Capítulo 16

Nancy, de abril a junio de 1700

Cuando Anne Voirin abrió los ojos, el cirujano estaba sentado junto a su cama y la miraba. A ella le gustaba su presencia, tranquilizadora, a pesar de que un mes después de su llegada ni él ni nadie hubieran logrado resolver el enigma de su estado. La única mejora notable era la cantidad de caldo que la paciente lograba ingerir sin expulsarlo de inmediato.

—Habéis dormido más de doce horas —le dijo Nicolas—. ¿Cómo os encontráis?

—Fatigada —respondió ella con la voz arrastrada que la caracterizaba—. Pero Dios me da fuerzas para seguir. Me habla en mi sueño. Me guía.

Titubeó un instante y prosiguió:

—¿Creéis que me ha escogido? ¿Qué soy una elegida?

Nicolas no respondió.

—Es lo que los demás dicen de mí, en Eulmont —añadió para justificarse—. ¿Es una prueba que me envía?

—Todas las enfermedades son una prueba, Anne. No soy más que un practicante y nada sé de teología. ¿Queréis contarme de nuevo cómo ocurrió el accidente?

Ella accedió de buena gana a su petición. Al bajar la escalera del granero, la bala de heno que cargaba a la espalda le hizo perder el equilibrio y no pudo agarrarse de la cuerda que servía de pasamanos. Al caer, su cabeza golpeó varias veces contra los peldaños y sus vértebras cervicales se desplazaron ligeramente, pero no se rompió ningún hueso, por lo menos en apariencia. Anne no perdió el conocimiento y pidió ayuda a sus padres.

—¿Dónde os dolió primero?

—En la cocina, al sentarme en una silla.

—Me he expresado mal, quería decir: ¿en qué lugar de vuestro cuerpo?

—En el vientre, ahí, creo —respondió a la vez que señalaba su estómago.

La joven vomitó sangre después de caerse.

—Y hoy ¿dónde os duele?

—Ahí también.

Se llevó la mano al vientre.

—¿Puedo? —preguntó él, y se quitó los guantes.

Ella asintió con la cabeza. Él era, junto con Azlan, la única persona que ella aceptaba que la tocara.

—Me gustan vuestros guantes rojos —dijo ella mientras los acariciaba.

—Son un regalo de mi novia.

—Me lo figuraba, siento el amor —murmuró con los ojos cerrados.

Ella apretó uno de los mitones en su puño.

—Mucho amor, pero también miedo.

—¿Eh, acaso sois vidente? —bromeó.

Ella dejó la prenda y evitó la mirada de Nicolas.

—¿Es en este lugar preciso?

—Sí —respondió con una mueca de dolor—, como si me clavaran una aguja.

«El orificio inferior del estómago», pensó él.

—Vuestra novia es guapa.

—¿Es una pregunta?

—No, estoy segura de que es guapa, lo sé.

—Es muy guapa. Vamos a casarnos.

—Felicidades, maese Déruet.

La imagen de Rosa leyendo a Spinoza, tumbada desnuda contra él, apareció ante sus ojos. Sonrió.

—Ahora pensáis en ella —añadió la paciente.

—Y vos leéis demasiado en mis pensamientos.

—Eso me sorprendería, pues no sé leer… ¿Es cierto que el bebé de nuestro duque ha muerto?

—Desgraciadamente sí. Se lo han llevado unas fiebres.

El pequeño Leopoldo de Lorena falleció mientras dormía cinco días antes, el sábado 3, de abril. El duque le pidió a Nicolas que le practicara una autopsia para extraerle el corazón. El cuerpo del recién nacido fue enterrado en la capilla octogonal junto a sus antepasados, mientras que el órgano, embalsamado y guardado en una caja de metal grabado, fue depositado en la iglesia del noviciado de los jesuitas, como aconsejaba la tradición.

—En tal caso, rezaré por él. Y la próxima vez que Dios me hable, le diré que se ocupe de nuestro príncipe.

Nicolas asintió, pero había dejado de escucharla. La frase de la Ética le vino a la mente como una intuición: «Si el alma ha sido afectada por dos afectos al mismo tiempo, cuando más tarde sea afectada por uno de ellos, también será afectada por el otro»…

¿Y si lo que trataban de combatir no tenía relación alguna con la caída? ¿Y si la ceguera de su diagnóstico debido al accidente les ocultaba otra patología incipiente?

—Dos afectos al mismo tiempo… —murmuró.

—¿Qué decís? —preguntó Anne en voz queda.

Estaba agotada por el esfuerzo que le había exigido la conversación. Nicolas pasó revista a todos los síntomas que padecía, omitiendo el accidente. La solución comenzaba a abrirse camino. Se puso en pie de repente.

—¡Ahora vuelvo, voy a buscar al doctor Bagard!

—Prometo que hasta entonces no os daré esquinazo —respondió ella con los ojos entrecerrados.

—Si mi idea es exacta, dentro de unos días podréis huir allí donde os plazca.

***

Azlan hizo un mohín al entrar en Le Sauvage: su mesa la ocupaban cuatro burgueses que volvían de una sesión de entrenamiento de la milicia municipal. El posadero se disculpó y, con la mano, le indicó que tomara asiento junto a la ventana.

—No hemos vuelto a ver a ese parroquiano —les dijo refiriéndose a Anselme Gangloff—. ¡Uno más que se ha ido a otro sitio a hacer fortuna!

Azlan alzó las cejas mirando a François: habían sabido a través del capitán de la compañía de los Buttiers, que escoltó al protestante, que este había muerto en brazos de su mujer. A lo largo del trayecto contrajo una infección como consecuencia de las heridas y los médicos locales no lograron que remitiera.

—No entiendo qué pudo pasar —comentó el joven cirujano—. Ninguna de las heridas tenía un pronóstico vital.

—A veces hay venenos tóxicos que penetran por las heridas y provocan la muerte. Nada se puede hacer, muchacho.

—En cualquier caso, qué extraño destino —añadió Azlan, y miró por la ventana abierta.

Se había sentado en la silla de Anselme y trató de imaginar los pensamientos durante sus horas de ensoñación en Le Sauvage, pero no lo logró y pidió una sopa, olvidando lo que acontecía en el exterior. Desde la sala del fondo llegaba la algarabía de los jugadores y el olor a tabaco que brotaba de las decenas de pipas encendidas.

—Una partida de lansquenete —informó el patrón cuando fue a servirles—. No os aconsejo que os suméis, porque huele a timo. El banquero no es de aquí y me parece que es un buscavidas. Ha empezado jugando como un principiante para dorarles la píldora a los demás y, desde hace varias manos, no ha vuelto a perder. ¡Si ese es novato, yo soy jesuita!

En ese momento lo llamaron desde una mesa que reclamaba más alcohol.

—Mientras consuman… —concluyó antes de alejarse.

—Creía que el lansquenete era un juego de azar —comentó Azlan tras brindar con su amigo.

—El mejor jugador es el que logra aparentar que su técnica no es más que azar. Entre esas gentes hay parte de ilusionismo —concluyó François con cierta admiración.

—Me las he visto con gente así en el juego de pelota. ¡Al acabar los partidos se llevan todo el monto de las apuestas!

En la sala de juego los comentarios se sucedían al ritmo de las cartas repartidas. Poco a poco los clientes abandonaban las mesas para sumarse a los curiosos y a los que hacían apuestas. Debido a la falta de espacio, los últimos se vieron obligados a quedarse en la entrada de la sala.

Bebieron un momento en silencio, uno su caldo y el otro su vino, en una bella sincronización que divirtió al tabernero, que los observaba apoyado en su mostrador. Azlan pidió una segunda escudilla y más pan. Su mirada evitó la de François. El Erizo Blanco sintió que dudaba sobre si hablarle o no.

—¿Tienes algo que decirme, muchacho?

—No sé si puedo… ¿Estás al corriente?

—¿Al corriente de qué?

—Entonces no lo sabes, si estuvieras al corriente no me lo preguntarías así —dijo Azlan, y sorbió un poco más de sopa.

—Ah… y, según tú, ¿qué te habría respondido si estuviera al corriente?

—Me habrías dicho «sí» o «desgraciadamente» o «desgraciadamente, sí». Seguro.

François se toqueteó la barba y le dirigió una pregunta tortuosa.

—Azlan, imagina que estuviera al corriente y creyera que tú no, pero que hablas para saber qué sucede. ¿Qué crees que te respondería?

—Me dirías «Pero ¿qué sucede?», con un tono falsamente inocente.

—¡Vaya! ¿Y por qué «falsamente» inocente?

—Pero no tenías ese tono. ¡Así que no sabes qué sucede!

El masaje de la barba se intensificó. Los pensamientos de François se movían por su mente como en un laberinto.

—Muchacho, en la hipótesis de que yo no tenga el mismo nivel de información que tú, ¿no has considerado hacerme partícipe de la confidencia para que los dos podamos hablar de ello?

—Sí. Creo que sí.

—En ese caso ¿por qué hacerme una pregunta cuya respuesta, sea cual sea, no tendrá influencia alguna sobre el desenlace de esta conversación dado que invariablemente acabarás por darme la información que posees?

Azlan lo miró con los ojos como platos.

—¿No he hablado claro? —preguntó François, que se sentía incapaz de repetir lo que acababa de decir.

—¿No tratarás de decirme que soy un poco complicado?

—¡Por lo menos alambicado! ¡Debe de ser tu vena bohemia!

—¡Babik diría que es mi vena lorenesa! De acuerdo… François, quería decirte que Nicolas ha visto a Marianne.

Fue el Erizo Blanco quien al oír eso lo miró a su vez con los ojos como platos.

—¡Me cago en la mar! ¡Ahora lo entiendo!

—¡Ves, no lo sabías!

Bebió el último trago de caldo.

—La ha visto y se lo ha dicho a Rosa.

—¡Mal rayo me parta!

François había gritado tanto que los clientes apostados entre las dos salas se volvieron hacia su mesa.

—Muchacho, también yo he de decirte algo: ¡le he confesado lo de la casa y las viñas!

—Lo sé.

—¿Eh?

—¡Escuché desde detrás de la puerta mientras discutían!

François farfulló unas palabras incomprensibles.

—¿Y qué más sabes? —acabó por articular—. ¿Cómo está Marianne? ¿Dónde vive?

—No tengo ni idea. Simplemente lo ha prevenido contra su boda. No creo que hayan vuelto a verse. ¿Qué podríamos hacer para ayudarlos?

—¡Nada, muchacho, sobre todo no hay que hacer nada! Hicieras lo que hicieses, por lo menos harías desdichada a una persona. Ellos mismos deben decidirse sin reproches. Por el contrario, puedes seguir abriendo bien las orejas…

—¿Me incitas a espiarlos?

—¡Por supuesto que no! —respondió François, ofendido—. Pero es importante que sepamos lo que se trama.

—Nunca haría eso a…

Lo interrumpió una exclamación general procedente de la sala del fondo, en la que se entremezclaban gritos de sorpresa y de reprobación.

—¡Es una carta triple! —exclamó el banquero—. Lo lamento, corderillos, pero deberéis aflojar el dinero.

—¡Ladrón! ¡Sois un bribón! —se indignó un jugador.

—Esta partida ha sido conforme a las reglas. Habéis perdido y debéis saldar las deudas.

—Nadie puede tener tanta suerte en el juego. ¡Es imposible!

—El juego es una ciencia, caballero. El azar no es el destino: se domina.

—¿Ves lo que te decía? —dijo François a Azlan—. La técnica ante todo. ¡Eh, vaya cara se te ha puesto!

El joven parecía asombrado.

—Conozco esa voz… —dijo Azlan. Se puso en pie y repitió—: ¡Conozco esa voz!

Se dirigió hacia el lugar de donde comenzaban a salir los espectadores y los jugadores. Al otro lado, el banquero seguía defendiéndose con calma y serenidad de las acusaciones del jugador más vehemente, que era a la vez el que más dinero había perdido.

«No puede ser él —pensaba a cada paso—, no es él. ¡Y, sin embargo, es su voz!».

Azlan aguardó a que los últimos clientes hubieran abandonado la sala del fondo y entró. El hombre estaba sentado, con una pipa entre los labios y un sombrero de betyar sobre la cabeza, echando cuentas de sus ganancias.

—¡Germain Ribes de Jouan! —lo llamó.

Germain alzó la cabeza y lo miró de arriba abajo sin manifestar la menor emoción.

—¿Qué puedo hacer por vos, señor?

***

Nicolas abrió el bote que contenía la achicoria silvestre, cogió las últimas hojas secas y las añadió al agua, donde ya hervían la verdolaga, el ruibarbo y la corteza de limón. Filtró la decocción, añadió jarabe de flores de melocotonero y bajó con su remedio a la sala de curas, adonde el doctor Bagard había llevado a Anne Voirin. Parecía atemorizada. Nadie había querido explicarle la causa de su estado antes de verificar la hipótesis de Nicolas.

—Vamos a purgaros —le anunció el médico— y observaremos los humores excretados.

La sentaron en un dompedro de respaldo ancho y ligeramente inclinado. Bebió la poción, cucharada a cucharada, tragando cada una con dificultad, pero logró ingerirlas.

La hermana Catherine llamó al cirujano para que atendiera a un obrero de la curtiduría que había recibido un impacto de sal en el rostro mientras curtía una piel. El artesano se quejaba de quemaduras en el ojo, que Nicolas le alivió con ayuda de un destilado de composición propia. Lo animó a regresar al día siguiente para repetir el baño ocular, pero estaba convencido de que el hombre no iba a presentarse. La atención solo era gratuita para los indigentes, y los honorarios exigidos, por modestos que fueran, hacían titubear a más de uno que solo iba allí en caso de extrema necesidad. En Saint-Charles se dispensaban muy pocos tratamientos destinados al simple alivio.

Una hora más tarde, Nicolas fue a visitar a Anne Voirin y junto a ella se hallaba el doctor Bagard. Ya había examinado las heces producidas y se dirigió a él nada más llegar.

—¡Una hipótesis equivocada! En estos excrementos no hay nada, aparte de los humores pútridos.

Le tendió el cubo.

—Mejor será que se os ocurra otra idea o al siguiente a quien convocaremos será a un cura para beatificarla.

—La mezcla no era lo bastante fuerte —replicó el cirujano—. Permitidme probar un remedio más drástico.

—¿Qué vais a inventar ahora?

—He preparado un extracto alcohólico de raíz de granado. He visto utilizarlo con enorme éxito en este tipo de casos.

—¿Punica granatum…? Ægroto dum anima est, spes est[23] —dijo el médico dirigiéndose a la monja, a la que el aparte incomodó.

Una vez el doctor Bagard se hubo marchado, Nicolas despertó a la joven y le hizo tomar cuatro cucharadas de granado. Arrojó el contenido del cubo al arroyo Saint-Thiébaut y subió a su habitación a descansar un poco. Cuando François lo encontró, este se había dormido con un libro abierto entre las manos.

—¡Deberías bajar, Azlan tiene una sorpresa para ti!

—¿Un diccionario de latín? —respondió mientras despertaba.

—¡Ven, ven enseguida!

—¡Cuatro años!

Ribes de Jouan fue el primero en hablar. Nicolas se quedó unos segundos pasmado en la puerta de la cocina, hasta que se dio cuenta de que no estaba soñando.

—¡A mis brazos, amigo mío! —exclamó Germain, que no terminaba de recuperarse de la sorpresa.

Nicolas se sintió transportado a las granjas destartaladas de los llanos de Hungría. El hombre no había cambiado, apenas algunas arrugas que habían aparecido alrededor de sus ojos en su ancho rostro de piel gruesa. Se dieron un largo abrazo, con interrupciones en las que, retrocediendo uno y otro, se observaban, como si quisieran asegurarse de que no estaban soñando.

—¡Mira a quién me he traído de Le Sauvage! —dijo Azlan, que se había quedado apartado.

—¡El muchacho ha crecido tanto que no lo he reconocido! ¡Un verdadero doncel de Lorena! —dijo Germain al tiempo que agarraba a Azlan del hombro—. Ven con nosotros, quiero disfrutar de este momento: ¡los tres reunidos!

Germain había llegado de París con el editor Sébastien Maroiscy a principios de semana.

—¿Qué has hecho todo este tiempo? —preguntó Nicolas, y lo invitó a tomar asiento mientras François descorchaba una botella de vino para cada uno.

Una vez los regimientos loreneses se retiraron de Hungría tras el Tratado de Ryswick, Germain y su compadre siguieron a las tropas alemanas hasta que se firmó la paz en Karlowitz en 1699. Luego Grangier regresó al sur del ducado para establecerse allí, y Ribes de Jouan prefirió probar suerte en el terreno de las cartas. En el lansquenete, el trece y el faraón no era el más dotado, pero su ingenuidad despertaba la simpatía de los jugadores y lo convertía en un temible adversario del que nadie desconfiaba hasta verse desplumado. Recorría las diversas provincias francesas y rara vez se detenía más de una semana en la misma ciudad, permaneciendo allí hasta que no lo dejaban entrar en ningún garito.

—Hace más de un año que no he vuelto a coger el instrumental —concluyó tras un trago de alcohol—. Y no lo añoro —añadió anticipándose a la pregunta—. Mi vida actual me gusta.

Sobre la puerta, el badajo golpeó el cuerpo de bronce de la campanilla.

—¿Qué pasa? ¿Es hora de comer?

—Son las monjas que nos avisan para atender a un paciente —explicó François—. Iré a ver qué quieren, quedaos aquí.

—Es para una paciente mía —añadió Nicolas, y se puso en pie—. Germain, ¿quieres asistir al fin de un milagro divino?

—Será un placer, hace tiempo que no le he dado una patada en el culo a la religión —respondió, y empuñó su botella—. ¡Empieza la partida!

Anne Voirin miró circunspecta a los cuatro cirujanos que la rodeaban. Aunque sonrieran y estuvieran distendidos, tantos sanadores para ella sola le resultaba inquietante. Aguardó su veredicto mientras se pasaban de mano en mano el cubo en el que flotaban sus heces. Germain no había podido reprimir un silbido de admiración seguido de un comentario de su propia cosecha.

—¡Nada mejor que volver a la cirugía con un caso sublime…! Pero todo va bien, señora —añadió tras la mirada de reprobación de Nicolas.

El doctor Bagard entró en aquel momento y Nicolas le presentó a Germain, quien, a modo de saludo, le puso el cubo entre las manos. El hombre, a pesar de estar habituado a la observación de excrementos, contuvo una arcada y contempló un buen rato el resultado de la lavativa. Todo el mundo aguardaba a que anunciara oficialmente el diagnóstico.

Tænia saginata. Me quito el sombrero, maese Déruet —dijo con afectación—. Habéis acertado.

—¿Qué es eso? —preguntó la paciente, al ver que no se interesaban por ella.

—Tenéis una lombriz solitaria, Anne —respondió Nicolas—. Es la que os provoca los dolores, náuseas y vómitos. Vive en vuestro intestino y se alimenta en vuestro lugar.

—Pero… ¿ha salido?

—En parte.

—Es enorme —añadió Germain, y miró de nuevo el contenido del cubo—. ¡Con la cabeza, medirá más de una ana[24]! Debe de quedar aún el doble o el triple en vuestro vientre.

Dejó el cubo y cogió unas pinzas que utilizó para extraer la lombriz. Nicolas se situó frente a la enferma para evitar que viera el parásito, que parecía una cinta blanquecina constituida de anillos apilados. Ribes de Jouan la dejó sobre la mesa con cuidado para confirmar su estimación y cogió de nuevo la botella, satisfecho.

—Os pediré que prosigáis el tratamiento hasta que se haya curado completamente —dijo el médico dirigiéndose al cirujano, antes de abandonar la estancia sin ni siquiera mirar a la chica.

—¿Me voy a curar? —preguntó ella, incrédula.

—Seguro —respondió Germain entre dos tragos de vino.

—¿No soy la elegida de Dios?

Nicolas le asió la mano.

—Hay mil maneras de serlo, Anne. Si algún día os llega la gracia, no será a través del sufrimiento.

Germain sufrió un hipo ruidoso.

—Amén —concluyó.

***

Ribes de Jouan se negó a alojarse en casa de Rosa y prefirió una de las habitaciones de Saint-Charles. Aquel lugar le permitía mantener el ritmo de vida noctámbulo de un jugador de cartas así como una relativa discreción, y a la vez estar cerca de sus amigos. Al día siguiente de su llegada, visitó a Leopoldo y al conde de Carlingford, con quienes compartió una cena que calificó de «consistente y elegantemente regada». Ese festejo le valió un ataque de gota pronto mitigado por los cuidados combinados de Nicolas y Azlan. En recuerdo de sus años de campaña, el duque le propuso una plaza de cirujano honorario a su lado, pero la rechazó sin ni siquiera ofrecerle una explicación, lo que molestó al soberano. Germain conservaba los modales adquiridos junto a las tropas en campaña y la manía de no permanecer nunca mucho tiempo en el mismo lugar. Al cabo de una semana ya había visitado las principales timbas y garitos de juego de la capital ducal, y les anunció su intención de ampliar su zona de trabajo. El 15 de abril partió hacia Nomeny y volvió al día siguiente acarreando varias decenas de monedas de oro. La semana siguiente se marchó a Lunéville, donde permaneció tres días y regresó sin blanca. La última noche cayó en manos de un jugador profesional que lo desplumó al igual que él hacía con los aficionados locales.

—No lo vi venir, ¡parecía tan estúpido! —confesó antes de subir a acostarse—. Afortunadamente, aún quedan en este Estado varios cientos de pueblos donde recuperarme —concluyó.

Germain se levantó al día siguiente tras más de doce horas de sueño. Empujó con el pie la puerta de la cocina de Saint-Charles y entró.

—¿Y si hoy vamos a dar un paseo en barco? —vociferó.

Todas las miradas se dirigieron al Erizo Blanco.

La carroza se detuvo en medio del puerto de Malzéville, tras un paseo que los llevó a los pueblos de la orilla del Meurthe. Germain iba sentado en el lugar del postillón y se puso en pie.

—¿Es ese de ahí? —preguntó.

—No —respondió François, que llevaba las riendas—. Más a la derecha, en la punta del Crosne.

—¿La chalana de allí abajo?

—Sí, es la Nina —declaró con orgullo.

—¡Parece nueva! ¿Ya la has hecho navegar?

—¡Es lo único que le falta para estar lista!

—¿Estás seguro?

François hizo restallar el látigo sin esperar a que Germain se sentara. Los dos caballos, sorprendidos, arrancaron de golpe. Ribes de Jouan cayó sobre el asiento y a punto estuvo de romperse la espalda, cosa que lo hizo reír y aún humilló más a François.

En el interior, Rosa se había agarrado del brazo de Nicolas mientras Azlan se asía de la correa de cuero que servía de picaporte.

—Espero que no esté tan nervioso al mando de su barco —bromeó—. De lo contrario, acabaremos todos en la nasa de los pescadores.

Los caballos se detuvieron frente a la embarcación. Mientras todos alababan la obra acometida por François, este subió a la Nina y tiró del cabo de amarre para acercarla a la orilla. Nicolas ayudó a Rosa a subir a bordo y luego cogió las dos cestas que Azlan le tendió.

—Id con cuidado —dijo François, que soltaba los cabos que sostenían las velas—, las botellas son frágiles.

—También hay comida —añadió Azlan dirigiéndose a Rosa, tras haber subido a la chalana.

Ribes de Jouan se había sentado sobre la hierba con una cara de guasa que mosqueó a François.

—Germain, nos vamos, ¿qué haces? ¡Voy a levar anclas!

—¡No, no lo creo! ¿A que va a ser que no?

—Y ahora ¿qué sucede? El tiempo es perfecto, el viento, suave y los pasajeros, de alcurnia. ¿Qué más quieres?

—Un ancla, precisamente —respondió, y señaló la parte delantera de la chalana—. Tu embarcación no tiene.

François necesitó menos de una hora para dar con el elemento que faltaba. Tras una cólera homérica, con unos gritos que hicieron salir a todos los obreros del puerto de sus alojamientos, dio con el marino que le había servido de arquitecto naval y lo amenazó con una vivisección. El hombre negoció entonces el préstamo del ancla de otra chalana que se hallaba en dique seco para una reparación. Dos ayudantes la llevaron hasta allí y la instalaron en la Nina en el momento en que el viento había arrastrado unas nubes frente al sol.

El Erizo Blanco izó la vela tras varios intentos, pues los nudos confeccionados cedían a cada golpe de la brisa. Los obreros, que se habían quedado en el muelle para asistir a la salida del puerto, oscilaban entre las risas y las burlas, lo que aumentaba gradualmente la excitación del cirujano, su nerviosismo y su torpeza. Germain pronto se apiadó de él y asumió la dirección de las operaciones del velamen. François no rechistó y se sentó al timón, que maniobró gracias a las discretas recomendaciones de Ribes de Jouan. La Nina, tras unas primeras vacilaciones, adquirió seguridad. A bordo nadie decía ni media palabra. Todo el mundo estaba concentrado en los potenciales obstáculos: los pescadores cuyas barcas se hallaban en el radio de acción de la chalana y que vigilaban, inquietos, los desplazamientos del barco, una gran roca que sobresalía del agua en medio del río y los pilares del puente de Malzéville. Tras efectuar un amplio círculo a la salida del puerto, la Nina se dirigió hacia el puente de ocho arcos, de los cuales solo los tres situados en el centro eran lo bastante altos para que la embarcación pudiera pasar, como informó Germain. François le indicó que quería cruzar bajo uno de los arcos más a la derecha, dado que allí no había remolinos. Azlan y Nicolas evaluaron la altura del barco y la del arco y gritaron a François que cambiara de rumbo.

—Confiad en mí —les respondió con serenidad, contento de llevar la iniciativa tras los acontecimientos anteriores.

—¡Te arriesgas a chocar contra el puente! —replicó Nicolas, que se aproximó a él—. Vas a destrozar la Nina y nos llevarás a una situación incómoda. ¡Te recuerdo que hay una dama a bordo!

—Cambiará de rumbo —aseguró Azlan a Rosa—. No es más que una fanfarronada.

—No estoy preocupada —respondió ella—, tengo a mis dos ángeles de la guarda.

Rosa abrió su sombrilla y la hizo girar despreocupadamente apoyada sobre su hombro.

—Disfrutemos del paseo —dijo ella con una sonrisa tranquilizadora.

El barco se hallaba a veinte metros del puente. Cualquier maniobra era ya urgente antes de ser imposible. Germain hizo un último intento con el capitán, que le dijo que se alejara con un gesto de la mano. Apoderarse del timón por la fuerza hubiera supuesto estrellarse sin remedio contra una de las columnas.

—¡Vete al diablo, a fin de cuentas es tu cáscara de nuez!

El puente estaba a diez metros. Nicolas comprendió que François, harto de las burlas de todo el mundo, había decidido echar a pique su obra.

El puente estaba a cinco metros. Se desplazaron hacia la proa y rodearon a Rosa para protegerla de las astillas de madera que se producirían debido al impacto. Germain señaló con el dedo el pequeño islote de piedras que rodeaba uno de los pilares y en el que podrían refugiarse en caso de naufragio. Esperaba que el mástil se partiría por la parte alta y no se hundiría entero, así podrían regresar a la orilla a remo. «Si no ha olvidado también los remos», pensó echando un vistazo en derredor. En vano.

François les mostró el Cristo de piedra sobre su columna a la entrada del puente.

—¡Ahora es cuando hay que implorar su bendición, amigos!

En el momento de cruzar el puente, todos agacharon la cabeza.

El impacto no se produjo. El mástil solo rozó las maderas del puente. La Nina había pasado. François se echó a reír.

—Aún no habré navegado mucho, pero llevo ya bastante tiempo por aquí y sé qué hay que hacer para salir del puerto. Mirad los tres arcos centrales: los remolinos han acumulado allí ramas y troncos. Hace años que se le pide al preboste que lo limpie. No hubiéramos pasado, amigos. Todos los barcos toman este camino. La altura del mástil está calculada en consecuencia. ¿Realmente habéis creído que estaba dispuesto a sacrificar la Nina por un acceso de cólera? ¡Solo Rosa lo ha comprendido y ha confiado en mí!

Nadie respondió. El Erizo Blanco mostraba una amplia sonrisa. Por fin se había convertido en marinero.

***

«Ya hemos llegado», pensó el conde de Carlingford mientras contemplaba la fachada del palacete de inmensa escalera exterior. Había sabido de la llegada a Nancy la noche anterior del señor de Caillères, enviado especial del rey de Francia. «Ahora empezará el regateo». El hombre iba a pedir la firma oficial de Leopoldo para cambiar el ducado por el Milanesado.

Carlingford accionó el llamador de la puerta. Eran las siete de la mañana. Confiaba en que el plenipotenciario aún estaría en cama y estaba dispuesto a impedir que llegara en plena forma a su entrevista con el duque, prevista para aquella tarde. Por desgracia, el hombre era mañanero y parecía que el viaje desde Versalles no había hecho mella en él. El señor de Caillères elogió los méritos del ducado de Milán, más rico, con más habitantes y más prestigioso. Empleó un discurso convencional y lisonjero pero cuyos argumentos eran difícilmente refutables. El conde lo escuchó con interés para descubrir los ángulos de ataque que el duque podría utilizar para comenzar las negociaciones. El margen de maniobra sería muy estrecho.

Al acompañarlo a la puerta, el francés lo halagó.

—Me alegra mucho que hayáis venido a verme vos primero, excelencia. Sois el hombre capaz de dar al príncipe los consejos convenientes para su gloria y sus verdaderos intereses.

Tras despedirse, el conde dio un rodeo y fue a Saint-Charles para ver a Nicolas. Quería la opinión de un lorenés de abolengo y del hombre al que consideraba la mente más libre y fiable del ducado. El hospital era también el mejor lugar para tomar el pulso de la opinión de los súbditos de Leopoldo y el más seguro para entrevistarse con el cirujano sin llamar la atención.

Llegó cojeando y quejándose de un dedo del pie tras una caída en las escaleras de su residencia. Nicolas, habituado a esas maniobras, se reunió con él en una sala, fuera de las zonas comunes, donde se almacenaban las sábanas limpias y las compresas. Un olor a aceite de esencias, utilizado para impregnar las gasas y los apósitos, perfumaba la estancia. Carlingford le contó la situación y el cirujano no pareció sorprenderse.

—Los rumores circulan deprisa —dijo Nicolas—. Sabemos que ayer llegó a la ciudad un mensajero del rey. La imaginación de la gente ha hecho lo demás. Se dice que el duque se dispone a dejar a sus súbditos en manos de Francia.

—¡Dios mío, no es ese el caso!

—¿Por qué? ¿Acaso se va a negar?

La actitud incómoda de Carlingford sirvió de respuesta.

—Soy irlandés y estoy al servicio de la corona del Sacro Imperio Germánico, y por ello quien menos puede juzgar a otro —acabó por responder—. Vos, empero, maese Déruet, ¿qué haríais en su lugar?

—Nuestro soberano puede escuchar a su corazón o vender su alma.

—¡Diantre, no os andáis por las ramas!

—Por eso venís a verme, os sirvo de espejo para enfrentaros a la realidad sin los afeites de los intereses cortesanos.

Nicolas se aproximó al conde para que lo mirara a los ojos.

—La cuestión es: ¿todo hombre tiene un precio al que se le puede comprar?

Carlingford bajó la mirada.

—No todo es tan sencillo, creedme.

Se acercó a la ventana y la abrió.

—¿Cómo podéis trabajar con este olor? —dijo al tiempo que hacía el gesto de abanicarse—. ¡Apesta!

—Es el olor de la curación, excelencia. Me protege y me proporciona seguridad. No podría prescindir de él. Me he acostumbrado. Al igual que Leopoldo podrá acostumbrarse a las pocas comodidades y a la pequeñez de su Estado y hallar la felicidad junto a sus súbditos.

—Nicolas, ¿qué sucedería si Su Alteza rechazara la proposición de Luis XIV?

—El rey de Francia elegiría otro sitio para sus deseos de expansión. No podemos decir sí a todos sus deseos para no molestar al gigante.

—Si Dios pudiera oíros… Nuestro duque no es un hombre devorado por la ambición de poder, y lo sabéis por haberlo seguido en sus campañas. A veces, sin embargo, desaparecer es la única opción.

—De hacerlo, lo que logrará es que sea nuestro Estado el que desaparezca del mapa. Definitivamente.

***

Nancy, 29 de mayo de 1700

Han llegado a Nancy varios escritos de París, entre ellos los que recoge La Gazette de Hollande, que han hecho público el objeto de mi viaje así como el contenido del tratado entre vuestra majestad, Inglaterra y Holanda acerca del reparto de la sucesión de España. Esto le ha dolido al señor duque de Lorena, que había pedido que la parte relativa a la cesión del Milanesado permaneciera secreta. Entre sus súbditos, algunos ya lo acusan de traición.

El señor de Caillères releyó su misiva al rey, la secó y la selló. Cuando todo parecía resuelto, la situación se complicaba y debía retrasar su regreso a Francia. El duque dudaba, Caillères había averiguado que al día siguiente iba a reunir a sus principales consejeros para pedirles su opinión. El francés había previsto visitar a todos ellos, especialmente a los togados, dispuestos a pelearse y a oponer razones legales a la proposición. Resopló al pensar en la tarde que iba a pasar tratando de convencer a unos hombres cuyo interés era conservar a Leopoldo junto a ellos. Carlingford le había hecho saber que había obtenido de su soberano la autorización de no contrafirmar el acuerdo, dados sus vínculos con el Sacro Imperio Germánico, excusa que Caillères había interpretado como una deserción. El conde incluso había previsto ausentarse del ducado cuando se ratificara el tratado.

Al salir del palacio donde se alojaba, el señor de Caillères tuvo la sensación de que todas las miradas que recaían sobre él lo designaban como el liquidador del ducado. Aceleró el paso y decidió ignorarlas, y se prometió hacer cuanto estuviera en su mano para regresar lo antes posible a su casa. Al llegar al domicilio del primero de los consejeros, se cruzó con una carreta tirada por un camello cuyo cochero vestía de betyar sin que nadie se sorprendiera. Decididamente, aquella ciudad no estaba hecha para él.

Germain detuvo la ambulancia frente a la entrada del hospital Saint-Charles.

—Tranquilo, Hyacinthe —dijo al camello, que no dejaba de chillar y lanzaba su baba en todas direcciones.

—Gracias por tu ayuda —dijo Azlan cuando salió de la parte posterior de la carreta—. Me ha recordado mi infancia.

—Ha sido un placer, chico —respondió él al saltar al suelo—. ¿Quieres que te ayude con el enfermo?

—No te diré que no, pesa mucho.

—¿Cómo que peso mucho? —replicó una voz desde el interior—. ¿Insinuáis que estoy gordo?

Azlan hizo una mueca que significaba que lamentaba haber hablado y se metió bajo la lona.

—No, señor. No es una opinión. Todo el mundo pesa mucho cuando hay que llevarlo en volandas.

—¡Soy consejero de Estado y marqués, y desearía que no lo olvidarais cuando os dirigís a mí, camillero! —gritó el hombre a la vez que se sostenía el vientre—. ¡Apresuraos! ¿No veis que sufro lo indecible?

—En tal caso no deberíais haber perdido tanto tiempo arreglándoos, señor marqués consejero de Estado —respondió Germain mientras se asomaba al interior.

—¡Seréis grosero!

—Vuestro halago me llega a lo más hondo de mi corazón —respondió, impertérrito.

Hicieron que el paciente se tumbara sobre una tabla y lo sacaron de la carreta con dificultad.

—¡Pues sí que es pesado, el animal! Tendríais que haberos quitado la peluca, nos habríamos ahorrado algún que otro kilo —añadió Germain, que acto seguido unió el gesto a la palabra.

Arrancó el postizo de la cabeza del consejero de Estado y se lo mostró con el brazo extendido, como si se tratara de un trofeo, a Azlan. El joven no tuvo tiempo de prevenir a Ribes de Jouan, que sintió un aliento cálido y húmedo que goteaba en su mano: el camello acababa de robarle la peluca y la masticaba aplicadamente. El grito del enfermo hizo salir a Nicolas y a François, que primero creyeron que sufría un ataque de apoplejía, antes de descubrir la razón de su sobresalto desgarrada y medio devorada entre los dientes del camello.

François y Azlan hicieron entrar al enfermo mientras Nicolas y Germain trataban de disputarle a Hyacinthe los últimos pelos, con los que podía ahogarse.

—¡Vaya idea ponerle Hyacinthe a un camello! —dijo Germain tras recuperar algunos tirabuzones y mechones—. Habrá querido vengarse de su estúpido nombre. Yo, en su lugar, lo habría hecho.

El animal había sido bautizado así por François en homenaje al adversario de Azlan, quien en el partido de pelota de Versalles babeó y escupió sin cesar.

—Retiro mi comentario —dijo a la luz de las explicaciones—. ¡Es un nombre perfecto para este bicho!

Germain almorzó con ellos antes de despedirse: había decidido pasar unos días en casa de su compadre Grangier en Bellefontaine, cerca de Remiremont.

—¿Estás seguro de que no quieres acompañarme? —preguntó a Nicolas en el momento de despedirse.

—Ahora mismo tenemos muchas cosas que hacer.

—No hay muchos clientes.

—Pacientes, Germain, pacientes. Lo que me tiene ocupado es la preparación de mi boda. Dile a Grangier que iré a visitarlo este verano y que será bienvenido en Nancy. Y tú, ¡no olvides volver antes del 26!

***

Para desmentir a Ribes de Jouan, a principios de junio hubo una epidemia de sarna en el ducado. El hospital estaba lleno a rebosar y los tres cirujanos se turnaban día y noche para atender a los enfermos. No habían vuelto a tener noticias de Germain, cosa que no sorprendió a nadie, pero empezaba a inquietarlos. El sábado 12, de junio, un agente de policía de Remiremont se presentó en Saint-Charles. Lo enviaba el juez comarcal para investigar acerca de un hombre al que habían encarcelado y que decía ser amigo del duque y de Nicolas. El capitán no tuvo tiempo de indicar la identidad, pues François pronunció su nombre acompañado de una maldición.

—¿De qué acusan a Germain? —preguntó Nicolas con aire falsamente sorprendido.

El policía vació su escudilla de sopa antes de responder. Los otros dudaban entre una deuda de juego, que le hubieran pillado haciendo trampas o una estafa.

—Alteración del orden local. Vuestro amigo… ¿cómo decirlo? Hizo aguas menores contra el muro de la abadía de Remiremont voceando canciones que hirieron la sensibilidad de las canonesas durante un alboroto que acabó mal. La abadesa estaba muy enojada y denunció el caso al juez. Ahora vengo del palacio ducal, donde Su Alteza ha tenido la bondad de recibirme. Ha intercedido a favor del señor Ribes de Jouan y pronto será liberado.

—¡Eso es una buena noticia! —exclamó François, y le ofreció un pedazo de pan con su sopa.

—A condición de que el señor Déruet en persona vaya a buscarlo —prosiguió el capitán—. Su Alteza ha insistido en ello. Creo que teme que vuestro amigo pueda reincidir.

—¿De cuánto tiempo disponemos antes de partir?

—¿Cuánto necesitáis para prepararos?

El policía, muy satisfecho de su réplica, aspiró ruidosamente el brebaje y algunos hilos de puerro quedaron colgando de su bigote.

Remiremont se hallaba a más de cien kilómetros de Nancy. Los dos hombres recorrieron el camino en dos días y llegaron a Bellefontaine al caer la tarde. Dado que el soldado no podía proceder a la liberación hasta la mañana siguiente, Nicolas decidió detenerse y pasar la noche en casa de Grangier. El capitán le prometió que Germain estaría en libertad antes de mediodía y lo dejó a la entrada del pueblo. El lugar, formado por un centenar de casas, parecía un sitio agradable donde vivir. Preguntó a un adolescente, vestido con ropa vieja y sucia, descalzo, que volvía de pescar con dos truchas en la mano. Le indicó la dirección a seguir mientras sus presas se debatían boqueando y dando golpes de cola anárquicos cada vez más débiles. El muchacho, que las agarraba firmemente de las branquias, no prestó atención a sus desesperadas tentativas y se alejó silbando. Nicolas salió del pueblo y siguió un riachuelo que lo condujo a una fragua, cuyos edificios estaban encajonados entre el arroyo y el bosque, al pie del sendero. La actividad había cesado debido al descanso dominical y el lugar parecía desierto. Siguió un kilómetro más sin ver ninguna vivienda y se preguntó si el chaval no lo habría engañado. Descabalgó cuando el camino se adentraba en un profundo oquedal. En aquel instante Nicolas oyó a un animal acercarse a él sin verlo. Removía las hojas y las ramas a un ritmo anormal: debía de estar herido y no se apoyaba en una de sus patas. El ruido cesó de repente. La bestia estaba tras él en el camino.

***

Leopoldo entró en los apartamentos del padre Creitzen, su antiguo preceptor, al que halló meditando con una Biblia entre las manos. Su pierna derecha, estirada, reposaba sobre un montón de cojines. El duque se sentó en una silla baja frente a su confesor.

—¿Cómo va vuestra gota, padre? —preguntó en alemán.

—Muy bien. De todo mi cuerpo, es la parte más viva y entusiasta —bromeó—. Entonces ¿vais a firmar?

—No os puedo ocultar nada. Ahora mismo el representante de Francia abandona el palacio con mi consentimiento para el tratado.

—Veo en vuestros ojos una mezcla de alivio y de temor —comentó el padre Creitzen.

—Decidme que no soy un traidor; que yo no mancillo la memoria de mis antepasados intercambiando su tierra por el Milanesado.

—Conocéis mi opinión, maestro. Vuestro margen de maniobra era tan estrecho como la cuerda de un funámbulo. Habéis tomado la decisión más sensata.

Leopoldo se puso en pie y, sin pensarlo, se acercó a la ventana y la abrió. Daba al patio interior, donde la duquesa jugaba con el príncipe Francisco y su gato. Un suave viento introdujo olor a hierba en la habitación.

—El emperador del Sacro Imperio me va a odiar. Mi pueblo me va a odiar —dijo mientras seguía contemplando a su esposa, cuyo humor jovial irradiaba a su alrededor.

—Vuestros allegados os seguirán amando, ¿y no es eso lo esencial?

Leopoldo se volvió hacia su confesor.

—No tenéis idea de lo que se dice. Ya he recibido numerosas cartas en las que se me acusa de traicionar a quienes hicieron gala de una fidelidad a toda prueba hacia mí. ¿Cómo puedo reprochárselo? Casi pienso que tienen razón.

Creitzen apoyó su mano sobre la del duque.

—Olvidad por un instante la política, a los reyes y a los emperadores que quieren dirigir vuestros actos. ¿Qué os diría vuestro corazón?

La respuesta pareció evidente a Leopoldo. Se quitó la peluca, cuyo peso y volumen lo incomodaban, y se enjugó la frente.

—Mi corazón pertenece a esta tierra, al igual que el de mis ancestros y el de mi hijo, que reposan aquí.

—Pero si tomáis esa decisión, ¿qué creéis que sucederá?

—¡El rey de Francia se enojará tanto que enviará a sus tropas a la primera ocasión!

El padre Creitzen se frotó la articulación dolorida.

—Y si aceptáis ese tratado, entregáis el ducado a Francia.

—Estoy a merced de los poderosos de Europa. Sin fortificaciones, sin un gran ejército, nuestra posición es insostenible, ¿no es cierto?

El jesuita esbozó una sonrisa.

—Recordad mis enseñanzas acerca del arte de la guerra. Os fueron útiles durante vuestras campañas, ¿verdad?

—A veces me salvaron y otras me condujeron a la victoria, ¿cómo iba a olvidarlas?

—En tal caso ¿por qué no las aplicáis? Nos hallamos en una guerra con nuestros vecinos que no recibe ese nombre. Y más vale maña que fuerza.

El viento se acentuó y aportó un frescor agradable. Creitzen cerró los ojos.

—Por fin un poco de aire…

—¿Os sentís mal, padre?

—La vejez es la única guerra perdida por adelantado. ¿Puedo pediros que llaméis a mi criado para que me acerque a la ventana?

—Yo me ocuparé de vos —dijo Leopoldo a la par que se ponía en pie.

—¡Sois mi soberano y mi maestro! Nunca…

—Y vos, mi preceptor y confidente —respondió Leopoldo, y empujó una butaca—. Venid, apoyaos en mí.

Lo ayudó a instalarse frente a la ventana abierta.

—¿A qué maña debería recurrir? —preguntó el duque mientras se apoyaba en el marco de la ventana.

—Tengo un amigo misionero que me trajo de Pekín un libro que trata del arte militar chino, del que he extraído numerosas enseñanzas. Vuestra alteza no puede oponerse a Francia, pero Francia no puede oponerse a la voluntad de Dios. El rey de España está moribundo, por lo que se escribe y se dice. Si el Señor lo llama a su seno, los herederos se pelearán entre ellos. Aspirar siempre a tener más poder forma parte de la naturaleza de los poderosos. Pienso en particular en el príncipe de Saboya, que no es favorable a Francia.

—¿Creéis que su sucesión pondrá fin a las aspiraciones de Luis XIV?

—Es nuestra mejor oportunidad. Aceptad la oferta y dejad que se marche el enviado del rey de Francia. Luego pedid introducir artículos secretos so pretexto de que en ningún caso queremos ofender al emperador del Sacro Imperio. Haced que regrese ese Caillères, discutid, negociad, dejadlo volver a Versalles. Luego, de nuevo, pedid modificaciones. Ese ir y venir durará hasta otoño, por lo menos. Los franceses nos toman por gente sin delicadeza y sin experiencia diplomática. Utilicémoslo para ganar tiempo hasta la muerte del rey de España. Después, el apetito de los soberanos hará el resto.

—¿Y vos me llamáis maestro? ¡Vuestro plan es admirable, padre! Lo pondremos en práctica de inmediato.

Volvió a colocarse la peluca envuelto en una nube de almidón.

—Alteza, nunca he tenido ocasión de decíroslo, pero quería agradeceros la suerte que reservasteis al hugonote que atentó contra vuestra vida. Vuestra magnanimidad os honra.

—A vos, que sois mi confesor, os lo puedo decir abiertamente: sobre todo temí vuestra ira. Nacisteis luterano, me parece —añadió Leopoldo con una amplia sonrisa que provocó la hilaridad del padre Creitzen.

—En ese caso, también yo me voy a permitir una confidencia, alteza: cambiad de peluquero. ¡Este os hará morir ahogado bajo kilos de pelo y polvo!

***

Nicolas se volvió y descubrió ante él un perro de tamaño medio, de pelo corto. Su pata delantera derecha no era más que un muñón al que llevaba atada una fina zanca de madera. El animal gimió moviendo la cola.

—¡Si a ti te conozco! ¡Eres Tatar!

El sabueso de Transilvania se acercó y olisqueó a Nicolas, que se agachó para acariciarlo.

—¡Tatar! ¡Me alegro de verte!

El animal, que también parecía haberlo reconocido, le lamía el rostro sin cesar. Se oyó un largo silbido en el bosque. Tatar salió corriendo, se detuvo y volvió hacia Nicolas ladrando. Fue tras él.

Cuando Grangier vio al jinete que seguía a su perro entró en su casa a por un fusil, pero rápidamente lo dejó en el suelo al descubrir que se trataba de Nicolas.

—¡Mi capitán! ¡Qué sorpresa!

El abrazo fue breve, pues Tatar se metió entre los dos hombres a golpe de muleta.

—Catherine, ven, que te presentaré a mi amigo —gritó Grangier.

Una joven, que aguardaba tras una ventana, salió, dubitativa.

—Ven, no tengas miedo. Es uno de los cirujanos de los que te he hablado.

Ella corrió a refugiarse en brazos de su marido y pronunció un «buenos días» casi inaudible. El camillero se había casado con ella nada más regresar al ducado, el año anterior. Era originaria del pueblo y él aceptó instalarse en la casa familiar, una antigua granja en la que ella vivía sola desde la muerte de sus padres.

—La región no es muy segura —prosiguió él para justificar la reacción de su mujer—, y hemos sido saqueados varias veces.

—¿Trabajas en la fragua? —preguntó Nicolas mientras descargaba sus cosas.

—¿Allá? No, por nada en el mundo. Soy forestal de Remiremont. Se supone que debo luchar contra cazadores y pescadores furtivos y ladrones de leña… ¡ya os imaginaréis que de poco sirve! Así que hago lo que puedo y también me aprovecho. Vamos, entrad y explicadme qué ha sido de vos y qué hacéis en este agujero perdido. ¿Tenéis noticias de Germain?

Cuando Nicolas le explicó la situación de su compadre, Grangier se echó a reír. Ribes de Jouan había dado como excusa ir a su casa para tener el camino libre y tratar de cazar a otros jugadores allí donde nadie lo conocía, en los confines del ducado. Sin embargo, su afición al alcohol lo había llevado más lejos de lo que esperaba. «Como siempre», concluyó el forestal.

Catherine preparó un estofado de conejo que a Nicolas le pareció delicioso y que Grangier calificó de «puramente furtivo». Pasaron un buen rato a la mesa recordando los tres años vividos entre fortalezas y campamentos. Nicolas evocó su presteza en el hospital y le ofreció un puesto en Saint-Charles si el trabajo en el bosque no les diera de comer, cosa que emocionó a Grangier. Los invitó a su boda con Rosa y les ofreció enviarles una carroza a buscarlos.

—Gracias, capitán. Sois una buena persona.

—Salvo que ya no soy capitán y detesto los honores. Llámame Nicolas, ¿de acuerdo? Y te ordeno que me tutees, como antes.

Grangier se puso en pie y sacó una botella de porcelana del aparador de madera maciza.

—Vamos, Nicolas, bebamos un aguardiente de ciruelas para rematar este día tan hermoso. Bajo las estrellas. Como hacíamos en Peterwardein.

Anduvieron hasta el riachuelo que relucía bajo los rayos plateados de la luna y se sentaron en la orilla.

—Mira qué llena está —dijo Grangier refiriéndose a la luna—. ¡Parece una zorra a punto de parir!

Se descalzó y metió los pies en el agua.

—Ni siquiera sé cómo se llama este arroyo. Nunca lo he preguntado y Catherine no me lo ha dicho. Tal vez no tenga nombre.

Descorchó la botella y se la tendió.

—Es buena mercancía, diez años en barrica de roble. ¡Por nuestro reencuentro!

Bebieron uno después del otro, en silencio, escuchando el ruido del agua deslizándose sobre su lecho de piedra. Grangier rompió la calma tras un buen trago de licor.

—Sabes, no he olvidado que allí me salvaste la vida. Nunca lo he olvidado. Tengo una deuda contigo, Nicolas.

—Pasábamos nuestro tiempo salvando a los demás, y tú el primero. Mientras tú estabas en el frente, yo no corría el riesgo de recibir una bala en la cara.

—Sin ti hubiera muerto asfixiado. Volviste a buscarme cuando nada te obligaba a ello. También tú te habías intoxicado.

Nicolas le tomó la botella de las manos y bebió otro trago.

—Es cierto que esa noche tuvimos suerte.

Le devolvió la botella.

—La providencia estaba de nuestro lado —concluyó el cirujano.

Grangier lo miró un buen rato, se limpió la boca con un gesto seco y bajó la cabeza.

—Quisiera… Voy a saldar mi deuda. Esta noche.

—¿Qué quieres decir?

—Creo que la providencia sigue de nuestro lado. Hay un secreto que debes saber ahora, antes de tu boda. A propósito de la marquesa de Cornelli.

***

Abandonó Bellefontaine cuando el alba perezosa trataba de iluminar el camino cubierto por estratos de niebla inmóviles. Tatar lo acompañó un trecho del camino y desapareció entre un halo de humedad. Lo oyó gemir y luego emitir un largo aullido a la manera de un lobo. Tardó dos horas en llegar a Remiremont y entró por la puerta des Capucins. Las fortificaciones rodeaban algunas viviendas, un hospital y una iglesia. Germain lo esperaba, apoyado en la fachada de uno de los edificios de la place des Dames. Nicolas se presentó ante el policía para que le devolviera la montura a Ribes de Jouan. La campana de la abadía vecina acompañó su salida con ocho campanadas de sonido agudo. Germain se volvió una última vez hacia la ciudad que parecía inmovilizada por la niebla.

—No volverá a suceder, créeme. Gracias, Nicolas, gracias.

No respondió. El regreso fue silencioso. Germain comprendió pronto que él no era la causa de ese laconismo, pero no trató de obtener una explicación. Intentaría rehacer sus finanzas jugando contra el propio duque, al que sabía aficionado al lansquenete y desafortunado en el juego. En caso de derrota, le propondría entrar a su servicio para saldar la deuda. Su plan de acción lo tranquilizó y pasó la última parte del trayecto tratando de romper el mutismo de su amigo, sin éxito. Al llegar a Saint-Charles, Nicolas comió, preguntó por sus pacientes a Azlan, subió a su habitación y salió con la bolsa de cuero en la que guardó varios panes y carne seca, escribió una nota a Rosa y ensilló su caballo, cuya piel aún estaba húmeda tras el viaje.

—Volveré dentro de dos días —dijo a François, a quien ni siquiera se le pasó por la cabeza preguntarle la razón de su ausencia, pues su mirada grave era muy elocuente.

Nicolas tomó el camino de Nomeny y, poco antes del bosque comunal, se metió por un sendero que bordeaba el bosque. Halló fácilmente la barraca en la que se cobijó una mañana de enero de 1694. El día de su encuentro con Rosa y con Marianne.

Nicolas entró en la casa abandonada, extrajo las tablas que cerraban las ventanas y las abrió de par en par para que el aire ventilara el ambiente enmohecido. Se quitó los mitones rojos y se vendó las manos con unos paños, fue a por ramas y troncos secos y en cuanto volvió se durmió sobre el suelo. Cuando despertó reinaba la penumbra. Encendió un fuego, calentó agua en la que echó unas hierbas y comió un pan mojado en ese caldo. Saciado, añadió un tronco en la chimenea y sacó un libro de su vieja bolsa. Cogió el papel doblado que había entre sus páginas y pasó un buen rato mirando su nombre, escrito con una caligrafía firme y segura. «No está escrito por la mano de una moribunda», pensó. Tal vez la madre Janson la dictó a su asistente. No había querido abrirla, pues presentía que lo que iba a descubrir en ella cambiaría el curso de su vida. Pero la había conservado. No podía dejar de oír las palabras de Grangier. Sentado en la orilla de un arroyo perdido en el fin del mundo, una noche de verano, le habló a Nicolas del mes de septiembre de 1696.

—El comandante me eligió para llevar las cartas de nuestros soldados a Lorena. Y para comunicar las bajas a las familias de aquellos que habían muerto en combate. Fue justo después de Timisoara, ¿recuerdas? ¡Imagínate pues el trabajo que tenía! En primer lugar debía ir a casa del marqués de Cornelli para entregar a su esposa una carta de nuestro duque en la que decía que su esposo había caído en el campo de honor como un verdadero héroe, en resumidas cuentas, para que supiera que era viuda pero que podía estar orgullosa del difunto.

Grangier bebió un trago de aguardiente y se metió en el riachuelo para mirar de frente a Nicolas.

—Al llegar, la marquesa no me pareció sorprendida ante la funesta noticia, y con razón: ya la habían prevenido varios días antes. Le entregué la carta de nuestro duque. La abrió ante mí y me dio las gracias. Iba a retirarme cuando me preguntó si te conocía. «¡Por supuesto!», le dije, «si trabajamos juntos». Si hubieras visto sus ojos, su mirada, lo atenta que estaba mientras le hablaba de ti, quería saber más, y más aún, me acribillaba a preguntas, una tras otra. Yo estaba contento por el interés que mostraba, pues me había esperado llantos y lamentos y en lugar de eso me pedía que le explicara qué hacíamos durante el día, al menos tú, con todo detalle. Estuve hablando hasta quedarme sin voz, tal vez durante tres horas. Como estaba hambriento me llevó a la cocina, donde pude comer hasta saciarme. Sin faltarle a mi Catherine, ¡fue la mejor comida de mi vida! Esperé un buen rato. Luego la marquesa volvió con su cochero, un tal Claude, y una bolsa de monedas de plata.

Grangier, con las manos en los bolsillos de unos pantalones provistos de polainas que había metido en el agua, miró al cirujano a la espera de una tácita autorización para proseguir. Nicolas se había quedado mudo.

—¿Quieres saber lo demás? —preguntó en el momento en que Tatar fue a reclamar caricias sentándose junto a Nicolas.

Le acarició el pelaje y respondió.

—Cuéntalo. Cuéntamelo todo.

—Quinientas libras. Todo era para mí. A cambio de un servicio. Claude me condujo hasta una congregación religiosa, en la ciudad nueva, donde debía hablar con alguien.

—¿Qué congregación era?

—No conozco Nancy, nunca he sabido el nombre de la calle. Sobre la puerta había una inscripción tipo «Alabado sea Dios».

—¿«Gloria a Dios»?

—¡Eso es! Gloria a Dios…

—¡El convento del Refugio!

Nicolas se puso en pie y también metió los pies en el riachuelo.

—¿Hablaste con una monja?

—No, con una seglar que estaba con un crío, un chiquillo de dos años. No hizo falta que me dijeran su nombre, yo ya lo sabía, la reclamabas cada día desde que te uniste a nuestras tropas. ¡Allí todos estábamos convencidos de que desertarías para reunirte con ella! Y cuando la vi era igual que en tus descripciones, tu Marianne. Solo que hice una cosa mala.

Grangier titubeó. Bebió de un trago el culo de aguardiente de ciruela para infundirse valor.

—Por quinientas libras le dije que habías muerto en combate. Ante nuestros propios ojos.

La casucha crujía a merced de las ráfagas de viento. El aire se colaba silbando por debajo de la puerta y salía por la ventana de cristales rotos. Las llamas que danzaban sobre los troncos ondulaban al ritmo de las borrascas. Nicolas estaba sentado frente a la chimenea y se había cubierto con una manta.

—Sobre todo no se lo digas a Germain, nunca le he hablado de eso. Se habría enfadado por lo del dinero —le había pedido Grangier, en Bellefontaine, tras excusarse de nuevo.

—Lo comprendo, no es un acto digno de ti.

—¡No, se habría enfadado por no haberlo compartido con él!

El recuerdo de su inesperada respuesta le hizo esbozar una sonrisa. Se acercó al fuego y dejó la carta junto a él. Estaba convencido de que lo que la madre Janson tenía que decirle echaría por tierra todas sus ilusiones sentimentales. Marianne y Grangier acusaban a Rosa de haber intrigado contra una rival para apartarla. Ayudó a François hasta que este se sintió en deuda con ella. «Pero ¿eso es un crimen cuando se ama? —pensó—. ¿Hasta dónde habría llegado yo en su lugar?». La propia Marianne había abandonado Nancy, se había casado y criaba a Simon con la ayuda de un dinero que podía ser el del gobernador, por el que él se había visto obligado a huir. Jugueteó un buen rato con el papel doblado. Solo un sello de cera roja lo separaba de la verdad. Acercó la uña para abrirlo y se detuvo. «Pero ¿qué voy a hacer? Amo a Rosa, soy feliz, ¿por qué iba a estropearlo todo? Marianne se casó con otro y también le deseo felicidad. Al diablo el pasado, si lo abro no hallaré la verdad sino un infierno de reproches».

Se puso en pie, arrojó el papel al fuego y salió sin volverse.