Aquella noche, un hilo de sangre manchó sus sábanas. Pasó un dedo por encima, la probó, me untó las últimas gotas en la boca y contempló cómo la sangre se secaba en mis labios, mientras acariciaba el pelo mojado de sudor encima de mi frente.

—Ciertamente lo deseas —dijo—. Te obsesiona tanto como a mí. A veces, durante el día, tengo la más persistente de las erecciones imaginando hasta dónde vamos a llegar.

Frotó lentamente con el pulgar las costras escamosas que rodeaban mi boca.

—Otras veces, me asusto…

Se echó a reír.

—Oye, queda un poco de pastel de la cena. Vamos a comérnoslo y a dormir, eres insoportable por la mañana cuando no has dormido lo suficiente.

Al día siguiente, después del desayuno, cuando me estaba lavando los dientes, me eché a llorar. Él gritó:

—¿Lista? Vamonos, querida, son menos veinte.

Unos minutos más tarde entró en el cuarto de baño y puso la cartera encima de la tapa del retrete. Me quitó el cepillo de dientes de la mano, me secó la cara y dijo:

—Acuérdate de que tienes una reunión a las nueve y media. ¿Qué demonios te pasa?

Me besó en ambas mejillas, me colgó el bolso del hombro, cogió su cartera y me tomó de la mano. Cerró la puerta del apartamento mientras yo seguía llorando y anduvimos hasta el metro mientras yo seguía llorando, y, en un momento dado, dijo:

—¿Has traído las gafas de sol?

Las sacó él mismo del bolsillo exterior de mi bolso y me las colgó de la nariz, manoseando una de las patillas, incapaz de encontrar mi oreja derecha.

Cuando salimos del metro, seguía llorando. Lloré mientras subía por la primera escalera y, después, mientras subía la segunda. Poco después de haber cruzado el torniquete de salida, levantó los brazos al cielo, me hizo dar la vuelta, me pasó al otro lado de la plataforma, bajamos de nuevo al metro, subimos en ascensor y entramos en el salón, donde medio me empujó hasta el sofá y gritó:

—¡Dime algo, por favor! ¿Qué diablos ocurre?

Yo no sabía qué ocurría. Todo cuanto sabía era que no podía parar de llorar. Cuando, a las seis de la tarde, seguía llorando, me llevó a un hospital; me dieron sedantes, y el llanto cesó al cabo de un rato. Al día siguiente, inicié un tratamiento que duró varios meses. No he vuelto a verle.

Cuando mi piel recuperó un tono uniforme, dormí con otro hombre y descubrí, al ver mis manos torpemente tiradas en la sábana a ambos lados de mi cuerpo, que había olvidado qué hacer con ellas. Vuelvo a ser responsable y adulta, todo el día. El resultado final es que el termostato de mis sensaciones se ha descompuesto: han pasado años, y a veces me pregunto si mi cuerpo volverá a registrar una temperatura algo más que tibia.