Estamos a jueves. Comimos fuera el domingo y el lunes; en mi apartamento, el martes. El miércoles, buffet frío de Zabar en la fiesta de un colega mío. Hoy cocina él, en su apartamento. Estamos en la cocina, charlando mientras prepara una ensalada. No ha querido aceptar la ayuda que le he ofrecido, ha llenado un vaso de vino para cada uno de nosotros, y acaba de preguntarme si tengo hermanos y hermanas, cuando suena el teléfono.

—Hombre, no —dice—, esta noche me va muy mal, de verdad. Te digo que no, esa mierda puede esperar a mañana…

Hay un prolongado silencio durante el cual me hace muecas y mueve de un lado a otro la cabeza. Finalmente, explota:

—¡Oh, maldita sea! Está bien, pasa por aquí. Pero dos horas, te lo juro, si no estás listo en dos horas, al infierno con ello, tengo planes para esta noche.

—¡Este idiota! —me dice con voz quejumbrosa, disgustado y avergonzado—. ¡Ojalá desapareciera de mi vida! Es un tipo simpático para tomar con él una cerveza, pero no tiene nada que ver conmigo; juega al tenis en el mismo sitio y trabaja para la misma empresa que yo, donde siempre anda atrasado y necesitado de un curso intensivo, como en el bachillerato. No es muy listo, y no tiene agallas. Viene a las ocho, lo mismo de siempre, un asunto que debía haber terminado hace dos semanas, y ahora está aterrado. Lo siento mucho, de verdad. Pero nos meteremos en el dormitorio, y entretanto puedes ver la tele aquí.

—Prefiero irme a casa —digo.

—Nada de eso —dice él—. No te vayas a casa, eso es precisamente lo que temía. Mira, comemos, haces algo un par de horas, llamas a tu madre, lo que más te apetezca, y podemos pasarlo bien cuando se vaya, sólo serán las diez. ¿Vale?

—No suelo llamar a mi madre cuando tengo que matar un par de horas —digo—. Detesto la idea de matar un par de horas, así, sin más. Ojalá me hubiera traído algo de trabajo…

—Puedes elegir —dice— todo lo que quieras, está a tu disposición —mientras me ofrece ansiosamente su cartera, haciéndome reír.

—Está bien —digo—. Me buscaré algo para leer. Pero usaré yo el dormitorio, y no quiero que tu amigo sepa que estoy aquí. Si sigue aquí a las diez, saldré tapada con una sábana encima de una escoba, haciendo gestos lascivos.

—Genial —sonríe abiertamente—. De todas formas, meteré la tele en el dormitorio, por si te aburres. Y, después de cenar, iré corriendo al quiosco de la manzana de al lado a traerte un manojo de revistas… para que busques gestos lascivos que no se te hayan ocurrido a ti sola.

—Gracias —digo, y él me enseña los dientes.

Una vez hemos dado cuenta de la ensalada y del filete, tomamos café en el salón, sentados en un sofá hondo, tapizado en algodón azul desvaído, ya casi gris en los brazos, deshilachado por el cordoncillo.

—¿Qué le haces al café? —pregunto.

—¿Hacer? —repite, perplejo—. Nada, está hecho en una filtradora, ¿no está bueno?

—Escucha —digo—, te perdono las revistas, pero bájame ese Gide con la cubierta blanca brillante que está en el estante de arriba, a la izquierda en el salón. El lomo me llamó la atención cuando estábamos cenando. Ese hombre siempre ha sido bastante lascivo para mi gusto.

Pero, cuando baja el libro, resulta que está en francés. Y el Kafka, que se cayó cuando movió el Gide de su sitio, está en alemán.

—Qué se le va a hacer —digo—. ¿No tendrás Belinda's Heartbreak? O, mejor aún, ¿no tendrás Pasiones en una noche de tormenta?

—Lo siento —dice—, me temo que no tengo ninguno de los dos…

El tono inquieto y cauteloso de su voz me irrita aún más.

—Entonces, Guerra y paz —digo, rencorosa— en esa rara y exquisita traducción al japonés.

Deja los dos libros que tenía en la mano y me pasa un brazo por los hombros.

—Querida…

—Y —digo en una voz tan mezquina y desagradable como mis sentimientos— ¿no te parece algo prematuro llamarme querida? Nos conocemos desde hace noventa y seis horas.

Me atrae hacia él y me abraza muy fuerte.

—Mira, no sé cómo decirte cuánto lo siento. Es un chapucero, un tonto del culo… voy a anularlo.

En cuanto se vuelve hacia el teléfono, me siento ridícula. Me aclaro la garganta, trago saliva ruidosamente y digo:

—Olvídalo. Con el periódico ya tengo para dos horas de lectura, y, si me das papel de carta, escribiré una que debo hace meses; será un buen estímulo para mi conciencia. Necesitaré también una pluma.

Enseña los dientes, aliviado; da unos pasos hasta un gran escritorio de roble situado al otro extremo del salón y regresa con un montón de papel fino, color crema; me da la pluma estilográfica que lleva en el bolsillo interior de la chaqueta y arrastra la televisión hasta el dormitorio.

—Espero que no te importe demasiado, en serio —dice—. No volverá a ocurrir.

No puedo adivinar con cuánta seriedad cumplirá su promesa. Cuando suena el portero automático, ya me he instalado en su cama, con la espalda en una de las almohadas, apoyada en la pared, las rodillas levantadas y la gruesa pluma, sólida y confortable, en la mano. Oigo dos voces de hombre saludándose, pero, en cuanto empiezan a hablar con regularidad, apenas puedo distinguir las palabras.

Escribo la carta («… conocido a este hombre hace unos días, buen comienzo, muy distinto a Gerry, que últimamente está más que contento con Harriet, la recuerdas…»), echo un vistazo al Times, leo mi horóscopo en el Post. «Las teorías son fáciles de exponer, pero no hay que tomarlas en consideración porque todo el mundo sabe lo que son. Reservar las primeras horas para compras urgentes». Pienso que me gustaría poder entender mi horóscopo, aunque sólo sea una vez en la vida. Estiro las piernas, me arrellano en la almohada crujiente. En las horas que he pasado aquí con él he prestado poca atención a mi entorno. Ahora compruebo que no hay gran cosa que ver. Es una habitación grande, de techo alto, con el suelo cubierto de la misma alfombra gris que el recibidor y el salón. Las paredes son blancas, completamente desnudas. La cama-plataforma, con su delgado colchón de espuma, es de buen tamaño, pero parece pequeña. Las sábanas son blancas —observo que están limpias, igual que el lunes; ¿cuántas veces cambia este hombre las sábanas?—; la manta, gris claro; no hay colcha. Las dos ventanas alargadas que se abren a la izquierda de la cama están tapadas con persianas de bambú, pintadas de blanco. A un lado de la cama, hay una silla, que ahora sostiene el receptor de televisión; la cama está flanqueada a ambos lados por mesillas de la misma madera que la plataforma. La lámpara que está encima de una de las mesillas lleva una pantalla blanca, un pie redondo, azul y blanco, de esos que hacen con jarrones chinos, y una bombilla de 75 vatios. El grácil pie de la lámpara me agrada, pero pienso: puede que este hombre lea sus libros en idioma original en alguna parte, pero desde luego no en la cama. ¿Por qué privarse de uno de los placeres más gratificantes? Todo lo que necesitaría es más luz, unas pocas almohadas más y una lámpara de lectura… Me pregunto qué le habrá parecido mi dormitorio: menos de la mitad del tamaño de éste, pintado por mí misma y dos amigas en un color melocotón pálido desvaído, cuyo tono exacto sólo encontré tras casi tres meses de angustia. Valió la pena. Me pregunto qué le pareció el cobertor estampado, las cortinas, las sábanas y las fundas de almohada haciendo juego, las tres raídas alfombrillas griegas, los recuerdos de todos mis viajes desbordando la cómoda, el tocador, las estanterías; los montones de correspondencia inservible ya y revistas y libros de bolsillo desparramados por el suelo a ambos lados de la cama; los tres tazones de café vacíos y los ceniceros a tope; el recipiente para llevar comida a casa del restaurante chino vacío, pero con un tenedor dentro; la ropa sucia metida en una funda de almohada apoyada en un rincón, las fotografías de Al Pacino y Jack Nicholson arrancadas de los periódicos e insertadas en el marco del espejo de encima de la mesa, al lado de una foto Polaroid de mis padres, sonriendo abiertamente, y otra mía con un primo de cuatro años en Coney Island; una postal de los fiordos noruegos, enviada por un amigo, y otra de una capilla siciliana de la que me había enamorado hacía dos años. También las portadas enmarcadas del New Yorker, colgadas de la pared y mapas de todos los países donde he estado, con ciertas ciudades rodeadas de un círculo rojo; y mi objetivo favorito: un menú manchado, con un florido marco de plata, de Lüchow, el primer restaurante de Nueva York donde comí, hace doce años.

Pero este cuarto, me digo a mí misma, es demasiado sencillo para poder llamarlo sencillo. Es austero, si uno quiere ser caritativo, o chic, si uno quiere ser cínico, o aburrido, para ser sincero. No es, en ningún caso, un cuarto que pueda llamarse acogedor. ¿Nadie le ha dicho que la gente cuelga cosas de paredes? Con el puesto que tiene podría permitirse el lujo de comprar unos grabados bonitos; y, con la cantidad que debe haber pagado por ese monstruoso Stella del salón, podría haber empapelado de oro estas paredes… Las voces han subido de volumen. Son casi las nueve. Me levanto de la cama y paso al lado de la alta cómoda con floridos tiradores de bronce y adornos de voluta en la madera; a su lado, hay una mesa tipo Parsons, larga y estrecha, y, sobre ella, una lámpara gemela a la de la mesilla, así como ordenados montones de revistas profesionales. Y un armario. Es ancho, con dos puertas que se unen en el centro. La de la derecha cruje ruidosamente cuando la abro: me quedo paralizada, reteniendo la respiración. Pero la voz del desconocido ha aumentado de volumen hasta convertirse casi en un lamento, mientras él ronronea todo el tiempo, suave y controlado. Me siento como un furtivo; como debe ser, me digo a mí misma, eso es precisamente lo que eres.

Al otro lado de las puertas, el armario llega hasta el techo. Hay dos estantes profundos encima del perchero. Que yo vea —sólo el borde del estante superior entra en mi campo visual—, hay maletas de cuero curtido, muy desgastadas, una funda de cámara fotográfica, botas de esquí y tres carpetas de vinilo negro con etiquetas que cruzan los lomos y dicen «Impuestos». En el estante inferior hay cinco jerséis gruesos de cuello alto: dos azul oscuro, uno negro, uno blanco desteñido, uno marrón oscuro; y cuatro montones de camisas, todas ellas azul pálido, rosa pálido o blancas. («Ahora llamo a Brooks Brothers una vez al año», me dirá unos días más tarde. «Me mandan las camisas y así no tengo que ir allí. Detesto los almacenes.»). Cuando una camisa empieza a deshilacharse por los puños o el cuello, la pone en un montón separado y la usa en casa, como no tardaré en enterarme; el empleado de la lavandería china le trae las camisas deshilachadas ya separadas de las demás. Si una camisa tiene una mancha que no sale, la tira.

Al lado de las camisas, hay dos raquetas de tenis, cuyos mangos sobresalen por el borde del estante. Seis camisas polo blancas con el cartón de la lavandería, cinco pares de pantalones cortos de tenis. (Juega los martes de 12.30 a 2.30, los jueves de 12:15 a 2, los domingos de 3 a 5, todo el año, como también llegaré a saber. Lleva las raquetas en sus fundas de origen y el resto en una bolsa de papel marrón). Hacia la pared de la derecha, siempre en el segundo estante, hay una pila de diez fundas blancas de almohada y, a su lado, una más grande con diez sábanas blancas.

Descontando el que lleva ahora puesto en el cuarto de al lado, y posiblemente otros que estén en el tinte, posee nueve trajes. Tres de ellos —gris oscuro, azul oscuro a rayas, gris de tweed, todos con chalecos, todos de idéntico corte— son completamente nuevos. Otros tres —hilo blanco, franela gris medio, sirsaca azul y blanco, los dos primeros con chaleco y todos, otra vez, de idéntico corte— casi lo son. Uno de gabardina gris y uno de lana azul oscuro con rayas pueden tener un par de años; hay también un esmoquin. (Más tarde, me dirá que tiene cuatro años; nunca llegaré a vérselo puesto. En cierta ocasión, mencionará que todos sus trajes se los hace el mismo sastre en el barrio de la Pequeña Italia desde hace once años, y que no ha ido a probarse los trajes de este año, ni los del pasado, encantado de haber convencido al sastre protestón de que no hacía ninguna falta. «De pronto me di cuenta, ¿por qué ir todos los años? Es una lata, peso lo mismo desde que terminé el bachillerato, y hace mucho que he dejado de crecer». Cuando un traje presenta alguna señal de desgaste, lo regala al chino que le lava la ropa… aunque no lo lleva al tinte. «Pero mide por lo menos medio metro menos que tú», le diré cuando disponga así del traje gris de gabardina. «¿Qué va a hacer con un traje tuyo?». «¿Quién sabe?», dice. «Nunca se lo pregunto. Siempre los acepta»).

Posee dos pares de pantalones de esquí azul oscuro, y dos pares de pantalones caqui, uno de ellos con manchas de pintura. («Traté de pintar el cuarto de baño hace un par de años: grave error. Hago muy mal todo aquello que hago simplemente porque creo que debo hacerlo. Nunca vale la pena; la pintura de ese cuarto de baño fue la peor chapuza que puedas imaginarte»).

Hay una gabardina beige colgada al lado de un abrigo de lana oscura, y una chaqueta de esquí, rellena de plumón, ocupa un buen espacio en un extremo del perchero. En el rincón izquierdo, hay un paraguas negro doblado. Apoyados en diagonal, en la pared del fondo, un par de esquís con sus palos. Colgadas de una barra de bronce, en la hoja interior de la puerta izquierda, hay una docena de corbatas, tan parecidas que, si cierro un poco los ojos, parecen sacadas de una sola pieza de tela. En su mayor parte, son de color gris y azul oscuro, con pequeños dibujos geométricos de color castaño oscuro; dos de ellas son azul oscuro con pequeños puntos blancos, la más atrevida es gris, con discretos dibujos en blanco y castaño oscuro. («No me gusta la variedad en lo que se refiere a la ropa», me dirá. «A mi propia ropa, por supuesto. Me gusta saber que tengo más o menos el mismo aspecto todos los días.»). Alineados en el suelo, tres pares de zapatillas de lona, cuatro pares de zapatos negros, de punta ancha, idénticos, un par de mocasines lisos, color sangre de buey. Cierro las puertas y ando de puntillas hasta el escritorio arrimado a la pared que separa el dormitorio del salón. Tiene seis cajones: tres poco profundos, dos intermedios, el de abajo profundo. Empiezo por arriba. Una pila de pañuelos blancos con iniciales, un reloj de pulsera sin correa, un viejo reloj de bolsillo, una corbata de pajarita de seda negra, con un pliegue, y —metido en la tapa vuelta de lo que pudo ser un tarro de mermelada— un juego de sencillos gemelos de oro, un pasador de corbata estrecho, también de oro, y uno de esmalte azul oscuro con una estrecha línea de oro que lo recorre de lado a lado. Alguien se lo ha dado, pienso, es claramente un regalo, y además bonito. Cajón siguiente: dos pares de guantes de cuero negro, uno forrado, el otro no; un par marrón, no forrado; manoplas de esquí, grandes y acampanadas; una faja de esmoquin. Tercer cajón: traje de baño azul marino, un suspensorio, un pijama —azul marino con cordoncillo blanco— aún envuelto en el plástico del fabricante. ¿Otro regalo? No, todavía lleva la etiqueta con el precio. El siguiente cajón, primero de los de tamaño intermedio, está lleno de calzoncillos blancos, no menos de dos docenas. Debajo, guarda catorce pares de calcetines blancos de lana y una camisa con pechera metida en celofán. El cajón grande está atascado y tengo que tirar varias veces de él. Cuando finalmente consigo abrirlo, me quedo de una pieza: rebosante hasta atascarse, el cajón está repleto de lo que parece un millar de calcetines largos, todos negros e idénticos. Medito: este hombre tiene más calcetines que todos los demás hombres que haya conocido juntos; ¿qué teme? ¿Qué cierren de la noche a la mañana todas las fábricas textiles del país? («Detesto ir a la lavandería», me dirá unas semanas más tarde. «Es sencillo cuando se te ocurre, pero me costó bastante tiempo imaginarlo. Cuantas más cosas guardas a mano, menos veces tienes que ir a la lavandería o a la tienda». Le observaré desde la cama, con el cuerpo líquido, flotando: saca dos calcetines, mete la mano en uno de ellos —la piel se ve a través del tejido del talón, aunque de momento no hay señal de agujero— y tira el calcetín a la papelera. «Y también es mejor que sean todos iguales», me dirá. «Así, nunca tienes que emparejarlos. Hasta que me gradué, siempre anduve preocupado por esas tonterías. Es más molesto que un grano en el culo.»). Cierro el cajón, salto a la cama, me tumbo boca arriba, hago la bicicleta con las piernas al aire. Estoy fuera de mí. Enamorándome de un almacenista de calcetines, un acumulador de calcetines, un guardacalcetines… No puedo evitar gruñir y resoplar para contener las carcajadas, aunque la voz del tonto de su amigo se oye fuerte y penetrante. Probablemente podría gritar «¡Fuego!», sin que nadie me oyera.

Son las diez menos cuarto. Al fin recupero la calma, cruzo los brazos por debajo de la cabeza. Miro el techo de la habitación y sigo en él la forma que proyecta la lámpara de la mesilla. Si te viera tu madre… hurgando en las cosas de otra persona, no hay nada peor. En realidad, no he hurgado, me digo a mí misma, contrita pero incapaz de evitar una fea sonrisa: no he tocado nada. Pero ¡Dios le libre de husmear en mi armario! Anteanoche, suponiendo, acertadamente, que no tardaríamos en meternos en el dormitorio, cerré subrepticiamente la puerta corredera del armario mientras él seguía bebiendo café en el salón. ¡Qué confusión! Qué lío sería registrar toda una década de modas cambiantes, siempre acumuladas y contiguas a lo que se lleva este año. Hace un mes, buscando un vestido que, más tarde, supe se había perdido en el tinte, encontré una minifalda abandonada; presa de espanto, la tiré, pero después la recogí y la colgué de nuevo; lo había pasado bien con ella; ¡qué emoción la de las primeras veces! Y la desgastada gabardina con el forro escocés, de cuando estaba en segundo, y los pantalones anchos comprados en las rebajas de Bonwit porque eran de fina lana a cuadros, aunque no sólo resultó que me quedaron cortos ese mismo otoño, sin casi dobladillo para alargarlos, sino que era casi imposible llevarlos con cualquier otra prenda; pero no me animo a deshacerme de ellos, porque fueron una ganga y están muy bien hechos. Montones de ropa vieja, cosas sueltas en el fondo de mi armario… Zapatos puntiagudos con tira en el talón que podría llevar, en un aprieto, bajo una falda larga; el desgarbado gorro de goma para la lluvia que sólo me pongo una vez al año, cuando diluvia y tengo que salir a comprar cigarrillos; el bolso de Gucci que no he sacado del armario desde hace años, pero que tanto me emocionó cuando lo compré por el sueldo de casi dos semanas, encantada de haber alcanzado la cima de lo que entonces consideraba elegancia neoyorquina; cinturones caídos de sus ganchos, botitas rojas, pequeñas, que hace mucho dejó allí el niño de la fotografía del espejo; la camiseta de fútbol que perteneció a un amante olvidado y que ahora me pongo cuando limpio la casa… Y qué has aprendido con todo eso, me pregunto; qué has conseguido, aparte de ser una cotilla. Bueno, es ordenado, me digo. Juega al tenis, esquía, nada. No sabe lo que es una lavandería automática. ¿Es normal que un hombre de su edad y profesión tenga diez camisas blancas, ocho rosadas y once azules? No tengo la menor idea. Aunque, recuerdo, es más o menos de mi misma edad; ¿he tenido yo alguna vez tanto de algo? De una cosa estoy segura: nunca he estado con un hombre que tuviera una idea tan limitada del espectro de colores. Nada púrpura, fucsia, turquesa, naranja… vale; pero ¿nada marrón? ¿Nada verde, nada amarillo, nada rojo? Esas diminutas cosas castaño oscuro de las corbatas no cuentan. Todo es azul o gris o blanco o negro, menos esas camisas rosadas, claro. Te estás enrollando, me digo, con un hombre poco común. Olvidemos la ropa que tiene, pero ¿y la ropa que no tiene? Escribo una lista en papel de carta grueso. Su pluma impone a mi letra, generalmente pequeña y con espacios estrechos, una inclinación y una anchura a las que no estoy acostumbrada. No hay albornoz, escribo… ¿y qué? Un solo pijama, aún empaquetado. Tal vez para tenerlo a mano en caso de que haya que internarse a toda prisa en un hospital, comprado con el mismo espíritu de las madres que nos dicen que no nos fiemos de los imperdibles en la ropa interior… Ni bufanda ni sombrero; probablemente inmune a los resfriados de cabeza. Pero ¿por qué no tiene este hombre ni un par de vaqueros? ¿Conozco a alguien —una sola persona— que no tenga al menos un par, aunque no se los ponga, sólo un último par, resto de los años sesenta? Tampoco jerséis de cuello alto. ¡Ni cazadora de cuero, ni chaqueta azul, ni una sola, solitaria, pobre o pequeña camiseta! ¿Dónde están los pantalones de pana que suelen llevar los hombres, dónde las sandalias, las chaquetas de sport, los pantalones de lana a cuadros? Estudio mi lista.

—Está bien —su voz optimista ha aumentado de volumen en el otro cuarto—. No importa, me alegro de haberlo hecho, también me alegro de haber terminado. Mañana nos vemos, tranquilízate, no tienes por qué preocuparte…

Bajo rápidamente las piernas de la cama, me siento erguida, doblo la hoja de papel, la meto en el bolso, que está en el suelo, al lado de la cama. La puerta de entrada se cierra ruidosamente, ya está en la puerta del dormitorio, sonriendo:

—Hecho, terminado, ya se ha ido. Es hora de celebrarlo, querida. Más simpática no has podido estar con este lío, es hora de beber un poco de vino…

Poco antes de media noche, nos tumbamos en su cama. Resulta que para empezar no hemos bebido vino, sino que hemos hecho el amor, apresuradamente y casi del todo vestidos; nos hemos duchado juntos, y le he dicho que es mi primera ducha en diez años, que me gusta mucho más el baño. Envueltos en toallas, hemos comido tres grandes pedazos de pastel de moras que habían sobrado de la cena y hemos terminado una botella de Chablis. Estoy recostada boca arriba, mirando al techo, con los brazos debajo de la cabeza. Él está tumbado cuan largo es, boca abajo. Su brazo derecho sujeta la cabeza y el izquierdo está extendido, ligero, sobre mis pechos. Cuando voy por la mitad de la relación estadística que me ha pedido —hermanos y hermanas, padres y abuelos, lugar de nacimiento, colegios, empleos—, me detengo y cierro los ojos… Por favor, pienso, sin poder articular los pensamientos, incapaz de volverme hacia él y hacer un movimiento inicial, por favor…

—Quiero enseñarte algo —dice, rompiendo el silencio.

Sale de la habitación, regresa con el espejo para afeitarse, me da una bofetada, y se sienta en el borde de la cama. Mi cabeza ha caído de lado sobre la almohada. Me coge firmemente por el pelo y me obliga a girarme hasta mirarle. Levanta el espejo para que pueda verme y observamos juntos la marca simétrica que se dibuja en mi mejilla. Me miro fijamente, hipnotizada. No reconozco esa cara; está en blanco, un lienzo donde pintar cuatro manchas, como pintura de guerra roja. Las sigue dulcemente con los dedos.

Al día siguiente, en un almuerzo de negocios con un cliente, pierdo el hilo de mis pensamientos a media frase cuando la imagen reflejada en el espejo de anoche emerge en mi cerebro. Me inunda un deseo tan intenso que siento náuseas. Aparto el plato y escondo las manos bajo la servilleta. Cuando pienso que aún faltan cuatro horas para verle, me dan ganas de llorar.