La primera vez en que nos acostamos me sujetó las manos por encima de la cabeza. Me gustó. Él me gustaba. Era hosco, en una forma que se me antoja romántica; era gracioso, brillante, tenía una conversación interesante; y me daba placer.
La segunda vez, recogió mi foulard del suelo, donde yo lo había tirado al desnudarme, sonrió y dijo:
—¿Me dejas que te vende los ojos?
Nunca me habían vendado los ojos en la cama, y me gustó. Él me gustó más aún que la primera noche y, después, mientras me lavaba los dientes, no podía dejar de sonreír: había encontrado a un amante extraordinariamente habilidoso.
La tercera vez, me puso repetidamente a punto de correrme. Cuando estaba por enésima vez dispuesta a estallar, volvió a detenerse; oí mi voz incorporal suplicarle que siguiera. Me contentó… Estaba empezando a enamorarme.
La cuarta vez, cuando estaba lo bastante excitada como para perder el mundo de vista, empleó el mismo foulard para maniatarme. Aquella mañana, me había mandado trece rosas a la oficina.