Capítulo 18

Nancy, de marzo a diciembre de 1701

La habitación era pequeña y olía a moho y humedad. Nada más entrar, Germain, fiel a sus costumbres, abrió la ventana. El hombre que lo seguía la cerró de inmediato.

—Demasiado frío —dijo a modo de excusa.

—Si preferís los miasmas y sus efectos deletéreos, allá vos —respondió Ribes de Jouan.

Vio la mesa esquinera, la llevó al centro de la habitación y se sentó tras limpiar con la mano la capa de polvo que la cubría.

—¿Por qué habéis elegido un hotel tan mediocre? —preguntó a su interlocutor.

—Sabéis igual que yo que nuestro asunto requiere la mayor discreción —explicó el hombre, que ni siquiera se había quitado el abrigo ni el tricornio.

Así vestido, con las manos en los bolsillos, parecía un cuervo, pensó Germain. Se contuvo y no se lo dijo, pues su interlocutor no había manifestado ningún sentido del humor desde que lo conoció, cinco meses antes. Escuchó con lasitud el discurso acompasado que le dirigió, trufado de los habituales reproches acerca de la lentitud en la ejecución del proyecto y el descontento de su comanditario.

—Escuchad —dijo Germain, seguro de sí mismo—, por mí podéis trabajar con todos los alquimistas y científicos de la tierra, si creéis que así lo conseguiréis antes que conmigo. Podemos dar por terminado nuestro acuerdo en cualquier momento.

—Lo sé, lo sé perfectamente —confesó el hombre, aburrido—, pero debo rendir cuentas y nuestros amigos…

—Vuestros amigos esperan desde hace decenas de años, sus padres y los padres de sus padres esperaron toda su vida. Creo que podrán esperar aún unos meses más, ¿no os parece?

—Por supuesto, pero nuestros recursos son limitados.

—Por eso me he asegurado el apoyo de nuestro duque.

Ribes de Jouan, como taimado tahúr, sabía que su principal arma era el libro de Nuisement, el cual ellos ya habían visto. Si él no lograra hallar el secreto de la piedra filosofal, les vendería el libro, convencido de que acabarían por aceptar su precio. Germain tranquilizó al hombre evocando significativos progresos, a pesar de no haber avanzado en absoluto: cada frase del Tratado de la armonía y la constitución general de la verdadera sal era para él un enigma que se hacía más oscuro a cada página. La jerga filosófico-científica de los alquimistas lo tenía cada vez más harto y, además, el padre Creitzen por un lado y el hombre con pinta de cuervo por otro eran cada vez más insistentes. Sin embargo, no cedería su tesoro por menos de diez mil francos. Terminada su conversación de negocios, ofreció a su interlocutor un vaso de vino. Germain quería ganarse su confianza y estaba convencido de que su reserva era únicamente superficial. Hasta aquel momento, el hombre siempre había rechazado compartir cualquier cosa con él. Sin embargo, para su sorpresa, el otro aceptó. Germain tuvo que ir a por la botella a la taberna situada en la planta baja, para que no los vieran juntos en público. El emisario de los rosacruces tenía una obsesión por el secreto que a Germain cada vez le costaba más aceptar.

—¡Brindo por nuestro éxito!

Bebieron a la vez, pero el hombre economizó sus tragos.

—¿Qué sabéis del Cosmopolita? —preguntó Germain, mientras el alemán se quitaba el sombrero.

—¿Alexander Sethon? —preguntó, y dejó su vaso sobre la mesa, lleno en tres cuartas partes.

—Sí, el que cita Hesteau de Nuisement: «El tercer principio del Cosmopolita».

—Poco.

«Miente —pensó Germain—. Y miente muy mal».

—Si os interesa mi libro, sabréis que es la tercera parte de una trilogía —prosiguió el cirujano.

—Todo lo relativo al tema nos interesa —aseguró el cuervo, apacible.

—Sethon escribió la primera parte, el Tratado del mercurio. La segunda fue obra de otro alquimista, coetáneo suyo, Michel Sendivogius: el Tratado del azufre.

—Si vos lo decís…

—Y yo poseo el Tratado de la sal, que su autor entregó hace cien años al duque Enrique II.

El hombre no manifestó ninguna emoción especial. La conversación parecía incluso aburrirlo. Ribes de Jouan se había desplazado a Ligny-en-Barrois para hablar con los descendientes de Clovis Hesteau de Nuisement, que le revelaron la existencia de los otros dos libros. Germain regresó persuadido de que no hallaría nada sin poseer los tres volúmenes.

—El Cosmopolita fue el único que logró la transmutación en sesiones públicas —prosiguió—. Nadie pudo probar nunca que hubiera engaño o trampa. Poseía el polvo que legó a Sendivogius. Nadie sabe qué se hizo del mismo.

—En la alquimia hay muchas leyendas como esta. Debéis desconfiar, caballero. Son muchos los que se han quemado los dedos.

—O que han acabado de pie sobre unos haces de leña acusados de brujería, lo sé. Hoy, sin embargo, ya nadie muere en la hoguera, uno simplemente se pudre en un calabozo por estafa.

La apreciación de Germain no alteró a su interlocutor, que permaneció impasible. El alemán asintió y bebió otro trago tan corto como los anteriores. Hacía un esfuerzo por beber, pues era evidente que estaba poco habituado al alcohol y desconfiaba de sus efectos.

—Os lo pido una vez más, señor Ribes de Jouan, ¿queréis vendernos ese libro cuya lectura es mucho más compleja de lo que imagináis?

—Podemos hablar de ello a partir de diez mil francos.

—Comunicaré vuestra proposición a nuestros amigos.

Cruzó la ciudad para reunirse con Marie-Louise en su habitación de la rue Paille-Maille. Estaba con un cliente y había cerrado la puerta con llave. Eso lo puso de bastante mal humor, pues por el camino se le había metido en la cabeza comenzar la tarde retozando un rato con Erzsébet. No se sentía enamorado de ella, pero su deseo era más que simple apetito. Saber que se acostaba con otro le molestaba cada vez más y así se lo había dicho a ella. Invariablemente había obtenido una respuesta contra la que no podía luchar: él vivía en casa de ella y no tenía ninguna fuente de ingresos. Había decidido no aguardar más para negociar, dispuesto a vender un secreto que estaba seguro que no descubriría nunca y con el que nada podía hacer.

***

Versalles, 4 de mayo de 1701

Hija mía, mi querida niña, debo contaros la lección que ayer di a ese pretencioso personaje, ese indigno señoritingo de Saint-Simon que no aprecia a nuestra familia y al que se la tengo jurada. Al sentarnos a la mesa del rey, va esta mañana y se sitúa frente al príncipe de Deux-Ponts. He dicho entonces en voz muy alta: «¿Por qué será que el señor duque de Saint-Simon ronda tanto al príncipe de Deux-Ponts? ¿Será que desea rogarle que coja a uno de sus hijos como paje?». Todo el mundo se ha echado a reír tanto que ha tenido que marcharse. ¡Qué placer empezar una comida con un plato así, hija mía!

Respecto a vuestro señor padre, sigue siendo el mismo. Por bien que yo trate a sus favoritos, sigue convencido de que, aunque yo esté a su favor, no dejaré de hablar mal de ellos ante el rey; por esa razón, y aunque me diga palabras agradables y en apariencia viva bien conmigo, en el fondo no puede sufrirme y me critica ante el rey tanto como esa vieja asquerosa de la señora de Maintenon.

Eso es cuanto puedo deciros. Os envío un estuche de moda; es muy feo, pero es solo para mostraros las cosas que están de moda actualmente. Como ya no está permitido poseer estuches de oro, podréis guardar vuestros estuches de costura dentro de este.

Isabel Carlota lloraba de risa con la carta que acababa de recibir. La correspondencia de su madre era para ella una fuente de placer, pues las descripciones que la Princesa Palatina hacía de la corte de Versalles la alegraban y reforzaban su opinión de la enorme suerte que tenía de hallarse junto a Leopoldo en un pequeño Estado sin intrigas cortesanas. Acarició su vientre y decidió anunciar a su madre la noticia que hasta entonces había mantenido en secreto.

Nancy, 12 de mayo de 1701

Querida madre, vuestras cartas siempre me colman de felicidad. Son una presencia tranquilizadora desde la última vez que nos vimos. Hay un acontecimiento que ya no puedo seguir ocultando a vuestros oídos y a los de mi señor padre. Dios ha tenido la bondad de concederme estar embarazada de nuevo, por tercera vez, tras la muerte de nuestro principito y el nacimiento de Isabel Carlota. Está previsto que dé a luz el mes de noviembre. Este estado me hace muy feliz, al igual que a mi esposo, quien me ha predicho que será un niño. El duque, como hombre amante y considerado, me ha concedido que no vaya a Bar para el parto y que pueda permanecer en nuestra ciudad de Nancy. También ha elegido a la comadrona. Isabel Carlota, por su parte, se encuentra bien y cumplirá seis meses dentro de nueve días y el duque quiere hacerla abadesa de Remiremont. ¿Hubierais creído, querida madre, que un matrimonio de conveniencia pudiera transformarse en un matrimonio de amor? Me alegra que el destino me haya reservado un hombre tan dulce y bueno. No quiero decir más y os mantendré informada de mi embarazo.

Le entregó la carta doblada a la señora De Lillebonne, quien a su vez la informó de la llegada de la comadrona. La duquesa la hizo entrar sin más tardanza y la recibió con los brazos abiertos.

—Señora, me han hablado muy bien de vos y me alegro de contar con vuestra presencia a mi lado para el parto. Me alegro mucho.

Carlingford frunció el ceño. La carroza se dirigía hacia Lunéville cuando Leopoldo le anunció que había requerido los servicios de Marianne para la duquesa.

—En nuestra apuesta, nada impide la intervención del destino —dijo el duque, malicioso.

—En tal caso, el destino ha adoptado vuestros rasgos, alteza. Pero la partida aún no ha acabado.

—Mi querido François, la marquesa ha quedado definitivamente fuera de la carrera y sé que a nuestra comadrona aún le devora la pasión por maese Déruet. Antes de que la duquesa haya dado a luz, estarán juntos. ¿Por qué querríais que no fuera así?

—El destino, siempre el destino, inaprensible destino, alteza —respondió Carlingford, que ciertamente carecía de cualquier idea o argumento con que replicarle.

El duque soltó una risita seca: se sabía ganador. Leopoldo contempló satisfecho el paisaje campestre desfilar ante sus ojos. La expresión de su rostro cambió de repente.

—Detened la carroza —exclamó dirigiéndose a Carlingford—. ¡Detenedla!

El séquito se detuvo. El responsable de la guardia que formaba su escolta personal se presentó ante el duque.

—¿Qué ocurre, alteza?

El duque había descendido y se hallaba en mitad del camino, junto a un cruce con un sendero que se adentraba a su izquierda entre dos campos de cereales.

—Capitán, ¿podéis decirme adónde lleva ese camino?

—No, alteza, lo ignoro… pero puedo preguntárselo a ese campesino —respondió, y señaló a un joven que reunía a sus ovejas en un prado vecino.

El militar se dirigió hacia el pastor sin aguardar la autorización.

—¿Cuál es la razón de esa pregunta? —inquirió Carlingford—. Es probable que ese camino no lleve más que a algún pueblo sin mayor interés.

Leopoldo se plantó en el cruce.

—Lo que me interesa no es la pregunta, sino la respuesta. Nuestro hombre era incapaz de saber adónde lleva ese camino. Por una simple razón: no hay ningún indicador.

—Por Dios, es cierto —respondió el conde—. No me había dado cuenta de ello.

—No he visto ni uno en todo el camino. Y mirad ese arbusto ahí y esta pila aquí: ¿creéis que se hallan a más de sesenta varas del camino? ¿De qué sirve dictar ordenanzas si luego no se aplican?

Leopoldo habló sin cólera, pero la firmeza de su tono hizo que todo el mundo comprendiera que debían poner remedio a aquello lo antes posible.

—Ordenaremos a todos los prebostes que hagan cumplir el edicto. Los campesinos talarán esos setos y se clavarán nuevos postes indicadores —aseguró Carlingford.

—Nada debe entorpecer la circulación de los viajeros y el comercio, ni los ladrones ni el estado de los caminos —insistió Leopoldo.

El capitán llegó acompañado del pastor, al que llevaba del brazo.

—Este hombre os explicará adónde conduce ese sendero, alteza.

—Bien, pero primero soltadlo, a menos que temáis que salga volando —respondió Leopoldo.

El soldado obedeció y el joven se frotó el brazo.

—Disculpad su rudeza —dijo el duque—. ¿Cómo os llamáis?

—Me llamo Valentin, señor.

—Alteza… —le corrigió el capitán tras darle una colleja.

—Señor alteza —añadió el muchacho.

—He aquí un joven trabajador ingenioso. ¿Dónde estamos, Valentin? ¿Adónde lleva ese camino a nuestra izquierda?

La pregunta pareció sorprenderle.

—Pues… a Vitrimont. Y todo recto, llegáis a Lunéville.

—¿Por qué no hay ninguna indicación en este cruce? —preguntó Carlingford, a quien aquel intermedio comenzaba a exasperar.

—No lo sé, señor… alteza —añadió, lo que provocó la risa del duque.

—Para mi amigo, «excelencia» bastará. ¿Esas ovejas son vuestras?

—No, de los eremitas de Sainte-Anne. Trabajo para ellos. A cambio, me enseñan.

—¿Y qué os enseñan?

—He aprendido a leer y a escribir. Ahora estudio ciencias —añadió, orgulloso.

—Así pues, sabéis leer pero ignoráis las ordenanzas que obligan a colocar postes indicadores y a talar los setos. Menudo sabio —bromeó Carlingford.

—Vivo en el bosque, señor excelencia.

Leopoldo le indicó que se aproximara y se alejó del grupo con él.

—Valentin, ¿a qué distancia estamos de Nancy?

—Diría que a unas dos leguas.

—Si a un soberano no se le respeta a dos leguas de su palacio, ¿cómo van a obedecerlo en los confines del ducado?

—Lo comprendo. ¿Queréis castigarme?

—No. Quiero saber por qué mi pueblo no obedece las leyes que se dictan por su bien.

—Se debe a que los campesinos tienen tantas cargas que esta les parece injusta. ¿Por qué construir los caminos que otros utilizarán? Durante ese tiempo, los viajeros no trabajan en sus campos. Y los postes suponen menos leña para el invierno. Todo eso no es en contra vuestra, alteza, pero hay que vivir.

—Os agradezco vuestra franqueza, Valentin.

—Estudio de verdad, ¿sabéis? Quiero viajar y conocer mundo.

—¿Cuántos años tenéis?

—Dieciocho.

—Que Dios os conserve ese frescor tanto tiempo como sea posible —declaró Leopoldo al darse cuenta de que a la misma edad él había luchado tres años en la guerra.

El séquito prosiguió su ruta. El duque contempló la silueta del pastor alejarse poco a poco en la lejanía. Indicó a Carlingford que enmendara la ordenanza de 12 de marzo de 1699 de manera que se repartiera el trabajo entre todos los habitantes del municipio.

—Y si ello no bastara, utilizaremos también a nuestros soldados —concluyó.

Le ordenó que enviara a Valentin a estudiar a la Universidad de Pont-à-Mousson en cuanto acabara la cosecha.

—Pagaré de mi bolsillo hasta que le encontremos un protector. ¿Qué significa esa sonrisa, François?

—Ved cómo el destino puede ser inaprensible: acabáis de cambiar la vida de ese joven desconocido.

***

Tras dos meses sin lluvia, julio prolongó la persistente sequía. El forraje comenzaba a escasear y los ríos se reducían a unos chorrillos de agua en unos lechos demasiado anchos. En el palacio ducal, la duquesa había perdido su alegría habitual. Su padre había fallecido súbitamente el 9 de junio, víctima de una apoplejía, e Isabel Carlota pasaba los días en sus aposentos, abatida y melancólica. El duque organizó varias estancias en Lunéville, en el antiguo castillo de Carlos IV. El lugar era vetusto, pero le gustaba mucho el entorno, más rodeado de naturaleza que el palacio de Nancy. Su proyecto de código civil estaba casi concluido y había invitado al autor del mismo, el fiscal general Bourcier, a visitar el castillo para zanjar los últimos detalles. El código de Leopoldo contenía artículos que reconocían el derecho a la defensa de los acusados así como los abogados de oficio para los pobres. Esbozaba igualmente la supremacía del derecho laico sobre el de la Iglesia.

—Espero que con ello podremos tener más justicia para todo el mundo —declaró el duque tras escuchar a Bourcier releer cada parte—. Y que no tendremos demasiados problemas con el Vaticano. Habéis hecho un trabajo excelente, señoría, realmente excelente, y os felicito.

El duque miró a su secretario y comprobó que había tomado nota de los elementos esenciales de la reunión. El hombre comprendió la solicitud implícita, recogió sus cosas y se marchó.

—Hay otro asunto del que quería hablaros —prosiguió Leopoldo dirigiéndose a Bourcier—. Me será útil contar con vuestra opinión, pues en vuestra actividad cotidiana estáis en contacto con el pueblo. Quisiera saber qué piensan de mí mis súbditos. Habladme con franqueza y no me ocultéis nada. Os lo ruego.

Bourcier no pudo disimular su sorpresa y comenzó a hablar como si se tratase de un alegato en una sala de audiencias.

—Alteza, vuestros escrúpulos os honran, pero puedo aseguraros que todos vuestros súbditos os estiman y veneran como aquel que trajo la paz y la prosperidad al ducado. El episodio del Milanesado ha sido olvidado, y puedo afirmaros que jamás he oído la menor frase ni la menor alusión negativa concerniente a vuestra acción en este Estado.

Leopoldo se puso en pie para contemplar los jardines y el bosque que los rodeaba.

—Albergo temores a raíz de ciertos acontecimientos. Mi corte está ahí para complacerme y jamás se atrevería a decírmelo. Tengo pocos vínculos directos con el pueblo. Por fortuna, vos formáis parte de él.

Tomó una hoja de su mesa y se la tendió.

—Tomad, leed. Leed este poema.

Bourcier acomodó la vista, que cada día le fallaba más para leer, tosió para aclarar la voz y declamó:

Cuando bajo las dulces leyes se respira

y mi pueblo feliz te contempla y admira,

duque, el rumor turba el plácido remanso

de ese naciente y tan agradable descanso.

¡Ay! ¿Será verdad que insensible a mis penas

quisiste cambiar estos campos por otras tierras

y los soberanos un acuerdo concertado

te propusieron firmar en solemne tratado?

—¿Recordáis ese texto? —preguntó Leopoldo tras recuperar el papel.

—Dios mío, sí, cómo iba a olvidarlo. Fui yo quien lo escribió cuando sucedió lo del Milanesado.

—Extraje dos conclusiones: la primera, que siempre podré confiar en vos a la hora de decirme la verdad y expresar vuestros sentimientos. La segunda, que es mucho mejor que os dediquéis a la justicia que a la poesía.

El comentario hizo que el fiscal prorrumpiera en carcajadas.

—Debo reconocer que esos versos eran mediocres, alteza. Y pido disculpas a la literatura.

—Bastante mediocres, es cierto, pero con el sello del corazón. Algo inestimable cuando hay que tomar una decisión.

Bourcier fue presa de un ataque de tos que lo dejó sin aliento. Le costó recuperar el resuello y se disculpó ante el duque.

—Es una pleuresía que me es tan fiel como vuestros súbditos a vos, alteza.

Leopoldo hizo traer una jarra y dos vasos.

—Agua de Bussang, bebed, es mano de santo para lo que tenéis. A veces también la tomo yo. Volviendo a nuestra conversación, tengo una misión que confiaros.

Jean-Léonard Bourcier lo escuchó con interés y estupefacción. Aceptó sin pestañear.

***

—¡Esta noche, amigos, quiero que celebremos una verdadera fiesta, que todo el mundo beba y se divierta!

Subido encima de una mesa de Le Sauvage, Germain, vestido de betyar, arengaba a los parroquianos.

—¡Qué corra el vino, que circule por nuestras venas y encante nuestros humores! —exclamó a voz en grito, y acto seguido saltó al suelo y fue hasta la mesa donde se hallaban sus amigos.

Cogió un vaso, lo alzó, gritó «¡Salud!», se lo bebió de un trago, chasqueó ruidosamente la lengua y acto seguido se sentó entre Nicolas y Azlan.

—¿Y qué celebramos? —preguntó el joven—. Nos has citado sin explicarnos nada.

—Muchos asuntos que concluyen o se presentan bien, chaval.

Se puso en pie y gritó para que lo oyera toda la sala.

—¡En primer lugar, me instalo en casa de Erzsébet!

Aplausos y gritos de alegría saludaron la noticia. La mayoría de los clientes no conocía a Germain, pero era el que los invitaba a beber durante toda la velada.

—Sí, amigos, soy un concubino, y además concubino de una putilla, ¡cosa que me convierte en la persona menos recomendable de esta asamblea!

Su grosería, sumada a los efectos del alcohol, provocó las carcajadas del auditorio.

—Tal vez termine casándome con ella, pero, de momento, ¡la moza prefiere el dinero de los otros! —prosiguió Germain, satisfecho.

En varias mesas se oyeron algunos comentarios procaces. Aprovechó para beber varios tragos a gollete, directamente de la botella.

—Además, voy a cerrar un excelente trato comercial que me permitirá invitaros a unas cuantas rondas más.

Nueva ovación en la sala. Algunos aplaudían, otros alzaban sus vasos para que el posadero les sirviera. El ruido de fondo era continuo y ensordecedor.

—¿De qué está hablando? —preguntó François a Nicolas, que le confesó su ignorancia.

Ribes de Jouan inhaló una buena bocanada de humo de su pipa.

—Está también la liquidación de una deuda de juego de mi amigo el duque Leopoldo, una parte de la cual se encuentra ya en el bolsillo de nuestro anfitrión —declaró al tiempo que señalaba al dueño, el cual fingió rebuscar en sus pantalones—. Y os confesaré una cosa, queridos compañeros: ¡nuestro soberano no es tan hábil con los naipes como en la guerra! Y puedo decirlo, pues lo he conocido en ambos menesteres.

Las risas y los comentarios brotaron de nuevo por doquier. Cerca de la puerta, sentado en la silla que antes ocupaba Anselme Gangloff, un joven de aspecto tímido escuchaba las conversaciones sin perderse la menor frase. El adolescente parecía perdido y asustado en el ambiente canalla de Le Sauvage.

—Por último, tengo los tres mejores amigos del mundo, y eso os lo deseo a todos.

Se reunió con François, Azlan y Nicolas bajo una salva de aplausos. Su larga capa de bandolero húngaro le daba el aspecto de un príncipe de los pobres.

Trajeron un segundo tonel de vino y lo abrieron de un mazazo, lo que animó el local lo indecible.

—Tendría que haberte conocido hace tres años —dijo François—. ¡Tú solo habrías vaciado mi reserva de vino!

—Nunca es tarde, amigo mío, y puedo imaginarme como propietario de un viñedo, ¡debe de ser una de las pocas actividades que aún no he probado!

—¿Y por qué no? —respondió el Erizo Blanco con un brillo en los ojos.

Nicolas se prometió hablar con él al día siguiente: François no había tratado lo bastante a Germain como para conocer su escasa fiabilidad. Era generoso por naturaleza y tenía tendencia a embalarse en cuanto surgía una idea y a apropiársela. Sin embargo, dejó que soñaran parte de la noche con un futuro al frente de la mayor explotación vinícola del ducado y de Francia juntos, que bautizaron «Viñas lorenesas» y que estaba destinada a las más altas glorias comerciales. Luego los dos hombres se fueron a la sala de juego, donde alternaron las rondas de alcohol y las partidas de lansquenete.

Nicolas, intrigado por el joven solitario, que no se había movido y parecía observar a todo el mundo, se sentó a su mesa y entabló conversación con él. El muchacho le dijo sin hacerse de rogar que era uno de los asistentes del fiscal Bourcier, quien le había pedido que pasara la velada en Le Sauvage para informarle acerca de cuanto se dijera sobre el duque Leopoldo. Había reclutado a todos sus colaboradores para que le proporcionaran un estado de opinión detallado del ducado acerca de su soberano.

—¿Y qué has retenido de esta velada que pudieras escribir? —preguntó Nicolas en el momento en que una sarta de insultos salía desde la sala contigua como consecuencia de las malas cartas que le habían dado a Germain.

—A decir verdad, nada —admitió el joven—. Sinceramente, nada. Su Señoría, el fiscal, no va a estar contento.

—Pásate mañana por el hospital Saint-Charles y podrás preguntar a los enfermos.

—¿De veras?

—Sí, la mayoría se aburren y estarán encantados de contarte lo que se dice.

—Gracias, señor, gracias. ¿Puedo irme ahora?

Cuando se quedó solo, Nicolas pensó en Rosa. Hacía ya un año desde la última vez que se vieron. Un año entero… Varias veces había tenido ganas de decirle que la perdonaba, que ya no sentía cólera ni rencor, pero nunca había logrado ir más allá. Una sola vez fue a la rue Naxon a verla. Fue un día de febrero, tres meses atrás. Claude se hallaba en el patio y reparaba la capota de cuero de la carroza. Miró a Nicolas acercarse, no respondió al saludo de este y entró en la casa sin decir palabra a avisar a la marquesa de que maese Déruet deseaba verla. Reapareció cinco minutos después con una respuesta negativa: Rosa estaba muy ocupada y no podía recibirlo. Al marcharse, Nicolas se volvió y vio la silueta de ella en una de las ventanas del pasillo, en el primer piso. Era la que estaba más cerca de su habitación. «Cerca de la habitación de ella», se corrigió.

Vio una jarra de vino y se la bebió a conciencia, y luego una segunda, hasta que acabó por perder la cuenta. Los juerguistas eran cada vez más escandalosos. Habían dejado de jugar a cartas, faltos ya de dinero y de insultos y maldiciones, y volvieron a su lado vociferando, cantando y retándose con unas pullas cada vez regadas con más vino. Germain se proclamó rey de Marmarus y se hizo transportar, sentado en una silla que cuatro forzudos sostenían a pulso, vestido con su atuendo de betyar, repartiendo besos como un rey hubiera repartido monedas a sus súbditos. La velada acabó con la intervención de la milicia burguesa a la que los vecinos, hastiados, habían avisado. Los clientes abandonaron Le Sauvage como una lluvia de chispas.

La luz del sol lo despertó. Nicolas hizo una mueca y abrió los ojos ante una cubierta de lona beis que olía a moho. Azlan se había dormido a su lado. Estaban tumbados en la carreta de Saint-Charles.

—¿Qué hacemos aquí? —murmuró con voz pastosa, a lo que Azlan respondió con un gruñido, sin moverse.

Salió de la ambulancia volante: el paisaje era el del puerto del Crosne. Ante él se hallaba la Nina, con las velas a medio izar en el mástil. El bulto tendido junto al timón llevaba un gorro blanco. De pie en la orilla, cerca de la grúa y de las barracas, Germain orinaba en el agua. Se volvió y saludó a Nicolas con un amplio gesto de la mano. Los recuerdos afluyeron rápidamente. Los cuatro amigos habían decidido rematar la velada con una travesía nocturna a bordo del barco de François, pero la expedición fue menos que breve, ya que ninguno de ellos logró izar las velas. Vaciaron un tonel que se habían llevado consigo y que ahora flotaba en el Meurthe, entre dos arcos del puente de Malzéville, y al final cayeron desplomados en orden disperso según avanzaba la noche.

—¡Vaya fiesta, madre mía, vaya fiesta! —dijo Germain, y le dio una colleja amistosa que le cayó como si le hubieran dado un martillazo en el cráneo.

Azlan se reunió con ellos sin dejar de bostezar. François se puso en pie con dificultad bajo la mirada de sus amigos, que se habían sentado en la orilla, silenciosos.

—¿Qué ocurre? ¡Parece que estéis velando a un muerto! Ya sé que estoy rodeado de tablas de madera, pero es mi barco y no mi ataúd.

El chiste los animó. Nicolas se desnudó y se echó al agua, y pronto lo siguieron los otros dos. François se quedó en la Nina pretextando dolor de espalda.

Abandonaron el puerto en el momento en que los primeros obreros llegaban al trabajo. A lo lejos, una chalana se disponía a atracar para desembarcar su mercancía. El capitán hizo sonar un cuerno y Hyacinthe respondió con un bramido interminable. La indolencia ocupó el resto del día.

***

Mientras se vestía, Marianne intentó no prestar atención a su ropa. Sin embargo se había cambiado ya tres veces de falda, de corsé y de calzado hasta dar con la combinación que más la favorecía. «Solo quiero sentirme bien con mi ropa —pensó para convencerse—. Esto no tiene nada que ver con mi cita». Se roció con su perfume preferido, uno que la condesa de Sauvigny le había obsequiado con motivo de un parto, y halló una excusa fútil para justificarlo. Se miró en el gran espejo de los aposentos de la duquesa, se cambió de nuevo de zapatos y de sombrero y finalmente se decidió a salir. Faltaba todavía una hora para la entrevista y fue a la librería de Pujol. Marianne le había encargado el libro de François Mauriceau, el más célebre cirujano partero de París.

Tratado de las enfermedades de las mujeres embarazadas y de las que han dado a luz —leyó, y acarició la cubierta—. Lo buscaba desde hace mucho tiempo…

—Se lo he encargado directamente al autor, en la rue des Petits-Champs, pues de lo contrario habría sido imposible obtenerlo.

—Gracias, señor Pujol.

El recuerdo del recién nacido de Anne de Pailland le vino a la memoria. La imagen se le aparecía en sueños, aunque cada vez con menos frecuencia. El feto fue arrancado del cuerpo de su madre mediante un instrumento inventado por François Mauriceau, los fórceps, que elogiaba en su libro. Nunca había vuelto a ver al cirujano que los utilizó. El hombre se marchó del ducado al día siguiente, por temor a un proceso en el que podía ser condenado a prisión. Sin embargo, el decano Pailland no los molestó, ni a él ni a Marianne. Se murmuró que el duque intervino para echar tierra sobre el asunto. Ella pagó su error con sus remordimientos y decidió dejarlos en Pont-à-Mousson durante los meses en que iba a alojarse en el palacio ducal.

Marianne se sentó frente al mostrador, entre dos pilas de libros que olían a tinta fresca, y resiguió con el dedo los lomos de las obras leyendo los títulos en voz alta.

El instrumental conveniente para los jóvenes cirujanos

Intrigada, lo extrajo de debajo de la pila con una destreza que atribuyó a la suerte. La obra trataba acerca del instrumental necesario para todo tipo de patologías y accidentes. Hizo una mueca de asco, volvió a ponerlo en lo alto de la pila y cogió el segundo: Secretos y remedios probados con las preparaciones hechas en el Louvre, por orden del rey. Lo hojeó rápidamente sin interés, pero se dejó llevar por su olor a pergamino y la suavidad del tacto. El tercero, El perfumista real, detallaba el arte de perfumar con flores. Se detuvo en el Tratado de esencias suaves de flores para los cabellos, anotó mentalmente las recetas a base de jazmín y azahar y luego lo dejó. Se acercó al mostrador, sobre el cual había dos novelas de Eustache Le Noble, un autor que le era desconocido. Dejó Las aventuras provincianas y optó por Zulima o el amor puro.

La campanilla tintineó anunciando la entrada de un cliente.

—Querido amigo, ¡cuánto tiempo hace que no me honras con tu visita! —saludó Pujol de buen humor.

Los dos hombres se regocijaron. Marianne los ignoró. Se había sumergido en la lectura de lo que el autor calificaba de «novela histórica»: Zulima, hija del sultán de Egipto, se había enamorado locamente del príncipe de Westfalia, esclavo en la corte del mismo sultán. Un amor imposible, pues el príncipe estaba casado y era católico. Marianne frunció el ceño ante el planteamiento dramático de Le Noble.

Pujol había ido a la trastienda a buscar una rareza editorial y el hombre contemplaba a Marianne, que le daba la espalda con la cabeza ladeada y hojeaba las últimas páginas de la novela para descubrir el desenlace. Zulima, al no soportar ya más la situación, había decidido organizar la evasión del príncipe y de su esposa, y huir con ellos. Al llegar a Alemania, se convirtió al cristianismo. Marianne comprobó que el librero se hallaba aún ocupado en la trastienda y hojeó el final, que leyó susurrando entre dientes: «Llegaron todos entonces a Westfalia, donde Zulima vivió con el príncipe y la princesa como una verdadera hermana…».

Meneó la cabeza en señal de desaprobación.

«… y dos años más tarde, al fallecer Leonor mientras daba a luz, el príncipe de Westfalia se casó con Zulima, y vivió y reinó muchos años con ella en continua felicidad…».

—Eso está mejor —murmuró ella.

«… y finalmente, al morir con la muerte de los justos, los tres se hallan enterrados en el mismo sepulcro en Herford».

—¡Eso, jamás!

Gritó sin poder controlarse y se volvió para verificar que el cliente no la hubiera oído. Cuando lo vio, plantado dos metros detrás de ella, se quedó boquiabierta.

—Buenos días, Marianne —dijo Nicolas.

Ella profirió un grito y dejó caer el libro.

—¡Dios mío! ¡Ahora no!

Él lo recogió, miró el título y se lo tendió.

—Lamento haberos asustado —añadió con su voz dulce, que ella no había olvidado.

—No lo lamentéis, es solo la sorpresa —explicó mientras apretaba el libro contra ella.

—¿Por qué habéis dicho «Ahora no»?

—¡Y esto es para ti! —exclamó Pujol al salir de la trastienda.

Puso en manos de Nicolas un enorme tratado escrito en holandés.

—Conoces a Frederik Kuyrijsk, el anatomista de Amsterdam, ¿no es cierto?

—Me lo quedo —confirmó Nicolas sin ni siquiera interesarse por el libro—. ¿Puedes hacer que me lo lleven a Saint-Charles?

—¿Ah? Sí… —respondió el librero, decepcionado por la acogida de su amigo—. ¿Y vos, señora Pajot?

—¿Yo?

Marianne lo miró sin saber a qué se refería. Pujol le señaló la obra de Le Noble.

Zulima… ¿lo queréis?

—No —respondió ella, y se lo devolvió—. Tiene una frase de más.

—¿Ah? —repitió el hombre mientras miraba la cubierta sin comprender.

El librero volvió a la trastienda desconcertado.

—Qué gran sorpresa veros en Nancy, Marianne. Pero me alegro mucho —se apresuró a añadir Nicolas—. ¿Cuánto tiempo os quedaréis? Me gustaría… Me gustaría volver a veros. Olvidad la última palabra de nuestra conversación en Pont-à-Mousson.

—¿Adiós? Es una de esas palabras que creemos indelebles y en cambio desaparece con las primeras lluvias. No os preocupéis, habrá ocasión de vernos.

Unas arrugas de contrariedad aparecieron en su frente.

—Ahora debo marcharme. No es que no desee quedarme, pero tengo que atender una visita que viene a verme al hospital. Me temo que ya llego tarde. Pero no importa.

—Yo tampoco puedo quedarme. Una cita de trabajo.

—Me han anunciado a una persona del séquito de la duquesa, sin duda una gobernanta que se habrá atragantado con una espina. ¡Es una locura la cantidad de pacientes que vienen de palacio con un alimento atorado en la garganta! ¡Parece que se pasaran el día entero comiendo! —bromeó él para disimular su disgusto.

—Por lo que a mí respecta, se trata de una persona a la que no quisiera hacer esperar.

—Alguien afortunado, en cualquier caso. Así que dejaré que os marchéis —concluyó Nicolas, contra su voluntad.

Se dio cuenta de que estaba en medio y se apartó excusándose para dejarla pasar.

—¿Sabéis dónde encontrarme? —preguntó Nicolas cuando ella abría la puerta—. El hospital está en la rue du Moulin, en la antigua fábrica de calderos.

—No lo olvidaré. Hasta luego.

—Hasta pronto.

En cuanto Marianne hubo salido, se apresuró a llamar a Pujol y le compró la novela de Le Noble. Corrió para acudir a su cita, evitó la rue Saint-Jean, sus tiendas y sus paseantes, atravesó la plaza del mercado y aceleró el paso en la rue du Moulin. Tomó la rue des Artisans desde el sur a la vez que Marianne accedía por el norte. Llegaron a la entrada del hospital al mismo tiempo.

—¿Marianne? —dijo con sorpresa mientras trataba de recuperar el aliento—. ¿He olvidado algo?

—Sí, vuestra puntualidad. Pero podéis estar tranquilo, Nicolas: yo soy vuestra cita.

Ella le explicó la petición del duque, las dudas que ella había manifestado, la reacción sorprendente de Martin, que la animó: el soberano había insistido para que ella, y solo ella, fuera la comadrona de Isabel Carlota. Leopoldo le había prometido alojamiento en palacio y la asistencia del mejor cirujano ducal.

—Que hoy vengo a solicitar —concluyó ella.

Él aceptó con entusiasmo a la vez que trataba de refrenar su excitación.

—¿Queréis que os muestre mi cubil? —propuso, y le tendió el brazo.

Nicolas le mostró las salas de los pacientes, las habitaciones dedicadas a las curas y a las operaciones, la sala de autopsia, y luego subieron a la primera planta y se entretuvieron con los botes que contenían todos los remedios. Marianne estaba locuaz y Nicolas, tras unos minutos de reticencia, no dejaba de hablar. Habían recuperado su complicidad y compartían su pasión por la medicina.

—¿Qué hay en esa ala? —preguntó ella, y señaló un pasillo que acababan de dejar atrás.

—¿Ahí? Nada interesante. Son las habitaciones del personal. Para mí es más que un simple alojamiento, es mi refugio. Ahí guardo todos mis libros.

—¿Me enseñáis vuestros tesoros?

Ella no aguardó su respuesta y lo arrastró de la mano.

***

Azlan sintió una lengua rasposa lamerle el rostro y apartó suavemente al gato.

—¡Genghis, basta ya! —susurró, y lo agarró por la piel del lomo.

Se levantó sin hacer ruido y miró a Rosa, dormida en su cama, junto a la cual estaba el sillón en el que él había pasado la noche. Ella no se había curado de sus ataques de melancolía desde que Nicolas había roto su noviazgo, y los alternaba con ataques de vértigo y náuseas. Se había dormido, agotada, tras haberlas sufrido toda la noche. Azlan se desesperaba al verla en semejante estado, había probado diversos remedios y había tenido que admitir su impotencia para combatir su enfermedad. Antes incluso de que se lo propusiera, Rosa le hizo prometer que no le diría nada a Nicolas y que no le pediría ayuda. Azlan había cumplido su palabra, pero lamentaba haberse comprometido a ello.

Colocó el brazo de Rosa, que colgaba de la cama, junto a su cuerpo. Genghis aprovechó para propinarle un lametón que no la hizo pestañear siquiera. Dormía profundamente. El gato era un obsequio de Azlan y sacó a Rosa de su apatía durante algún tiempo, hasta que perdió todo interés por el mismo. El joven estaba cada vez más preocupado por ella.

Almorzó en la cocina en compañía del felino, que sorbió un plato de leche bajo la mirada enternecida de la criada. Esta se ocupaba del animal y lo vigilaba, pues había convertido la despensa en su reino. Germain fue a preguntar por Rosa, como hacía regularmente, y compartió la comida de Azlan. El joven le explicó que la noche anterior, a su regreso de Saint-Charles, la halló de pie frente a la chimenea.

—Tenía en la mano la Ética, su libro fetiche. Arrancaba las páginas y las arrojaba al fuego, una tras otra —explicó Azlan—. Ya no sé qué hacer, Germain.

—¡El amor es un estado del que siempre he procurado protegerme! Sin embargo, por suerte forma parte de las enfermedades reversibles y puede acabar en un abrir y cerrar de ojos —exclamó Ribes de Jouan ilustrando sus palabras con una palmada.

Un criado entró en la cocina.

—¿El señor me ha llamado?

—No, pero con gusto recuperaría unas pocas fuerzas —anunció Germain, y le tendió su tazón—. En vuestra bodega guardáis un tokay extraordinario.

—Muy bien, señor.

—Y dejadme la botella, por si fuera necesario prolongar el tratamiento.

Azlan se levantó para despedirse.

—¿Has pasado la noche jugando? —preguntó al observar el rostro demacrado de su amigo.

—No, tratando de dar con la solución a un problema que me volverá loco. ¡O riquísimo!

—En ambos casos, dejarás en ello tu alma —bromeó, y se echó el resto del pan al bolsillo.

—¡Me parece estar oyendo a Nicolas, chaval!

—Ese nombre está prohibido en esta casa —declaró una voz a sus espaldas.

Rosa se hallaba en el umbral, vestida únicamente con un camisón y envuelta con un chal. Su piel se veía deslucida y su tez, lívida. Sus ojos no estaban aún acostumbrados a la luz y habían adquirido la forma de unas almendras, y sus labios, que por lo general dibujaban una sonrisa, parecían inertes. Germain, a pesar de su poca sensibilidad hacia los problemas humanos, sintió una profunda empatía hacia ella.

—Lo lamento —dijo él—, no os sabía presente.

—No es más que mi cadáver —afirmó ella, y se acercó hacia una bandeja de fruta—. Hace tiempo que ya no vivo en mí.

La frase afectó a Azlan, que no supo qué responder y dirigió a Germain una mirada que pedía auxilio. Rosa miró las fresas e hizo un mohín, y optó por un albaricoque del que se comió la mitad y tiró el resto.

—¿Deseáis que me quede? —propuso Germain cuando ella los dejaba sin decir palabra—. ¡Puedo ser una buena compañía!

Ella se volvió y lo contempló con una mirada vacía. Azlan se acercó a ella, por miedo a que se desvaneciera. Ella lo detuvo con un gesto de la mano.

—Prohibido en esta casa —repitió antes de abandonarlos.

Cuando llegó al hospital, Azlan se sorprendió ante la ausencia de los otros dos cirujanos. La monja presente, la más joven de toda la congregación, le dijo con una voz tan diminuta como su constitución que era el primero en llegar a la sala de curas. Se encogió de hombros y preparó el instrumental para las consultas. Ya estaba lo bastante desesperado ante el desamparo de Rosa como para preocuparse por el retraso de sus colegas.

—Hay un enfermo que ha llegado hace más de una hora y se queja de no haber sido atendido —explicó la monja—. Tiene muchas ganas de orinar —añadió, apurada.

—Que vaya a aliviarse al río, ya lo visitaré luego.

—Señor, precisamente ahí está el problema… os lo quiere enseñar.

—¿Enseñármelo?

—Sí, para eso ha venido. Para hacerlo… delante vuestro.

—Pero ¿qué tipo de enfermo es?

—Un enfermo muy especial.

—¿Lo ha examinado el médico?

—El doctor Bagard no estará en Saint-Charles hasta la tarde. Y ese caballero no podrá retenerse tanto tiempo. Veréis, me ha confesado que…

Le susurró al oído la información que el pudor le impedía pronunciar en voz alta.

—¿Es cosa del diablo o una broma? Ahora mismo voy —dijo Azlan—. ¡Y que estos fenómenos tengan que ocurrir cuando estoy solo!

***

Marianne se desperezó como un gato y cubrió con las sábanas su cuerpo desnudo. Todo había sucedido muy deprisa. Como en un sueño. Ella no había premeditado nada. Demasiada espera. Una vez en la habitación de Nicolas, mirando los libros, ella se acercó a él y lo besó. Luego todas las sensaciones se entremezclaron en un torbellino que los arrastró al paraíso cuyas puertas se habían entreabierto seis años antes. Ella no deseaba pensar en el futuro, solo aprovechar el presente, el regalo que Dios le había concedido permitiéndole recuperar por algún tiempo al hombre que amaba.

«Y que ya me ha abandonado», pensó con una sonrisa.

Nicolas le había prometido volver enseguida sin decirle adónde iba. Acarició el lugar donde se hallaba unos minutos antes y la almohada que aún conservaba la señal de su cuerpo y su calor. Hundió en ella el rostro y aspiró su olor. La puerta se abrió.

Marianne se sentó, radiante.

—Amig…

Su impulso se congeló ante la imagen del joven desconocido, en apariencia tan sorprendido como ella. Se cubrió los pechos con la almohada que tenía en la mano.

—¿Quién sois? —preguntó Azlan al tiempo que volvía la cabeza mientras ella buscaba su ropa interior en un extremo de la cama dejando al descubierto la punta de su seno.

—Una amiga de maese Déruet —replicó ella, y se puso la casaquilla directamente sobre la piel.

—Una amiga de Nicolas… ¿desnuda, en su cama?

—Me llamo Marianne Pajot.

—¡Así que sois vos! —dijo Azlan, cuya expresión se había endurecido.

—Sí, soy yo. Y vos, señor, ¿quién sois?

—Azlan de Cornelli. Rosa es mi tutora.

—Así que sois vos… ¿Podéis darme la falda que está sobre esa silla?

Obedeció sin dejar de mirar hacia otro lado cuando se la dio.

—Me marcho, no debería estar aquí —dijo Azlan.

—Soy yo quien no debería —reconoció Marianne mientras se vestía—. Y no sé dónde está Nicolas, porque supongo que es la pregunta que ibais a hacerme.

Se fue sin decir palabra. Ella lo oyó alejarse. Marianne comprendía que para el joven ella pudiera representar la causa de la aflicción de Rosa, pero se negaba a sentirse culpable cuando era Simon quien debería ocupar el lugar de Azlan en casa de la marquesa.

Olvidó la contrariedad naciente y se dejó invadir por el recuerdo de las caricias de su amante. Alguien llamó a la puerta, que se entreabrió.

—Sois comadrona, ¿verdad? —preguntó Azlan sin asomarse.

—¿Por qué? ¿Tenéis a una parturienta en Saint-Charles?

—No, es más complicado —dijo la voz de Azlan.

—Entrad, ya estoy presentable —propuso ella, y abrió la puerta.

El apuro del joven cirujano era manifiesto. Sin embargo, estaba solo y necesitaba ayuda. Decidió olvidar momentáneamente el contexto y le expuso el caso que acababa de atender. Un hombre de treinta años había sufrido un problema respiratorio unos días antes y el médico le había prescrito una sangría. Más tarde, ese mismo día, vomitó y sufrió convulsiones.

—Me ha explicado que sintió que algo se desprendía de sus riñones de forma brusca, y que luego tuvo muchas ganas de orinar. Y entonces sucedió algo increíble. Tan impensable que no le he creído, pero lo ha reproducido ante mí: ¡la orina le salió por el ombligo! Juro ante Dios que lo he visto con mis propios ojos. ¡Un chorro que parecía salido de una verga!

—Os creo —afirmó ella sin aparentar sorpresa.

—¿Ah, sí?

Azlan se esperaba mayor reticencia.

—¿Habéis oído hablar del uraco? —preguntó ella, y se acercó a la maleta de Nicolas.

—¿Luraco? ¿Es una ciudad?

—Tal vez una lejana ciudad otomana —bromeó ella, y sacó un libro de pequeño tamaño, grueso y con el cuero nuevo—. Pero sobre todo es un canal.

Se sentó en la cama y abrió la Memoria de la Academia de Ciencias de ese año.

—Venid a mi lado, no temáis.

Marianne le puso el libro entre las manos y señaló con el dedo una ilustración.

—Es un canal que las comadronas conocen bien: une la vejiga con el ombligo, pero se cierra al nacer y se convierte en una especie de vestigio.

—¿Creéis que a mi paciente se le haya podido abrir a causa de las convulsiones?

—Es raro en los adultos, pero puede producirse una fístula y hacer que el líquido salga por el ombligo. Una algalia debería bastar para resolver el problema.

—No conozco esa planta —confesó él, intrigado.

—Es normal, aún no crece en estas tierras: es una sonda para la vejiga. Puede utilizarse para desviar la orina del ombligo y ayudar a cerrar el uraco.

Azlan se puso en pie de inmediato.

—Tengo que volver allí. No creáis que soy tan ignorante como parezco —añadió él, ofendido.

—Os revelaré un secreto: maese Déruet me hizo la misma pregunta hace siete años —le confió ella, y adoptó un aire de complicidad.

—Quiero… quiero daros las gracias, pero sabed que esto no cambia en absoluto lo demás. No apruebo lo que Nicolas hace con vos.

Cuando volvió a la sala de curas, el Erizo Blanco estaba inclinado sobre el paciente y trataba de comprimir la pequeña hinchazón formada en el ombligo.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó Azlan.

—No te vas a creer lo que me acaba de ocurrir —afirmó François mientras se sacudía la camisa mojada por encima de los calzones.

—Le he avisado y no me ha creído —dijo el paciente, apesadumbrado—. No me ha creído.

—¡Me ha meado con el ombligo! ¡Será bruto!

François presionó un poco más fuerte sobre el ombligo.

—¡Basta, me hacéis daño! —exclamó el hombre al tiempo que le golpeaba sobre el gorro blanco.

—¡No, señor, os estoy curando! —lo fulminó François, y se colocó bien el gorro.

Con la mano libre le soltó una colleja.

—Voy a cauterizar todo eso al rojo vivo y todo irá bien. ¡Muchacho, tráeme el material!

—Ni hablar —dijo el hombre—, prefiero quedarme así el resto de mi vida.

—¿Queréis acabar en una jaula como atracción de feria? ¡Jamás he visto algo semejante! ¡Azlan, dame el hierro! —gritó François.

—Sé lo que padece este hombre, y hay otra solución —propuso el joven cirujano.

—¿Tú?

—Sí, yo, hijo de Babik, bohemio de Esclavonia. ¿Sabes qué es el uraco?

—¿Es un vino de tu tierra?

Azlan le explicó la existencia anatómica de ese pequeño canal.

—Le pondremos una sonda mientras se cierra el conducto.

El paciente los miraba a uno y a otro como un acusado que esperara el veredicto más clemente posible.

—Entonces ¿no vais a torturarme con fuego? —preguntó a Azlan.

El joven cirujano le sonrió.

—No, hoy es vuestro día de suerte. Vamos a obturar una vía que en vuestro nacimiento se quedó abierta.

Se acercó al Erizo Blanco, que aún tapaba el ombligo con la mano.

—¿Dónde está Nicolas? Una mujer desnuda lo espera en su cama —susurró.

—Lo sé, me ha hecho poner mi apartamento patas arriba para encontrar un viejo recuerdo. No cuentes con él hasta mañana, muchacho, si entiendes lo que quiero decir.

Azlan frunció el ceño en señal de desaprobación.

—Y ahora démonos prisa. Empiezo a tener calambres —añadió François.

Marianne acarició la mejilla de Nicolas. Este sostenía en la mano un brazalete dorado. La tobillera que ella extravió cuando aún vivía en casa de François y de Jeanne. Él lo llevó algún tiempo en la muñeca hasta que se lo devolvió al Erizo Blanco cuando se enteró de la boda de Marianne. Se lo puso en el tobillo izquierdo y le besó la piel. Ella cerró los ojos para atrapar las sensaciones. De igual forma quería llenarse también de todos los momentos que estaban por llegar y soñó que el embarazo de la duquesa no terminaba nunca.

—Que dure diez, veinte meses, ¡toda su vida! —exclamó con entusiasmo mientras abrazaba a su amante.

—Dudo que esa situación sea del gusto de nuestra soberana, por mucho que a nosotros nos agradase.

—En tal caso ¡qué tenga una familia de quince hijos! ¡Quisiera pasar mi vida en palacio para no separarme nunca de vos! ¿Me amáis, Nicolas?

—Es lo que deseo. Quiero olvidar el pasado.

—No lo olvidéis. Enfrentaos a él, dominadlo hasta que se convierta en vuestro aliado. Sin el recuerdo del pasado, no habría logrado llegar hoy hasta vos.

***

Leopoldo entró en el apartamento del padre Creitzen en el momento en que Nicolas salía del mismo. El soberano miró a su preceptor, que parecía dormir. Un vendaje le cubría la mitad del rostro, a la altura de la boca y el mentón. Llevó al cirujano al pasillo.

—¿Cómo está? —susurró el duque como si el enfermo pudiera oírlos a través de la pared.

—La operación ha sido un éxito, alteza. He hecho cuanto estaba en mi mano para que sufra lo menos posible y no se debilite demasiado. Los próximos días serán difíciles para él, puesto que solo podrá ingerir alimentos líquidos.

Ehrenfried Creitzen sufría desde hacía poco una excrecencia en la mandíbula que le molestaba sobremanera para comer y que se le había infectado, dando lugar a que su aliento fuese pestilente. Decidió no aguardar más y recurrió a la cirugía. Nicolas seccionó el tumor y le colocó un drenaje de gasa para evacuar las materias purulentas.

—De acuerdo con el doctor Bagard, nos limitaremos a una única sangría. Vendré a verle mañana —concluyó.

El duque dio las gracias a su cirujano de forma afectuosa y le prometió una suma de dinero, y Nicolas solicitó que fuera entregada a la hermana Catherine para la compra de instrumental nuevo. Leopoldo se sentó junto al lecho de su amigo, quien, aún bajo los efectos del láudano, no había recobrado el conocimiento. Le asió la mano y rezó por su curación, y luego se dirigió al despacho del conde de Carlingford.

Este se hallaba ocupado en la redacción de un edicto que reforzaba la prohibición de vender las reservas de trigo fuera del ducado. Despidió al secretario, que enrolló el documento y salió con el escritorio bajo el brazo. Mientras, Leopoldo jugaba con el muñeco de madera articulado que antes estaba en la galería de los Ciervos y que el conde se había apropiado.

—Los franceses no nos han concedido un respiro demasiado largo —dijo Leopoldo—. Ya proyectan entrar en guerra con el Imperio alemán. Y nosotros nos hallamos en su camino.

—¿Qué piensa Ehrenfried de ello?

—No le he hablado de eso, no quiero que se preocupe más que por su salud —confesó el duque—, pero acabo de verme obligado a aceptar la petición del mariscal de Villeroy de utilizar nuestros prados del Mosela y el Sarre para las tropas reales.

—Debemos contentar a todo el mundo para conservar nuestra neutralidad. Estáis haciendo lo debido, alteza.

—Escribiré al emperador para tranquilizarlo, pero pedid al marqués de Spada que siga insistiéndole acerca de nuestras intenciones de no favorecer a nadie. Continuemos actuando como si la hambruna fuera a abatirse sobre el ducado y almacenemos todo nuestro trigo. Es lo menos que puedo hacer por mis súbditos.

—Hemos comprado cerca de veinticinco mil sacos que están atesorados en Vézelise, Mirecourt y Saint-Nicolas-de-Port.

—Muy bien, prosigamos —aprobó Leopoldo—. ¿Qué dice La Gazette de France?

Carlingford miró el periódico desplegado sobre su mesa de trabajo.

—Como de costumbre, solo trae los rumores de la corte. El nuevo rey de España parece que tiene contentos a sus súbditos.

—En todo caso ¡a nosotros nos tiene muy contentos!

Uno de los guardias de palacio se presentó ante ellos, susurró algo al oído del duque y se retiró. Leopoldo esbozó una amplia sonrisa.

—Creo que definitivamente podemos dar por cerrada nuestra apuesta, mi querido conde —dijo una vez que se habían vuelto a quedar solos—. Maese Déruet y nuestra comadrona mantienen desde hace un mes una relación continuada que consuman en la habitación de Saint-Charles o aquí en palacio. Acaba de reunirse con ella en sus apartamentos. Supongo que disponéis de la misma información que yo, excelencia.

—¡Lleváis razón, me declaro vencido! —dijo Carlingford mientras se apostaba ante la ventana.

Contempló el ala opuesta, donde se hallaban los alojamientos de la corte.

—Sin embargo, he estado muy cerca de ganar esta apuesta —se lamentó el conde.

—Os lo concedo, la batalla ha sido dura y por ello la victoria aún es más bella —respondió el duque.

—Parece que es el momento de saldar la apuesta —dijo Carlingford, y cogió una llavecita que llevaba colgada al cuello.

Se dirigió hacia un mueble, abrió una de las puertas y sacó un cofrecillo minúsculo de madera noble grabado por todas sus caras. Leopoldo se frotó las manos.

—¡Aquí está! ¡Aquí está!

El conde se lo tendió, abierto. El duque extrajo del mismo una cadena de la que colgaba una moneda.

—Mi talismán…

La besó y volvió a guardarla en el estuche.

La moneda, acuñada en 1612, representaba en el anverso un retrato de su antepasado Enrique II y en el reverso dos coronas, una atravesada por una espada y la otra por una mano de justicia. De forma oval, el metal se había oscurecido y estaba estropeada en el centro. En su momento le salvó la vida a su padre, Carlos V, que la llevaba sobre el torso, al detener la bala que un arcabucero enemigo le disparó durante el asedio de Buda.

—¡Por fin vuelves a ser mía! ¡Te he echado tanto en falta!

El medallón, sin valor monetario, era uno de los varios cientos de ejemplares que Enrique II mandó acuñar para distribuir entre sus criados y cortesanos con mayores méritos. Leopoldo lo heredó como si fuera una reliquia fetiche en el momento de ir a la guerra contra los otomanos. Lo había perdido en cuatro ocasiones apostándolo con Carlingford y siempre había vuelto a ganarlo. Se había convertido en el objeto de todas sus apuestas.

—Esta vez me lo quedo —añadió el soberano—, y lo llevaré encima para que me proteja de cuanto nos aguarda.

***

Nicolas hojeó su manuscrito sobre los remedios vulnerarios y lo guardó en una de las cajas utilizadas para los informes, que depositó en la parte más baja de las estanterías de los archivos. «Como un ataúd en su tumba», pensó. Maroiscy acababa de escribirle para explicarle que unos reveses comerciales y la presión de los impresores parisinos lo obligaban a renunciar a las ediciones desde Pont-à-Mousson y que su tratado no obtendría jamás el imprimatur de la Universidad de París. No guardaba rencor alguno, más bien sentía cierto alivio, pero en cambio la noticia había encolerizado a Marianne. Estaba convencida de que Rosa se hallaba tras esa decisión.

La comadrona pasaba buena parte de los días en Saint-Charles, dado que el estado de la duquesa no requería una vigilancia constante. Ayudaba a Nicolas en las curas y ofrecía a las mujeres embarazadas, o que creían estarlo, consejos para los dolores, los vómitos, las varices y todos los trastornos ligados al embarazo. A finales de agosto, las pacientes se presentaban a diario para visitarse con Marianne. Azlan se las arreglaba para no coincidir nunca trabajando con ella, incluso en caso de urgencia, cosa que Nicolas también vigilaba. François, por su parte, estaba contento por el regreso de la comadrona, a la que en verdad apreciaba, pero no perdía ocasión de pedir a Azlan noticias de Rosa. Se había instalado entre todos un equilibrio muy precario. Eran conscientes de ello y confiaban en que el tiempo suavizaría la situación, pero los silencios acumulados entre Azlan, Nicolas y Marianne nunca se rompieron.

Nicolas trabajó parte de la noche en los planos del nuevo edificio, en el que había previsto incluir una sala de partos para las mujeres desamparadas. Marianne había salido en defensa de aquellas que, una vez embarazadas, sufrían el rechazo del padre y de su propia familia, y que hallaban asilo en conventos o congregaciones especializadas, o de aquellas con un destino aún menos envidiable, las prostitutas que por desgracia se veían fecundadas por sus clientes. Se había dormido al lado de él tras haber evocado una vez más la penosa suerte de las madres solteras. Él la contempló un buen rato y admiró la pasión con la que defendía su causa, de la cual, sin embargo, se sentía excluido, cosa que achacaba al hecho de ser hombre. «¿Tal vez no se puede compartir todo?», se preguntó antes de acariciarle el cabello.

Bajó a la cocina para preparar la cena para ambos. Aunque Marianne detestara cenar en la cama o en su mesita de trabajo, sabía que Nicolas había adquirido esa costumbre y se esforzaba por participar en ello.

Se cruzó con la hermana Catherine, que se hallaba aún allí, y le habló de las mejoras que preveía coincidiendo con las obras de ampliación. La monja pareció contrariada y lo condujo a su despacho.

—Quería hablaros de ello, maese Déruet. Lo siento, pero habrá que dejarlo para el año próximo. Nuestras finanzas ya no nos lo permiten.

—¿Nuestras finanzas? A principios de año teníamos veinte mil francos de renta.

—Lo sé, lo sé perfectamente.

—¿Hemos tenido gastos imprevistos?

—No, hemos velado por la buena administración de ese dinero. Sin embargo, uno de nuestros donantes se ha echado atrás. Nuestro donante más generoso.

La hermana Catherine no tenía que decirle nada más, pues Nicolas sabía qué significaba: Rosa había interrumpido sus donativos al hospital.

—Los ha transferido a Saint-Julien —precisó la monja.

Nicolas sintió que la cólera se apoderaba de él por completo. Jamás hubiese imaginado que su desencuentro pudiera adquirir ese cariz.

—Lo lamento, lo lamento profundamente, es culpa mía. Ese acto está dirigido contra mí, no contra la institución. Iré a verla para hacer que cambie de parecer —añadió, convencido de que su gesto no obtendría resultado alguno.

—No os preocupéis, ya hallaremos una solución —lo tranquilizó la madre superiora—. Podemos vender nuestras porcelanas de Niderviller. También está la campana que se resquebrajó durante el entierro de Carlos V. Podemos entregarla para que la fundan de nuevo. Sin embargo, respecto a las obras de las que me habláis, por desgracia no van a ser posibles.

***

El calor seguía abatiéndose sobre los campos y sus efectos funestos habían llegado hasta Nancy: los alimentos eran más caros y de peor calidad. En el hospital Saint-Charles, numerosas personas habían sido ingresadas en el servicio del doctor Bagard a causa de debilidad, desvanecimientos y dolor de cabeza, y las sangrías prescritas parecía que no tenían el efecto beneficioso pretendido. Por su parte, los tres cirujanos habían constatado una recrudescencia de los accidentes que atribuían a los golpes de calor y a los mareos provocados por los rayos solares. Solo durante el mes de julio, cinco cocheros habían atropellado a peatones, hiriendo a cuatro de ellos y matando en el acto al último, dos artesanos se habían caído de un tejado, un tercero se había caído en un pozo cuando sacaba agua y un guardia de palacio había sufrido un desvanecimiento que lo había dejado parcialmente paralizado.

—Y no cuento a los campesinos caídos durante las faenas agrícolas como artilleros bajo la metralla —añadió François antes de sumergir el rostro en una palangana llena de agua.

Los tres hombres abandonaron la cocina para dirigirse a una de las estancias más frescas del edificio, encarada al norte y aislada del sol. Habían instalado allí unas camas y trasladado a los pacientes más sensibles. También les servía de lugar de reunión y de comedor.

—El astro cambia la consistencia de los humores, la sangre se vuelve menos fluida, las orinas más oscuras y escasea la saliva —resumió Azlan.

—También he observado que se le pueden atribuir numerosos vómitos —añadió Nicolas mientras vigilaba de reojo a un viejo de respiración irregular.

—No creo que las sangrías sirvan de gran cosa —observó François.

Nicolas se acercó al anciano y este le murmuró algo al oído.

—Son los mismos síntomas que los de algunos heridos en el campo de batalla tras una pérdida importante de sangre —observó Nicolas a la vez que servía agua en un vaso—. Todos me pedían de beber, como ese hombre.

Le llevó el vaso a los labios. El anciano hizo un esfuerzo para tragar y bebió dos sorbos antes de abandonar.

—¿A qué hora es la procesión de san Sigisberto? —preguntó Azlan mientras François se ponía una chaqueta que le iba demasiado grande.

—A las dos de la tarde —respondió el Erizo Blanco mientras buscaba el papel que llevaba doblado en la manga.

Según rezaba la leyenda, las reliquias de ese santo tenían la facultad de cambiar el curso de las estaciones, de hacer llover en tiempos de sequía o de detener las lluvias en caso de inundación. El ayuntamiento había decidido, a petición de los campesinos de los pueblos de los alrededores, organizar una ceremonia de plegarias a san Sigisberto, pues todos pensaban que podría ayudarlos.

—«La cámara ha decidido celebrar una novena en la iglesia primacial este lunes, 15 de agosto, del año de gracia de 1701 para lograr la clemencia y la misericordia de Dios» —leyó François—. Menuda suerte la mía haber sido elegido entre todos nosotros para representar al hospital —farfulló el Erizo Blanco a la vez que tironeaba de las mangas de su chaqueta—. ¿Cómo me sienta?

—Bien —aseguró Azlan intentando obtener un tono convincente.

—Muy bien —confirmó Nicolas sin ni siquiera mirarlo.

—Gracias por vuestro apoyo, amigos míos —ironizó—. ¡Voy vestido como un bufón y no recibo más que ánimos!

—Pues solo tienes que comprarte tu propia ropa —objetó Azlan, que le había prestado uno de sus chalecos.

—Para hacer de devoto una vez cada tres años ante los restos podridos de uno que le besaba los pies al Papa, ¡no la necesito! ¡Yo no tengo la oportunidad de vivir a diario entre la nobleza!

La contestación, que pretendía ser graciosa, no recibió el eco esperado. Azlan lo fulminó con la mirada, enfadado, y Nicolas lo gratificó con un «Vas a llegar tarde» que sonaba como una reprobación.

Una vez François se hubo marchado, Nicolas asió a Azlan del hombro.

—¡Ya lo conoces, no hay que tenérselo en cuenta!

—Si no se lo reprocho, no se lo reprocho… —respondió el joven, y miró la mano de su amigo sobre su hombro.

Nicolas la retiró, consciente de la distancia impuesta por Azlan desde que Marianne se había instalado en Saint-Charles.

—¿Te queda mucho?

—Colocar un drenaje y entregarle los informes al doctor Bagard —enumeró el joven mientras preparaba una gasa.

—Luego te invito a Le Sauvage —propuso Nicolas.

—Gracias, pero no. Tengo cosas que hacer en el juego de pelota.

—No era una pregunta, Azlan. Ha llegado el momento de hablar. Ocúpate de los informes y yo me ocuparé del drenaje. Luego, tú y yo hablaremos.

—Decididamente, la atmósfera no es la misma que antes —farfulló François cuando cruzaba la calle en dirección a la iglesia primacial.

Alzó la vista al cielo cubierto de unas nubes demasiado blancas para anunciar tormenta y entró en el edificio en el momento en que las campanas llamaban a reunión. En el interior, la procesión se disponía siguiendo las consignas del organizador. Se habían congregado representantes de los principales cuerpos eclesiásticos y seculares, y entre las filas se habían formado grupos que cuchicheaban sobre los estragos de la sequía. François saludó a sus conocidos y conversó con un miembro de la congregación de Notre-Dame des Bourgeois de Nancy, que participaba por primera vez. El hombre fabricaba gorros y le había vendido al cirujano el suyo.

—Pero no habéis vuelto para encargarme otros —añadió, y miró fijamente los bordes gastados del gorro del Erizo Blanco.

François no halló la respuesta adecuada para cerrarle el pico, y eso lo irritó un poco. Se excusó diciendo que tenía que ir a ocupar su puesto y se sumó a los músicos que se habían sentado a la puerta, a la sombra del edificio.

—Los dos sargentos del preboste, abrid el cortejo —voceó el organizador a su espalda—. Luego los dos campanilleros. ¿Dónde estáis?

Las campanillas tintinearon desde el altar hasta la entrada de la iglesia al ritmo de la carrera de los dos campaneros, que se colocaron tras los soldados.

El hombre llamó por orden a los diversos representantes de los gremios. Cada uno se situaba en el lugar a él reservado y llevaba en la mano el pendón del gremio.

—¡Madre mía, he olvidado el mío! —refunfuñó François.

Su descuido no le preocupaba lo más mínimo, pues ni siquiera sabía dónde podían guardar en Saint-Charles el estandarte de los cirujanos.

Los ebanistas desfilarían con los toneleros, los carpinteros de carros con los de obra y los cerrajeros con los fabricantes de clavos. Los cirujanos estaban asociados por lo general a los boticarios.

—¿Y los pobres del hospital? ¿Dónde están? —voceó el organizador en busca de los grupos que le faltaban—. ¡No los tengo!

—Allá —indicó François al tiempo que se apartaba de la fila. Señaló con el dedo al representante de Notre-Dame des Bourgeois, que aguardaba su turno como un bendito.

—¿Ese? No me parece precisamente pobre…

—No os fieis de su aspecto, es un pobre disfrazado de rico. Lo hemos vestido antes de venir.

El aspecto serio de François acabó de convencer al hombre, que situó al sombrerero junto al representante de los criados de los pobres. El desprecio general duró toda la procesión y durante meses se mofaron del comerciante por haberle robado el lugar a una persona necesitada. El Erizo Blanco recitó un padrenuestro en señal de contrición, pero se sintió resarcido por la alusión a su avaricia de vestuario.

Los eremitas, los eclesiásticos y los cargos institucionales cerrarían el cortejo. El cura hizo entonar un tedeum y el desfile arrancó con música tras las reliquias de san Sigisberto. Los espectadores, que formaban dos hileras compactas, llegados algunos de aldeas que distaban varias leguas, unieron su fervor al del cortejo para obtener las tan esperadas lluvias. François bostezó y salió a la luz de un sol de justicia.

***

—No voy a tomar nada, no me quedaré mucho rato —dijo Azlan al tabernero cuando fue a preguntarles qué deseaban.

Su mal humor no impresionó a Nicolas, que se tomó su tiempo y charló con el dueño antes de dejarle que fuera a preparar su consumición.

—La sala de juego parece tranquila, a Germain se le ve menos últimamente —comentó ante el mutismo del joven.

La evocación de su amigo distendió a Azlan.

—Sí, está ocupado con sus nuevos negocios.

—Me ha hablado de algo que le pertenece y que desea vender —dijo Nicolas bebiendo agua a gollete.

—No lo sé —mintió Azlan, pues había oído a Rosa hablar de ello.

Nicolas se dio cuenta. Conocía demasiado a su amigo y detectaba en cualquier ocasión lo que llamaba su «voz de la mentira». Sin embargo, no insistió. Aguardó a que los dos clientes ruidosos que acababan de entrar, dos espectadores que seguían la procesión que había empezado con retraso, se hubieran sentado y serenado antes de proseguir la conversación.

—¿Cómo se encuentra Rosa?

—Bien, mucho mejor. Ha recuperado el gusto por la vida y está rodeada de un verdadero enjambre de pretendientes —aseguró el joven cirujano.

—Germain, que la ha visto recientemente, parece tener la opinión contraria —replicó Nicolas.

—En tal caso ¿por qué me lo preguntas a mí?

Nicolas acusó el golpe y calló. En la mesa más próxima, los dos clientes mascaban su pan y bebían su vino en silencio. El de mayor edad, de prominentes mejillas y tez colorada, pronunció una frase que semejaba un gruñido, a la cual el otro asintió con un rezongo, cuyo significado el primero pareció comprender. Su rostro redondo se partió con una amplia sonrisa. Emitió un nuevo gruñido y acto seguido se echó al buche un vaso entero de un tirón.

—Tengo que irme, tengo cosas que hacer —pretextó Azlan.

—Tengo la impresión de que la presencia de Marianne en nuestro hospital no cuenta con tu beneplácito. ¿Me equivoco?

—Por favor, no quiero hablar de eso.

—Azlan, eso tiene consecuencias en nuestro trabajo. Hablémoslo ahora, cuando aún podemos arreglar la situación.

—Crecí oyendo hablar de esa mujer como si fuera tu absoluto, hasta que regresaste aquí y supiste que se había casado y se había marchado. En ese momento ya nada quisiste saber de ella, hasta que repudiaste a Rosa. Y ahora que aparece de nuevo en Nancy, te la has llevado a la cama. ¿Sabes realmente lo que quieres, Nicolas?

—Tu resumen es muy hiriente y, sin embargo, puedo comprender tu cólera.

—No, no puedes comprenderme. No eres tú quien vive a diario el malestar de una mujer formidable. ¿Arreglar la situación? Solo hay una manera: ¡qué Marianne Pajot se marche de Saint-Charles!

Azlan había alzado la voz sin darse cuenta.

—¿Va todo bien? —preguntó el tabernero, que se había aproximado a ellos.

—Sí —afirmó Nicolas sin mirarlo.

El hombre titubeó y luego se inmiscuyó en su conversación.

—¿Marianne Pajot? ¿Estáis hablando de la comadrona de Pont-à-Mousson?

—¿La conoces? —exclamó Azlan, a quien cada vez le era más difícil disimular su cólera.

—Demasiado. Nunca olvidaré lo que le ocurrió a la hermana de mi mujer. Hace de ello más de dos años, y aún tengo pesadillas —confesó el tabernero a la vez que se llevaba las manos al vientre.

Antoine Aubry les relató el parto de Anne de Pailland, el error de Marianne y la culpa del cirujano, sin omitir nada de cuanto vio u oyó aquel día de noviembre de 1698. Habló sin interrupción durante un buen rato, sin morderse la lengua, como si hubiera ensayado ese discurso mucho tiempo en su mente. Sus frases eran las olas de un torrente que descendiera las montañas tras dos años de espera en un dique de hielo, nerviosas, vivas, cortantes. Esa salida que ya no esperaba, esa liberación de unas palabras encarceladas, encorsetadas, fue espontánea, sin premeditación, y el detonante de la misma fue Marianne. Al acabar, miró fatigado pero triunfante a Azlan y luego a Nicolas, se echó al hombro el trapo que tenía en la mano y volvió a su mostrador.

—Rosa ha retirado el dinero que donaba a Saint-Charles —anunció Nicolas, aún emocionado tras el relato de Antoine—. No será posible ampliar el hospital.

—Lo sé.

—¿Te lo ha dicho? ¿Es por mi culpa?

El joven tenía las manos juntas y tan crispadas que los tendones le sobresalían bajo la piel. Bajó la vista.

—Hay algo de lo que quería informarte.

La procesión había dado un gran rodeo hasta la ciudad vieja y regresaba hacia la iglesia primacial al ritmo de los dos campanilleros. Dios debía mostrarse conciliador y dejar que la lluvia inundara el ducado. François, situado en la decimotercera hilera, aguardaba el final con impaciencia. Su vecino de la derecha le molestaba sobremanera. Se trataba del representante de los boticarios, el cual acababa de abrir un establecimiento en Lunéville tras haber pasado un año recorriendo el ducado para predicar el bien en nombre del soberano. El hombre se había echado en brazos de François y lo cubrió de palabras y de palmadas amistosas: Malthus estaba agradecido a los dos cirujanos de Saint-Charles por no haberlo entregado a los gendarmes, estaba agradecido al duque por haberlo perdonado y agradecido también a Dios por su misericordia. Su arrepentimiento, real o forzado, era manifiesto y estentóreo. Se había convertido en el más celoso servidor del duque y del Señor. El Erizo Blanco consideró su presencia como una prueba divina. «Si no lo estrangulo antes de que acabe el desfile, el Todopoderoso hará llover durante diez días, ¡eso por lo menos!», pensó mientras Malthus le citaba todos los actos de beneficencia que había hecho en Lunéville para la salvación de su alma.

—¿Y cómo llevas tu elixir de larga vida? —preguntó François al recordar las experiencias de Malthus.

El boticario frunció el ceño.

—Todo eso queda muy lejos, esa época en la que cometí la imprudencia de pretender hacerle la competencia al Señor mediante mis recetas. Solo él puede decidir acerca de nuestra vida y de nuestra muerte, mediante los remedios de los hombres. ¡Cuando pienso en lo insensato que llegué a ser! ¡Dios me castigó e hizo bien!

François lamentó haber abordado el tema y volvió la cabeza hacia la multitud.

—Por el contrario, ahora trabajo en un proyecto secreto para nuestro soberano —añadió Malthus. Al ver que su vecino no reaccionaba, prosiguió—: Sin duda mis trabajos acerca de los elixires han sido de ayuda. Los consejeros del duque me han contratado para ayudar a un cirujano como tú. Pero ¡no puedo decirte más!

François mostró su interés con una mirada que reflejaba curiosidad. Tenía diez minutos para hacer hablar al boticario acerca de Ribes de Jouan.

—Ah, no, se trata de un secreto —repitió Malthus, contento de ser por fin el centro de interés.

La cabeza de la procesión entró en la rue du Moulin. Los dos curas que llevaban las reliquias del santo y el crucifijo no habían cesado de recitar oraciones y de entonar cánticos religiosos. François había recuperado la sonrisa perdida al iniciarse la ceremonia. El boticario le había desvelado la naturaleza de los trabajos de Germain y quería compartir la noticia con Nicolas. Al pasar frente a Le Sauvage vio la silueta de su amigo sentado a la mesa y, sin avisar a nadie, abandonó el cortejo.

François se abrió paso entre la multitud. Los espectadores se apartaron con desgana y le hicieron comentarios reprobatorios hasta que entró en la taberna. Nicolas estaba solo, con la mirada perdida hacia la pared del fondo. Los demás clientes se habían situado frente a las ventanas abiertas para disfrutar del espectáculo.

No pareció sorprenderle la llegada de su amigo e hizo una señal a Aubry para que les sirviera bebida.

—Sé cuál es el secreto de Germain y nunca adivinarás quién me lo ha contado —espetó François a la vez que se frotaba las manos.

Se bebió dos vasos de un trago y recuperó la respiración con un suspiro de satisfacción.

—¡Menuda sed tenía! Volviendo a nuestra historia…

—… no tiene importancia —lo interrumpió Nicolas, y le sirvió de nuevo—. François, creo que voy a dejar Saint-Charles.

—¡Rediós! —gritó el Erizo Blanco.

Los clientes se volvieron hacia él.

—¡Qué vergüenza! —protestó uno de ellos—. ¡Blasfemar un día de procesión!

François ignoró el comentario y asió el brazo de su amigo.

—¿Qué ocurre? Espero que no sea nada grave…

Nicolas le contó las dificultades financieras del hospital debidas a la retirada de los donativos de Rosa.

—Es Azlan quien le ha pedido que lo haga.

—¿Él? ¡No, no es posible! ¡El muchacho no, te equivocas, amigo mío!

—Acaba de confesármelo. Se niega a aceptar la presencia de Marianne. Y más aún que trabaje con nosotros.

—Hablaré con él, ¡esto hay que arreglarlo! —propuso François, seguro de sí mismo.

—Por desgracia, me temo que Aubry ha precipitado los acontecimientos sin querer.

Nicolas relató la intervención del posadero.

—Sea cual sea el grado de culpa de Marianne en ese parto, las monjas no querrán contratarla.

—¡De todos modos, es la comadrona de la duquesa!

—No quiero luchar contra Rosa y contra Azlan. Todo esto ya no tiene ni pies ni cabeza. La situación se calmará en cuanto me marche a recorrer los caminos.

***

El campesino se levantó con dificultad. Trabajaba en su campo desde el alba, encorvado porque su hoz era pequeña. Desde la ceremonia de la víspera, hacía un sol aún más abrasador que le obligaba a doblar el espinazo tanto como su labor.

Bebió a gollete de su botella de vino y se secó las gotas de sudor que le caían por el rostro. El hombre vigilaba de reojo a la pareja que se había detenido en la fuente del pueblo, a unas decenas de metros de él. Habían llenado una damajuana y acto seguido la habían cargado en su carreta, de la que tiraba un animal más alto que un caballo y jorobado. El granjero acabó por preguntarse si la vista no lo engañaba debido al sol y a la sed, que varias botellas de vino aún no habían logrado saciar. Se encogió de hombros y se puso de nuevo manos a la obra. La fuente que manaba a unos metros de su terreno casi nunca había interesado a nadie, aparte de a los animales que iban allí a abrevar. En Nancy debía de faltar vino para que se preocuparan de ese modo por el agua de su pueblo.

Nicolas se agachó ante el hilillo de agua que brotaba entre las piedras y llenó sus manos ahuecadas para llevarle el líquido a Marianne. Ella bebió dos sorbos y asintió con la cabeza.

—Tiene el mismo sabor.

Recorrían los alrededores de Nancy desde por la mañana en busca de un agua que pudiera sustituir en sus efectos beneficiosos a la de la Fuente Roja, en previsión del parto de la duquesa.

—Ya la hemos encontrado —aseguró ella—. Hay rastros rojos sobre las piedras que la rodean.

El pueblo de Écuelle, a una legua del palacio ducal, permitiría a Marianne disponer de un agua lo bastante fresca para la madre y el recién nacido tras el parto. La muestra que habían tomado le permitiría verificar con el boticario del duque si se trataba de un agua ferruginosa, como todo parecía indicar. Nicolas contempló cómo un campesino segaba el último trigo de su pobre cosecha. Su pasada era corta y los movimientos intermitentes parecían provocarle dolor. «Sin duda debe de tratarse de una vieja herida, una fractura o una bala de fusil en la guerra», diagnosticó el cirujano. El hombre se detuvo y se apoyó en su apero para constatar el resultado de su trabajo. Se miraron con curiosidad. Cuando Marianne se reunió con Nicolas, el campesino se echó la hoz al hombro y se alejó.

—Me pregunto qué pensará de nosotros. Debe de creer que somos unos burgueses que no tenemos callos en las manos —dijo Nicolas antes de abrazar a su amante—. He curado a tanta gente de nuestros campos que puedo leerles el pensamiento.

—Y yo he asistido a sus mujeres en el parto. Solo el dolor y la muerte son iguales en nuestros tres órdenes, ¿no es cierto?

Nicolas permaneció un momento en silencio y abordó la cuestión que lo reconcomía.

—Marianne, voy a dejar Saint-Charles.

Le reveló la conversación con Azlan y la decisión de no querer mantener un pulso contra su amigo. Ella lo dejó hablar sin interrumpirlo y aguardó a que acabara su monólogo para estallar.

—¡Ni hablar! De ninguna manera podéis dejar el hospital por culpa de esa… ¡de esa mujer! ¿Os dais cuenta de lo peligrosa que llega a ser? ¡Peligrosa! ¿No es esta conversación prueba de ello?

—Rosa no es la única causa —respondió—. No quiero que mis amigos se vean obligados a elegir.

Ella se apartó de él y habló con un odio que no le conocía. Sus brazos dibujaban molinetes en el aire, sus palabras restallaban como el látigo de un cochero y su cuerpo entero irradiaba una cólera que inquietó a Nicolas.

—Tenemos que luchar —concluyó ella—. No podrá echaros de vuestro hospital. Siempre estaré ahí para impedirlo. ¡Nuestra relación es más legítima que la suya! Vos no pertenecéis a su mundo, Nicolas, vos sois del mío. Nosotros dos somos iguales.

Vio la silueta del granjero en la esquina de la primera casa del pueblo. Se había detenido, demasiado lejos para oírlos pero lo bastante cerca como para comprender, y los observaba sin discreción. Los ojos de Nicolas reflejaron su duda. «¿Cuál es mi mundo?».

***

Jean-Léonard Bourcier ascendió la Espiral sosteniendo la cartera pegada contra su cuerpo. El duque le esperaba en la primera planta y lo acogió con los brazos abiertos.

—Señoría, venid, ¡vamos a mi despacho!

El magistrado lo siguió tratando de recuperar el resuello. Leopoldo se dio cuenta de ello.

—Ya veis lo útil que puede ser esta escalera en caso de negociación con emisarios franceses —bromeó el soberano.

—¡Es una verdadera prueba! —asintió Bourcier.

—A ellos, y al señor de Caillères el primero, ¡los recibo en el último piso! ¡Cada uno tiene sus armas!

Leopoldo se instaló en su silla favorita tapizada de color burdeos y juntó sus manos frente a su boca en señal de espera. El magistrado sacó los resultados de la encuesta realizada a súbditos del ducado y le tendió las hojas al soberano.

—Leed —ordenó sin cambiar de actitud—. Leédmelo.

Bourcier inició una larga letanía de alabanzas, la mayoría de las cuales agradecían a Leopoldo haber liberado el ducado de la dominación extranjera y mantener la paz en sus fronteras, proteger de la hambruna y de los bandoleros y favorecer las artes, el comercio y a los artesanos.

—Alaban vuestra extrema generosidad —resumió el fiscal.

Leopoldo era escéptico respecto a la objetividad del método utilizado.

—¿Quiénes eran las personas a las que habéis interrogado?

—Burgueses, trabajadores, colaboradores con los que cuento por todo el ducado. Uno de mis asistentes fue al hospital Saint-Charles para preguntar a los enfermos. La idea me pareció extraña, pero ha permitido dar la palabra a varios gremios.

—¿Habéis pedido su opinión a los curas?

—Os confesaré que no, disculpadme.

—Habéis hecho bien, mis problemas con el Papa les habrían influido. ¿Así que todo el mundo, o casi, está contento con mi reinado?

—Esa es la conclusión a la que llego, alteza.

—En tal caso ¿qué pasó con los que proclamaron su descontento en la plaza del mercado no hará aún seis meses? —objetó el soberano.

—No eran más que algunos propietarios y campesinos que se negaban a declarar su trigo.

El soberano mantenía una actitud que Bourcier identificó como incredulidad. Cogió la última hoja.

—Sé, sin querer desvelarlo todo, que se prepara una ópera para ser representada próximamente ante vuestra alteza. Oíd estos versos:

Demos muestras de inmensa felicidad,

un héroe a diario nos colma de favores,

a Leopoldo alabemos con loores

y así alabaremos la mismísima probidad.

»¿Hay algo más agradable al oído?

—¡No son más que palabras de artistas!

—Que reflejan el sentimiento popular.

Bourcier rebuscó entre sus notas.

—También está este testimonio original: «Su Alteza ha buscado los talentos hasta en los bosques para sacarlos a la luz y animarlos».

—¿Quién puede haber dicho eso?

—Creo que vuestro cochero —respondió Bourcier como si quisiera excusarse.

—Eso me gusta, esos son los testimonios que busco: lo que piensa el pueblo.

El rostro del soberano se distendió.

—Estoy seguro de que disponéis de otros que no osáis mostrarme —añadió, y le señaló la cartera.

—Los que faltan no son más que opiniones aisladas y en ningún caso representan una opinión general compartida por el pueblo.

—Leed, leed…

Bourcier sacó un pergamino que a lo largo de sus renglones desgranaba el miedo al abandono del ducado, el temor a una nueva invasión francesa o los gastos del duque en el juego o en fiestas fastuosas.

—Hay incluso un individuo que os califica de mal pagador de vuestras deudas de lansquenete.

La observación hizo reír al duque.

—¡No hace falta nombrarlo, pero nuestro amigo Ribes de Jouan ganó con trampas! Ahora tiene un trabajo que llevar a cabo para nosotros y más adelante veremos qué hacemos con la deuda. Me inquieta más que el asunto del Milanesado haya podido hacer mella en la confianza de nuestro pueblo.

—No puedo negar que aún haya ciertos temores.

Leopoldo se puso en pie y agradeció al magistrado su trabajo y su honestidad.

—Voy a confiaros una nueva misión: tranquilizar al ducado acerca de mi apego a esta tierra.

Cogió su bastón y describió un círculo a su alrededor.

—Si solo me quedara esto, mientras fuera soberano ahí me quedaría. Si solo me quedara mi cama, no me movería de ella. ¡Decídselo a todo el mundo, decídselo bien!

***

La lluvia cayó sobre Lorena diez días después de la ceremonia y el hecho fue atribuido a san Sigisberto. Estuvo lloviendo tiempo suficiente para empapar las capas superficiales de los campos, limpiar las ciudades de las escorias de la sequía y aumentar en los hospitales las muertes por neumonía. Se instaló un tiempo más fresco y el sol desapareció tras espesos nubarrones de todos los matices del gris.

Germain besó a Marie-Louise, se puso el abrigo de betyar y refunfuñó al descubrir la espesa niebla al salir de la casa de la rue Paille-Maille.

—¡Menuda idea implorar a los dioses para que llueva! ¡Este es el resultado! Detesto los días sin sombra —murmuró a la vez que apartaba con la bota un pajarillo muerto y atropellado por una carroza.

Empujó el animalito aplastado al otro lado de la calle. «No me gustaría que mi Erzsébet viera esto, ella que es tan sensible —pensó mientras alzaba la vista hacia la ventana de su habitación—. Decididamente, me estoy volviendo muy sentimental —concluyó, decepcionado por no verla allí—. Nuestro amor es un comercio, nunca debería olvidarlo».

Llegó a la rue Saint-Nicolas a una hora del día en que la actividad comenzaba a disminuir. El horno ya no olía a pan, el boticario había cerrado la tienda y el librero Pujol echaba la persiana. Germain, que lo había desplumado jugando al faraón, dio un rodeo para no cruzárselo y un segundo rodeo para evitar la posada del Cygne, cuyo propietario tenía algún agravio contra él. Puso su mejor sonrisa y saludó descubriéndose a una de las monjas que barría la calle frente al convento des Dames du Saint-Sacrement: ella, por lo menos, no tenía nada que reprocharle. «Ya va siendo hora de que renueve mi entorno —pensó—, y de manera urgente». Germain metió la mano en el gran bolsillo de su abrigo y tanteó el libro que se había llevado consigo. Recordó los últimos versos ante los que había pasado horas sin obtener nada:

Es un Espíritu-cuerpo, fruto de la natura,

común, oculto, vil y precioso,

preserva y devasta, bueno y malicioso,

principio y fin de toda criatura.

Subió a la pasarela del bastión de Haussonville, donde un comerciante de madera regordete regañaba e increpaba a un joven aprendiz que había hecho que se cayera al suelo todo el cargamento de su carreta. La lluvia había cesado.

Triple es en sustancia: de sal, aceite y agua pura.

Y coagula, arruma y riega los lugares más bajos,

untuoso y húmedo, o los altos Cielos

y hábil adopta toda forma y figura.

Germain rodeó la place de la Carrière, invadida por una bruma que ascendía hacia el cielo. En el centro de la misma, dos soldados ataban a la picota a una mujer cabizbaja entre los insultos de un grupo de jóvenes.

Solo el Arte, por naturaleza, lo deja ver.

Recela en su centro un infinito poder

con las facultades del Cielo y de la Tierra.

Tomó la Grande-Rue. Un olor a hierba mojada le llegó desde los jardines del palacio ducal.

Es hermafrodita y hace que crezca

cuanto con él indiferentemente se mezcla

pues en sí todos los gérmenes encierra.

Germain había llegado a su destino: la fuente Sorette. Se inclinó y metió las manos bajo el chorro plateado de agua y luego se las secó en sus calzones. A unos metros delante de él, las torres de la puerta de la Craffe relucían bajo los primeros rayos. Se sentó en el borde de la fuente. Una tras otra, las cuatro estrofas se habían aclarado y ahora encajaban perfectamente. «¿Y si fuera…?». Sintió el fuego interior, se había convertido en viento, una pura excitación, y conocía esa sensación que le empujaría a avanzar, siempre con más fuerza, siempre más lejos, con el placer del riesgo, del peligro y del éxito reunidos, ese incomparable placer del que ya no podía prescindir, que le daba la impresión de ser invencible.

Un rápido vistazo le permitió comprobar que su cita aún no había llegado. Germain se puso en pie de un salto. Había resuelto el enigma, ¡lo había resuelto! Eso lo cambiaba todo, ya no era cuestión de vender su libro. Era el mismísimo secreto lo que iba a negociar. Y sería él quien fijaría el precio. Germain contempló su reflejo en el agua de la fuente y pensó en Marie-Louise: «Vamos a obtener nuestra libertad, preciosa…». En el mismo instante, una sombra pasó por encima de él. Oyó un ruido de succión, un ruido que conocía bien, y sintió un dolor en el pecho: una punta de metal salía de su tórax, y de allí brotaban gotas de sangre espesa y oscura. Recordó el ruido: era el que hacían sus instrumentos cuando los clavaba en el cuerpo de sus pacientes. Trató de darse la vuelta, pero la luz lo invadió todo y le quemó la retina. Cuando Germain se desplomó en el estanque ya estaba muerto.

***

—¡Eso es muy enrevesado, demasiado confuso! —declaró el señor Jourdain.

—¿Y qué queréis que os enseñe? —preguntó el profesor de filosofía.

El actor se situó en la parte delantera del escenario y adoptó un aire satisfecho.

—Enseñadme la or-to-gra-fí-a.

Una ola de placer cubrió a los espectadores. Todos conocían aquella escena y las réplicas de Molière se repetían desde hacía treinta años por doquier. Algunos sonreían anticipadamente. El profesor de filosofía dijo su texto:

—La vocal A se forma abriendo mucho la boca: A.

—A, A… ¡Eso es! —exclamó el señor Jourdain, orgulloso de sí mismo.

A medida que se desgranaban las réplicas, estallaban las carcajadas. Algunos espectadores aplaudían al final de cada frase. Los actores de la compañía se habían metido al público en el bolsillo.

El señor Jourdain iba de un lado a otro del escenario instalado en la gran sala del palacio ducal, dando vueltas alrededor del rígido y ampuloso profesor de filosofía.

—¿Queréis escribirle unos versos?

—No, nada de versos.

—¿Solo queréis prosa?

El señor Jourdain se dirigió al público:

—No, no quiero ni prosa ni versos.

Las risas impidieron oír la réplica del profesor de filosofía y la respuesta de su anfitrión. Un soldado entró en la sala y avanzó hasta la primera fila para dirigirse a Leopoldo.

—Todo lo que no es prosa es verso; y todo lo que no es verso…

El actor calló una fracción de segundo. El guardia de la compañía de los Cent-Suisses le hablaba al oído al soberano sin demasiada discreción. Prosiguió:

—… es prosa.

—Y cuando hablamos, ¿eso qué es? —respondió el señor Jourdain haciendo énfasis en el «cuando hablamos».

El militar, indiferente a lo que acontecía en el escenario, salió corriendo, para alivio de los actores. Unos segundos más tarde apareció un oficial y fue junto al duque.

—¡Pardiez! ¡Hace más de cuarenta años que hablo en prosa sin saberlo…! —comenzó el gentilhombre.

Se detuvo. Los espectadores se habían distraído debido al aparte entre Leopoldo y su ayudante de campo. El sortilegio se había roto. El duque se puso en pie y sus consejeros lo imitaron. Un murmullo brotó entre los presentes.

—… y os estoy muy agradecido por haberme enseñado tal cosa —concluyó el actor ante la indiferencia general.

El soberano le hizo el gesto de continuar. El hombre consultó a sus compañeros de reparto con la mirada. La compañía había llegado a Nancy hacía más de un mes y habían ensayado la obra expresamente para esa velada.

—Con vuestro permiso, alteza, desearíamos aplazar la representación hasta vuestro regreso.

Leopoldo se dirigió hacia la duquesa y esta asintió.

—Como gustéis —respondió al actor.

Se dio cuenta de la inquietud que se reflejaba en los rostros circundantes.

—Hoy es un día triste —explicó el soberano dirigiéndose a los espectadores—. Un compañero de armas, un gran cirujano, acaba de dejarnos. Es mi deber rendir honores a los restos de maese Ribes de Jouan.

La sala se vació rápidamente tras la marcha de Leopoldo. El señor Jourdain, que se había sentado en el borde del escenario, murmuró:

—Vuestros bellos ojos de amor me hacen, querida marquesa, morir…

Nicolas no quiso proceder a la autopsia del cadáver de su amigo y François se ocupó de ello. El Erizo Blanco se hallaba encerrado en la sala desde hacía casi una hora. Nicolas y Azlan aguardaban en silencio, sentados en los extremos del banco habitualmente utilizado por los familiares de los enfermos. Leopoldo se acercó a ellos sin ni siquiera saludarles.

—¿Qué ha sucedido? ¡Contadme!

—Venid, alteza, os lo enseñaré —respondió François, que acababa de salir.

Mathieu, el conserje de la puerta de la Craffe, había hallado a Germain frente al pequeño estanque de la fuente Sorette, tumbado y con las piernas encogidas, en una posición que en un primer momento le hizo pensar en un borracho durmiendo la mona. No era extraño que Mathieu se viera obligado a avisar a los hospitales para que evacuaran a algunos que se habían desplomado después de vomitar quimo y bilis ante el portal. Decidió meter las balas de paja destinadas a los prisioneros de la torre antes de que la lluvia volviera a mojarlas, y luego se aproximó al cuerpo y lo empujó con el pie para despertarlo. Germain quedó boca arriba y en ese instante el conserje se dio cuenta de su error.

—Una hoja, probablemente una espada, entró entre los omóplatos y salió a la altura de la sexta costilla izquierda —explicó François, a quien, a pesar de su amplia experiencia, también le costaba enfrentarse a la mirada vacía de Germain.

—¿Y eso qué significa, maese Delvaux?

—Que le atravesó el corazón de parte a parte —respondió François mientras señalaba el tórax—. No cometeré la afrenta de mostraros su órgano, e imagino que daréis crédito a mi palabra, alteza.

—¿Recibió otras heridas?

—No. Solo una, precisa y directa. Definitiva.

El duque se aproximó a la mesa sobre la que yacía el cadáver.

—¿Cuál puede haber sido el motivo?

—Tratándose de Germain, puede ser más de uno, y afirmarlo no supone faltar al respeto a su memoria. Una pelea, una venganza o un robo: sus bolsillos estaban vacíos. Y él siempre llevaba encima algunas monedas, para jugar.

Leopoldo se llevó un pañuelo a la nariz. El olor de la muerte era mareante. Varias moscas iban y venían sobre la piel cérea, frotándose las alas, revoloteando ante el rostro impasible, entrando y saliendo por las aberturas practicadas durante la autopsia. El duque ordenó que Germain fuera enterrado sin dilación en el cementerio de la parroquia de Saint-Nicolas y le dio las gracias al cirujano.

—Con todo mi respeto, alteza, no creo que su muerte sea cosa de bandidos —afirmó el Erizo Blanco.

—Lo averiguaremos, pediré que se abra una investigación.

—Pensamos que está relacionada con el trabajo para el que había contratado a Malthus —insistió François.

El soberano no fingió sorpresa. La idea le daba vueltas también a él desde que le comunicaron la noticia. Creitzen, sin embargo, le había tranquilizado. Dirigió una última mirada al cadáver y aseguró al cirujano que haría cuanto estuviera en su mano para hallar al culpable. Al salir, la hermana Catherine se acercó a él para anunciarle que las diversas congregaciones religiosas dirían varias misas por la salvación del alma de su compañero de armas. Buscó con la mirada a Nicolas y a Azlan, pero ambos habían desaparecido.

***

—Aquí es —dijo Azlan.

Los dos hombres se detuvieron y alzaron la vista hacia la fachada. La rue Paille-Maille rodeaba las fortificaciones al sur y no tenía nada notable. Las casas no superaban las dos plantas y a las del lado par, adosadas a la muralla, nunca les daba el sol.

—No sé qué piso es —comentó Azlan una vez en el interior.

Llamaron a la puerta de la planta baja, donde una anciana les indicó que en esa casa no vivía ni había vivido ninguna Erzsébet.

Una vez en la calle, el joven se adelantó a la pregunta de Nicolas.

—No sé más, solo que vivía en esta dirección con una tal Erzsébet.

—Trata de recordar, ¿algún otro indicio que dejara escapar durante una conversación?

—No, estoy seguro.

La noche había caído y la oscuridad se había adueñado de la calle, que no contaba con iluminación alguna.

—Es un nombre húngaro, quizá podríamos preguntar a alguno de los haiduques si la conoce —propuso Azlan—. Uno de ellos, Bogdan, vive en la ciudad nueva, cerca de la plaza del mercado.

Fueron a casa del soldado, que estaba muy borracho pero hizo un esfuerzo para sentarse en el borde de la cama y tratar de aclarar sus ideas. Se mordisqueó el bigote repetidas veces y les respondió que jamás había oído hablar de una persona con ese nombre que viviera en Nancy. Se ofreció a acompañarles en su búsqueda y trató de ponerse en pie, infructuosamente. Nicolas le dio las gracias con unas palmaditas amistosas para despedirse. Al llegar a la puerta, Azlan hizo chasquear sus dedos.

—Ahora lo recuerdo, Germain dijo una noche en Le Sauvage que era una… chica de vida alegre.

—¿Una puta? —dijo Bogdan tomando impulso para incorporarse—. ¡Tendríais que haberlo dicho antes! ¡En ese caso soy vuestro hombre, puesto que las conozco a todas!

Quince minutos después, tras llamar varias veces a la puerta, prorrumpieron con un vigoroso empujón en el apartamento de Marie-Louise bajo la mirada de reprobación de la anciana vecina.

—Tenemos la autorización del duque —mintió Nicolas, y cerró la puerta tras ellos, con lo que privó a la comadre de una fuente de chismorreos—. ¡Y gracias de nuevo por las linternas! —gritó a través de la puerta.

La habitación se hallaba en un relativo desorden al que Germain estaba acostumbrado. La registraron durante un rato en silencio. Las llamas de las candelas se movían a trompicones y despedían resplandores salvajes.

—¿Qué buscamos? —acabó por preguntar Azlan.

—No lo sé. Quisiera comprender. ¿Por qué él? ¿Por qué esta mujer?

—En cualquier caso, ella no volverá.

Le mostró el armario vacío y las escasas ropas esparcidas por el suelo.

—Aquí no hay más que ropa de hombre. Ella se ha ido.

—¿De qué podía tener miedo? ¿O de quién? —interrogó Nicolas.

Se había sentado para leer los papeles que había encontrado caídos por el suelo.

—Son notas, principalmente escritas para su Erzsébet —comentó.

—Si quieres mi opinión, a la vista de su pasado, esa mujer me parece más cómplice que víctima.

—Azlan, no deberías estar aquí conmigo. Te recuerdo que fui acusado del asesinato de un gobernador. Y que Germain tiene un pasado de estafador en el juego.

—¿Y qué? —se indignó el joven.

—Interesémonos en el presente. François ha dicho que Germain poseía un libro que contenía secretos de hermetismo y que estaba en relación con la Rosacruz de Alemania.

Junto a la cama había varios libros por el suelo. Azlan los consultó.

—Todos tratan de alquimia, ¿podría ser uno de estos?

—Me extrañaría —dijo Nicolas—. Se reunió en varias ocasiones con un hombre en uno de los hoteles de la ciudad. Hay que dar con él.

—¿Cómo lo sabes?

—«Erzsébet, esta noche me reuniré con nuestro amigo el cuervo negro. No me esperes a cenar, pero no aproveches para coger otro cliente más, quiero que estés en forma a mi vuelta» —leyó antes de enroscar los pergaminos—. ¡Vamos, salgamos a cazar a ese cuervo!

Azlan dio unos pasos sosteniendo los libros con una mano y la linterna con la otra, y de inmediato se dio cuenta de que su carga los retrasaría considerablemente. Dejó caer los libros sobre el lecho y se alzó una nube de polvo.

—¿Por dónde empezamos?

—La puerta Neuve —respondió Nicolas, seguro de sí mismo.

—Ahí no hay ningún hotel…

—No. Hay algo mejor.

La puerta Neuve se hallaba entre la ciudad vieja y la explanada que marcaba la frontera con la ciudad nueva. De pequeñas dimensiones, no contaba con un sistema de puente y tenía una función más decorativa y simbólica que práctica. El duque había dictado una ordenanza que obligaba a todos los hoteleros de la ciudad a depositar a diario el nombre de sus clientes en un buzón situado bajo uno de los arcos de la puerta.

—¡Ahí está! —exclamó Nicolas, y señaló una caja de madera y hierro forjado atada con una cadena a una de las columnas.

En la tapa había una rendija por la que los comerciantes podían introducir sus listas. Nicolas sacó su escalpelo y trató de hacerla más grande, sin éxito. Acto seguido, la emprendió con la cadena que la cerraba.

—Ahora vuelvo —dijo Azlan, y dejó la linterna en el suelo.

El cirujano introdujo el bisturí en la cerradura para utilizarlo como llave. Probó diversas manipulaciones, pero ninguna permitió abrir el anillo metálico. Aumentó la presión sobre la hoja y forzó la torsión del mango. El utensilio se rompió dentro de la cerradura.

—Con esto deberíamos lograrlo —dijo Azlan, al que no había oído regresar.

El joven había vuelto a casa del haiduque y le había tomado prestada la maza. Dos golpes más tarde, la caja estaba reventada y tenían las listas en su poder. Se alejaron rápidamente de allí y se refugiaron bajo el bastión de Haussonville para estudiarlas. Primero buscaron los nombres de acento alemán y dieron con dos que se alojaban en los Trois Maures. El gerente les informó que se trataba de dos tratantes de ganado del Sarre, que iban allí todos los años, desde 1680, para comerciar en el ducado. Eran sus clientes más antiguos. Se habían equivocado. Nicolas y Azlan se sentaron a una de las mesas para tratar de deducir quién podía ser el cuervo entre el centenar de patronímicos inscritos.

—Los alquimistas siempre han utilizado enigmas y frases herméticas para comunicarse entre ellos. Eso no nos facilitará la tarea —observó Nicolas.

—Si es alemán, sin duda habrá utilizado un nombre en su lengua. Un nombre ligado a la alquimia.

Contemplaron de nuevo la lista. Sus años de campaña entre ejércitos alemanes les habían conferido algunas nociones de alemán.

—Mira este —dijo Azlan mientras le señalaba uno de los patronímicos.

—¿Tilopomso K.? ¿Qué tiene de particular?

—Suena extraño. Parece húngaro, pero no lo es, estoy seguro. Y tampoco alemán.

—Tilopomso… ¡Azlan, lo has descubierto!

—¿Tú crees?

—Léelo al revés.

—¿Osmopolit?

—Añade la letra del nombre al apellido.

Kosmopolit… ¿«Cosmopolita»? ¿Qué quiere decir eso?

—No lo sé, pero está claro. ¡Ese es nuestro cuervo!

Azlan observaba fijamente el papel.

—¿No estás convencido? —preguntó Nicolas, y le cogió el papel de las manos.

—Sí, pero… ¿Has visto el nombre que figura debajo?

—R. Etatnetta… Attentater. ¡Dios mío!

—«Asesino»… Así que son dos. ¿En qué hotel?

—Uno de los antros menos recomendables de Nancy.

El dueño de la posada del Cygne acababa de cerrar la puerta de entrada cuando llamaron.

—¡Está cerrado! —gritó sin pensar en sus clientes que dormían—. ¡Váyanse a otro sitio o vuelvan mañana!

—¡Abrid, por orden del duque!

El hombre refunfuñó un poco y obedeció. Al ver a dos civiles, trató de cerrar de nuevo la puerta, pero Nicolas ya había logrado entrar.

—¿Dónde están estos dos hombres? —preguntó a la vez que señalaba los nombres en la lista.

El propietario del Cygne no se dejó impresionar.

—¿Quiénes sois? Marchaos o llamaré a los gendarmes. ¡Ahora mismo!

Nicolas cerró la puerta mientras Azlan apoyaba ostensiblemente en su brazo la maza que había conservado.

—Los señores Tilopomso y Etatnetta —prosiguió Nicolas—. ¿Dónde están?

—Al fin y al cabo, a mí qué más me da —respondió el patrón encogiéndose de hombros—. Se han largado.

—¿Se han ido? ¿Cuándo?

Los dos viajeros habían emprendido su viaje a última hora de la tarde. Habían pagado por adelantado hasta el fin de semana y le habían pedido al dueño que siguiera inscribiéndolos en la lista de huéspedes.

—Nunca daremos con ellos —se lamentó Azlan—. Se acabó.

—Ahora debe actuar el duque. Gracias a sus relaciones con el Sacro Imperio, puede darles caza más allá de nuestras fronteras.

—Largaos de aquí —intervino el posadero—. No quiero más problemas.

—Una última pregunta: ¿iba con ellos una mujer?

La respuesta no les sorprendió.

***

Nadie supo jamás por qué Germain fue asesinado aquel día de septiembre de 1701, ni quién lo hizo. Los miembros de la Rosacruz y Marie-Louise desaparecieron aquella misma noche. Los agentes de Leopoldo se desplazaron a Alemania y su investigación se cerró con un fracaso. Prematuramente, en opinión de los tres cirujanos, que fueron recibidos en audiencia por el duque. El soberano les había asegurado su apoyo, pero, desde primeros de octubre, nada más se había intentado para tratar de descubrir la verdad. Nicolas, Azlan y François se habían reconciliado durante algún tiempo. La presencia cotidiana de Marianne en Saint-Charles, sin embargo, pronto enfrió ese reencuentro. Cada uno se mantenía en sus posiciones y todos aguardaban a que la duquesa diera a luz, pues ello significaría la marcha de la comadrona. El parto estaba previsto para mediados de noviembre.

El día en el hospital había sido tranquilo, excepto para Marianne, que había tenido que lamentar dos abortos. El primero lo tuvo una joven cuya falta de experiencia la había llevado a confundir un embarazo utópico con un verdadero embarazo. Esa era, por lo menos, la conclusión que el doctor Bagard, al que habían llamado para pedir consejo, había hecho inscribir en el informe. La segunda mujer llegó por su propio pie en el momento en que el médico acababa de dictar a Azlan sus conclusiones. La comadrona la había examinado debido a una abundante pérdida de sangre aparecida en el tercer mes de gestación. Marianne había detectado de inmediato un aborto voluntario y la había aislado para interrogarla. Ella había negado su acto y lo achacaba a una caída por las escaleras, pero luego, ante las incoherencias y contradicciones de su versión, acabó por confesar.

La paciente se cambió el ovillo de gasa que mantenía sujeto entre sus piernas, pues se había empapado de sangre enseguida. Estaba tranquila y no lamentaba su decisión de haberse presentado ante Marianne tras su acto, asustada ante la hemorragia que se había desencadenado. Al margen de las consecuencias sobre su salud, sabía que se arriesgaba a ser condenada a muerte por cualquier juez del ducado. Sin embargo, su marido había descubierto que se hallaba en estado y que él no podía ser el padre, y tenía intención de repudiarla. No tenía ya nada que perder y había decidido borrar las huellas de su infidelidad.

La comadrona regresó acompañada de Nicolas.

—Maese Déruet es el cirujano del que os he hablado. Me gustaría que le contarais vuestra historia, señora, igual que hicisteis conmigo. No temáis. Estoy segura de que podrá ayudaros —explicó Marianne, que no pudo evitar coger a su amante de la mano.

Se cambió de nuevo los paños, que le parecieron menos empapados que la vez precedente.

—Me llamo Joséphine.

La mujer, que tenía treinta y cuatro años y tres hijos, explicó que, tras su boda, su esposo se había desinteresado de ella y solo la honraba para perpetuar su descendencia. Joséphine había aguantado cinco años esa situación y luego tomó como amante al asistente de su esposo, un muchacho con mucha prisa por desflorar su intimidad pero que tuvo que batallar durante varios meses antes de conquistar su corazón. El joven, que solo deseaba su cuerpo, la abandonó rápidamente para asaltar otras fortalezas sentimentales. Joséphine tuvo una segunda aventura amorosa, con el consentimiento tácito de su marido, de lo que este se lamentó acto seguido e hizo que la condenaran a la picota en la place de la Carrière.

—Fue después cuando descubrí mi estado. No me venía la menstruación y vomitaba a diario. Primero creí que se debía a la tortura sufrida, pero comprendí que me había quedado embarazada.

Joséphine bajó la vista. La pérdida de sangre y su confesión la habían agotado. Marianne tomó el relevo.

—Hace tres días, nuestra paciente interceptó una carta que su marido poseía. Era una orden con matasellos emitida contra ella.

La comadrona le mostró el pergamino que Joséphine había traído consigo. Nicolas lo leyó en voz alta:

Dada la escasa satisfacción que nos aporta la conducta irregular de Joséphine Sébastienne Barbe, esposa del señor de Mabillon, peluquero de Lunéville, tememos que esta mantendrá sus desenfrenos y por ello mandamos y ordenamos que dicha persona sea ingresada en vuestro monasterio y permanezca allí hasta nueva orden. Rogamos a Dios que os conserve la buena salud. Hecho en la ciudad de Nancy, el decimotercer día del mes de octubre de 1701. Firmado: Leopoldo, duque de Lorena y de Bar.

—No lo aceptaré jamás, ¡jamás! —articuló Joséphine entre sollozos—. ¡Ese sitio sería para mí peor que un calabozo!

—¿Dónde quiere encerraros?

—¡En el convento de las clarisas de Pont-à-Mousson! Entendedme, mi marido no es mala persona, pero hace ya mucho que se ha olvidado de mí y solo se preocupa de sus chiquillos —dijo, y se sonó con uno de los paños antes de proseguir—: ¡Lamento lo que he hecho, no sabéis cómo lo lamento! Pero no soy una libertina y no merezco semejante castigo, ¡eso no! El castigo que sufro hoy ya es suficientemente cruel, muy cruel…

—Necesitáis reposo y cuidados, y os tendremos aquí el tiempo que sea necesario —aseguró Nicolas—. Aquí estaréis al abrigo de cualquier acción contra vos.

—Os lo agradezco infinitamente —respondió Joséphine sin atreverse a mirarlo.

—Mientras, defenderé vuestra causa ante el duque.

—Gracias —repitió ella sollozando, agotada.

—Estoy dispuesta a decir que todo esto se debe a vuestro viaje desde Lunéville y que habéis tenido un aborto natural —intervino Marianne.

—Pediremos la clemencia de Su Alteza —añadió el cirujano—. Hasta entonces, sin embargo, debéis negaros absolutamente a que os examine nadie, ya sea médico, cirujano o comadrona: los pinchazos de las agujas que os habéis infligido son demasiado visibles.

Joséphine lloró aún más.

—Soy una miserable, ¿verdad? ¡He matado a mi hijo! He matado a mi hijo…

Marianne la abrazó y la arrulló murmurándole palabras de consuelo. En ese preciso instante reprochó a Azlan y a Rosa el haber impedido la construcción de una sala reservada a las mujeres embarazadas que hubieran sido abandonadas. Joséphine necesitaba intimidad y compasión. Marianne lo sabía y se sintió aún más próxima a aquella mujer dado que también ella había sufrido un aborto tres años antes.

***

Pidieron audiencia al duque aquella misma tarde. Mientras Nicolas se entrevistaba con Leopoldo, Marianne visitó a la duquesa. A un mes de salir de cuentas, la futura madre estaba convencida de que iba a traer al mundo a un niño, dada la tonicidad del feto. Isabel Carlota había preguntado a la comadrona acerca de su trabajo en Saint-Charles y le había prometido intervenir en el destino de Joséphine Mabillon, de la que acababa de hablarle, y luego se retiró a sus aposentos para descansar.

Marianne se dirigió a los jardines del palacio, donde Nicolas debía reunirse con ella. El día era frío y húmedo y no quedaba nadie en el exterior. Solo algunos jardineros recogían las hojas que el viento había hecho caer en los paseos. Se detuvo junto al parterre de abajo, cerca de una fuente que había cobrado ya aspecto invernal, y esperó.

Cuando quedó embarazada de Martin, a finales de julio de 1698, su deseo de maternidad se impuso a todas las razones por las cuales no quería ser madre. Marianne decidió aguardar a que su gestación ya no pudiera ocultarse antes de anunciarlo a su marido y a Simon. Amaba a Martin, aunque no estuviera enamorada de él. Le decía «Te quiero» sin pensar que le mentía. Deseaba que la vida cotidiana fuese lo más agradable posible y ella se empleaba a fondo para lograrlo.

Y entonces llegó ese día de octubre, al principio del tercer mes de embarazo, cuando su marido llegó a casa y le dijo que Nicolas no había muerto. En su cabeza todo se trastocó. Nunca hubiera querido un hijo de otro hombre si hubiera sabido que estaba vivo. Jamás. Y ese mismo día tomó la decisión y se procuró en el boticario una mezcla de ingredientes de los que conocía el potente efecto abortivo. Marianne permaneció dos días sin salir de su habitación. Lo que Martin creyó relacionado con la sorpresa producida por la noticia estaba ligado a los espasmos que provocaron la expulsión del feto. Los dolores duraron una semana, pero su carne había quedado marcada para siempre.

Trató de apartar ese recuerdo que a veces aún se despertaba en su cuerpo. No había hablado de ello a Nicolas. Él no lo sabía y no lo sabría nunca. Era una decisión suya y no lo lamentaba, aunque sus relaciones no tuvieran la misma pasión que los había unido siete años antes. Así le parecía. No habían hablado de ello nunca, pero estaba convencida de que a él le sucedía lo mismo. ¡Qué más daba!

Se dirigió hacia la rampa monumental que conducía al parterre superior. Esta estaba formada por dos escaleras enfrentadas, decoradas con una hilera de estatuas de divinidades mitológicas. Eligió la de la izquierda, donde le pareció reconocer la imagen de Venus en la ninfa tendida que reposaba en un nicho de la fachada: eso solo podía traerle suerte. Al llegar a la mitad de los peldaños, alzó la vista hacia la persona que descendía frente a ella.

Nicolas salió satisfecho de su entrevista con el duque y bajó la Espiral apresuradamente. Sin embargo, en cuanto llegó al final de la escalera de caracol se dio cuenta de que Leopoldo, hábil negociador, no había cedido en lo esencial. El soberano le había escuchado con interés y se había preocupado por el estado de salud de Joséphine, y acto seguido había hablado de su comportamiento incompatible con las buenas costumbres y se había lamentado por su marido, pues temía que esa conducta pudiera ser perjudicial para la salud del pobre hombre. El peluquero era el proveedor oficial del duque en sus estancias en Lunéville.

—¿Qué haría yo, una vez allí, si descubriera que el señor Mabillon ha perdido su destreza a causa de un estado de melancolía debido al carácter veleidoso de su esposa? ¿Cómo iba a encontrar una peluca de mi gusto?

El tono y la apariencia jocosa de Leopoldo dejaban pocas posibilidades a Nicolas. Le había hecho una propuesta que el duque se apresuró a aceptar cuando él mismo había sugerido esa solución: Joséphine entraría en el convento del Refugio de Nancy hasta que su devoción hacia Dios y su rectitud moral fueran incuestionables.

El cirujano vio a Marianne en lo alto de la escalera que separaba los dos jardines. Discutía acaloradamente con una mujer cuya elegancia contrastaba con su sencilla indumentaria. Apresuró el paso: Nicolas acababa de reconocer a Rosa.

La conversación fue breve. La marquesa de Cornelli descendió la rampa y se dirigió hacia los establos de las carrozas. Parecía no haber visto a Nicolas. Este se reunió con Marianne, que se había quedado inmóvil a la entrada del parterre superior.

—Marianne, ¿estáis bien?

Ella trató de ocultar su tensión tras una fingida ironía.

—Sí, estoy bien. Acabo de hablar con la generosa protectora de Simon.

Unas lágrimas de rabia aparecieron en sus ojos. Parpadeó para evitar que afloraran.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Nicolas—. ¿Qué ha dicho?

—Que me echará de Saint-Charles, que nos convertirá en dos vagabundos, que nadie en el ducado querrá acogernos… y solo resumo su odio.

—No lo entiendo, ella no era así —afirmó él.

—No os inquietéis, eso no basta para hundirme y menos un día como hoy. Vámonos, tengo ganas de volver a casa, ganas de sentiros contra mí.

Sentado en el carruaje, Azlan se hallaba frente a Rosa mientras ella le informaba acerca del encuentro.

—¿Qué ha sucedido? ¿Qué os ha dicho?

La joven tenía la mirada perdida en el vacío. No había vuelto a verla sonreír ni una vez desde su ruptura con Nicolas. Su voz había empeorado sensiblemente y era de nuevo la de después del accidente.

—Me ha asido del brazo para obligarme a escucharla. Ha afirmado que soy una criminal que deseo el fin de Saint-Charles y que les hago daño a Simon y a Nicolas. ¿Por qué dice esas cosas? Sabe que amo a Nicolas y que aún lo espero.

—Ningún hombre, ningún ser humano merece que uno destruya su vida por él.

—Mi querido amigo, eso soy yo quien debe decidirlo.

***

Isabel Carlota cerró los ojos y se dejó llevar por el abandono. Se sentía más allá de todo: del agotamiento, del dolor, más allá incluso del propio parto. Cuando Marianne le comunicó que había tenido una niña se sorprendió e incluso, en lo más hondo de ella, se sintió decepcionada. Tras la muerte de su primer varón, su esposo deseaba un heredero: solo le había dado dos niñas.

—El capellán está aquí, alteza —avisó Nicolas—. Viene a bautizar a la princesa.

—Luisa Cristina… —murmuró la duquesa sin conseguir abrir los párpados.

El cirujano le hizo repetir sus palabras.

—Se llamará Luisa Cristina —confirmó Isabel Carlota.

Marianne acabó de frotar a la criatura con una mezcla de miel y sal, la envolvió sin apretar muy fuerte los paños y la llevó junto a su madre.

La duquesa percibió el olor dulce y salado de su hija y sonrió. La tomó en brazos para admirarla, mientras el padre De Riguet se preparaba para la ceremonia. El duque, que había salido a cazar al bosque de Garenne, había sido prevenido del nacimiento y no tardaría en llegar. Sin embargo, el bautismo no podía esperar. Media hora después del nacimiento, el cura echó el agua bendita sobre la cabeza de la niña, que, sobresaltada, emitió un llanto poderoso al sentir el contacto del líquido frío.

—Luisa Cristina de Lorena, yo te bautizo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —declamó el sacerdote haciendo la señal de la cruz.

La recién nacida respondió succionando el vacío.

Los carillones de la colegiata de Saint-Georges repicaron y unos minutos más tarde siguieron los de Saint-Epvre, Saint-Thiébaut y Saint-Nicolas, y, finalmente, los de todas las instituciones religiosas de Nancy: abadías, conventos, prioratos y noviciados. En menos de un cuarto de hora, todas las campanas se echaban al vuelo.

—¿Qué es tanta agitación un domingo por la tarde? ¿Qué fiesta es hoy? —preguntó el paciente al instalarse en la mesa de curas.

—Es 13 de noviembre y creo que acaba de nacer un príncipe en la casa de Lorena —respondió François.

El hombre emitió un «¡Ah!» sibilante que evidenció que el acontecimiento no le concernía demasiado. Era joven, vestía con elegancia y audacia y hacía gala de la seguridad de aquellos a los que el destino ha elegido por filiación. Miró a los dos cirujanos y a la monja que los ayudaba a preparar el instrumental, los paños y los remedios, sin dar muestra de temor o aprensión alguna. Había acudido para que le trataran un tumor del tamaño de una nuez que le había aparecido debajo de la lengua y que no había dejado de crecer. Su cavidad bucal se había secado, el tejido se había descamado y se veía obligado por ello a beber frecuentemente para humedecerlo, y cada vez tenía más dificultades para masticar los alimentos.

Claude Jacques había recorrido el camino desde Metz, donde enseñaba, con cierto éxito, escultura y dibujo. La fama de los cirujanos de Saint-Charles lo había decidido a consultarles a pesar de haber tenido que interrumpir para ello sus clases.

François lo examinó por pura cortesía, pues la descripción que el paciente le había hecho le bastaba para diagnosticarlo.

—Una ránula —anunció dirigiéndose a Azlan, quien, a pesar de no haber oído jamás tal término, asintió doctamente.

—Una ránula… pero ¿qué más? —preguntó el enfermo.

—Vuestro humor salivar es demasiado agrio y espeso —precisó el cirujano— y ya no puede evacuarse. Tiene la consistencia de la clara de huevo y se ha acumulado en el conducto debajo de vuestra lengua. Eso es lo que se denomina una ránula.

Claude Jacques tragó haciendo una mueca de dolor. El tumor, al adquirir volumen, le había desplazado la lengua hacia atrás y había alterado la articulación de los sonidos, provocándole un timbre de voz que el término ránula caracterizaba perfectamente.

—¿Y qué proponéis, maestro?

François oyó los bramidos nerviosos de Hyacinthe por encima de las campanadas. Nicolas había regresado del palacio ducal.

—Una simple incisión para eliminar esa materia y todo volverá a estar en orden.

—¡Bien, pues manos a la obra, tengo que estar de vuelta en Metz antes de la noche! —respondió el escultor sin titubear.

Su reacción sorprendió a los dos cirujanos, acostumbrados a la indecisión de los pacientes y a su miedo a las operaciones.

—¿No queréis pensároslo?

—¿Por qué? ¿Hay algo más que debería saber?

—No. Practicaremos una incisión ancha con una lanceta para que los bordes no se cierren, y untaremos la herida con una mezcla de miel de rosa y de aguardiente de vitriolo para limpiarla. Nos llevará cinco minutos. Estaréis de vuelta en casa antes incluso de lo que esperabais, señor.

—¡Lo importante es que vuelva curado!

—En otro sitio necesitaríais dos o tres operaciones antes de obtener un resultado definitivo —afirmó François—. Sin embargo, voy a dejaros en manos del mejor cirujano del ducado. Si me disculpáis unos minutos —concluyó, y fue a interceptar a Nicolas antes de que empezara sus consultas.

Aún se hallaba fuera, peleándose con el camello que había cogido la brida y la mascaba aplicadamente. François le propuso proceder a la incisión de la ránula.

—Azlan ya está allí y te asistirá. Por lo que a mí respecta, me rindo, mi vista ya no me permite realizar una incisión de tanta precisión —confesó sin reparos.

—¿Sigues perdiendo vista? —se preocupó Nicolas, que acababa de recuperar la cuerda de la boca del animal.

—No es nada grave, hijo mío, ¡solo me he vuelto perezoso! ¿Cómo ha ido el parto? —preguntó para no extenderse sobre sus propios achaques.

Nicolas le contó la noche y la mañana de espera antes de un parto sin incidentes ni complicaciones. La placenta se había desprendido rápidamente y la duquesa descansaba con la pequeña Luisa Cristina, que había vaciado las glándulas mamarias de su ama de cría.

—Marianne ha estado perfecta, como siempre —concluyó.

—¿Cuándo volverá a Pont-à-Mousson? —preguntó inocentemente François.

—Tendremos que hablar de ello. Mientras, muéstrame al feliz propietario de la ránula que hay que deshinchar —respondió Nicolas al tiempo que sacaba la maleta de su instrumental.

El paciente apareció en aquel mismo instante en las escaleras de la puerta de entrada, acompañado de Azlan.

—Señor Jacques, ¿qué sucede? ¿Habéis cambiado de opinión?

El hombre negó moviendo la cabeza. Llevaba en la boca unas gasas que la mantenían ligeramente abierta y se sostenía la mandíbula inferior con la mano izquierda. Bajó la escalera con paso zozobrante del brazo del joven cirujano y se detuvo frente a François y Nicolas.

—Todo ha salido bien —explicó Azlan, y coreó su comentario con una sonrisa—. Voy a acompañar a nuestro paciente a su carruaje.

François no reaccionó, entre la incomprensión y la incredulidad.

—Parece que ya no me necesitáis —bromeó Nicolas.

Siguieron la marcha del vehículo. Azlan se reunió con ellos y se echó en brazos de François.

—¡Quería darte las gracias por haberme dejado esta oportunidad de operar! ¡Gracias, amigo mío!

El Erizo Blanco se deshizo del abrazo del joven cirujano y se rascó la cabeza.

—¿Puedes refrescarme la memoria? ¡No recuerdo habértelo propuesto!

En ese momento fue Azlan quien se quedó de piedra.

—Pero… has dicho que lo dejabas en manos del mejor cirujano del ducado y te has ido…

—Sí, lo confirmo.

—Quería agradecerte ese cumplido. Aunque sea exagerado, me ha infundido valor para operar.

—¿Así que has creído que hablaba de ti? —respondió François al darse cuenta de la confusión—. Ese elogio, sin embargo, iba dirigido a nuestro amigo Nicolas, aquí presente. Escucha, muchacho, sabes que te aprecio mucho, pero, sin ánimo de ofenderte, ¡estoy seguro de que aún tienes mucho que aprender!

—Lo siento, lo siento mucho —farfulló Azlan—. He creído que me dabas una oportunidad con esta operación. Me habías explicado cómo llevarla a cabo…

—Parece que todo ha salido bien —intervino Nicolas.

—Sí, he seguido las indicaciones de François y he rascado el interior para eliminar todo el humor acumulado. La herida está limpia.

—Bien, pues caso cerrado.

—Aún no —observó François—. No te he indicado dónde practicar la incisión.

—¿Dónde?

—Es esencial abrir la ránula en el punto más alejado de la parte delantera de la boca, muy cerca de la base. ¿Dónde has hecho la incisión?

—No te preocupes —respondió—. Pero, solo por curiosidad, ¿qué sucedería en caso de hacer la incisión en otro lugar?

—Tu paciente volvería a vernos muy pronto —desveló Nicolas, y los invitó a entrar—. No soportaría babear continuamente y proyectar su saliva en sus interlocutores al pronunciar cualquier frase.

—Vamos, ¿dónde has hecho la incisión? —insistió el Erizo Blanco.

Azlan respondió con una sonrisa forzada.

***

Dos semanas después Claude Jacques regresó a Saint-Charles y lo recibió Nicolas. El tumor se había deshinchado, pero la saliva se liberaba de manera anárquica y en las comisuras de sus labios habían aparecido unos hilillos de baba seca. Circulaba un rumor acerca de la rabia de la que el escultor sería portador, un rumor que le había obligado a consultar a un médico de Metz y a confesar que se había hecho curar en el ducado en lugar de en su propia ciudad, hecho que le valió el oprobio general y a la vez el cierre temporal de sus cursos. Nicolas logró convencerlo de que le dejara operarlo para cauterizar la herida y tratar de eliminar el tumor persistente. El hombre estaba dispuesto a cualquier cosa para acabar con los rumores y reanudar sus actividades. Aceptó permanecer varios días en el hospital hasta curarse por completo. Nicolas mandó llamar a Azlan para que lo asistiera, pero la hermana Catherine le reveló que el joven se había marchado de Saint-Charles al saber de la llegada de su paciente y que no tenía intención de volver hasta el día siguiente. François, al que llamaron como refuerzo para la operación, prometió que no lo fustigaría a su regreso. La humillación de Azlan ya era suficiente castigo y, en el pasado, la relación entre ambos había llevado a menudo al enojo por futilidades.

Marianne prolongó al máximo su trabajo junto a la duquesa. Sin embargo, a finales de noviembre su presencia ya no estaba justificada. Isabel Carlota estaba rodeada de suficientes personas para cuidar de ella como para contar además con una comadrona. La señora De Lillebonne le pagó sus honorarios y Marianne abandonó el palacio ducal sin volver la vista atrás. Recorrió a pie el trayecto hasta Saint-Charles y se detuvo en la tienda de Pujol para comprar varios libros que pagó al contado, y luego en la botica de la rue Saint-Nicolas para hacer acopio de diversos remedios antes de su regreso a Pont-à-Mousson.

Esa noche, tras compartir el lecho, Nicolas insistió para que se quedara con él, pero ella no encontró la pasión suficiente para llevar a cabo ese sacrificio.

—Sigo estando casada, no lo olvidéis —dijo ella mientras le acariciaba la mejilla.

—¿Cómo iba a olvidar tan pesada cadena? —le respondió.

Ella recogió sus cosas mientras Nicolas se ocupaba de la resección de la ránula del señor Jacques. Marianne había decidido partir sin dilación. Cada día suplementario haría más difícil la separación. Echaba de menos a Simon y quería verlo de nuevo cuanto antes tras varios meses de ausencia. Martin había sido avaro con las noticias y solo le había escrito dos cartas en cinco meses.

Cuando Nicolas entró en su habitación y vio el gran baúl abierto comprendió enseguida lo que iba a anunciarle. La abrazó con fuerza.

—Quedaos, os lo suplico —imploró, y cerró suavemente la tapa del baúl.

—Ya lo sabíamos —dijo ella sin más—. Desde el principio sabíamos que llegaría este momento. No lo he ocultado jamás.

Se besaron largamente. Ninguno de los dos deseaba interrumpir el contacto de sus labios con la piel del otro. La tomó en sus brazos y la tendió sobre la cama. Ella desató su brazalete del tobillo y lo depositó en la mano de Nicolas.

—Llevadlo cerca del corazón, y así yo estaré ahí, contra vos, en los días que vendrán. Hasta que nos encontremos de nuevo. Podremos vernos en Pont-à-Mousson, ya me procuraré algún sitio solo para nosotros, ¿os gustaría?

—Sí, me gustaría, aunque ese papel de amante no me convenga. Estoy dispuesto a aceptarlo.

Ella estuvo a punto de preguntarle «¿Por cuánto tiempo?», pero no quería echar a perder la emoción del momento. Marianne cogió Zulima o el amor puro que Nicolas le había obsequiado y en el que había tachado con tinta la última frase, aquella que detestaba. Recorrió la estancia con la mirada.

—Estoy segura de que volveré a esta habitación en unos pocos meses. La duquesa desea ofrecerle a cualquier precio un heredero a nuestro duque. Pronto estará embarazada de nuevo.

—¡Qué Dios y Leopoldo os escuchen! —clamó Nicolas, y dirigió la mirada al cielo.

—Prometedme que lo leeréis —dijo ella mientras le tendía la novela—. Para cuando lo hayáis acabado, estaré de nuevo junto a vos.

Se entregaron el uno al otro con una pasión y un goce que no habían alcanzado nunca y que prolongaron hasta el límite de sus fuerzas. Marianne postergó su partida hasta la mañana siguiente y la luz resplandeció toda la noche en su alcoba, donde se alimentaban uno del otro.

***

—¿Quién es ese juez? ¿Quién lo envía?

La cólera había hecho que Rosa recobrara la claridad de su voz. Se había sentado en un largo sofá otomano, de madera dorada y tapizado de tela estampada, en el que pasaba buena parte del día. El mueble se hallaba frente a la chimenea, en su biblioteca, que solo abandonaba para ir a la cocina o a su habitación. Azlan seguía predicando optimismo y a quien le prestaba atención le decía que la marquesa de Cornelli estaba divinamente y recibía en su casa a la flor y nata de las artes y las ciencias.

El extraño mueble había sido un regalo de Germain, que lo había hecho traer expresamente de Hungría.

—Sois la única en todo el ducado y el reino de Francia que posee un mueble semejante —le dijo cuando ella en un primer momento no quiso aceptar un obsequio por el que sin duda se había endeudado—. Será para vos el confidente más fiel y el sostén más firme.

Ribes de Jouan tenía razón. Pasaba días enteros tumbada en él, leyendo o dejándose invadir por una melancolía de la que se sentía culpable. Sin embargo, y a pesar de sus esfuerzos, nada lograba sacarla de la misma. Cada noche, uno de los criados de la casa ordenaba el suelo de la biblioteca, cubierto de libros, de cartas empezadas, rasgadas, jamás acabadas, y de pañuelos humedecidos por las lágrimas.

También echaba en falta a Germain, su carácter siempre jovial, su generosidad, la locura que aportaba a cuanto hacía, sin barreras, sin tabúes, la libertad con la que vivía su vida. Se dio cuenta de que seguía pensando en él en presente cuando ya había tenido lugar lo irreversible: había osado abandonarla, a ella, en el momento en que más hubiera requerido su presencia. Azlan estaba allí. Su fortaleza, su roca. Daba vueltas y más vueltas frente a ella mientras le explicaba la noticia que acababan de darle: un juez de Épinal había admitido una denuncia contra maese Déruet por complicidad en el crimen relacionado con la muerte del guarnicionero hallado en el patio del Infierno, dos años antes.

—Pero ¿de qué lo acusan? —preguntó ella, y de pronto se tumbó presa de un vértigo naciente.

Azlan la cubrió con una manta y avivó el fuego mortecino en la chimenea. Las llamas cambiaron de color y la leña crujió. El primo de la víctima dudaba de la palabra del cirujano, que había concluido que se trataba de una muerte natural.

—Rosa, debo revelaros un secreto. Un secreto que solo sabemos Nicolas, François y yo.

Le contó el calvario del farandulero, al que aquellos dos hombres obligaron a tragarse un cuchillo, así como su venganza contra el guarnicionero. Ahora era el primo de este último quien reclamaba su parte de justicia.

—Nos reunimos los tres y decidimos no revelar lo que sabíamos acerca de la verdadera causa de su muerte. Fue un momento difícil porque no estábamos de acuerdo, pero al final todos decidimos mantener nuestra palabra. No sé cómo ha podido saberse esta historia.

Azlan, sin embargo, sí tenía una idea acerca de ello. De los tres fue él quien había querido hacer pública la venganza del farandulero, pero había mantenido su palabra. Por una cuestión de conciencia, empero, había reflejado en el informe la presencia del cuchillo en el estómago del guarnicionero. Antes de ir a casa de Rosa se detuvo en Saint-Charles para recuperar el documento que podía acusarlos de complicidad. Había desaparecido.

—Puede haber sido cualquiera —añadió—, uno de los cuatro médicos, una monja o hasta el mismo primo: ese lugar está abierto de par en par. Nos hemos quejado muchas veces de ello a la hermana Catherine.

—Dejo en vuestras manos que deis con el mejor abogado —respondió Rosa—. Nicolas rechazará cuanto venga de mí. No hay que preocuparse. En el peor de los casos, recurriremos. Jean-Léonard Bourcier nos ayudará: es el presidente del Tribunal Supremo —afirmó.

Su rostro se crispó al sentir un mareo más fuerte que los otros.

—¿Qué puedo hacer para ayudaros? —preguntó Azlan. Su voz reflejaba la rabia ante su propia impotencia para cuidar de su tutora durante las crisis que padecía.

—Vuestra presencia ya constituye una inestimable ayuda. Espero que lo sepáis. ¿Lo sabéis, mi querido amigo?

Azlan bajó la vista. Había visto cómo renacía en ella la esperanza al comunicarle que Marianne se había marchado de Nancy. No había tenido valor, sin embargo, para decirle que el mismo día Nicolas se había ido a Pont-à-Mousson para reunirse de nuevo con ella.

La loma de Mousson ya estaba a la vista. Le quedaba menos de una legua de camino. Nicolas se había cubierto con un abrigo largo para el viaje a caballo bajo una lluvia fina y helada. Había decidido no desvelarle a Marianne sus embrollos judiciales, que, por otra parte, no le preocupaban. Una noticia más dramática había ensombrecido aquel 19 de diciembre.

Marianne lo esperaba en la Fuente Roja, al resguardo de uno de los grandes álamos que bordeaban el camino que conducía a la fuente. No osaron tocarse por miedo a que los vieran y anduvieron un kilómetro a través de los sarmientos retorcidos de la viña de la colina, hasta un pabellón de caza situado junto al camino conocido como el de la Treiche. El edificio, minúsculo y compuesto de una única estancia, parecía no haber sido utilizado desde hacía varios lustros. Dejaron las persianas cerradas, encendieron las velas que Nicolas había traído consigo y se apropiaron del lugar. Encendieron un fuego con unas ramas a las que les costó prender. Trabajaron en silencio. Una vez el lugar estuvo a su gusto, Nicolas la abrazó y la besó.

—Hola, Marianne.

—Hola, amor mío. Os he echado en falta.

El apuro de los primeros instantes se fundió lentamente.

—No es fácil verse así —dijo él—. Ocultarse no forma parte de mi naturaleza.

—¿Qué creéis que me sucede a mí? Al venir hacia aquí tenía la impresión de que todas las miradas con las que me cruzaba me desnudaban y me asaeteaban con reproches. Pero de momento no tenemos otra elección.

—En tal caso, considerémoslo como una oportunidad —aseguró él para convencerse de ello.

Trataron de recobrar su intimidad con continuas caricias, pero sabían que aquella misma noche iban a separarse de nuevo durante varias semanas y su contención no desapareció del todo. Su atención se concentraba en los ruidos que llegaban del exterior, los relinchos del caballo, pasos humanos o retazos de conversación, y acabaron por comprender que no podrían abandonarse el uno al otro. No en esa ocasión. Marianne le habló de su vida cotidiana recobrada, del carácter difícil de Simon, de la creciente ausencia de Martin y del vacío que sentía. A Nicolas le parecía que el ambiente en Saint-Charles había mejorado entre los tres cirujanos, pero su amistad se limitaba a una camaradería educada. Ya nada era como antes.

—Debo irme —se lamentó Nicolas al cabo de haber pasado tres horas juntos—. Pero antes hay una noticia que debo daros y que os apenará.

La princesa Luisa Cristina había muerto aquella misma mañana, a la edad de cinco semanas, debido a una fiebre que se manifestó la noche anterior. Aunque estuviera acostumbrada a recibir ese tipo de noticias, Marianne lloró, emocionada y sorprendida. El parto de la duquesa aún estaba muy vivo en su mente.

—Rezaré por su criatura y escribiré una carta a nuestra soberana —dijo ella.

Nicolas le enjugó las lágrimas con ayuda de las vendas de sus manos.

—¡Aún lleváis esos horribles vendajes! —observó Marianne con los ojos enrojecidos e hinchados.

—Siempre los he preferido a los mitones. Al menos, eso creo.

—Algún día deberéis elegir.