Nuestras veladas pocas veces variaban. Me preparaba el baño, me desnudaba, me ponía las esposas. Yo me quedaba en la bañera mientras él se cambiaba de ropa y empezaba a preparar la cena. Cuando quería salir del agua, le llamaba. Me ayudaba a incorporarme, me enjabonaba lentamente el cuerpo, me aclaraba y me secaba. Soltaba las esposas, me ponía una de sus camisas —velarte blanco, rosa o azul pálido, camisas para llevar con traje, cuyas mangas me cubrían las puntas de los dedos, una camisa limpia, recién traída de la lavandería china, todas las noches—, y volvía a ponerme las esposas. Le observaba mientras preparaba la cena. Era un cocinero con limitaciones, pero excelente. Preparaba sucesivamente los cuatro o cinco platos que mejor le salían; luego, hacía tortillas o filetes un par de noches y, después, iniciaba otra vez el ciclo. Siempre bebía vino mientras lavaba la lechuga, y cada vez que tomaba un sorbo me daba también uno a mí. Hablaba de lo que había ocurrido en su oficina. Yo le contaba lo que había ocurrido en la mía. Mientras tanto, los gatos se frotaban por turnos contra mis piernas desnudas.

Cuando la cena estaba lista, llenaba completamente un solo plato. Pasábamos al comedor —apenas había espacio para andar cómodamente en torno a la mesa y las tres sillas, sobre una desgastada alfombra oriental de color rojo oscuro—, la más colorida, con diferencia, de sus tres habitaciones; donde terminaba la alfombra empezaba un material reluciente y de elaborados dibujos, compuestos por lomos de libros que fluían desde el suelo hasta el techo en dos de las paredes, sin dejar espacio en las otras dos más que para una puerta y una ventana. Siempre tenía la mesa cubierta con el preciado mantel de damasco. Yo me sentaba a sus pies, atada a una pata de la mesa. Tomaba un bocado de fettucini y me daba otro a mí; pinchaba con el tenedor una buena porción de lechuga de Boston, me la llevaba hasta la boca, me la limpiaba, primero la mía y después la suya, del aceite de la ensalada. Un trago de vino, y luego él me bajaba el vaso para que yo bebiera de él. A veces lo inclinaba demasiado, de forma que el vino se derramaba sobre mis labios y me caía por ambos lados de la cara, sobre el cuello y los pechos. Entonces, se arrodillaba delante de mí y chupaba el vino que caía en mis pezones.

A menudo, mientras cenábamos, me cogía la cabeza y se la metía entre los muslos. Inventamos un juego: él trataba de ver cuánto tiempo podía seguir comiendo en calma; yo cuánto tardaba en hacer soltar el tenedor y gemir. Cuando, en cierta ocasión, le dije que cada vez me gustaba más su sabor después del de curry vegetal, tuvo un acceso de risa y dijo:

—¡Dios mío! Mañana voy a hacer cantidad suficiente para que nos dure toda la semana.

Cuando terminábamos de cenar, se iba a la cocina a lavar los platos y preparar el café —un café abominable, invariablemente—, que llevaba al salón en una bandeja: una cafetera, una taza, un plato, una copa de brandy. (Al mes de conocernos, aunque soy completamente adicta al café, terminé por pasarme al té). Después, me leía, o cada uno leía un libro. O veíamos la televisión, o trabajábamos. Por encima de todo, hablábamos, horas y horas, literalmente. En mi vida había hablado tanto con nadie. Aprendió, hasta el último detalle, la historia de mi vida, y yo me familiaricé igualmente con la historia de la suya. Hubiera sido capaz de reconocer a sus amigos de universidad sólo con verlos, o de conocer el humor de su jefe por la posición que adoptaba en su silla. Me encantaban sus bromas y la forma que tenía de hacerlas, en un tono lento y aburrido y con un gesto ferozmente inexpresivo. Lo que más le gustaba eran las historias sobre mi abuelo, y a mí, el relato de los tres años que pasó en la India. Jamás salíamos, y sólo veíamos a los amigos a mediodía. En varias ocasiones, rechazó invitaciones por teléfono, poniendo los ojos en blanco y mirándome mientras explicaba solemnemente que estaba agobiado de trabajo, y yo reía como una tonta. Por lo general, durante nuestras veladas, yo estaba atada al diván o a la mesa de café, a su alcance.