Jamás había permitido a nadie que leyera mi diario. Lo había llevado caprichosamente, a veces escribiendo con intensidad entre los bandazos de un vagón de metro (tapando la página con una mano para que no la vieran los pasajeros de a pie a mi lado, lanzando tímidas miradas de reojo a los que estaban pegados a mis muslos a derecha e izquierda); a veces, con la misma timidez, en el despacho, entre dos citas: una demostración a un cliente y una reunión personal quince minutos después; otras veces, por la noche, sola, a un metro de un Kojak de siete centímetros, mudo y brillante, corriendo pesadamente por una calle ventosa, mientras el bandido de turno escapa por una esquina, derribando silenciosamente en la acera los cubos de basura; otras veces aun, encerrada en cuartos de baño, sentada en una fría tapa de retrete, el grifo abierto para ocultar al hombre que aún había en mi cama que estaba escribiendo: «Esto empieza a ser… solía querer… hace mucho que se ha terminado…». Anotaciones diarias, obsesivas, durante meses, que luego abandono sin razón clara durante medio año, anotando, simplemente frases esporádicas: «8 de marzo, llueve, el pelo hecho una pena». Siempre había desconfiado de los que publican sus diarios. Leer en público un verdadero diario me parecía una violación de intimidad, y un diario escrito para que otros lo lean —perdiendo su función, que es ser lugar secreto de alguien— no podía ser en el fondo más que variaciones sobre temas como «8 de marzo, llueve, el pelo hecho una pena».

Hace años, sorprendí a un amante con mi diario abierto en sus manos. Aunque sabía que no había podido leer prácticamente nada, porque sólo estuve un momento fuera de la habitación, aunque sabía que estaba descontento del desarrollo de nuestra relación y quizás esperaba encontrar una pista, aunque sabía que dejarle por el asunto del diario no era lo más adecuado, que el incidente me servía simplemente de pretexto… a pesar de todo, pensé: se acabó, esto es lo último. Le dejé y, durante semanas, sólo pensé en él relacionándolo con este fragmento de frase: «… y encima, leyendo mi diario». Desde que le conocí, había escrito todos los días, al principio tres o cuatro frases, pronto páginas y páginas. Cuando, una noche, sacó el diario de mi cartera abierta al lado de la mesa del café y empezó a hojearlo, una extraña mezcla de sensaciones me subió por la espina dorsal: primero, consternación; después, alivio, encanto, exaltación. ¿Cómo había podido soportarlo? El tiempo transcurrido sin que él leyera mis anotaciones, un tiempo muy largo, era un tiempo en el cual yo no tuve quién me leyera. Un código de adolescente, unos densos garrapatos oscurecidos por un barniz de latín chapucero, indescifrable para quien no fuera yo… y a veces incluso para mí a las pocas semanas. ¡Cuántas veces habría corrido hacia cajones de escritorios al sonar un timbre para esconder los cuadernos debajo de bragas y pañuelos! ¡Cuántas veces había echado a última hora un vistazo a la habitación para asegurarme de no dejar expuesto algo que no deseaba fuera visto por nadie, ni conocido por nadie! Siempre en busca de escondrijos que nadie debía encontrar; el triste aislamiento, el desierto de la intimidad. Se ha acabado, pensé, me conoce perfectamente, no hay nada que ocultar, y me senté al pie del sofá y le contemplé mientras leía.