Durante todo aquel período, las reglas diurnas de mi vida siguieron siendo las mismas: era independiente, me mantenía yo misma (o al menos pagaba mis almuerzos y mantenía un apartamento vacío, con las cuentas de gas y teléfono reducidas al mínimo), tomaba mis propias decisiones, escogía mis opciones. Las reglas nocturnas decretaban que era desvalida, dependiente, encomendada por completo a los cuidados de otro. No se suponía que tomase decisiones, no tenía responsabilidades. No tenía elección. Me encantaba. Me encantaba, me encantaba, me encantaba, me encantaba.

Desde el instante mismo en que cerraba a mi espalda su puerta de entrada, no tenía nada que hacer, estaba allí para que me hicieran cosas. Otra persona controlaba mi vida, hasta el último detalle. Así como me habían privado de control, yo, por mi parte, estaba autorizada a no controlarme. Durante semanas y semanas, me sentí inundada de una abrumadora sensación de alivio por haberme descargado del peso de mi edad adulta. La primera y última pregunta de cierta importancia que me plantearon fue: «¿Me dejas que te vende los ojos?». A partir de entonces, no se volvió a plantear mi aceptación o mi protesta por algo (aunque, en una o dos ocasiones, mis escrúpulos pasaron a formar parte del proceso: para poner en evidencia mi adicción); yo no tenía que ponderar prioridades o alternativas… prácticas intelectuales o morales, ni tenía que pensar en las consecuencias. Sólo me quedaban el voluptuoso lujo de convertirme en observadora de mi propia vida, la renuncia absoluta de mi individualidad y el entregado deleite de abdicar de mí misma.