobre el potro, a su izquierda, se veían restos de sangre y el pozo desprendía un hedor nauseabundo. Domènech disfrutaba al ver al padre Miquel sin asomo de su sonrisa bobalicona. Era obvio que deseaba resolver aquello rápido para volver cuanto antes a su acogedora estancia.
—Y bien, ¿qué debe comunicarme que el conde no pueda decirme directamente? —preguntó.
—Su origen —respondió Domènech.
El dominico se puso en pie para recrearse en el rostro de quien tenía enfrente. Había mudado, mostrándole una expresión desafiante que jamás hubiera creído posible en él.
—¿A qué se refiere?
La voz del sacerdote incluso parecía profunda. Domènech hizo una señal y se oyó el sonido suave de la puerta al cerrarse. El padre Miquel miró hacia atrás y vio a un hombre de nariz grotesca, sin apenas cuello, pero con espaldas y brazos enormes. Volvió a mirar al fraile y se le heló la sangre al ver una sonrisa, por primera vez, en aquel rostro inmutable. El cura sintió que le sujetaban fuertemente por detrás. El dominico se apartó y el hombre que lo sujetaba lo arrastró hasta la silla.
—¿Qué pretende? ¿Se ha vuelto loco? —le increpó el cura mientras notaba sus manos sujetas a una soga, por detrás del respaldo.
—No. Desde luego, no soy yo el loco.
Domènech se inclinó sobre él. El sacerdote notaba su aliento en la cara y tragó saliva al advertir el brillo gélido de sus ojos. El fraile asió la sotana con fuerza y tiró hacia arriba. El padre Miquel notó que se elevaba del asiento mientras sentía cómo crujían los huesos de sus brazos. Cayó sobre la silla cuando saltaron los botones de la sotana y Domènech lo soltó bruscamente.
Al descubierto quedaron los calzones del sacerdote. El fraile miró al verdugo y este se colocó al lado del padre Miquel. Metió la mano entre la entrepierna y sacó la prueba definitiva de sus orígenes. «¿Cómo lo ha sabido?», se angustió el secretario del obispo al ver que el dominico arqueaba las cejas.
—Soy cristiano —escupió Miquel.
—A lo sumo, nuevo cristiano. Y como sabes, no pueden ser sacerdotes.
—Mi fe es verdadera.
—Perfecto; te ganarás el cielo, supongo. Pero ¡Santo Dios! ¡Cómo se pondría el obispo si supiera esto! —Y dirigiéndose al verdugo, añadió—: Desátalo y vete.
El hombre obedeció. Mientras Lluís salía por la puerta, Miquel se apresuró a cubrirse, humillado ante la mirada de Domènech. Se hubiera lanzado sobre él, sólo por el placer de desencajarle aquella cara siempre tensa. Pero se contuvo, con la cabeza gacha, intentando calmarse. Su teatral exclamación sobre el obispo le decía al sacerdote que aún podía salvar la vida. Al fin, se atrevió a volver a mirar al fiscal de la Inquisición.
—Bien —comenzó el dominico paseándose altivo ante él—, no sólo sé que eres de origen judío y que eres perpetrador de una herejía que sin duda daría con tus huesos en la hoguera. También sé dónde vive tu padre y a qué se dedica. ¡Menuda burla! O sea que, desde tu puesto, encima proteges a un hereje descarado, que no sólo es judío, sino que además guarda libros prohibidos en su casa. Interesante.
Domènech hizo una pausa, se detuvo y miró al cura a la cara. Le gustó lo que vio: la furia de la impotencia reflejada en sus ojos, en su rostro flácido y pálido, en su corpachón cebado, reteniendo la tensión. Se acercó a él. Le puso las manos sobre las rodillas y continuó, casi en un susurro:
—Me interesa que continúes siendo el secretario del obispo a las órdenes secretas de Gerard de Prades. Pero ahora ya sabes a quién te debes. ¿Entiendes? Seguro que encontrarás la forma de serme útil, y no sólo cumpliendo lo que yo te ordene. Sin duda alguna, jugando con la información has burlado a muchos cristianos devotos.
Domènech se irguió sonriente, dio la espalda a su nuevo peón y salió de la sala de torturas.
En la explanada del Borne, las tribunas rebosaban de nobles bajo los coloridos toldos que les protegían del sol poniente, y la muchedumbre se arremolinaba a sus pies, más apretada que en día de justas. Que el grano hubiera llegado a Barcelona un día antes de que quemasen a la bruja no empañaba el éxito de Domènech. Al contrario. Los rumores que habían recorrido la ciudad concluyeron en juicios que oscilaban entre «yo no veo que quemar a una mujer nos pueda dar trigo. Sólo es alguien a quien colgarle el mochuelo» y «quizás ha echado un maleficio a toda la ciudad. Es una hereje». Con la llegada del trigo y la inminente hoguera, sólo los últimos habían prevalecido entre el vulgo. Y ahora, como si al Señor hubiera que agradecerle la recepción del grano, acudían en masa a la quema de la hereje.
—Si no fuera por el Santo Oficio...
—Dios no nos ha abandonado.
Estos eran los comentarios que oía el fiscal al pie del cadalso. Estaba en un lateral del mismo, entre la gente del pueblo llano. A Domènech aquel espectáculo le parecía vulgar, pero le satisfacía pues ahí radicaba el poder por el que su Orís natal se le había quedado pequeño. El túmulo de leña estaba listo y, desde su privilegiada tribuna, el obispo confería al acto solemnidad litúrgica. Aunque la casulla quedaba deslucida por la capa pluvial que la tapaba, el báculo y la alta mitra ricamente decorada con pedrería lo hacían imponente. «Algún día seré yo quien lleve el anillo pastoral», pensó Domènech viendo reconocido en el obispo un mérito que era suyo. El dominico sabía que, a sus veintitrés años, aún le quedaba un largo camino por delante, pero no pensaba superar la treintena para optar al cargo.
A uno y otro lado del obispo se sentaron los dos inquisidores. Si a Domènech no le importaba estar fuera de aquella tribuna de personalidades era porque se sabía ya poseedor de uno de los cargos de inquisidor. Su ascenso sería inminente tras la quema, y sabía que gracias a su extraordinaria jugada con los dos bandos, nadie se opondría. El obispo se lo había comunicado ya como algo hecho, aunque aún no fuera público. Por eso el fraile le devolvió una forzada sonrisa al lugarteniente, en pie tras el prelado. El vulgo aún no reconocía sus méritos, pero ya llegaría la hora. De momento, se sabía reconocido por quienes le interesaba, y con eso le bastaba.
La carreta que llevaba a la bruja apareció traqueteando entre la muchedumbre que le abría paso y estalló el griterío. Domènech se sintió incómodo, pero guardaría la experiencia para recordarla cuando lo observara desde el lugar privilegiado que le correspondía. «Debe de ser fascinante», pensó sonriente. Miró hacia las tribunas y vio a la nobleza engalanada con sobriedad para la ocasión. No vociferaban como el vulgo, pero algunos señalaban a la bruja y reían burlones con lo que a Domènech le pareció más malicia que insulto. «Quizá se creen a salvo, pero nadie está libre de pecado», pensó el fraile. Observó a la condesa de Manresa, que incluso en aquella ocasión debía de haber hecho el comentario más ocurrente, dada la hilaridad que despertaba a su alrededor. A Domènech le dio la sensación de que era él el objeto de sus burlas, pues la mirada de la condesa no estaba en la bruja, sino posada en su rostro anguloso.
—Yo no soy parte del espectáculo —masculló entre dientes.
El carro pasó cerca de Domènech, pero sólo pudo ver de espaldas a la bruja que tan bien conocía. Reducida su ropa a harapos, en su piel quedaban las señales del sometimiento a cuestión. Las purulentas rayas, enrojecidas en sus bordes, le parecieron una bella representación del camino a la pureza del alma. Lluís ocultaba el rostro con el capuchón negro. Pero su cuerpo, amplio y sin apenas cuello, era reconocible, y a Domènech le pareció que se le veía favorecido. El verdugo tomó a la mujer de la mano, burla del ritual entre dama y caballero, y la llevó al poste. El fraile notó cierta punzada de excitación al ver el temblor de la bruja. El verdugo la ató con la leña a sus pies. «Jamás ha estado tan bella», pensó Domènech. Durante el juicio evidenció ser criatura del pecado, y cuando sus ojos castaños mostraban temor durante el interrogatorio del fiscal, este notaba que obraba en su cuerpo la tentación del deseo carnal.
El verdugo encendió el fuego. La muchedumbre gritó alborozada. Domènech sintió algo más que la tentación. Notaba que su miembro viril se hinchaba, poderoso, mientras él se recreaba en ella, la bruja vencida, cuya fina cara se desmoronaba entre la bruma de la humareda y el llanto. A medida que la pecadora gritaba su inocencia, que imploraba el perdón en desvaríos que ya sólo podían estar dirigidos al Señor, el fraile notaba su excitación en aumento, haciendo cada vez más difícil y ostentosa su respiración. El olor del fuego que devoraba ya los pies de aquella mujer le obligó a cerrar los ojos, extasiado. Le recordaba a algo. Ya sólo oía los gritos de la bruja y el latir acelerado de su corazón. «Los pollos», pensó. Sí, era como el olor que inundaba el patio del castillo de Orís cuando las siervas quemaban las plumas de los pollos a la lumbre. Respiró hondo y abrió los ojos. Los gritos de la bruja habían cesado. El dolor ya le había hecho perder el sentido. El olor todavía era placentero, pero Domènech suspiró decepcionado. Los latidos de su corazón se fueron acompasando. Giró la cabeza hacia la condesa de Manresa, en las tribunas. No le sorprendió descubrir que lo miraba. La noble se atrevió incluso a sonreírle. Y el fraile se sorprendió cuando se descubrió a sí mismo devolviéndole la sonrisa.