XLVI
Barcelona, año de Nuestro Señor de 1519
Domènech llegó a la antesala de la estancia donde Adriano trabajaba y se sentó a la espera de ser recibido como si fuera un vulgar secretario. Desde hacía ya un par de meses, el obispo de Barcelona tenía la sensación de ser un invitado en su propio palacio. Fuera de lugar entre las gentes de una corte cuya actividad se había tornado frenética antes de abandonar la ciudad, parecía que no habían fijado fecha concreta para su marcha, así que no tenía más remedio que conformarse. Se lo tomaba como una prueba, una oportunidad para prepararse y hacerse a la idea de cuál sería su lugar en los tiempos que seguirían a su salida de la Ciudad Condal. Consideraba que sentirse subestimado era sólo una etapa necesaria para ascender y ocupar el lugar que realmente le correspondía en el orden divino. E interpretó que la desaparición de las manchas de su cuerpo así lo confirmaba.
Esto lo armaba de paciencia, aunque no evitó sus decepciones. Pero gracias a ello tampoco tenía mayores expectativas ahora que, por fin, Adriano, lo había convocado. Hacía algo más de dos meses que don Carlos fuera nombrado Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, además de Rey de una Castilla que crecía con nuevas tierras en las Indias Orientales. Pero las tareas de Domènech se habían limitado a la gestión de su archidiócesis, sin ninguna instrucción específica de Adriano salvo la de la preparación de una misa de agradecimiento a Nuestro Señor por conceder a Su Majestad la gracia divina. Eso fue die2 días después de la llegada de la noticia, y aunque durante la misa en la catedral percibió la emoción de Su Majestad al elevarse el cántico del Te Deum entre las arcadas, sólo recibió una sucinta felicitación de Adriano de Utrecht por la magnificencia de la liturgia. Después, silencio absoluto.
Aunque había esperado desempeñar un papel más representativo, Domènech se decía que si Adriano no requirió antes sus servicios se debía a una única razón: el cardenal tenía pensada para él una tarea poco visible, un trabajo de hormiga cuya discreción necesaria, en parte, vendría dispensada por disfrutar tan sólo de su cargo de obispo de Barcelona, sin especial relevancia en el reino de Castilla.
Phillippe, el sacerdote regordete y pecoso que servía a Adriano, lo sacó de sus pensamientos al anunciarle que sería recibido en aquel momento. Domènech se puso en pie y pasó ante el cura con la altivez propia de su rango. Este no le siguió, sino que cerró la puerta tras él. El cardenal, sentado frente a su mesa de trabajo, leía unos documentos.
—Tome asiento, por favor, Ilustrísima Reverendísima —le indicó en tono cálido pero sin levantar la mirada del pergamino.
Domènech cruzó las manos a la altura de su cíngulo y se sentó. Le desagradó sobremanera verse separado del cardenal y obispo de Tortosa por la gran mesa de roble en su propio palacio episcopal, pero aun así sonrió al recordar que las sillas de las estancias del Palacio Real Mayor que albergaban al Santo Oficio eran francamente incómodas. «Al menos, estas tienen un buen respaldo», pensó recostándose para aparentar tranquilidad.
A la espera de que Adriano le prestara atención, sus ojos se pasearon por los papeles dispuestos en la mesa; tuvo que esforzarse para no fruncir el ceño ante el desorden reinante. Su mirada cayó sobre una cédula real fechada en aquel mismo día que disponía que el oro de los rescates de las Indias Orientales fuera labrado en piezas y contabilizado. «Supongo que Su Majestad querrá llevárselo. Aunque no creo que esta cédula se refiera al oro de esas nuevas tierras de las que hablaba fray Benito», se dijo Domènech esbozando una sonrisa burlona al recordar al fraile. Este representaba los intereses del gobernador de Cuba, que pretendió el título de Adelantado sobre unas nuevas tierras a las cuales había enviado ya a un tal Cortés. Pero aquel mismo año, arribaron a Sevilla representantes de una ciudad llamada Villa Rica de la Vera Cruz, posiblemente fundada por ese Cortés en las tierras sobre las que pretendía el título Velázquez. Estos procuradores, llamados Montejo y Portocarrero, eran portadores de un gran tesoro que entregaron a la Casa de Contratación de Sevilla. Según se rumoreaba en la corte, también habían llegado acompañados de indios de lo que eran nuevas tierras para la Corona, aparte de Cuba o La Española. El rey Carlos despachó mensaje a los procuradores para que acudieran donde él se hallaba. Eso sí, después de que una cédula real ordenara entregar el oro de aquel tesoro al guardián de joyas de la Corona. «Pero que yo sepa, el Rey no quería fundirlo, sino verlo. Dicen que había una enorme rueda de oro con extraños símbolos», pensó Domènech mientras a su corazón asomaba el fugaz deseo de escapar de todo aquello y, sin ataduras, explorar nuevos mundos.
—Bien —le interrumpió Adriano mientras cubría con la mano la cédula que el obispo observaba—, disculpe que lo reciba así.
—Es un momento de gran agitación, supongo.
En su respuesta, el prelado enfatizó la última palabra. La fugaz ansia de libertad se había esfumado con el gesto de Adriano.
El cardenal le sonrió y se acomodó sobre su silla, al tiempo que escrutaba la fría mirada del obispo de Barcelona.
—Su Majestad tiene que embarcar —comenzó Adriano—. Primero irá a Flandes, pero antes desea convocar las Cortes de Castilla. Necesito su ayuda para asegurarme los votos favorables a la petición del subsidio que solicitará Su Majestad.
—Cataluña no es Castilla, y el funcionamiento de las Cortes tampoco es el mismo —objetó Domènech con frialdad.
—Me consta. Pero esa diferencia no será un obstáculo para usted. Los castellanos pueden oponerse, desde luego, pero las Cortes de Castilla tienen menos poder que las catalanas. Son básicamente un órgano de consulta para la monarquía y, ante todo, debe recordar una cosa, Ilustrísima Reverendísima: no nos pueden pedir una compensación por agravios cometidos por la Corona antes de hablar de los subsidios. Es cuestión de hacer cumplir la legalidad vigente en Castilla.
Domènech bajó la mirada hacia la mesa de roble. Su mandíbula se movió ligeramente, mientras sus manos entrelazadas concentraban toda la fuerza en su regazo. Al fin, clavó los ojos en Adriano.
—Entonces disculpe, Eminencia Reverendísima, pero no entiendo para qué necesita mi ayuda. No entiendo de qué ha de servirle un humilde clérigo catalán como yo.
—¡Por Dios! —exclamó Adriano levantándose. Rodeó la mesa y se sentó en la silla que había libre junto al obispo—. Usted es un siervo de Dios dotado de extraordinario talento. Y seguro que ya ha pensado en el modo de servir a Su Majestad. No lo tengo por tonto ni por ignorante, sino todo lo contrario. Como sabe, en las Cortes de Castilla, como en las catalanas, están representados nobles y prelados, además de las ciudades. Usted, como catalán, no formará parte, lo cual le dejará mayor libertad de movimientos y le facilitará mayor discreción. Deberá centrarse, sin embargo, en los votos de los procuradores de las ciudades. Este es el brazo con mayor poder.
Adriano revolvió en los papeles de su mesa. A pesar del gesto de aproximación del cardenal, a Domènech le desagradó ahora su cercanía. Su barba cerrada empezaba a despuntar y le confería un aire algo descuidado. Ajeno a las impresiones del obispo de Barcelona, Adriano sacó un pergamino doblado de entre los documentos de su mesa y se lo entregó a Domènech. Él lo tomó y lo abrió con parsimonia.
—Estos serán los representantes de las dieciocho ciudades que asistirán a las Cortes. Dos por ciudad.
—Sigo sin comprender qué puedo hacer desde Barcelona.
Adriano le dedicó una tranquila sonrisa que no surtió ningún efecto en la fría expresión del prelado catalán. El cardenal suspiró y se puso de nuevo en pie. Fue hacia una arquimesa que había en la pared, tras su mesa de trabajo. La abrió y sacó un fajo de pergaminos.
—Idiomas —dijo procurando ser igual de frío que Domènech. Dejó caer los pergaminos sobre su mesa, cerca del obispo de Barcelona—. Aquí hay una serie de cartas de algunas de estas ciudades dirigidas a Su Majestad. Estúdielas. Seguro que le darán alguna idea de quiénes pueden plantearnos mayores problemas. Tenemos traductores, pero necesitamos a alguien leal como usted para que lea entre líneas. Burgos, por ejemplo, comunicó que había hecho grandes fastos en honor a Su Majestad en cuanto este fue elegido Emperador. Pero luego osaron pedir explicaciones sobre por qué el soberano empleaba antes el título de Emperador del Sacro Imperio que el de Rey de Castilla. ¿Significa esto algo? Analice cómo está redactada la carta y dígamelo. Es sólo por poner un ejemplo.
—Claro.
Alargó la mano con la mirada fija en el cardenal y tomó el fajo de pergaminos. Bajó la vista, ojeó algunos y pudo observar que estaban ordenados por fechas. Se mostró satisfecho.
—Le gusta el orden —comentó Adriano como si pensara en voz alta.
Domènech contrajo el rostro, recorrió con la vista la mesa de trabajo del cardenal y luego lo miró a los ojos. Se puso en pie con los documentos entre las manos y dijo:
—Es una forma de pureza, ¿no cree?
No esperó respuesta. Dio media vuelta y salió de la sala hacia su estudio sin ver la sonrisa en el rostro de Adriano de Utrecht.
Domènech dispuso que no lo molestaran. Ordenó los pergaminos que le entregara Adriano de Utrecht, no sólo por fechas, sino también por ciudades, y luego separó las cartas de las cédulas reales dejando la parte central de la mesa con espacio para leer y tomar notas. Varias candelas iluminaban su trabajo, más que por falta de luz, por el olor.
Entre sus manos tenía una cédula de Su Majestad que le resultaba especialmente molesta por lo que tenía de justificación. En ella, don Carlos manifestaba que si tomaba el título de Emperador y también el de Rey de Castilla, no era porque esperase que los reinos de la Península reconocieran el Imperio, sino porque la dignidad de Emperador era superior a la de Rey. Domènech se llevó la mano a la barbilla, suave, sin sombra de barba. Antes del nombramiento, sabía que don Carlos firmaba como Rey por la gracia de Dios siempre tras su madre, doña Juana. Sin embargo, desde su nombramiento, su nombre precedía al de la Reina, en condición de Emperador, y volvía a aparecer tras el de ella como Rey. «Se sitúa por encima de su madre —concluyó pensativo. Recordó lo que le dijera Adriano acerca de la petición de explicaciones de Burgos al respecto y pensó—: Claro que se tiene que preocupar el cardenal. A ella se la considera reina oriunda de Castilla, a don Carlos, extranjero.» Sin embargo, del análisis de algunas misivas, dedujo que las dificultades se centrarían en Toledo, una de las ciudades más poderosas del reino, que ya se había sentido agraviada con el nombramiento del joven sobrino de Guillaume de Croy como obispo.
Dejó la cédula sobre la mesa y se acomodó en su asiento. De sobra sabía que las Cortes de Castilla tenían menos poder de oposición a la Corona que las catalanas y las aragonesas. Pero no ignoraba que influían en alto grado en las opiniones del vulgo. «Y eso es lo que en verdad debería preocupar a Adriano, más que los votos para el subsidio.» Sus ojos se posaron en la llama, inquieta pero sostenida, de una vela. «Por el momento no me conviene alertar a Adriano de esto. Cuanto mayor sea el apuro del que lo saque, más agradecido se sentirá. Están tan volcados en obtener dinero que la fama de Su Majestad empeorará aún mas en Castilla. Y aunque lo sepan, no harán caso. Es lo que tiene el orgullo. De modo que aquí es donde puedo sacarle ventaja a Adriano, midiendo lo que piensa el vulgo y las posibilidades de rebelión.» Domènech empuñó la vela con una mano y pasó la palma de la otra por encima de la llama. Notaba el calor sin llegarse a quemar, mientras el fuego cambiaba de forma al contacto del aire agitado por su movimiento. Cerró la mano sobre la mecha y la llama se apagó al instante. En cuanto la apartó, el olor de la cera brotó con fuerza renovada y lo aspiró con deleite.
«Enviaré a Lluís a Toledo. Será él quien tome el pulso al vulgo. —Miró hacia la puerta de su despacho, cerrada. Sabía a su secretario al otro lado, vigilando con temerosa devoción que no molestaran a su señor, tal como había ordenado. Sonrió—. Y me llevaré a Miquel conmigo cuando llegue el momento.»