Me apresuro a regresar de los lavabos, donde me he cepillado a toda prisa el pelo, lavado las manos, pintado los labios. Mientras doblo rápidamente una esquina y atravieso el vestíbulo camino de mi despacho, oigo que una colega coge el teléfono, la línea nocturna. Son las seis y cuarto, una reunión que empezó a las cuatro ha terminado hace unos minutos. Cuando llego a mi escritorio, dispuesta a coger la cartera y marcharme, mi teléfono empieza a sonar.

—Para ti, amor —dice una voz alegre. Nos hemos hecho buenas amigas desde que nos conocimos por casualidad, hace siete años, porque ambas empezamos a trabajar el mismo día en la empresa. Se oye un chasquido y queda conectada la línea exterior—. Vamos, ya es hora de salir de ahí. En el Hotel Chelsea, habitación…

—Ni siquiera sé dónde está —digo.

—¿Qué pasa, acabas de salir a la superficie en Penn Station?

—No llevo en la ciudad tanto tiempo como tú —digo—. Lo sé, querida. El problema es que no eres capaz de orientarte en ella.

—Claro que puedo orientarme —digo—. No me hace falta conocer la dirección de todos los hotelitos…

Estoy inclinada sobre mi escritorio, con el pelo a ambos lados de la cara, quitándome la luz, como si llevara orejeras. Tengo el auricular en la mano izquierda, y el lápiz, que sostengo en la derecha, describe cuidadosos y lentos círculos tangenciales alrededor de la inscripción HOTEL CHELSEA, garrapateada en el dorso de cartón de un bloc de notas. Una vez terminada la corona oval compuesta de x precisas y diminutas, trazo las verticales de la K, arriba y abajo, arriba otra vez abajo, la sonrisa fija mientras su voz prosigue:

—… conoces a nadie… estado allí?… Todo neoyorquino… un punto de referencia. Media hora.

El taxista no ha oído mencionar en su vida el Hotel Chelsea, a pesar de lo cual lo encuentra con ayuda de una andrajosa colección de páginas que ya han perdido sus tapas con manchas intermitentes de grasa, tan completamente tiznadas que me impresiona la rapidez con que descifra lo que hay impreso en ellas. En realidad, no resulta un viaje muy largo.

El pequeño vestíbulo está desordenadamente lleno de muebles desparejados, las paredes cubiertas de polvorientos cuadros, todos ellos, al parecer, pintados en el curso de las dos últimas décadas. El único ocupante, aparte de mí y un hombre plantado detrás de un mostrador, en el extremo opuesto de la habitación, es una mujer sentada en un banco negro con cojines de vinilo, situado en ángulo recto con una chimenea. Su rostro, surcado de profundas arrugas, es una máscara en una cabeza tan pequeña que parece haber encogido. Los altos tacones de sus escotados zapatos están salpicados de un resplandor verde. Unos calcetines caídos dejan al descubierto pantorrillas blancas, tan elegantes como las de una bailarina adolescente; algo que parece una mochila de soldado cuelga, suspendido de un cordón de zapato, a lo largo de una camiseta de los Knicks, metida en el talle de una falda de tweed color sal y pimienta. Está leyendo un cómic de Spiderman; en su regazo, descansa un grueso libro de biblioteca, Aves de Sudamérica. Reprimo de mala gana mi curiosa mirada.

El ascensor es pequeño, el vestíbulo donde me deja, sombrío. Me inclino cuidadosamente sobre la elaborada balaustrada de hierro forjado. Fila tras fila, las barandillas se hunden hacia abajo en el hueso sin fondo, en la luz mortecina. Me aparto bruscamente irritada conmigo misma. Claro que es muy hondo, me digo, son doce pisos… Aunque trato de andar con paso ligero, no puedo evitar que los tacones de mis sandalias resuenen ruidosos sobre el suelo de piedra. Cuando encuentro la habitación que buscaba, respiro hondo, encantada de cerrar una puerta al silencio y al hueco de la escalera de afuera.

Esta vez, no hay paquetes amontonados encima de la cama, tampoco hay nota. En las paredes, necesitadas de pintura, seis ganchos de baratillo, del tamaño que yo uso para colgar mis recordatorios menos pesados; parecen insectos emplazados a intervalos irregulares. Los cuadrados blancos debajo de los ganchos hacen que la superficie de pared que los rodea parezca aún más gris, y dan a la habitación un aire de haber sido recientemente evacuada… de un lugar abandonado por alguien precipitadamente, quien, sin tiempo para hacer las maletas, se ha ido arrancando a toda prisa las fotografías familiares que colgaban de las paredes en marcos baratos. En el borde posterior del lavabo del cuarto de baño, al lado del grifo del agua fría, hay una cucaracha muerta, y otra más pequeña yace cerca del desagüe de la bañera.

Me siento en el cobertor de felpa anaranjada que cubre la cama individual, y el colchón se comba abruptamente. Apoyo mi cartera en la pantorrilla y no me quito del hombro derecho la correa del bolso, que sujeto con el codo mientras mantengo la correa en la mano, con el brazo izquierdo cruzado en diagonal sobre el pecho. Por fin, suena el teléfono.

—Quítate la ropa —dice—. En el cajón de arriba, hay un foulard; átatelo sobre los ojos.

El gran cuadrado de tela —de algodón blanco con un estrecho ribete de pequeñas flores rosadas, regalo de dos amigas hace ya tres cumpleaños— está perfectamente doblado, en la esquina frontal izquierda del cajón. Me quito la camiseta azul oscuro y los pantalones de hilo, perdida ya la costumbre de pasar ropa por mi cuerpo con mis propias manos.

La puerta se abre. Entra, la cierra con llave y se apoya en ella con los brazos cruzados. Siento que mi sonrisa se hiela, se derrite se desvanece en rápida sucesión. Da tres zancadas hasta la cama, arranca de mis manos, de mi cuerpo, de la cama, la colcha y la sábana, me da una bofetada que me hace caer de lado con las piernas abiertas. Me encuentro momentáneamente desorientada.

—No llores ahora —dice con una voz sin inflexiones—. Ya habrá suficientes lágrimas más tarde. No te había pedido nada demasiado difícil.

—Es una habitación siniestra —comienzo a decir—. No pude soportar la idea de no ver nada sola aquí dentro.

—No puedes soportar gran cosa —dice—. No era probable que te sucediera algo grave, conmigo al otro lado de la puerta. —No sabía que estabas…

—Limítate a hacerlo —dice—. Estoy cansado de hablar. Doblo el foulard y me lo ato torpemente en la nuca. Mete primero un dedo entre el foulard y mis cejas y luego, dos más; desata el foulard, vuelve a atarlo. Ya no puedo ver la línea de luz que había en el borde inferior. Hay un roce de celofán, un leve ruido de papel desgarrándose, el chasquido de su encendedor, un cigarrillo en mi boca, flexiona los dedos de mi mano izquierda en la forma adecuada para sostener un pequeño cenicero… Al tacto, parece de cristal. Después de haberme fumado dos cigarrillos, me aclaro la voz, abro la boca… pero alguien llama a la puerta. Oigo sus pisadas en el suelo de madera, el cerrojo que se abre, palabras en voz baja. La otra voz es tan profunda como la suya, pero tiene un timbre diferente… ¿de mujer?

—Ya era hora —dice él y, después, murmura algo que no alcanzo a oír—. Bueno, está bien… empieza ya.

Durante los diez minutos siguientes alguien me viste de nuevo. Es una mujer. Ahora, estoy segura: sus pechos rozan continuamente mi cuerpo, los siento blandos y grandes. Hay un persistente olor a un perfume que no alcanzo a identificar: es dulce aunque no empalagoso; no es realmente bochornoso, aunque tiene una indudable sugerencia de almizcle, y también algo de verbena. Lleva las uñas largas, es más baja que yo, ha bebido hace poco unos sorbos de whisky y se ha enjuagado con Lavoris. Tiene el pelo basto, abundante; su pelo, como sus pechos, me roza continuamente la piel. Trato de visualizar la ropa que me está poniendo. Las bragas son pequeñas, hechas de un tejido resbaladizo, y el ribete me rasca justo por encima del vello púbico. Me mete los pies y las pantorrillas en botas con cremallera interior. La inclinación que imponen a mis empeines significa necesariamente que tienen tacones altos y gruesas suelas plataforma. Me pasan una falda por encima de la cabeza, cierran la cremallera por detrás. Tanteo la tela entre el índice y el pulgar: es fría y resbaladiza como un impermeable con revestimiento de plástico… Llevo una falda de vinilo que me llega —con los brazos sueltos a los lados— aproximadamente hasta la punta de los dedos. Después un sostén.

—Échate hacia delante, encanto —dice la voz de la fumadora, en un tono infantil y conspiratorio—. Vamos a sacarle el mejor partido a esto.

Me doblo por la cintura, mientras me ajusta los pechos, cogiendo cada uno de ellos con la palma de una mano apretando hacia el centro, embutiendo el relleno por debajo y hacia la parte del pecho más cercana a la axila. Cuando me dice que me ponga derecha, paso los dedos por encima de lo que sobresale del rígido encaje: mis pechos se tocan, algo que normalmente sólo les ocurre bajo la presión de las manos de un hombre. La imagen de mis pechos en tan extravagante posición me hace reír como una tonta.

—¿De qué te ríes, ahora? —dice él.

—Mira —digo—, ponte en mi lugar. Estás en un hotel, con los ojos vendados, y alguien que no conoces te mete en un sostén tipo cesta por el que habrías dado lo que fuera entre los doce y los dieciocho años; el problema es que tu madre jamás te dejó ponerte uno. Imagínate eso y dime si no te daría risa.

—Comprendo lo que quieres decir —responde.

Mientras tanto, me han pasado por la cabeza una prenda que me cubre el tórax. No tiene mangas termina cinco centímetros por encima de la cintura y empieza donde mis pechos se esconden bajo el rígido encaje. Una minifalda de vinilo, pienso, una blusa con la que lo enseño todo, botas plataforma: voy vestida de golfa. No queda tiempo para interpretar el rompecabezas que acabo de resolver. Me quitan el foulard de los ojos. Ante mí en la evanescente luz septentrional, resplandece una enorme peluca Dolly Parton, rubia platino, sobre ojos pintados como una puerta y una boca brillante, marrón oscuro. Y hay una blusa negra transparente muy escotada sobre grandes pechos encajonados en un sostén de encaje negro; una falda de vinilo púrpura que termina a medio muslo, botas de charol… Es una gemela mía: las dos, vestidas igual, contendientes en una competición todavía misteriosa. Me quedo con los ojos como platos.

Ninguno de ellos se mueve. Pero cuando me siento en la cama crujiente —dispuesta, finalmente, a formular una pregunta—, él dice:

—Termina lo que falta.

Lo que falta, y para lo cual tarda casi media hora, es una peluca como la de ella y un generoso maquillaje; los frascos, tubos y cepillos salen sucesivamente de una caja de lame dorado, custodiada en las entrañas de un enorme bolso. Aunque lo intenta con paciencia y perseverancia, no consigue pegar las pestañas postizas a mis párpados. No estoy acostumbrada y no puedo evitar parpadear como una histérica. Para compensarlo, me cubre las pestañas con masas de rimel esperando a que se seque la primera capa —mientras trabaja con una sombra de ojos verde iridiscente—, aplicando después otra, y otra más. Me perfila los labios con un lápiz corto y duro, apretando mucho; llena el espacio así delimitado con su lápiz de labios marrón oscuro y, finalmente, cubre todo con una costra de vaselina. Unos cuantos toques y pinchazos más en la peluca con un desmesurado peine de cola de rata, y dice totalmente satisfecha consigo misma:

—Llegó la hora de mirarse, encanto, ahí esta el espejo.

Le miro a él. Está sentado en el único sillón, con un tobillo apoyado en la rodilla y las manos en los bolsillos. No dice nada. Me encamino lentamente hacia la puerta del cuarto de baño y veo el espejo, cruzado en diagonal por una grieta que forma un triángulo rectángulo en la esquina superior izquierda.

Es la imagen de una mujer de la que se suele apartar la vista cuando se va en compañía de un hombre, a la que se mira de arriba a abajo, subrepticiamente, cuando se está a solas y nadie espía: una prostituta de la Octava Avenida; no una encantadora Dama de la Noche de un café parisino, sacada de la película Irma la Douce, sino una puta callejera neoyorquina de los años setenta, desgarbada y atrozmente pintada, con su peluca barata y sus señuelos de los sesenta, tan dispuesta a dar servicio a un tipo como a robarle la cartera; la mujer que oculta su rostro tras un gran bolso de plástico en el telediario de las seis de la tarde, tras la noticia de una nueva redada de la Brigada contra el Vicio.

Me vuelvo hacia ellos… Pienso que no puedo siquiera salir corriendo, así vestida… Tres personas mirándose en un cuartito sórdido: golfas gemelas y hombre bien afeitado, cómodo en su traje azul oscuro con rayas blancas, su crujiente camisa rosa pálido, su corbata azul oscuro con motitas blancas.

—Estás fantástica, encanto —dice una golfa a otra—. No te pago para que hables —dice el hombre desde el sillón, en tono agradable.

—¿No te gusta cómo ha quedado? —persiste la golfa—. ¿No es eso lo que querías?

—No lo has hecho por gusto —dice él, de nuevo amablemente—. Y ese equipo no te ha costado ni una tercera parte de lo que me has cobrado.

—Es difícil repetir un vestido exactamente igual; además, hubo un pequeño problema de talla, si quieres que te diga…

—Esta noche todo el mundo está de humor charlatán, menos yo —dice el hombre—. Desnúdame. Y tómate tu tiempo esta noche, tenemos mucho tiempo. Ésta puede aprender unas cuantas cosas de una profesional. Ven aquí, siéntate, mira. Tienes mucho que aprender.

Estoy clavada al desgastado suelo del umbral al cuarto de baño. Ella ha empezado a desnudarle —yo nunca le he desabrochado ni un botón de la camisa— despreocupada y eficazmente, una madre que desnuda a su pequeño para bañarle, cuando el niño está demasiado cansado de un día al aire libre para hacer otra cosa que quedarse quieto y de pie, y la madre está impaciente por quitarle la ropa sucia, meterle en el agua, ponerle el pijama y acostarle. Cuando está tumbado de espaldas, dice —no mirándome a mí, sino a la mujer que está en pie a su lado:

—Mueve el culo hasta aquí y siéntate en esa silla, si no quieres que vaya a buscarte.

Cruzo en trance la habitación y me siento. Aún en trance, la veo trepar a la cama torcida, y en trance la veo arrodillarse entre sus piernas. No puedo evitar temblar, aunque aprieto una pierna contra otra, los codos contra las rodillas, los nudillos contra los dientes superiores. Su falda sobresale rígida, exponiendo el triángulo negro de sus bragas y su trasero. Durante unos segundos, sólo puedo pensar en lo inmaculado de su piel, mientras mi mente comenta, objetiva y cortésmente sorprendida, cuan graciosa colección de formas se acumula en tan grandes nalgas; la peluca, cuyos pomposos cabellos rubios caen ahora hacia atrás, amontonados entre los omóplatos, se cierne sobre el lugar de encuentro de las piernas del hombre. Al principio, sólo se oyen ruidos de succión; después, el hombre respira hondo y emite un gemido. Es un sonido que conozco bien. Es un sonido que había imaginado me pertenecía —¿en base a qué?—, que sólo mi boca podía hacer audible, que valía tanto como un billete de lotería premiado, un ascenso, todo mi talento y capacidad… Mis puños están grises y resbaladizos, aún untados de restos de maquillaje. Su mano está entre sus piernas, su cabeza se desplaza verticalmente, con movimientos largos y lentos.

—Así… —susurra él—. ¡Dios!

Ahora tengo en el puño una estopa de acero amarillo, todo el nido cede cuando tiro, lo lanzo hacia atrás por encima del hombro, mis dos manos se abalanzan sobre su pelo, suave, castaño claro con abundantes hebras grises.

—¿Qué demonios…?

Se levanta; después, cuerpos emborronados, y entonces él se sienta al borde de la cama. Estoy doblada sobre su muslo izquierdo, tiene la pierna derecha apoyada en mis corvas, la mano izquierda cerrada sobre mis muñecas aplastadas contra el nacimiento de mi espalda. Aparta el crepitante vinilo y dice:

—Pásame el cinturón.

Mete los dedos entre la goma y la piel y me baja las bragas de áspero dobladillo hasta el nacimiento de los muslos.

Rechino los dientes, ciega de terror y de una furia desconocida para mí. No, no, puede pegarme hasta la eternidad, no emitiré el menor sonido… Veo, de pronto, a una profesora de segundo grado, diciendo a un alumno —un niño hosco, mayor y más alto que el resto—, cuando se le caía un lápiz, y a menudo cuando no había pasado nada en absoluto: «Tu padre debería cruzarte sobre sus piernas, bajarte los pantalones y darte lo que mereces». Dicho con voz ligera, ominoso como una pesadilla en su misma dulzura; una vez por semana, una nerviosa ola de risitas atravesando una habitación silenciosa, veintiocho niños de siete años inclinando la cabeza sobre el pupitre con una vergüenza para ellos tan inexplicable como penetrante. No he pensado en esta profesora ni en la proximidad de húmedos pantanos que conjuraba desde que me encomendaron a los cuidados de la antipática Miss Lindlay, en tercer grado. Y aquí está, resucitada, liberada, vil: más degradante que cualquier cosa que me hayan hecho hasta ahora; la obligada intimidad carne a carne es mucho peor que estar atada a una cama, que encogerse en el suelo; las esposas y las cadenas son una gracia de Dios comparadas con estar colgada, como si estuvieran sirviendo mis nalgas, la sangre barboteando en mis oídos… Como es natural, termino por gritar. Se detiene, pero sin soltarme. La fresca palma de una mano acaricia suavemente mi piel, unos dedos trazan líneas de aquí para allá; una mano plana se mueve con delicadeza por mis muslos abajo, hasta donde éstos están sujetos por sus piernas, sigue hacia arriba entre los muslos, desde las rodillas, baja y asciende otra vez, lentamente.

—Dame esa vaselina que traías —dice— y sujétale las manos. Me están separando las nalgas, siento la presión de su dedo en el ano, una mano entre las piernas, un dedo resbaladizo deslizándose fácilmente en su lugar entre labios cerrados. Tenso todos los músculos. Me concentro en espirales amarillas que giran sobre fondo negro en el interior de mis párpados apretados, rechino los dientes, me hundo las uñas en la palma de las manos, más frenética ahora que cuando empezó a pegarme: no puedo soportarlo, así no, por favor no me dejes… Mi cuerpo empieza a moverse bajo la lenta presión que me obliga a arquearme contra él, y no tarda en contorsionarse codiciosamente sobre su mano.

—Crees que sabes lo que quieres, querida —dice su voz a mi oído, muy baja, casi en un susurro—, pero haces lo que quiere tu coño, siempre.

Me golpea brutalmente.

—Haz que se calle —dice, y me tapa la boca una mano perfumada, que muerdo con todas mis fuerzas; luego, me meten el foulard entre los dientes, y alguien, que respira pesadamente a mi derecha, lo sujeta en su sitio. Mi boca es liberada una vez más, y sus manos me acarician hasta que mi cuerpo sucumbe, esta vez mucho más aprisa—. Por favor, no puedo soportarlo, por favor, haz que me corra. Tras un nuevo golpe, una sola palabra:

—Por favor…

Siento mi cuerpo empujado encima de la cama, oigo mis sollozos bajo la almohada, apagados y distantes hasta para mí misma, noto una lengua en mi cuerpo; la almohada fuera, su rostro cuelga sobre el mío, pero la lengua sigue allí, abajo, y no tarda en hacerme gemir; mi cabeza en su hombro cuando se tumba cuan largo es a mi lado, su brazo me rodea apretadamente, sus dedos en mi boca; ella lo monta y lo cabalga. Ella y yo nos miramos muy cerca mientras él se corre.