Hoy es el último día para comprarle un regalo de cumpleaños a mi madre y que le llegue a tiempo. Es sábado y hace un calor abrumador. Sin embargo, nadie sospecharía que afuera la temperatura es de treinta y dos grados; el aire de los almacenes Saks está perfectamente acondicionado, a pesar de las hormigueantes hordas de clientes. Estamos inclinados sobre uno de los mostradores de la sección de joyería, manoseando medallones y finas cadenas de oro. He reducido las posibilidades a un medallón en forma de corazón y otro que se abre para revelar un diminuto ramo de nomeolvides pintado a mano, cuando me susurra:
—Róbalo.
Doy un respingo, derrumbando la montaña de paquetes que la mujer de al lado ha embutido entre el mostrador y el muslo levantado. Su espalda se está alejando de mí en el tumulto.
Me arden las orejas hasta tal punto que van a incendiarme el pelo. Espero que me baje la sangre de la cabeza, observo los latidos de una vena en la mano izquierda, que reposa sobre el mostrador, pierdo la pista de la vena y me miro la mano: se ha cerrado sobre el medallón en forma de corazón.
La vendedora está a un metro a mi derecha. Tres clientes le están hablando al mismo tiempo. Tiene ojeras, y la piel que rodea su sonrisa está tensa. No es justo robar un sábado, me dice una vocecilla dentro de la cabeza. Mírala: está aferrada al borde del mostrador como si la hubieran sitiado, está cansada, está sobre todo cansada de ser cortés; con gusto nos gritaría a todos: «¡Dadme un respiro! ¡Esfumaos! ¡Quiero irme a casa!». Es una putada, dice la vocecilla, al menos podías haber elegido un martes por la mañana; ¿por qué te has pasado años sin quedarte con unos míseros diez centavos olvidados en una cabina telefónica para ponerte ahora a robar en las tiendas a estas alturas de tu vida…? Cojo el segundo medallón con la mano derecha, cojo también la cadena de oro más cercana y digo en voz alta, mirando a la vendedora:
—Me llevo éstos, quiero éstos, por favor.
Me sonríe y dice:
—Es mi preferido.
Saco torpemente mi tarjeta de crédito, firmo el recibo, cojo apresuradamente la bolsa de papel… Él está apoyado en una señal de parada de autobús al otro lado de la calle Cincuenta. Me saluda con un amplio ademán del brazo mientras golpea con los nudillos en la ventanilla de un taxi que se desliza a su lado. Me espera, sujetando la puerta abierta, hasta que cruzo la calle y me siento en el lado opuesto del asiento. Da la dirección al conductor y dice, satisfecho consigo mismo:
—Te has tomado tu tiempo, y encima con aire acondicionado.
Sólo entonces extiende la mano abierta hacia mí. Dejo caer el medallón —resbaladizo por el sudor de mi mano— en la piel seca.
—Me compré otro —digo—. No podía irme así, sin más… Se ríe, me desordena el pelo con una mano, me atrae hacia él con la otra. Apoyo la cabeza en su pecho. Su camisa está crujiente. Su piel huele tan inmaculadamente a jabón como si acabara de ducharse.
—Eso no es exactamente lo que pretendía —dice—, pero es suficiente. —Y, con fingido asombro—: ¿Estás temblando? Me abraza con firmeza.
Está complacido conmigo, pero tan normal, tan sereno que pienso que sabía desde el principio que lo haría, no tenía la menor duda. Muevo la cabeza hasta ocultarla bajo su brazo y cierro los ojos. No hizo falta mucho tiempo, pienso, y realmente muy poco esfuerzo; una travesura.
En cuanto llegamos a casa, escribe una dirección en un sobre, envuelve el medallón junto con la etiqueta del precio (39,95 dólares) en varias capas de papel higiénico y pega un sello en el sobre.
—Corre al vestíbulo y échalo al buzón, sé buena chica. El martes ya lo habrán recibido.
Le miro fijamente, después miro el sobre. Chasquea los dedos.
—¿Sabes qué nos hemos olvidado? Papel para envolver el medallón de tu madre. ¿Por qué no dijiste que te lo envolvieran para regalo? Voy a la droguería a comprarlo y espero que, cuando vuelva, ya se te haya ido esa estúpida mirada de la cara. No has asaltado Fort Knox precisamente, ¿no te parece, querida?
Unos días más tarde, me enseña la navaja más bonita que he visto en mi vida. Estoy sentada en su regazo cuando la saca del bolsillo interior de la chaqueta de su traje. Tiene el mango de plata incrustada en madreperla. Me enseña a sacar la hoja de la vaina con un frívolo chasquido y cómo hacer que el acero reluciente desaparezca de nuevo entre volutas de plata.
—¿Quieres probarla?
El ligero mango reposa en mi mano, fresco y preciso, y tan bien conocido como si me lo hubieran regalado hace años: para anunciar la era del consentimiento.
Devuelvo de mala gana el hermoso objeto. Lo abre una vez más, apoya muy ligeramente la punta de la hoja en la piel de mi garganta. Echo el cuello hacia atrás, más atrás, aún más atrás, hasta que no puedo doblarlo más. La punta de acero parece inofensiva… un palillo de dientes.
—No te rías —dice—. Puede atravesarte…
Pero sí me río, y él sabía que lo haría, y, cuando he empezado a reír, hacía tiempo ya que había apartado el palillo de dientes.
—He apartado la punta del cuchillo en el último instante —dice—, en el último instante, ¿comprendes?
—En mi vida he conocido a un hombre que cuente peores chistes que tú —digo, con voz gutural y la cabeza aún arqueada hacia la espalda.
—No trates de excitarme con historias acerca de tus antiguos amantes —dice—. Es de muy mal gusto. Los que hacen eso son basura.
—Eso soy yo —digo—, finalmente muestro mi verdadera calaña.
—Finalmente, tu verdadera calaña —dice—. ¡Qué insoportable arrogancia! Como si no hubiera sabido lo que eras desde que te puse los ojos encima.
—¿Ah sí? —digo, incorporándome—. ¿Conque ésas tenemos? —Ya no sé qué decir después, pero no debía haberme preocupado. Interrumpe mis torpes, medio desarrollados e incoherentes retazos de pensamiento y dice:
—La semana que viene vas a atracar a alguien. Lo más fácil es hacerlo en un ascensor, puedes vestirte con tu traje de Barba Azul, no me digas nada antes de hacerlo. Y ahora quítate de encima, porque ya me has dejado las piernas dormidas para tres días.
Sé inmediatamente en qué ascensor. A menudo he recogido a una amiga en su oficina, a dos manzanas de la mía, para ir a almorzar juntas. Sé que el segundo piso del edificio de su empresa lleva meses vacío, y que la puerta que da al hueco de la escalera no está cerrada. Al día siguiente, tengo una cita a las tres. En media hora, he terminado y cojo el metro hasta su apartamento en lugar de volver a la oficina. El día es húmedo y el viaje de vuelta por la ciudad, incómodo. Me pregunto cómo pueden soportar ir así vestidos a mediados de julio. Estoy sudando bajo la camisa, el chaleco y la chaqueta del traje, y las mujeres, con sus vestidos sin mangas, me parecen airosas, como si volaran. Manoseo la satinada forma oblonga en mi bolsillo, confiando en que las instrucciones fluyan de ella como de un libro-talismán.
En más de una ocasión, he intercambiado ademanes de saludo con este portero. El hecho de que no me reconozca me hace sentirme invisible y ligera. Me detengo ante el panel que indica nombres y números de las oficinas del edificio, mirando de soslayo a la gente que tengo a mi izquierda: dos mujeres esperan ante la hilera de ascensores que suben, y un hombre de mediana edad ante la de los que bajan. Doy unos pasos hacia las puertas, ya semiabiertas, de uno de los ascensores que prestan servicio en los pisos uno a dieciocho. Tres hombres y una mujer salen y pasan en fila india por delante de mí y del hombre de mediana edad. Entro en el ascensor detrás de él. Oprime el botón 9, yo el 1. Las puertas no se han cerrado del todo, y ya tengo en la mano el delgado mango de plata. El chasquido juguetón coincide con el inicio de nuestro ascenso. La punta de la hoja le roza la garganta, que se arquea hacia atrás en un ángulo que se me antoja familiar. Extiendo la mano libre. Una cartera de cuero —aún tibia— reposa en la palma de mi mano cuando se abren las puertas. Salgo. Nos miramos, sombríos como en una fotografía de principios de siglo, hasta que las puertas se deslizan y se cierran. Ninguno de los dos ha hablado. Doy diez pasos hasta el hueco de la escalera, bajo un piso, cruzo una puerta de metal gris y entro en el vestíbulo. El portero está bebiendo de un vaso de Styrofoam y bromeando con el cartero de la tarde. Paso a su lado, salgo por la puerta giratoria, camino dos manzanas hasta el metro, subo las escaleras del metro unos cuantos kilómetros más al sur, ando otras cuatro manzanas hasta su apartamento.
Tengo tiempo suficiente para desvestirme y volver a ponerme mi propia ropa y quitarme la cola de la cara antes de que él llegue a casa… Estoy sentada en el sofá, fingiendo leer el periódico de la tarde.
—Has llegado temprano, ¿no? —dice—. He comprado un solomillo, esta maldita carne vale su peso en oro.
No levanto la vista de la letra impresa, que se nubla bajo mis ojos. Ha dado comienzo una reacción retardada: tengo que concentrarme en un esfuerzo por no sollozar, y procuro comprender por qué me duelen los muslos, por qué los músculos más profundos de mi vagina se abren y cierran, por qué estoy tan excitada como si su lengua me aguijoneara hacia un aire enrarecido y cortante.
El periódico se desliza hasta mi regazo sin producir el menor sonido. Ha descubierto la cartera en la mesa del café.
—Ah… —dice, dejando su cartera de documentos—. Ábrela. Ábrela… abre… ábrela; mi cuerpo interpreta las palabras como si no tuviera nada que ver con la cartera. Me deslizo del sofá y me arrodillo delante de la mesa baja. Él se sienta detrás de mí, frotándome el cuello y los hombros. Saco, sucesivamente, una pequeña libreta de direcciones, un talonario de cheques, una tarjeta American Express, una tarjeta Diner's Club, una tarjeta Master Charge; un permiso de conducir, un lápiz negro, delgado, recargable, un pedazo de papel arrugado con dos números de teléfono garrapateados con un bolígrafo; la tarjeta de una floristería, la tarjeta de una funeraria, un anuncio por palabras arrancado del Village Voice, ofreciendo servicio de carpintería a precios reducidos, un recibo color rosa de un tinte en la Tercera Avenida y trescientos veintiún dólares.
—Hum —dice.
Ha apoyado la barbilla en mi hombro derecho. Su brazo izquierdo se ha enroscado a mi cuerpo, la palma de su mano me acaricia los pechos. Su brazo derecho —metido entre mi caja torácica y mi codo derecho— se extiende por delante de mí hacia el tablero de la mesa, donde coloca el contenido de la cartera en ordenada fila.
—Leonard Burger, 14 de agosto de 1917 —lee en el permiso de conducir hablándome a la oreja—. Le pusieron muy bien el nombre… Nuestro Leo es Leo. Salvo que le llamen Len. Pero, ¿qué piensas de la tarjeta de la funeraria? ¿Y por qué el carpintero? ¿Estaría acaso estudiando el precio de los ataúdes? Debió desanimarse ante los que había en el mercado y decidió confiar el trabajo a un baterista drogado que es un manitas con la sierra. ¿O es que simplemente necesita muebles de cocina nuevos?
Me dice que llame a los números escritos en el pedazo de papel arrugado, me pasa el teléfono; uno de los números comunica y sigue comunicando, el segundo no responde.
—Esto empieza a perder su encanto —dice—. Llama a Len. Leo. Dile que tiene su cartera en la papelera de la calle, ahí abajo.
—¿Aquí? —digo—. ¿Quieres que venga aquí?
—Será divertido observarle.
—No sabemos su teléfono —digo, sin recocer mi voz. Mi comportamiento en el ascensor es ahora insondable para mí. Señala la primera página de la libreta de direcciones: SE RUEGA DEVOLVER A…, dice. Detrás, está su nombre, una dirección y, debajo de ésta, un número de teléfono. Contesta una mujer—. La cartera del señor Burger está en la esquina…
—¿Qué? —dice, en una voz muy aguda—. ¿Quién…?
Pero él me indica por señas que cuelgue.
—Le doy media hora —dice, y sale de la habitación para prepararme el baño. Cuando me lleva otra vez a la ventana del salón, la ensalada está preparada y la mesa puesta.
Esperamos de pie, pegados el uno al otro. Su mano recorre incesante los perfiles de mis nalgas. Un cochecillo amarillo se detiene al lado de la acera, a muchos metros debajo de nosotros. Un hombre diminuto sale de él. El coche de juguete se aleja mientras el hombre de juguete se precipita hacia una papelera de broma.
—Prueba con esto —dice en voz baja y, cuando le miro, sonríe y me pasa sus prismáticos.
Un rostro en cinemascope, tenso y gris, se acerca al mío. Reconozco la verruga de la mejilla izquierda. Gruesas gotas de sudor brillan en una frente surcada por numerosas arrugas. El lóbulo de una oreja, bajo una espiga de pelo gris que sobresale del orificio que tiene encima, parece, incongruentemente, haber estado antaño perforado. Él ha escondido la cartera bajo una simple capa de periódicos.
—¿Y si la encuentra otro antes? —le pregunté.
—Mala suerte para Leonard.
Pero nadie se ha llevado la cartera, no tiene ni que rebuscar. Las manos de gigante, con su tela de araña venosa, se ciernen sobre la papelera, levantan cautelosamente una desmesurada página deportiva; una correa del reloj Spandex refleja la luz del sol, ya muy bajo. Dejo los prismáticos. El hombre de juguete coge rápidamente una mota de polvo, se queda inmóvil, mueve la cabeza, hace señas con un brazo diminuto a un pequeño modelo de taxi, desaparece. Una ola de náusea me sube desde la boca del estómago. Trago abundante saliva. El sabor amargo dura únicamente un instante. Estiro los brazos cuan largos son por encima de la cabeza y siento —mientras los músculos de los hombros responden a la tensión, así como la faja muscular que me atraviesa el pecho y, más abajo, los músculos del estómago— que, en mi cuerpo, se ha iniciado un cambio, un deslizamiento, mientras aún temía vomitar. La agitación se acelera y profundiza, recoge pequeños riachuelos que acuden, colmados, por doquier. Me hace girar bruscamente, con las manos como abrazaderas de acero sobre mis hombros, y me sacude, mientras mi cabeza oscila. Sus manos se cierran sobre mi garganta. Me deslizo al suelo, con los ojos cerrados. Bajo el círculo que forman mis brazos unidos por las muñecas hasta su cuello y entrelazo los tobillos sobre el centro de su espalda.
—Casi no ha valido la pena, ¿no te parece? —Me sonríe hacia abajo, por encima de un tenedor que sostiene un trozo de filete—. Cualquier programa de Objetivo Indiscreto es más divertido.
Pero sus ojos brillan como si tuvieran décimas, y no necesito preguntarme si a los míos les pasa lo mismo.