—Arriba, arriba, ya es hora de levantarse —grita desde el umbral de la puerta. Sostiene una desgastada bandeja metálica de cama con un plato de huevos revueltos, tres bollos ingleses tostados, una tetera, una taza. En un pequeño cuenco de madera para ensalada, hay una naranja pelada y cortada. Sonríe ampliamente por encima de la bandeja.
—¿Qué prisa hay, demonios? —digo—. Son las nueve y media, por favor. —Apoyo las dos almohadas a mi espalda contra la pared, me siento, aliso la manta sobre las piernas.
—¡Y es sábado!
Pone la bandeja en la cama y seca unas pocas gotas de té derramado con el rollo de servilletas de papel que traía bajo el brazo izquierdo.
—Es sábado —repito—. Espero que no pretendas ir a ningún sitio, no quiero ver un alma. Quiero quedarme donde estoy y dormir hasta mediodía, y el resto del día no quiero hacer otra cosa que llamar a mi hermana y leer la Guía de televisión de la semana que viene.
—Parece muy interesante —dice—. Puedes hacerlo cuando volvamos. Tengo que ir a Bloomingdale's.
—Lo que tienes que hacer es jugar en pista cubierta —digo—. Se ve que has tomado demasiado sol. No tengo la menor intención de ir a Bloomingdale's en un sábado.
—No es más que media hora. Te lo juro. Una hora y media, en total. Media hora para ir, media hora allí y media para volver. Cuanto antes te calles y comas, antes terminaremos. A las once y media, puedes estar otra vez en la cama.
Cuando hemos recorrido media manzana, digo:
—Por casualidad, ¿no tendrás intención de ir en metro? Asiente, inexpresivo.
—De ninguna manera —digo—. Tengo que montar en esa cosa dos veces al día toda la semana. Durante el fin de semana no pienso poner los pies en eso.
Tomamos un taxi en la esquina. Bloomingdale's está repleto.
—Siempre creí que toda esta gente estaba en Hamptons en esta época del año —digo en voz bien alta—. ¿Es que vuelven todos los sábados para amontonarse?
—Media hora, te lo prometo —dice.
—Está bien —digo—, tú eres el que detesta los almacenes, a mí me gustan los almacenes, y además sé cuándo hay que ir a un almacén.
—Escucha, querida —me interrumpe—, cierra el pico, si no te importa, te lo estoy pidiendo correctamente. Estoy siendo muy paciente bajo mi vulgar cinismo, pero no falta mucho para que te ate al mostrador de artículos de belleza para caballeros, donde terminarás comprándote un montón de bronceador Braggi y aburriéndote como una mona hasta que yo vuelva.
La imagen me hace reír como una tonta.
—¿Qué buscas? —digo—. Estamos en la quinta planta.
—Una cama —dice él.
—¡Una cama! —exclamo—. Tu cama está en perfectas condiciones.
—Es una gran cama —dice.
—¿Y?
—Es una gran cama para una sola persona.
Me conduce entre opulentos muebles de comedor. Hay un conjunto especialmente espectacular: pequeños y penetrantes reflectores iluminan una mesa con tablero de cristal negro y patas cromadas, como Dios manda; servilletas negras metidas en espiral en anillas de cristal negro, vasos negros al lado de cuencos negros.
—Es para servir caviar sobre filete carbonizado —me susurra al oído, en tono de apuntador, en el momento en que estamos a punto de tropezar con una trascendental exposición de incontables elementos para sofás, que ocupan más superficie que todo mi apartamento.
—Raso blanco —digo—. ¡Dios mío! Una partícula de ceniza, un pelo de gato, ¡y todo al demonio!, un gasto inútil.
—Los clientes de Bloomingdale's son gente muy limpia —dice gravemente—. Para ti puede que sea un misterio, pero es muy simple. Guardamos a los animalitos en el retrete y sólo fumamos en los armarios…
—… he oído decir que te vas de vacaciones el lunes —comenta detrás nosotros una voz de mujer.
—Sí —responde una voz de hombre.
—¿Adónde vas?
Miro por encima del hombro. Una mujer pelirroja, elegantemente vestida y con un talonario en la mano, habla con un hombre vestido con un traje Cardin, que también lleva un talonario.
—A la ciudad de Nueva York —dice él, y su tono orgullosamente burlón hace reír a ambos.
—Un hombre inteligente —dice ella, apartándose—. El mejor sitio para…
—Vamos —digo.
Los enormes sofás estaban allí por casualidad, ahora estamos otra vez rodeados de muebles de comedor.
—No soy tan grande; si me lo hubieras dicho, me habría quedado en mi lado.
—No es el tamaño —dice.
—Entonces, ¿qué es? —insisto.
Se detiene ante una falsa habitación, donde un escritorio laqueado en negro nos hace frente desde un ángulo. Sobre su inmaculada y reluciente superficie, hay una lámpara con un pie gigantesco, seis jarras de cerámica de diversos tamaños, un jarrón estrecho con ocho espléndidos tulipanes, una pila de enormes álbumes de fotografía, una colección de revistas extranjeras, artísticamente dispuestas, y una agenda de direcciones forrada en seda con finos dibujos.
—Esto sí que me gusta —musita—. Un verdadero escritorio para trabajar. Te arremangas y tienes a tu completa disposición una superficie no menor de diez centímetros cuadrados para dedicarte a tus asuntos.
—Menos desprecios —le digo—. Nadie te ha obligado a venir, y a mí se me hace la boca agua sólo con ver esa agenda de direcciones. Esa es la función de todos estos trastos. Y funciona.
Sonríe y me pasa un brazo por la cintura.
Después, vienen los dormitorios. El primero tiene el suelo cubierto de un barniz oscuro, el siguiente, un parquet claro; el tercero, baldosas rojas; hay una cama con un cabezal que parece la puerta de un establo y que sostiene un dosel tapizado haciendo juego con una especie de raso que se derrama sobre el suelo a ambos lados. Inexplicablemente, sobre la colcha, un poco descentrada, hay una gran planta metida en un tiesto aún más grande y decorativo. Veo una cama flanqueada por cuatro gruesas columnas salomónicas. Seis pequeños almohadones, estampados en colores diferentes pero armónicos, se mantienen ordenadamente erguidos y apoyados en las almohadas que, probablemente, están bajo el lujoso bulto de la colcha.
—Eso es lo que necesitas —digo.
—¿Ese montón de almohadas de juguete?
—Unas cuatro, grandes y gordas. Las dos que tienes, flacas y roñosas, son incomodísimas, no hay forma de apoyarse a gusto en ellas.
—¿Para qué quieres apoyarte en la cama? —dice—. Para cuando me traigas el desayuno, como esta mañana, por ejemplo. Muchas veces. Es maravilloso ver la tele o leer en la cama.
—La verdad es que nunca lo hago —dice lentamente, haciéndome reír.
Pasamos al lado de una cama de acero y bronce, largueros grises, grandes bulbos amarillos en las esquinas. La siguiente es toda de bronce: maciza y al mismo tiempo cursi hasta lo imposible, la cama más adornada que he visto en mi vida. Me detengo a contemplarla. De un hinchado edredón, bordado con una explosión de estrellas rosas y blancas, cae en cascada hasta el suelo un bordado de ojete. Hay una mesa redonda, cubierta como la cama, la falda con las mismas cuatro capas de espumosos volantes. En ángulo recto, reposa una majestuosa chaise-longue, enmarcada en madera blanca con bordes dorados.
—¿Te gusta ésta? —pregunta.
—Como un decorado —respondo—, hecho a medida para una Judy Garland de dieciséis años con el corazón destrozado. —Me refiero a la cama.
Observo cuidadosamente la brillante explosión de fantasía que tengo delante.
—Dentro de lo chillón, no es tan fea —digo—. El cabezal y el pie parecen la entrada a un cuento de hadas; sólo faltan unos pájaros con el resto de las volutas, y una o dos cabezas de monstruo. Llama a la mujer pelirroja que antes deseó unas felices vacaciones al vendedor pálido.
—¿Cuándo podrán mandarme esta cama?
Me sofoco. Él me oprime el brazo.
—¿Precisamente ésta, señor? —sonríe con firmeza, primero a él y después a mí—. Tengo que comprobarlo, siéntense un momento, por favor, mi escritorio está ahí al lado.
—Te has vuelto loco —susurro—. La cara roja y el cerebro estropeado, y todo por salir al aire libre unos cuantos días…
Me observa; no sonríe.
—¿Te imaginas el aspecto que va a tener este prodigio barroco en ese dormitorio tuyo que parece el gimnasio de un convento de frailes? La vendedora ha colgado el teléfono.
—No hay ningún problema, señor; están a punto de cambiar la exposición. Dígame dónde quiere que le envíe la cama y le diré en qué zona de entrega está su casa y qué días de la semana pasan por ahí nuestros empleados.
—Tengo que comprobar algo —dice él, cuando la dependienta ha apuntado ya su dirección.
La dependienta y yo le seguimos hasta el decorado de teatro. Está acordonado por una cadena de grandes eslabones de plástico.
—¿Podemos entrar? —pregunta, y al momento los tres nos encontramos al pie de la cama.
—Es una de nuestras más…
La interrumpe:
—Me temo que mi amiga tendrá que tumbarse antes de que tome una decisión. —Su voz es impecablemente cortés—. Espero que no le importe. —Y a mí—. Sería mejor que te quitaras los zapatos. Todo el mundo prueba los colchones de los almacenes tumbándose en ellos, me digo, pero, por alguna razón, siento que la sangre me inunda el cuello y la cara. Me quito las sandalias, me siento en la cama, levanto las piernas y bajo la espalda hasta la colcha-edredón de estrellas.
—Túmbate en el medio —me dice.
Sigo con la vista los brillantes remolinos a mis pies y me desplazo cuidadosamente, cargando todo el peso posible sobre las manos y los talones para no arrugar el edredón.
—Estira los brazos por encima de la cabeza y sujétate con las manos al cabezal —dice.
Pienso, que es sábado, que estamos en Bloomingdale's; ¿dónde se habrá ido todo el mundo? Este lugar parece la morgue. Podría saltar de la cama, brincar por encima de la cadena, correr a la escalera mecánica, meterme en un cine…
—Vamos, querida —dice él, con voz neutra—. No tenemos todo el día. El bronce está helado bajo mis manos. Cierro los ojos. —Abre las piernas.
—Su zona de entrega es el jueves.
—Abre las piernas.
—Le alegrará saber que tendrá esta cama el jueves que viene. —Abre las piernas.
—Nuestros transportistas hacen su zona el jueves y el viernes, pero me aseguraré personalmente de que la entrega se haga el mismo jueves.
Hago lo que me dice.
Me abrocho las sandalias, procurando no mirar a una pareja cogida de la mano al otro lado de la cadena.
—¿Tienen colchones?
La vendedora se aclara la garganta, y su voz es de nuevo suave.
—Es en la planta cuarta, pero también les puedo vender un colchón y un somier de ese piso.
—¿Le importaría elegir un colchón duro y un somier de muelles y hacer que nos lo manden todo al mismo tiempo?
—Pero, señor, usted querrá elegir…
—No quiero —dice él.
—Quizás un Posturopedic…
—Perfecto.
—Pero ¿qué tipo de terliz…?
—Me haría usted un gran favor si eligiera el tipo que más le guste —dice, y sonríe a la vendedora aquel hombre alto con zapatos de tenis y viejos pantalones caqui, una camisa blanca de tenis, la nariz pelada, la piel más roja que bronceada en brazos, garganta y cara—. Sí, muy bien —dice ella, devolviéndole la sonrisa—. Y cuatro almohadas gordas —dice él.
—¿Pluma de ganso o Dacron? Necesitaría saber el tamaño…
—Simplemente almohadas —dice él.
Camino de casa, ninguno de los dos abre la boca. Unos días más tarde, al pasar por mi apartamento, encuentro una caja de Bloomingdale's que contiene una agenda de direcciones forrada en seda.