Cuando caí en la cuenta de que mi orgasmo era siempre perfectamente previsible, hacía tiempo, como es natural, que era familiar a mi cuerpo. No cabía error sobre el poder que aquel hombre ejercía sobre mí. Me corría cada vez que me ponía en movimiento, como un buen juguete de cuerda. El humor favorable o desfavorable a hacer el amor era algo que recordaba como leído en algún libro. No era cuestión de insaciabilidad sino de inevitabilidad de la respuesta. Hiciera él lo que hiciera, siempre, inevitablemente, terminaba yo por correrme. Tan sólo variaban los preludios.