Nadie vio mi cuerpo, salvo él, un muchacho llamado Jimmy, y una mujer cuyo nombre no me dijeron. A veces, en la bañera, o cuando veía por casualidad mi imagen en el espejo, contemplaba mis cardenales con la desenfocada curiosidad que reservamos para las fotos de los primos de otra gente. No tenían nada que ver conmigo. Mi cuerpo no tenía nada que ver conmigo. Era un señuelo, para ser utilizado de la forma que él decidiera, con el fin de excitarnos a los dos.