Es miércoles, hace tres semanas que nos conocemos, y vamos a almorzar juntos. Será la única vez que almorcemos juntos en un día laborable, aunque nuestras oficinas sólo estén a un dólar y cinco centavos de taxi. Es un restaurante del centro de la ciudad, tan ruidoso como las calles que lo rodean, con luces fluorescentes y una multitud gesticulante esperando en la puerta el turno para sentarse. Nos sentamos uno frente al otro, bañados por la intensa luz; pide sandwiches de rosbif y vino.
Esa mañana he tenido un pequeño triunfo; un proyecto que llevo meses recomendando ha salido adelante. Se lo cuento encantada. —No es de por sí muy importante, sin embargo para mí es emocionante, porque todo el tiempo parecía que… Me pone el pulgar en diagonal sobre los labios. Sus dedos se ahuecan sobre mi mejilla izquierda.
—Quiero que me lo cuentes todo. Esta noche tendremos tiempo de sobra. No cierres la boca.
Me quita su mano de la cara y sumerge el pulgar en mi vaso de vino; el líquido, rojo oscuro en el vaso, se vuelve rosado y transparente sobre su piel. Me moja los labios con él. Su pulgar se mueve lentamente, mi boca está relajada bajo su contacto. Después, por mis dientes de arriba, de izquierda a derecha, y por los de abajo, de derecha a izquierda. El pulgar da fin a su recorrido posándose en mi lengua. Pienso, sin alarmarme, sin darle mayor importancia, que estamos a plena luz del día.
Una ligera presión sobre mi lengua me induce a chuparle el pulgar. Sabe a sal bajo el vino. Cuando me detengo, presiona suavemente, empiezo de nuevo, y sólo cierro los ojos cuando mi vientre se funde. Sonríe al recuperar el pulgar. Extiende la pahua de la mano sobre mi plato y dice:
—Sécame.
Le envuelvo la mano en mi servilleta como si restañara sangre. En lugar del sándwich, que todavía no he tocado, me veo a mí misma, atada a la cama, atada a la mesa del comedor, atada a las patas del lavabo en el cuarto de baño, las mejillas encendidas por el vapor mientras él se ducha; escucho el rugido del agua, siento el cosquilleo de las gotitas de sudor en mi labio superior, tengo los ojos cerrados, la boca abierta; atada y desnuda, atada y reducida a un solo frenesí: anhelando más.
—No lo olvides —dice—. Quiero que, a veces, a lo largo del día, recuerdes cómo es cuando…
Y añade:
—Bébete el café.
Bebo a sorbitos, decorosamente, el líquido tibio, como si me hubieran dado permiso para hacerlo. Me saca del restaurante. Dos horas más tarde, me rindo y le llamo. El hechizo aún no se ha roto. Me he pasado el tiempo mirando el calendario, mirando por mi ventana hacia la parrilla de ventanas que hay al otro lado de la calle. No he aceptado ninguna llamada. Su secretaria me previene secamente que tiene una cita dentro de cinco minutos y después se oye su voz.
—No puedes hacerme esto —susurro en el auricular. Unos instantes de silencio.
—Esta noche voy a hacer gambas —dice lentamente—. Piensa en eso.