Cuando me está desnudando para bañarme, dice:

—He contratado a un masajista para esta noche.

Deja caer mi blusa en las baldosas blancas del cuarto de baño. Doy un paso para salir de la falda y me siento en el borde de la bañera, mientras él me quita los zapatos; después, vuelvo a levantarme para que me baje las bragas. Le gustan mis bragas —algodón blanco, de Woolworth—. También le gusta esta falda; esta mañana, cuando me la deslizaba meticulosamente caderas arriba, dijo:

—Ésta es la falda que mejor te sienta, hace justicia a tu culo. Le observo mientras se inclina sobre la bañera y pone el tapón; tras un instante de vacilación, alarga un brazo para coger un paquete brillantemente impreso, metido a presión entre las botellas alineadas en la repisa interior de la bañera. Se inclina de nuevo hacia delante para abrir el grifo, prueba la temperatura del agua, ajusta el mando de la izquierda, deja caer con esmero bajo el chorro del grifo una cantidad moderada de polvo verde.

Pienso repentinamente cuan insólito es su aspecto: un hombre vestido con un traje de negocios bien cortado, con la corbata perfectamente colocada entre dos puntas de cuello almidonado, como si se dispusiera a dirigirse a los participantes en una reunión comercial, o a hablar ante una cámara de TV a la hora de las noticias, o a escuchar otra historia de desavenencia conyugal ante un tribunal. Pero, en lugar de hacer algo más apropiado a su indumentaria, se inclina sobre una bañera humeante, apoyando una mano en el borde, mientras con la otra remueve la espuma que crece rápidamente. Olfatea.

—No está mal, ¿verdad? Tal vez un poco dulce, no tan «impregnado de hierbas», como exhiben en el paquete, pero al menos es agradable.

Asiento. Me sonríe con tal calor, con tanta felicidad, que siento un nudo en la garganta; todo cuanto uno necesita en la vida es una pequeña habitación llena de vapor y un aroma de espliego sobre una corriente interior de menta.

Se va y regresa con las esposas. Las coloca en las muñecas que le tiendo y me agarra por el codo mientras me meto en el agua, que está demasiado caliente al principio pero estará, lo sé muy bien, perfecta en cuanto extienda mi cuerpo en ella.

La bañera es profunda y está llena en tres cuartas partes. Tengo que levantar la barbilla para evitar que me entren burbujas en la boca. No se afloja la corbata ni se quita la chaqueta hasta que ha cerrado el grifo y me ha mirado una vez más.

Le oigo revolver por la cocina, sus pisadas muy claras en las baldosas, mitigadas después por la alfombra del salón…

… COMPARTIÓ LOS SECRETOS DE MI ALMA …

Kris Kristofferson se desliza sobre colinas de espuma: Sólo hemos escuchado WQXR una vez desde que le mencioné de pasada, en el curso de Dios sabe qué conversación olvidada, que la emisora que ahora se oye es mi preferida. Me había dicho que estaba programado un oscuro Vivaldi que nunca había oído.

—No tienes que darme explicaciones —me había lamentado yo—. Cambia de emisora, estamos en tu apartamento.

Había sonreído, guiñado un ojo y dicho que ya lo sabía; después, decidió que no había sido un Vivaldi de primera, pero que había valido la pena escucharlo, a pesar de todo.

… TODAS LAS NOCHES ME PROTEGÍA DEL FRÍO …

Vuelve con un vaso de Chablis, se pone en cuclillas al lado de la bañera, inclina el vaso con la mano derecha para que yo beba de él…

… CAMBIARÍA TODOS MIS MAÑANAS POR UN SOLO AYER …

… aparta con la mano izquierda las burbujas de mi barbilla. El vino está frío como el hielo en mi lengua…

… ESTRECHANDO EL CUERPO DE BOBBY CONTRA EL MÍO …

Se sienta cómodamente en el retrete, se desabrocha el chaleco con una mano, bebe tres largos tragos.

—Se llama Jimmy. Por teléfono, parecía irlandés. ¿Has oído hablar alguna vez de un masajista irlandés?

—No —digo riéndome como una tonta.

… LIBERTAD SÓLO ES UNA FORMA DE DECIR …

—Creía que eran todos suecos.

… NADA QUEDA QUE PERDER …

—Yo también —dice—, o posiblemente franceses.

… NADA VALE NADA …

—¿Para qué viene?

… PERO ES GRATIS …

—Para bailar un zapateado en el mostrador de la cocina; ¡qué pregunta más estúpida!

… SENTIRSE BIEN ERA FÁCIL, SEÑOR …

—Ese masaje que me contaste te dieron una vez…

… SENTIRME BIEN ERA PARA MÍ SUFICIENTE …

—… Pensé que te gustaría que te dieran otro.

Sí, eso es, pienso. No puedo simplemente decir algo —cualquier cosa y darla por olvidada—. Presta atención a lo que digo, es difícil habituarse, uno no tropieza a menudo con tan extraña costumbre. No hay nada que simplemente le divierta o interese en aquel momento, siempre saca alguna consecuencia. Si estoy leyendo el Newsweek y le leo en voz alta un párrafo de la crítica de un libro, esa misma semana me compra el libro. En medio de una conversación que se prolonga durante horas, los dos medio borrachos, cuenta que cogía moras detrás de la casa de una tía donde pasó un verano cuando tenía nueve años, y yo digo:

—¡Moras! ¿No te encantan las moras?

A eso de medianoche, dice:

—Voy a comprar el periódico.

Regresa a la media hora y trae, desde luego, el Times bajo el brazo, pero, debajo del otro, una bolsa de papel marrón y, dentro, un recipiente con moras. Las lava, las limpia, las escurre mientras leo la sección de «Arte y Ocio». Y también ha comprado medio litro de crema espesa; echa un montón de moras en un gran cuenco de ensalada y me da de comer hasta que digo:

—Si tomo una cucharada más devolveré.

Y él sonríe y se come las pocas moras que han quedado flotando en la crema.

—¿Dónde demonios las has conseguido a estas horas? —se me ocurre finalmente preguntarle.

—Las cultivo —dice solemnemente— en la esquina de la Sexta con Greenwich. —Y bebe ruidosamente lo que queda del líquido, sujetando el cuenco con ambas manos. El masajista llega a las ocho menos cinco. Parece tener unos veinte años. Es bajo y robusto, con abundante y ondulado pelo rubio y abultados bíceps bajo una camiseta azul oscuro y una chaqueta de plástico. Lleva pantalones vaqueros y zapatos de lona, y acarrea una toalla y un frasco de aceite en una bolsa de vuelo de Icelandic. Me quito la camisa, cuando me lo indican, y me tumbo boca abajo en la cama.

—Voy a mirar —comunica él al silencioso Jimmy—. Me gustaría aprender lo que haces, para hacerlo yo mismo cuando no estés disponible.

—Siempre disponible —gruñe Jimmy, y cae en picado sobre mis hombros. Sus manos, lustrosas de aceite, son mucho más grandes de lo que podía pensarse por su altura… enormes y cálidas. Mis brazos descansan, muertos; tengo que hacer un esfuerzo para evitar que se me abra la boca. Las palmas de sus manos se abren camino por mi caja torácica, lentas, hundiéndose profundamente, avanzando con seguridad. Otra vez los hombros y otro recorrido que empieza en la cintura. Estoy a punto de gruñir de placer cada vez que sus manos se deslizan hacia abajo.

—Déjame probar —dice su voz encima de mí.

Las grandes manos se levantan. Mis párpados pesan tanto como si los tuviera cerrados bajo el agua. Estas manos son más frescas; comparadas con las otras, me tocan con ligereza. El masajista le corrige sin palabras, hace una demostración; después, las manos frescas caen de nuevo sobre mí, esta vez más pesadas, grandes zarpas en mis muslos, evitando la toalla que me cubre las nalgas. Después las pantorrillas, después los pies. Maestro y alumno cogen por turnos un pie con una mano y aplican una exquisita presión con la otra. Me dan la vuelta. El proceso se invierte en la parte anterior de mi cuerpo. Hace ya rato que no puedo contenerme y gimo de felicidad bajo los brazos de oso que me aplastan sobre las sábanas. Él repite cada uno de los movimientos del masajista, ahora con mucha menos vacilación y un efecto parecido al que producen las manos de un monstruo. Mis músculos están ardiendo, flotando. Se acabó. Alguien me tapa con una sábana y apaga la luz.

Oigo el vertiginoso silbido que emite una manga de nylon cuando alguien enfila por ella un brazo. La puerta del frigorífico se cierra con fuerza. Se abren dos latas de cerveza. Durante un rato se oyen murmullos, que me adormecen aún más. Estoy casi dormida.

—… veinticinco extra.

Encienden de nuevo la lámpara de la mesilla. Me dicen que me tumbe cruzada sobre la cama, boca abajo. Me bajan la sábana sobre las piernas. Oigo el chirrido de la puerta del armario, el crujido explosivo de una sábana limpia que se libera de los pliegues de la lavandería; el algodón fresco se desliza por mis hombros y mi espalda. Se desabrocha la hebilla de un cinturón. Oigo el roce del cuero que sale de un tirón por las trabillas de tela. La piel de la parte posterior de mi cuerpo está dividida en segmentos bien diferenciados: las zonas que han sido objeto del masaje están tranquilas, en reposo debajo de las sábanas; la piel que queda ahora expuesta se eriza en tensión, y la leve brisa del acondicionador de aire se filtra por cada uno de los poros.

—¿Qué pasa, Jimmy?

Se escucha un gruñido.

—Se ha equivocado de hombre.

Alguien se aclara la garganta.

—No lo has entendido —habla sin inflexiones—. Ya te he dicho que no le vas a hacer daño, te lo prometo. ¿Ves cómo no se resiste? ¿Pide acaso socorro a los vecinos? La pone caliente, te lo digo yo, esto es lo que la excita.

—Pues péguela usted.

—Vale, treinta.

El colchón se hunde bajo el peso de un cuerpo que se instala a mi derecha. Siento unos cuantos golpes y escondo la cabeza en el hueco de un codo.

—A ese ritmo no vas a acabar nunca.

Su voz se oye muy cerca de mi cabeza, huele a cerveza y a sudor. El colchón vuelve a moverse a mi lado, cuando el cuerpo a mi derecha desplaza su peso. Una mano me coge por el pelo y me levanta la cabeza. Abro los ojos.

—Treinta y cinco.

Los golpes son más fuertes. Él está agazapado en el suelo, al lado de la cama. Nuestras caras casi se tocan. El blanco de sus ojos está inyectado en sangre, sus pupilas dilatadas. No puedo evitar encogerme y empiezo a retorcerme.

—Cuarenta —dice, sin alzar la voz. Le reluce la frente. El cuerpo encima de mí apoya una rodilla en mitad de la espalda, y mi boca se abre de par en par bajo el efecto del siguiente golpe. Lucho en silencio, procurando arrancar su puño de mi pelo con una mano y apartar su cara de la mía con la otra, pataleando. Me agarra y junta las muñecas, las aferra en una llave feroz, me coge de nuevo por el pelo, me levanta la cabeza.

—Vamos, bastardo, cincuenta —sisea, y me cubre la boca con la suya.

El siguiente golpe me hace gemir en su boca; tras el siguiente, consigo desasirme y chillo.

—Basta ya, Jimmy —dice, como si hablara a un camarero que le ha servido una ración demasiado grande, o a un niño presa de una ligera rabieta al final de un día agotador.