Capítulo 15
Nancy, marzo de 1700
Se alegraron de hallarse de nuevo en el ducado, en Nancy, en Saint-Charles y en su mesa en Le Sauvage, donde el Erizo Blanco les expuso todos los casos tratados durante su ausencia, aderezando su relato con detalles operatorios que obligaron al patrón, que había salido a saludarlos, a refugiarse tras su mostrador. Desde que su cuñada dio a luz un niño muerto en unas condiciones atroces no soportaba la menor descripción médica. Junto a ellos, el inamovible cliente los saludó cuando entraron con su sonrisa intrigante y prosiguió su observación de la calle. Por primera vez Nicolas vio que le gustaba la seguridad de la vida que llevaba, en la que cada elemento se hallaba en su lugar. El mismo techo cada noche y el placer de encontrarse con la mujer a la que amaba, explicarle las actividades de la jornada, conversar con ella sin trabas ni tabúes, proyectarse en un futuro de aparente conformidad, eran fuente de exaltación. Jamás hubiera creído que ese tipo de existencia pudiera tener atractivo alguno para el nómada que aún era unos años antes. La libertad podía hallarse en cualquier sitio, incluso en el espacio más reducido. Había mil maneras de viajar.
—Creo que soy feliz —dijo Nicolas a François.
Estaban de pie en uno de los tres balcones de la galería de los Ciervos contemplando los preparativos del carnaval previsto para dos días después, el 2 de marzo, con ocasión del mardi gras. Uno de los carros pasó bajo su vista. Simbolizaba una pista de juego de pelota en medio de la cual se había instalado un asiento con los colores del ducado. Estaba dedicado al partido de Azlan, del que incluso Charles Giraumel había pintado un cuadro. Titulado Victoria heroica de los loreneses en el reino de Francia, se hallaba expuesto desde hacía varios meses en la sala nueva del palacio ducal. El joven se había negado a desfilar por lo que no consideraba una victoria, y el modo en que concluyó el partido aún le quitaba el sueño algunas noches. Sin embargo, apreciaba el reconocimiento y la simpatía de que hacían gala las gentes de Nancy y que no había disminuido desde su regreso. Se había convertido en su héroe, él, hijo de bohemios. Aunque eso no había cambiado de ninguna manera su actividad cotidiana en el hospital, aparte de que algunos enfermos pidieran ser atendidos por él. No se había aprovechado de su notoriedad. «Salvo una o dos veces con las chicas», reconoció ante Rosa, y se sonrojó. La consecuencia más inesperada fue la dificultad de dar con un apellido para quien solo había tenido nombre. Azlan se había negado al principio a que le impusieran un apellido, fuera cual fuese, y no aceptaba el pretexto de que debía adaptarse a las costumbres del ducado.
—Es igual en todos los países civilizados, todo el mundo lleva el apellido del padre además de su nombre —argumentó François con torpeza.
—No así en mi tribu de nómadas —respondió, y salió dando un portazo.
El asunto estuvo a punto de acabar antes de tiempo. El duque, enojado por la sistemática negativa del joven a aceptar todas sus propuestas, que se le antojaban honorables y halagadoras, le dio un ultimátum para que eligiera una de ellas. Él seguía negándose y Rosa dio con la solución.
—La adopción es una propuesta hermosa y generosa por su parte —comentó François cuando una fina lluvia impelida por el viento del oeste los había obligado a él y a Nicolas a refugiarse en el interior.
Los criados disponían cuatro grandes mesas para la comida prevista tras el desfile. En la planta baja, la cocina se iba llenando con los ingredientes necesarios para preparar los manjares más refinados para el centenar de invitados que esperaban recibir.
—Creo que Cornelli sería el único apellido que aceptaría llevar, por respeto a Rosa.
—Y pronto el tuyo estará unido al de ella. De esa manera, además, te convertirás en su tutor oficial.
—Eso le ha hecho reír mucho cuando lo ha sabido… ¡Ah, ahí llega Amadori Guarducci!
El maestro de música del palacio ducal los había citado una hora antes.
—Me apuesto un tokay a que se va a quejar una vez más del personal y para justificar su retraso nos dirá que se ve obligado a hacerlo todo él mismo —murmuró François.
El italiano extendió los brazos cuando aún se hallaba a veinte metros de ellos.
—¡Ah, amigos míos, amigos míos!
Nicolas le respondió con un gesto amistoso.
—¿Ahora bebes vinos extranjeros? —susurró al oído del Erizo Blanco—. ¿Desde cuándo?
—¡Desde que no me queda ni una botella del mío, pardiez! Y tardará en volver a haber alguna, pues el nuevo propietario ha arrancado las viñas para convertirlo en un campo de trigo.
—Amigos míos, disculpad el retraso —dijo Guarducci tras saludarlos—, pero ya sabéis qué sucede cuando…
—… se anda falto de personal —completó François.
El italiano hizo un gesto de sorpresa y frunció el ceño desconcertado.
—Ma no, quería decir cuando se prepara un largo viaje.
—¿Nos dejáis?
—Mi misión ha llegado a su fin y la casa de Lorena ha decidido no prolongarla. Senza estensione.
—Quiero agradeceros lo que habéis hecho por Rosa, os estoy muy reconocido —respondió Nicolas antes de tenderle la mano.
Se las estrecharon con fuerza.
—La marquesa ha trabajado mucho, ha sido muy valiente y ha recuperado su voz. Por el contrario, mi piccola Maria…
—Habéis hecho cuanto estaba en vuestra mano. Sigue sin hablar y el porqué será un misterio.
—Por eso os he hecho llamar, quería hablaros acerca de ella. Vuelvo a Italia, a Milano, donde conozco a un médico, muy especializado, que ha trabajado con los mejores cantantes de ópera. Él podría ayudarla. He propuesto llevarme a Maria a mi servicio y pagar los cuidados del dottore. Su mamma está de acuerdo, pero quiero contar con vuestra bendición, maese Déruet.
—Es una buena idea y muy generosa, Amadori. Esa experiencia solo podrá serle beneficiosa.
—Que Dios os escuche, amigo mío. A Dio piacendo! El duque tiene el proyecto de construir una ópera en esta ciudad y me ha prometido concederme la dirección de la misma. Por ello ¿quizá volveremos a vernos?
—Hasta ese momento, enviadnos noticias vuestras.
—Para entonces ¡espero que el personal del palacio habrá mejorado! —concluyó el maestro de música.
El sabor del chardonnay de Hungría satisfizo por adelantado las papilas de François.
***
Al día siguiente, primer día de marzo de 1700, era un día lluvioso. Azlan atravesó el patio del hospital Saint-Charles con un cubo en cada mano en dirección al arroyo Saint-Thiébaut, que separaba los edificios de los enfermos de la residencia de las monjas. La llovizna, arrastrada por el viento, fustigaba su rostro y le dificultaba la visión. Se negó a agachar la cabeza por una simple lluvia y mantuvo la frente alta hasta su destino. Se detuvo frente al curso de agua y saludó a la hermana Catherine, que se hallaba en la orilla opuesta.
—¿Tenemos muchos pacientes esta mañana? —preguntó ella mientras depositaba en el suelo el montón de ropa que llevaba al lavadero.
—No, solo la operación de un bulto.
—Estaré de vuelta dentro de una hora. ¿Me necesita Nicolas para las curas?
—Él no, pero yo sí —respondió antes de vaciar en el arroyo los restos de las sangrías y las lavativas de la noche anterior.
—¿Ayuda para los informes?
—No, hoy voy a operar yo —respondió Azlan, y empezó a aclarar someramente los recipientes con agua.
Se puso en pie y se enjugó la frente, por la que se deslizaban gotas de lluvia.
—Es mi primera operación, si queréis asistir seréis bienvenida, hermana.
—¡Por supuesto! Me alegro por vos. ¡Ahora mismo voy para allá, la colada puede esperar!
El paciente era un hombre de unos treinta años que Nicolas había elegido por su complexión robusta y cuyo cuadro clínico mostraba que tenía un cálculo en la vejiga de fácil extracción. Había pensado en un nuevo protocolo que creía que facilitaría la operación. Consistía en dilatar la vejiga los días previos a la intervención quirúrgica con ayuda de tisanas de una mezcla de grama, regaliz y granos de lino, hasta alcanzar un volumen de dos pintas diarias. La segunda ventaja del tratamiento era que disminuía los dolores durante la micción.
Nicolas se sentía impresionado ante la tranquilidad de la que hacía gala Azlan mientras se preparaba. Estaba impaciente y alegre y no mostraba signo alguno de nerviosismo o inquietud. Su seguridad no era impostada. Recordó su primera operación, sus temores y cómo le temblaron las manos, el enojo de François ante sus moratorias, la copa de coñac que bebió para infundirse coraje y la hemorragia que se produjo tras la incisión.
—Tu primer caso no fue fácil —dijo el Erizo Blanco mientras ataba las muñecas del paciente—. Sufría podredumbre de las venas y, sin embargo, lo salvaste —concluyó tras verificar la solidez de los nudos.
—Por favor, dadme más láudano —pidió el paciente con voz temblorosa.
François se lo dio a beber y se puso un largo chaquetón de cochero.
—Lamento de veras no poder quedarme para ver al muchacho, pero parece que lo del convento del Refugio es urgente.
—¿El tumor de la madre Janson? —preguntó Nicolas al tiempo que doblaba las piernas del paciente hacia los muslos.
—Por desgracia, lo que tomé por un simple tumor es un verdadero cáncer, ya no tengo ninguna duda.
Azlan entró con el instrumental en las manos y lo depositó sobre un paño extendido. Observó la vestimenta del Erizo Blanco.
—¿Te has vestido así porque temes que haya goteras en el techo? ¿O tienes miedo de que te salpique la sangre y te has cubierto de la cabeza a los pies?
François le explicó la razón y Azlan hizo un mohín.
—¡No, ahora no, no en mi primera operación! ¿No puedes dejar la visita para esta tarde?
—Me temo que no. Pero habrá otras ocasiones de verte manos a la obra, no dejarás el oficio tras tu primer muerto —bromeó en voz queda.
—Soltadme, he cambiado de parecer —gimió el hombre mientras trataba de liberarse.
Nicolas había atado sus extremidades inferiores con correas de cuero, integradas en la mesa, que impedían cualquier movimiento.
—No os preocupéis, caballero, todo irá bien —dijo el joven a la par que hacía un signo a François para que se marchara—. Vamos a libraros de vuestro dolor.
Le aplicó un pequeño vendaje en la verga para retener la salida de orina, cogió un trocar con su cánula, un escalpelo y, sin titubear, hizo una incisión en línea recta debajo del escroto.
El ambiente de Le Sauvage era de fiesta: Azlan acababa de invitar a una ronda para celebrar el éxito de su primera operación.
—Deberías esperar a que haya acabado su convalecencia —moderó Nicolas.
El joven rió y mostró a los reunidos un frasco que contenía un guijarro negruzco del tamaño de una nuez.
—La piedra de mi paciente —dijo mientras la exhibía con orgullo—. La he cortado con la uña —añadió para bromear.
Los clientes murmuraron de admiración y trataron de ver sus manos. El gerente sirvió otra botella de vino sin atreverse a mirar el frasco que iba de mesa en mesa y se sentó al lado de ellos resoplando.
—Aún no es mediodía y ya estoy rendido. Me duele mucho el vientre.
Señaló el lugar del estómago.
—Sé que debería visitar a un médico, pero desde la muerte de la hermana de mi mujer, a la que asistí, huyo de ellos como de la peste.
—¿Quieres contármelo? —propuso Nicolas.
Negó con la cabeza. Las imágenes del recuerdo doloroso reaparecían en su mente.
—Intento olvidarlo. El cirujano, la comadrona, hasta el decano Pailland, que había visto cosas peores, todo el mundo estaba consternado. Créeme.
Nicolas no insistió.
—Supongo que tus dolores aparecieron en ese momento.
—A fe mía, sí. ¿Es grave?
—No lo creo, pero será largo. Te traeré remedios para aliviarte.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Azlan, que había regresado a la mesa y llevaba en la mano el bote con la piedra.
El posadero se levantó, pálido.
—¿Y dónde está hoy tu cliente más fiel? —preguntó Nicolas al tiempo que señalaba la silla vacía junto a la ventana.
—No lo sé —respondió el dueño, y se rascó la cabeza—. Hace dos días que no viene por aquí.
—¿Quién es?
—No tengo la menor idea. Se sienta ahí cada día, mira en silencio cómo trabajan los artesanos y luego se marcha. Nunca he podido charlar con él. Un tipo singular.
—Es cierto —convino Nicolas—. Tiene una mirada extraña. Serena y determinada. Y también melancólica. La próxima vez le hablaré.
—Lo invitaremos a beber y el alcohol soltará las lenguas —declaró Azlan mientras servía más vino.
François entró sacudiéndose la manga.
—¡Maldito camello! —exclamó antes de reunirse con ellos—. ¡Siempre tiene que echarme sus babas encima en cuanto vuelvo la espalda!
—Ven, siéntate y olvida a ese bicho —dijo Azlan—. Ven a beber con nosotros.
—No me apetece beber —replicó, y permaneció de pie.
Miró a Nicolas, que había comprendido.
—¿Cuándo ha muerto?
—Esta mañana, poco antes de que yo llegara. Tenía otros bultos en la espalda, a lo largo de la columna. Estoy seguro de que no los tenía cuando la examiné hace tres meses. Seguro.
La madre Janson, que se sabía condenada, había rechazado la presencia de un médico o de un cirujano. Por la mañana, cuando ya agonizaba, su asistenta terminó por pedir ayuda a Saint-Charles.
—Pero ya era demasiado tarde —dijo François.
—¿Cómo murió Jeanne? —preguntó Nicolas tras un silencio.
—¿Cómo que «cómo»?
—¿Se apagó rápido? Espero que no viviera una agonía como la de esa monja. Nunca te lo he preguntado.
—Y deberías haber seguido sin preguntármelo. No me gusta hablar de ella, muchacho. No me gusta —dijo François, y a continuación gruñó—: ¡Me voy!
Dio unos pasos, titubeó y volvió a su mesa.
—Pero tienes derecho a saberlo. Su apoplejía hizo que perdiera la cabeza. Ensuciaba su cama y cada día había que cambiarla y lavarla. Su voz se había convertido en unos sonidos inaudibles. Su sangre parecía mezclada con unos humores densos. Era tan espesa que ni siquiera las sangrías hacían efecto. Su rostro había adquirido una expresión fría. Parecía de piedra. Su boca ya solo se abría en parte y únicamente podía ingerir purés. Su piel se había gangrenado en algunas zonas, en la espalda y las piernas, a pesar de todos los ungüentos que le aplicaba. ¿Te das cuenta de en qué se había convertido? Llegué a desear que sufriera otra apoplejía que fuera fatal. Jeanne, nuestra Jeanne… No hubiera querido que la vieras así. Nunca. Y ahora, dejémosla en paz.
***
—¡Las antorchas! ¡Encended las antorchas!
El oficial de la compañía de los Cent-Suisses cruzó la place de la Carrière a lomos de su caballo gritando su orden. De inmediato, decenas de luces aparecieron en las ventanas de la calle. Recorrió todo el trayecto del desfile repitiendo la orden y luego regresó al punto de partida. El badajo de la campana de Saint-Epvre golpeó cinco veces su cuerpo de bronce. El primer carro, que representaba una pista de juego de pelota, salió del patio del palacio ducal al son de un cañonazo disparado desde los jardines. A bordo del mismo iban músicos, trompetas y timbales, cuya misión era abrir el paso a la procesión.
Al oír el cañonazo, Azlan estaba cambiando el drenaje al paciente al que había operado. Sentía alivio por no haber tenido que participar en el desfile, pues la idea de ser exhibido sentado en un carro para alborozo popular le parecía grotesca. Había insistido en la importancia de su presencia en Saint-Charles aquel martes por la tarde.
—Ya está, ya han empezado —dijo la hermana Catherine al tiempo que le tendía una venda—. Parece que son las mismas comparsas que el año pasado. ¡Tuvieron tanto éxito!
—Pues también me la perdí —dijo el paciente—. Estuve enfermo.
—¿Algo grave? —preguntó Azlan mientras examinaba la cicatriz que le había dejado, que le parecía bastante lograda para ser la primera.
—Un sifilazo —respondió con un deje de vergüenza en la voz—. Me lo regaló una moza para mis veinte años, una putilla del puerto.
La monja, habituada al lenguaje florido de parte de los pacientes, no se mostró ofendida y eso decepcionó al hombre.
—Hacéis bien en decírnoslo —añadió Azlan—. Os quedaréis más tiempo y también os trataremos eso.
—Pero ¡si ya no tengo nada! —protestó.
—¿Queréis asistir al carnaval del próximo año?
—Por supuesto.
—En tal caso, en cuanto vuestra vejiga vuelva a funcionar os trataremos la sífilis. ¿Alguna objeción?
El paciente frunció el ceño. La monja dirigió una sonrisa de agradecimiento a Azlan. El ruido de las percusiones llegó hasta ellos a través de la ventana entreabierta.
Tras los músicos, el desfile se había constituido en torno a cuatro temas, cada uno de los cuales representaba un país. Ocho muchachas de la nobleza local iban en el primer carro, conducido por el gran chambelán de la casa de Lorena, seguido por nueve jinetes. Todos vestían a la alemana. Además de las luces procedentes de las viviendas, numerosos criados portando antorchas de cera rodeaban a las diversas comparsas y formaban un cordón ininterrumpido y móvil de luz que acentuaba la belleza irreal del espectáculo. La multitud era numerosa y compacta, y los que llegaban con retraso apenas veían nada. Las fuentes de vino que manaban a chorro aún no habían exacerbado el buen humor del pueblo, que se mostraba reservado y disciplinado. Los disfraces de los espectadores, a menudo consistentes en un simple antifaz o algún oropel original, contrastaban con la riqueza y el refinamiento de los paños y bordados que lucían los participantes en el desfile. La comitiva abandonó la place de la Carrière y se adentró en la ciudad nueva.
François se había instalado en la explanada entre ambas ciudades en compañía de Waren. El artificiero había previsto lanzar algunos cohetes encargados por el consejo de la ciudad de Nancy. Saludaron al cortejo que desfiló frente a ellos al paso. El segundo carro, conducido por el gran escudero, iba precedido por un grupo de violines. Entre las nueve elegidas había tres canónigas de Épinal. Todas iban ataviadas con vestidos de la corte española, al igual que los nueve gentilhombres que las acompañaban.
—¡Hasta las monjas se corrompen! —comentó el Erizo Blanco—. ¡De nuevo tendremos derecho a bulas papales!
El irlandés, que comprobaba las mechas de encendido, estalló en tales carcajadas que los espectadores que se hallaban junto a ellos se volvieron.
—Los conventos están llenos de esposas repudiadas y de muchachas encerradas a la fuerza —precisó mientras corregía el ángulo de una palmera en el caballete—. Hacen bien en divertirse un poco.
François se desinteresó del desfile y ayudó al artificiero a desplazar un cohete de torniquete.
—Por favor, apartaos —pidió el irlandés al grupo que se había detenido para mirarlos—. ¡Y no fuméis junto a los explosivos! —añadió a la vez que se dirigía a dos jóvenes que llevaban sendas pipas encendidas en la boca.
Los fulanos, ofendidos, fanfarronearon con su tabaco incandescente junto a los cohetes. Antes de que el Erizo Blanco pudiera reaccionar, un haiduque con uniforme de gala se plantó ante ellos con los brazos cruzados. Sin mediar palabra, los imprudentes se esfumaron. La reputación de guerreros feroces de los combatientes húngaros era conocida en la ciudad entera y a nadie se le pasaría por la cabeza buscarle las cosquillas a uno de ellos.
—¡Nicolas! —exclamó François—. ¡No te había reconocido!
—Es una idea de Rosa. Me he resistido mucho antes de aceptar, pero, finalmente, parece que tiene algunas ventajas.
François dio una vuelta alrededor de su amigo.
—Está todo, hasta la daga. ¡Solo te falta el bigote!
—¿Os unís a nosotros? —propuso Waren—. ¿Me haréis el honor de encender la primera descarga?
Le tendió una antorcha.
—Sería un placer, pero le he prometido a la marquesa que la acompañaría durante el desfile —respondió mientras se alejaba—. ¡Nos veremos en el baile esta noche!
Nicolas siguió el avance de la oruga humana que iba tras el cortejo hasta la ciudad nueva. Había logrado convencer a Amadori Guarducci de que retrasara su partida para que la pequeña Marie pudiera asistir al carnaval, el primero y quizá el último que la chiquilla vería en Nancy. El italiano aceptó con la mejor disposición, puesto que además le propusieron formar parte de la tercera comparsa. Desempeñaba el papel del postillón, sentado junto al cochero, el marqués de Beauvau. Rosa iba en el mismo carro, disfrazada de mora, con Marie a su lado. La niña estaba maravillada y respondía tímidamente a los saludos de la multitud agolpada a lo largo del cortejo. Los jinetes moros rodeaban el carro con lanzas en la mano. La marquesa era la mujer más bella del desfile y, a su paso, los espectadores solo tenían ojos para ella, cuyo vestido negro realzaba sus cabellos azabache y sus delicados rasgos. Nicolas oyó los comentarios admirativos y se sintió orgulloso de ser su futuro marido. Antes de subirse al vehículo, ella le había preguntado si la amaba, como hacía varias veces al día para así disfrutar de su respuesta. «¿Acaso no acabo de ofreceros la más hermosa prueba de amor?», bromeó él a la vez que señalaba su disfraz de haiduque.
El último carro se había rezagado un poco y la procesión acababa de detenerse a la entrada de la rue Saint-Nicolas para esperarlo. A bordo del mismo iba la familia ducal. Leopoldo, disfrazado de sultán, portaba las riendas del tiro, compuesto por ocho caballos alazanos elegidos entre los más hermosos de sus cuadras. Sentada detrás, en un trono bellamente decorado con piedras preciosas y coronado con plumas blancas, Isabel Carlota vestía de sultana y llevaba al príncipe Francisco sobre las rodillas. Al fondo del carro había ocho mujeres del séquito disfrazadas de princesas otomanas. Y también formaban parte de la comparsa diez jinetes vestidos de visires o de pachás que rodeaban al soberano.
Nicolas empujó a un hombre sin querer y se disculpó. No iba disfrazado y tenía el rostro cubierto de sudor.
—¿Os encontráis bien? —preguntó el cirujano—. ¿Necesitáis ayuda?
Le respondió con un gesto negativo y le dio las gracias con una palmada en el hombro. Nicolas lo vio entrar por una puerta cochera y regresó al desfile, que ya reanudaba la marcha entre los aplausos de la multitud.
El hombre se reunió en un pequeño patio interior con una mujer con un antifaz de encaje que solo dejaba ver la parte inferior de su rostro. Llevaba un gorro, parecido al de los obreros, que le ocultaba completamente el cabello.
—Es él, el del disfraz verde —dijo la mujer.
—¿Estás segura? —preguntó el hombre, cuya voz delataba su nerviosismo.
—Sí, no tengo la menor duda. No es el momento de arrugarse. Se hará lo pactado.
—Nos encontraremos en el lugar convenido.
Un soldado de la guardia entró, los saludó y apoyó su fusil, y se dispuso a orinar contra la pared del fondo. Salieron sin apresurarse. El gentío se dispersaba tras el paso del cortejo. La mujer se dirigió hacia la rue du Pont-Moujat mientras su acólito seguía los pasos de Nicolas para no perderlo.
***
—¿Qué habéis dicho?
—El buey tabouré[21].
El conde de Carlingford estaba sentado a la mesa con Carlos, hermano de Leopoldo, obispo de Osnabrück, en la plaza del mercado frente al ayuntamiento, donde se había previsto una abundante comida a mitad de recorrido.
—Extraña costumbre —respondió el obispo—. ¿Y esos carniceros conducen al animal hasta palacio?
—No solo a palacio, sino incluso a los apartamentos de la duquesa. Al son de un tambor —precisó el conde con especial regodeo en los detalles que sabía que escandalizarían al cura.
No tenía demasiado aprecio por aquel hombre, que le parecía completamente opuesto a Leopoldo: pretencioso, cicatero e incapaz de hacerse a un lado ante cualquier razón de Estado.
—¡Santo Dios! ¿Qué fiesta pagana es esa?
—Es solo una tradición, como tantas otras, a la que el pueblo tiene mucho apego. Lo veréis con vuestros propios ojos pasado mañana.
—¡Podéis estar seguro de que me las arreglaré para no tener que estar presente! —replicó Carlos.
Carlingford, satisfecho, se puso en pie al ver llegar los primeros carros. El desfile se detuvo y todos los participantes abandonaron sus puestos para comer y descansar. Solo un centenar de privilegiados de la nobleza o la burguesía local habían sido invitados y se oyeron algunos comentarios entre el gentío, que debía contentarse con la fuente de vino instalada en la esquina de la rue de la Boucherie. Leopoldo, que se había dado cuenta de ello, hizo distribuir entre los presentes los restos de la cena antes de dar la señal de partir de nuevo. Todos volvieron a los carros.
—Marchémonos de esta fiesta, volvamos —dijo Rosa a Nicolas—. Deseo sentiros contra mí, mi ángel, ahora mismo.
—Leéis mi pensamiento, Rosa.
—¡Venid, querida marquesa, os esperamos! —le gritó Amadori, que acababa de instalarse junto al cochero.
—La cabeza me da vueltas, creo que iré a descansar —respondió ella.
La pequeña Marie, que la había oído, saltó del carro y se agarró de su tul negro.
—Creo que no está de acuerdo —dijo Nicolas con una sonrisa—. Dejemos nuestra escapada para más tarde.
Tomó la mano de Rosa y la besó con dulzura. Ella se acercó a él y lo besó en la comisura de los labios. Nicolas se quitó los guantes y se los puso a ella.
—Así estaré junto a vos, junto a vuestro corazón.
—Prometedme que luego no volveremos a separarnos.
—Os doy mi palabra, Rosa.
—¿Recordáis vuestra promesa en nuestro primer encuentro?
—Sí, ayudaros a retrasar vuestro matrimonio con el marqués de Cornelli. Pero no llevaros conmigo.
—Y añadisteis: «Me lo agradeceréis». Quería daros las gracias, Nicolas. Lleváis razón: me gusta esta vida. Y os amo.
El cortejo abandonó la plaza y salió por la rue du Moulin, luego por des Artisans y pasó frente al hospital Saint-Charles, a cuyas puertas se habían asomado los pacientes que podían valerse por sí mismos y el personal.
Al entrar en la sala de curas para inmovilizarle el tobillo a un paciente que había resbalado al pisar una cagarruta, Azlan parecía preocupado.
—¿Hay algo que os inquieta? —preguntó la monja que lo asistía.
—¿Es grave? —indagó el paciente, que imaginaba lo peor para su pierna.
Acercó la mano al emplaste que había preparado y cogió un puñado.
—No ha venido…
El cirujano depositó la bola de arcilla sobre el tobillo del herido y sintió todas las miradas sobre él.
—Nicolas —explicó—. Me dijo que vendría a vernos cuando el desfile pasara por nuestra calle. No ha venido.
—Ah… —exclamó el hombre, aliviado.
—Dejemos que se divierta —añadió la monja—. Mañana nuestro hospital estará lleno.
Azlan extendió la cataplasma y se limpió las manos. Una vez el hombre se hubo marchado, acabó de escribir el informe de su operación del bulto, comprobó que no hubiera ningún paciente que esperara a ser atendido y se fue a descansar a su habitación antes de que llegara la avalancha de caídas y riñas tras la mascarada. Tenía en mente la imagen de Rosa buscando a su novio entre el gentío. De pie en su carro, se volvió hacia Azlan y le hizo una mueca interrogativa. Nicolas no se hallaba entre el cortejo.
—¡Cuánto tarda! —declaró Waren sin dejar de escrutar el bastión de Haussonville, desde donde un soldado debía indicarle el momento de prender las mechas, al regreso de la procesión al palacio ducal.
El artificiero alzó la cabeza. La noche comenzaba a cubrir el cielo por la puerta de la Craffe. Las nubes, que formaban un barniz grisáceo al inicio del desfile, habían confluido en una única placa oscura que lo inquietaba. La humedad había aumentado y cubría el material y las mechas, que tenían que ir secando con unos paños.
—Aún nada —refunfuñó—. Dentro de una hora, mis petardos ya estarán demasiado mojados.
—Iré hasta allí —propuso François—. Te haré una señal desde la balaustrada del bastión.
—Llévate esto —dijo, y le tendió un pequeño cohete—, es una bengala roja. Enciéndela desde el palacio en cuanto se detengan los carros. Yo podré verla. Así ganaremos tiempo.
François cruzó corriendo la place de la Carrière que los habitantes habían comenzado a ocupar, como era costumbre en todos los acontecimientos importantes. Las luces brillaban aún en las ventanas y se habían formado corrillos alrededor de los músicos, funámbulos o malabaristas. Reconoció al capitán de la compañía de los Cent-Suisses y le preguntó cuál era la situación. El militar no tenía información y le propuso que subiera al Vix, la torre que dominaba la plaza. François cogió una vela de un candelabro que había en el suelo junto al cual se había dormido un criado. Ascendieron la espiral de piedra de suave pendiente hasta lo más alto, donde había un amplio balcón. François identificó rápidamente la procesión, que formaba una serpiente luminosa cuya cabeza acababa de superar la plaza de la iglesia de Saint-Epvre, a menos de cincuenta metros de ellos.
—¡Ya llegan! —gritó el Erizo Blanco—. ¿Queréis ayudarme?
Le tendió la vela, arrimó la bengala a su guía, una caña de avellano de un metro de longitud, y apoyó el conjunto contra el parapeto sosteniéndolo por ambos extremos.
—En cuanto Su Alteza ponga un pie en el suelo, encended la mecha, ¿de acuerdo?
Leopoldo se volvió hacia Isabel Carlota, en cuyo rostro fatigado aún eran visibles las marcas de la viruela. Antes de inaugurar el banquete tenía intención de ir a ver a su hijo, al que la fiebre retenía en cama. La señora De Lillebonne se había quedado en los apartamentos junto al principito de seis meses. Le dio las riendas al conde de Spada, que hacía el papel de postillón, y se reunió con la duquesa en la parte posterior del carro, y a punto estuvo de caerse en varias ocasiones debido al traqueteo.
—¡Aquí llega mi sultán, que se arriesga para venir a verme! —bromeó ella, y le acarició la mejilla.
—Tendré que ordenar que arreglen estas calles, ¡o acabarán con nosotros! —respondió Leopoldo al tiempo que se frotaba la nuca—. Por fortuna, ya casi hemos llegado.
Le alborotó el cabello al príncipe Francisco, que arrojaba papelitos de colores a los espectadores que se agolpaban cada vez más cerca de los vehículos. Cuando los ocho caballos de su carro se detuvieron frente al palacio ducal, a la altura de la sala de juego de pelota, las primeras comparsas, acompañadas por sus respectivos grupos musicales, habían llegado a la place de la Carrière y los participantes descendían poco a poco de los carros. Un criado dispuso un escabel junto al suyo. Leopoldo saludó con la mano a la multitud que lo aclamaba antes de descender. Alzó la vista hacia el Vix y reconoció a François Delvaux por su gorro blanco. La duquesa iba unos pasos por delante de él y llevaba a su hermano de la mano.
—No sabía que habría fuegos artificiales… —dijo.
Leopoldo no pudo concluir la frase. Sintió un dolor en la pierna y cayó al suelo. A su alrededor se oyeron gritos, ruidos de pasos numerosos, y luego un relámpago rojo zigzagueó en el cielo.
***
—Señor, por favor. ¡Señor!
Nicolas reconoció al hombre al que había empujado sin querer. Estaba en la esquina de la plaza del mercado, cerca del matadero, inclinado sobre sí mismo y parecía tener fuertes dolores.
—¿Qué os ocurre?
—Es el pecho, como si me hubieran dado una puñalada.
—Estamos al lado de Saint-Charles, el lugar donde trabajo. Os llevaré allí —propuso el cirujano.
—No, se me pasará, pero os necesitaré para volver a casa.
Nicolas lo ayudó a sostenerse en su hombro y a cruzar la plaza en dirección a la rue Saint-Dizier, a contracorriente de la mascarada. Se detuvieron una vez la hubieron cruzado. Al hombre parecía costarle bastante recuperar el aliento. Hizo una mueca de dolor.
—¿Sentís ese dolor a menudo?
—No, por suerte.
—¿Cuando hacéis esfuerzos?
—Sí.
—Pediré a un médico que vaya a examinaros.
—Es que… no tengo dinero para pagarlo.
—No es cuestión de honorarios. ¿Aceptáis?
—¿Cómo rechazar una propuesta tan generosa? ¡Sois mi samaritano! Me llamo Martin y vivo aquí al lado, en la rue Saint-Jacques.
Se detuvieron frente a una casa encajonada entre dos tiendas cerradas.
—Es aquí.
Nicolas se detuvo un instante y Martin se percató de ello.
—¿Ya no deseáis entrar?
—Conozco este lugar, trabajé y viví aquí varios años. Una extraña coincidencia del destino.
—En efecto…
Martin lo miró de una manera que le pareció extraña, como si algo dentro de él lo atormentara.
—Me encuentro mejor, señor —prosiguió tras una larga vacilación—, de verdad. Os lo agradezco y dejaré que disfrutéis de la fiesta.
Abrió la puerta y se volvió hacia Nicolas.
—Os prometo visitar al médico muy pronto. Y no quiero que este lugar despierte en vos recuerdos olvidados que no deberían salir de su escondrijo. Nunca hay que revivir el pasado. Gracias de nuevo por vuestra bondad.
Martin recorrió el pasillo que conducía hasta la parte posterior, un jardín abandonado. Había un único banco adosado a la verja que lo rodeaba. La mujer del antifaz de encaje estaba allí de pie.
—¿Dónde está?
—No he podido. Tampoco he querido —respondió Martin—. ¡Qué se vaya al diablo! Al fin y al cabo, si quiere casarse con ella, es su vida.
Se sentó pesadamente en el banco. Ella se acercó a él y meneó la cabeza.
—Me prometiste que lo traerías aquí.
Él se encogió de hombros.
—No es nada nuestro. Al menos, no es nada mío.
Ella se quitó el gorro y la máscara.
—Me prometiste…
Un cohete estalló en el cielo en mil soles rojos e iluminó su rostro.
—¡Marianne! —gritó Nicolas desde el umbral.
Tras dejar a Martin, había regresado a la plaza del mercado y luego había vuelto sobre sus pasos. Recordó la conversación de la víspera con François y decidió volver por última vez a la casa donde murió Jeanne; deseaba exorcizar la parte de culpa que aún quedaba en él por no haber estado presente para ayudarla y darle ánimos cuando la vida la abandonó, quería recogerse y rendirle un último homenaje.
Al llegar a la casa, la puerta estaba entreabierta. Llamó, pero la algarabía de la calle ahogó su voz. Entró y oyó hablar al hombre en el jardín, el lugar preferido de Jeanne. Allí iba para recuperar fuerzas rodeada de sus rosas, para escuchar al Erizo Blanco maldecir en broma a sus pacientes y para entonar cancioncillas populares.
Cuando una voz femenina respondió a Martin, por un instante tuvo la sensación de que Jeanne había vuelto, que la hallaría sentada en el banco tarareando «Mambrú se fue a la guerra» mientras doblaba los paños que utilizaban como vendas, y que al verlo le sonreiría. Luego se detuvo, al final del pasillo de baldosas negras y blancas, incapaz de seguir avanzando: acababa de reconocer la voz de Marianne.
—Nicolas…
Se acercó a él. Los primeros cohetes del espectáculo iluminaron el cielo. Martin se fue al interior sin mirarlos.
—Yo le he pedido que os trajera hasta aquí.
—¿Fingiendo estar enfermo?
—Pensé que os habríais negado a verme si os lo hubiera pedido. ¿Me equivoqué?
Nicolas no pudo ocultar su desazón ante la irrupción de Marianne en su vida.
—¿Por qué hoy? ¿Por qué después de seis años? ¿Por qué aquí?
Se sentaron en el banco de Jeanne.
—Vuestra mirada es dura y vuestra voz, fría, y eso me entristece. ¿Qué he hecho tan condenable como para que me tratéis de esta manera?
—Creo, en efecto, que tengo razones para estar enfadado. Aunque el tiempo las haya suavizado.
—En tal caso, es el momento de decirlas, ¿no os parece? Nos separamos siendo amantes y cuando volvemos a encontrarnos sois mi enemigo. También yo tengo derecho a una explicación.
Ella no había cambiado. Sus cabellos lucían el mismo peinado que cuando él se marchó de Nancy, su mirada tenía el mismo atractivo misterioso y su voz tranquilizaba incluso cuando era autoritaria. Había acabado por convencerse de que ese momento no llegaría nunca y había guardado su rencor y sus reproches en un rincón de su memoria. Ella se había marchado, había huido y se había casado para vivir su vida fuera de la ciudad.
—¡Os creía muerto! —exclamó ella ante los primeros reproches—. Me informaron de vuestro fallecimiento.
—¿Quién?
—No puedo decíroslo, lo lamento. Tuve la impresión de que todo se hundía a mi alrededor. Primero Jeanne, luego vos y por último Simon, al que había que proteger.
—¿Proteger de quién? ¿De la difunta madre Janson?
Un grupo de espectadores pasó junto al jardín hablando a gritos y se alejó. Las explosiones habían cesado y dado paso a soles giratorios que creaban un alba índigo sobre los tejados. Nicolas se puso en pie ante ella.
—Marianne, todo lo que me decís es tan confuso… ¿A qué vienen tantos misterios? ¿Qué sucede?
Ella se puso en pie a su vez y le tomó las manos.
—No os caséis con Rosa de Cornelli. Os lo suplico, ¡no cometáis esa locura!
Él apartó las manos con suavidad.
—Así que es eso… mi boda…
—No, no es lo que pensáis, no actúo por celos. La marquesa no es la mujer que imagináis. ¡Os lo suplico, renunciad a vuestra boda, Nicolas!
Cohetes aún más grandes surcaban de nuevo el cielo. Marianne ocultó su rostro entre las manos y sollozó.
—Lamento mucho causaros esa pena, en verdad me entristece —dijo Nicolas midiendo cada una de sus palabras—. Os amé sinceramente, Marianne, pero nos han separado seis años y os sabía casada.
—¿Os dais cuenta de lo que me ha costado venir esta noche? ¿Pedirle ayuda a Martin? Estuvo ahí cuando me vi obligada a huir, aceptó casarse conmigo y ha educado a Simon como si fuera su propio hijo. Entre nosotros no hay amor, sino un sano entendimiento. O así era. Saber que estabais vivo ha sido una conmoción, y más aún averiguar que ibais a casaros con esa persona.
—Pero ¿qué tenéis que reprocharle? Me gustaría aclarar este malentendido.
—No puedo deciros más, simplemente os pido que confiéis en mí, en nombre de lo que vivimos juntos. ¡Por piedad, Nicolas, apartaos de ella!
Las tracas y ruedas se entremezclaron sobre la ciudad en un ramo de colores y detonaciones. El silencio que siguió pareció sobrenatural, y pronto lo cubrieron los aplausos y los gritos de la multitud.
—Lo siento, amo a Rosa y voy a casarme con ella. Confío en ella. Es una mujer íntegra y apasionada.
Marianne no pudo contener unas nuevas lágrimas fruto de la rabia y la tristeza a la vez.
—No me habéis dicho nada que pueda convencerme, ¿me entendéis?
—Ella no puede hacerlo —dijo una voz a su espalda.
Martin se había situado entre la esquina de la casa y el jardín y no lo había oído llegar.
—No puede hacerlo —repitió—. Y yo tampoco. ¿Creéis que actúa por despecho? Es cierto que aún os ama, y puedo atestiguarlo.
—¡Martin, no! —exclamó ella entre sollozos.
—Pero estamos ligados por un juramento. Por dinero. Al menos, en lo que a mí respecta. ¿Queréis saber más? Informaos acerca de quién compró esta casa, quién compró realmente las viñas de François Delvaux. Hablad con las monjas del Refugio. Interrogad a vuestro alrededor y acabaréis por saber.
—¿Por qué iba a hacer algo semejante?
—Es preciso que sepáis toda la verdad antes de tomar una decisión, Nicolas —respondió ella, y le miró fijamente a los ojos—. Sé que nunca seré vuestra esposa, pero os aprecio y deseo que seáis feliz.
Nicolas miró al uno y a la otra y fue presa de un mareo. Se sentó en el banco.
—¿Insinuáis que François le vendió esta casa a Rosa?
Martin no tuvo tiempo de responder a Nicolas. Desde la calle les llegó un ruido de pasos. Alguien alarmó a los paseantes junto a ellos.
—¡El duque! ¡Parece que ha habido un atentado contra el duque! Lo han llevado a Saint-Charles.
***
Azlan se dio la vuelta entre dos estratos de sueño. Le gustaba ese estado en el que, sin haber despertado aún, tenía la sensación de poder controlar todavía los acontecimientos de su sueño. En el mismo, todo el entorno era pesado, caliente y ruidoso. Había gritos, tantos gritos que no lograba acallarlos. Una tensión agobiante. Decidió abrir los ojos, cosa que le exigió un esfuerzo considerable. La habitación estaba en penumbra. El ruido y los gritos seguían estando presentes y venían de abajo. Mientras se calzaba las botas, François entró sin llamar siquiera.
—¡Deprisa, muchacho!
—¿Qué sucede? ¿Es grave?
—Te lo explicaré por la escalera, el duque nos espera.
El Erizo Blanco había asistido a la escena: al descender del carro, un hombre se precipitó sobre Leopoldo. El agresor fue derribado al suelo por el primer escudero en el momento en que se disponía a clavarle una daga. Se produjo una gran confusión. Apareció una carroza en la que se instaló el duque ayudado por Carlingford y por su guardia, y abandonaron al galope la place de la Carrière.
—¿Lo has examinado?
—Sí. La punta se ha clavado en la pantorrilla, pero no ha seccionado ninguna vena importante. Te ha reclamado.
—¿A mí?
—Nicolas está desaparecido y tú cuentas con su confianza. Me reuniré contigo, voy a por los ungüentos de cicatrización.
Leopoldo estaba tendido sobre la mesa de curas. Parecía muy tranquilo a pesar de que a su alrededor reinara una gran agitación. Los soldados habían rodeado el establecimiento por temor a que hubiera cómplices en la ciudad. Cada consejero daba sus órdenes, a veces contradictorias, en una indescriptible batahola. Todo el mundo entraba y salía, unos controlaban a los otros y llegaban incluso a sospechar de cualquiera, o hacían valer un rango superior o una más amplia experiencia, en un ambiente electrizado.
Azlan se concentró en su paciente, que lo saludó con gran cortesía y una sonrisa sincera. El duque soportaba su dolor con elegancia. Llevaba el pantalón de seda subido hasta la rodilla y tenía algunos hilillos de sangre seca sobre la piel alrededor del punto de entrada, en medio de la pantorrilla. La herida no era profunda y al ser la hoja del arma delgada no se había dilacerado el músculo. La corva no se había visto afectada y los tendones estaban intactos. Aplicó un emplaste y vendó la pierna para unir ambos lados de la herida.
—Curiosa vestimenta para un sultán —comentó el duque.
—Prometedme que no bailaréis esta noche, alteza.
—Os prometo que pasaré tanto tiempo como me sea posible sentado a la mesa. Además, esta aventura me ha abierto el apetito —fanfarroneó.
Se volvió hacia Carlingford, que había supervisado la cura.
—Excelencia, este incidente no debe tener consecuencias respecto a nuestros países vecinos. ¿Ha hablado?
—Dice ser religionario y pretende haber querido llamar la atención por la suerte que vuestra alteza les reserva. Asegura que no ha querido atentar contra vuestra vida.
—Creo que no me encontraría en esta tesitura si el conde de Spada no hubiera intervenido. No es cuestión de azuzar un conflicto con los hugonotes. En el peor de los casos, declararemos que ese hombre actuó en un ataque de locura. Id a tranquilizar a mi séquito —añadió mientras el ruido crecía en el pasillo—, ¡no hay ningún zorro en el gallinero!
El conde abandonó la sala para acabar con la algarabía y tranquilizar los ánimos.
—Su Alteza se encuentra bien, su herida no reviste gravedad. Tenemos que conservar la calma y que no corra la voz de este incidente. Investigaremos para averiguar quién está tras este atentado, pero os pido que no digáis ni una palabra acerca de lo ocurrido. Todos iremos a la cena de palacio y nos divertiremos. Hay que tranquilizar al pueblo. Contamos con vosotros.
A su regreso, Leopoldo se había levantado y había apoyado el pie en el suelo.
—Es más difícil de lo que creía —dijo a su colaborador más cercano—. Id a por un bastón, ya inventaremos una razón carnavalesca para explicar la presencia del mismo. ¿Mi torturador está en la prisión de la Craffe?
—No, alteza, está aquí. Lo hemos aislado —explicó Carlingford—. Requerirá algunas curas —añadió, y miró a Azlan.
El duque dio las gracias a su cirujano y abandonó Saint-Charles con el bastón prestado por el padre Le Bègue, que se había presentado allí para saber cómo estaba. Azlan reunió diversos instrumentos, remedios, pomadas y paños, y se dirigió a la sala utilizada para las autopsias, donde el agresor había sido encerrado y se hallaba custodiado.
El hombre llevaba grilletes en las manos y los pies. Esperaba sentado en el suelo en un rincón de la habitación, con la mirada altiva y orgullosa. A pesar de su rostro tumefacto y ensangrentado, Azlan reconoció a su vecino de mesa de Le Sauvage y su enigmática sonrisa.
Nicolas atravesó la escalinata de Saint-Charles en el momento en que las trompetas y tambores de la primera comparsa indicaban el inicio de la cena del mardi gras. Halló a Azlan ocupado cerrando una herida encima de una costilla flotante. En la confusión del atentado, varios soldados de la guardia, convencidos de que el hombre acababa de matar al duque, se encarnizaron con él y lo acuchillaron con sus espadas hasta que intervino un capitán. Las heridas no habían seccionado ninguna arteria ni habían alcanzado órgano vital alguno. El prisionero saludó con la cabeza a Nicolas, quien, al igual que Azlan, reconoció al parroquiano de la taberna.
—Te relevaré —dijo, y se sentó junto a él.
—No te diré que no, tengo los riñones molidos de tanto agacharme. No he comido desde mediodía, voy a ir a por pan y patatas a la cocina. ¿Te apetece o prefieres vino?
—No, gracias, solo agua.
Trabajó un buen rato en silencio, dejando que los gemidos del herido acompasaran el tiempo. Cuando Azlan regresó, preparaba su instrumental para cauterizar la herida más profunda. El joven dejó un vaso de agua y un pedazo de pan junto a él. Nicolas se los ofreció a su paciente, que aceptó beber para humedecerse la boca y los labios cortados e hinchados.
—Os estaréis preguntando por qué he llevado a cabo un gesto que os parece insensato, ¿no es cierto? —dijo tras mirar fijamente durante un buen rato al cirujano.
—¿Así que aún tenéis lengua? Siempre creímos que la excentricidad de la que hacíais gala en Le Sauvage solo era perjudicial para vos mismo. En eso andábamos errados.
El cirujano apartó los bordes de la herida con ayuda de unas pinzas y cogió una lanceta cuya punta se calentaba sobre una llama.
—El duque es un hombre bueno con sus súbditos —añadió—. Representa una esperanza de paz duradera para el ducado. No sé si vuestro gesto era insensato, pero sin duda ha sido una estupidez. ¿Decís que lucháis a favor de los derechos de los hugonotes? Ninguna causa justifica la violencia, señor, ni siquiera la más justa.
—¡Esas son palabras de soñador! Vuestra posición es insostenible. ¿Qué pretendéis hacer? ¿Huir, huir siempre? ¡En tal caso estáis más loco que yo!
No respondió y cauterizó los nervios seccionados. El paciente ahogó un grito. Nicolas hizo un último vendaje y lo roció con un bálsamo de aristoloquia.
—El año pasado, algunas familias fueron expulsadas de la abadía de Beaupré a causa de su confesión —prosiguió el hombre, cuya cólera y emoción no amainaban—. Y eso no es todo.
—Es cierto, vi expuesto el decreto que prohibía dar asilo a luteranos —asintió Azlan, que comía sus patatas y los escuchaba con interés.
—Vuestro duque puede ser justo con sus súbditos católicos, pero con las demás confesiones no se porta mejor que los franceses. Quiero poder vivir en el ducado sin tener que ocultar mi religión. No he querido asesinar a vuestro soberano. Le he alcanzado allí donde había decidido hacerlo.
Calló un instante para que pasara una ola de dolor.
—Mi gesto es un símbolo para llamar la atención de todos. Si no obedecemos las ordenanzas, nos confiscan nuestros bienes y nos envían a la cárcel —prosiguió.
—Intercederé ante el duque en vuestro favor, señor. Aunque me oponga a vuestros métodos, comprendo vuestra angustia y la comparto.
—Gracias, Nicolas Déruet. No esperaba menos de vos.
—¿Sabéis cómo me llamo?
—Sí, y vos sabéis cómo me llamo yo.
Cogió uno de los trozos de pan, hizo una bolita con la miga y se la lanzó.
—¡Anselme Gangloff!
El hombre al que había dado de comer en la prisión de la Craffe seis años atrás.
—Para mí no erais más que una sombra. No conocía vuestro rostro.
—Aquí me tenéis de la cabeza a los pies. Y no muy presentable, ¿no es cierto?
***
Al salir de Saint-Charles, la fiesta aún estaba muy animada. La presencia de Leopoldo en los festejos de palacio acalló el rumor incipiente y todo el mundo se abandonó a los placeres sin comedimiento. Nicolas dejó que Azlan volviera solo a casa de Rosa y se excusó tomando a Anselme Gangloff como pretexto para dar un largo paseo por la ciudad. Sin embargo, sus pensamientos se enredaban en la conversación que había mantenido con Marianne, que daba vueltas y vueltas en su mente. Su súbita reaparición suponía para él un choque tan grande como lo que ella le había querido anunciar. Se dio cuenta de que no la había olvidado, simplemente la había relegado lo bastante como para no verse obligado a enfrentarse a sus sentimientos. Amaba a Rosa, que lo hacía feliz, y no tenía intención de replantearse su matrimonio. Tras haber recorrido los bastiones del este, llegó a la puerta de Saint-Nicolas al sur de la ciudad nueva y la cruzó para detenerse sobre el puente que cruzaba el foso. Al otro lado, el arrabal de Saint-Pierre estaba iluminado por fuegos artificiales. Se sentó apoyado en el chamizo de la entrada y observó el ir y venir de las gentes. Un campesino borracho y vocinglero lanzó una botella vacía al brazo de río, y a punto estuvo de caer por la barandilla debido a su gesto.
La campana de la iglesia del noviciado de los jesuitas le recordó que llevaba más de una hora sentado sobre las tablas de madera del suelo. El frío había empezado a penetrar en su cuerpo. Tenía la impresión de que formaba parte del decorado y que podía acceder a la intimidad de los transeúntes que ahora no lo veían. Reconoció a la madre de Marie del brazo de su marido. Había acabado por regresar al hogar y retomar su actividad anterior. Nicolas se felicitó por la inminente marcha de la chiquilla a Italia. El hombre de mirada taimada seguía sin inspirarle confianza alguna. Jamás hallaría excusa para un individuo que había golpeado a su hija hasta causarle un traumatismo. Una carroza pasó a poca velocidad, obligando a los paseantes a arrimarse a la baranda. Una vez en el camino, dio media vuelta de golpe. La maniobra era muy arriesgada dada la proximidad de la orilla, pero la destreza del conductor redujo el peligro. El vehículo regresó al puente entre las imprecaciones de la multitud y se detuvo frente a Nicolas. Él había reconocido a Claude, el cochero, la primera vez que pasó. Se abrió la portezuela y salió Rosa, disfrazada aún de mora, con los mitones rojos en las manos. Se lanzó en brazos de él.
—¡Nicolas, estábamos muy inquietos! ¡Os hemos buscado por toda la ciudad! ¿Qué sucede? Tenéis las manos frías, volvamos, ¡estáis helado!
Una vez en el interior, ella se cubrió junto a él con una manta. El vaho empañó rápidamente los cristales del habitáculo.
—Azlan me ha informado acerca del atentado contra el duque. No debemos mezclarnos en eso. Ese hombre no se merece ninguna indulgencia.
—Rosa…
—¿Sí, ángel mío?
—… os amo.
Le hubiera gustado hablarle de Marianne, decirle de qué la había acusado, pero le podía el cansancio. No tenía ganas de afrontar nada más aquella noche.
—Yo también —respondió ella, y fue a besarlo en el momento en que una de las ruedas de la carroza rodó sobre un adoquín más irregular que los otros.
Sus bocas chocaron y los incisivos de Rosa cortaron ligeramente el labio superior de Nicolas. Ella se deshizo en disculpas.
—No es nada —dijo cuando ella tiraba de la puntilla de su manga para secarle las gotas de sangre—. Nada en absoluto. No es culpa vuestra.
—No quiero haceros daño, jamás —respondió ella al borde de las lágrimas—. Ni siquiera así.
—Es tarde. Estamos todos agotados.
Él le acarició la mejilla.
El final del trayecto transcurrió en silencio. Rosa había apoyado su cabeza sobre las rodillas de Nicolas y había cerrado los ojos. Él escribió una frase en el cristal, que borró antes de llegar a la rue Naxon.
Claude desplegó el estribo, abrió la portezuela y volvió a subir para sostener las riendas. Una vez los pasajeros hubieron descendido, condujo la carroza a los establos, soltó a los caballos y sacó las mantas del habitáculo. La humedad interior había hecho reaparecer las palabras que Nicolas había trazado. Claude las miró un buen rato y las borró: no sabía leer.
***
La suerte de Anselme Gangloff se decidió al día siguiente, Miércoles de Ceniza. Lo despertaron al alba y lo condujeron de la torre de la Craffe a la capilla des Cordeliers, unas decenas de metros más lejos, donde lo esperaban Leopoldo y Carlingford. El duque estaba de pie, apoyado en su bastón, bajo la luz naciente que se filtraba a través del rosetón de la pared de entrada, junto a la tumba de uno de sus antepasados. Anselme había reflexionado durante toda la noche, atenazado por el dolor, y llegó a lamentar su gesto, aunque lo había madurado durante mucho tiempo. Había hecho daño a la causa que defendía, pero su honor le impedía arrepentirse. Esperaba un fin rápido.
Carlingford le citó todas las acusaciones que recaían sobre él, cualquiera de las cuales podía enviarlo por sí sola a la muerte tras las más temibles torturas. Luego, de manera inesperada, le propuso un trato sorprendente: su vida a cambio del compromiso de irse a vivir a las Provincias Unidas y no regresar jamás al ducado ni a Francia. Diez minutos más tarde, franqueaba la puerta de Notre-Dame en compañía de una escolta encargada de llevarlo a destino. El duque no dijo una palabra en su presencia.
Cuando Carlingford fue a decirle que el luterano había abandonado Nancy, el duque se había sentado en una de las filas de asientos de la iglesia a orar.
—¿Creéis que cumplirá su palabra? —preguntó Leopoldo para convencerse de ello.
—Es tan feliz de seguir con vida que hubiera firmado cualquier cosa. No volverá a hacerlo, pero ha estado a punto de entorpecer las futuras negociaciones.
—¿Debo aceptar las propuestas del rey de Francia?
El conde se sentó a su lado.
—Tomémonos el tiempo que sea necesario, alteza. Luis XIV os habló de ello oficiosamente en la ceremonia de homenaje. Dejemos que el rey dé un paso, esperemos a que envíe un mensajero.
—Ni una palabra de ello, solo nosotros dos estamos al corriente. Ni siquiera lo sabe la duquesa. Si llegaran a saberlo en Viena, estaríamos en una situación muy comprometida.
—Al ofreceros el Milanesado a cambio de la Lorena, el rey espera esa situación. No me sorprendería que ya hubiera hecho llegar su oferta al entorno del emperador del Sacro Imperio.
—¿No nos dejará nunca en paz?
Se puso en pie y entró en la capilla octogonal, se aproximó a uno de los cenotafios y apoyó su mano sobre el mármol negro. Carlingford lo había seguido, pero se detuvo ante la verja de entrada.
—¿En qué situación se halla la repatriación de mi padre? —preguntó sin volverse.
Una delegación lorenesa había partido a Innsbruck para llevar de vuelta a Lorena los restos de Carlos V. Carlingford lo tranquilizó: la comitiva se hallaba en Alemania en el camino de regreso.
—Era su deseo más ferviente. Lo pidió en su lecho de muerte —añadió Leopoldo, y se santiguó y volvió junto al conde.
Al salir, los comerciantes de la Grande-Rue abrían sus puestos y los vendedores ambulantes habían instalado sus tenderetes contra el muro del palacio ducal. Una colonia de gorriones se había refugiado en un viejo roble y trinaba bajo los rayos de un sol diáfano.
—Organizaremos un funeral grandioso. El pueblo no debe dudar de mi apego a esta tierra. Pase lo que pase después.
***
Nicolas llegó temprano al hospital. Se había levantado cuando Rosa aún dormía y barrió la calle frente al ala del edificio situada en la rue des Artisans, por donde había pasado el desfile dejando un reguero de excrementos equinos y papelitos de colores en gran número por el suelo. Sin embargo, la actividad física no le había bastado para deshacerse de la imagen de Marianne. Se dedicó entonces a cambiar los vendajes de los enfermos, principalmente de los que habían llegado durante la noche debido a fracturas o luxaciones de los miembros, la mayoría de los cuales estaban aún ahogados por los efluvios del alcohol. Hacia las diez se permitió una pausa y se sentó en la cocina frente a una botella de agua y un pedazo de pan. François pasó a buscar el camello y la carreta para ayudar a Waren a recoger sus caballetes. Azlan fue a llevarle sus mitones, que había olvidado al marcharse, de parte de Rosa. Lo dejó pronto para ir a jugar a pelota contra un jugador llegado de Metz que había retado al nuevo campeón ducal.
—El combate será duro, tengo la impresión de llevar mis zapatos de plomo en los pies —dijo mientras buscaba un remedio entre los botes de la farmacia—. Llevo también un casco de plomo en la cabeza —añadió, y se frotó el cabello.
Nicolas le preparó su mejor receta para la resaca y se la bebió como si fuera el santo cáliz. Había exigido a sus dos amigos que no fueran a trabajar al día siguiente de mardi gras y constató con placer que habían obedecido. El final de la mañana le deparó un poco de tiempo libre y lo aprovechó para consultar las láminas de anatomía del tratado de Govert Bidloo, lo que le recordó las veladas pasadas con Marianne estudiando la obra. Cerró rápidamente el volumen. A mediodía fue a verlo el doctor Bagard.
—Se trata de un caso especial en el que requeriré vuestra ayuda —le precisó aquel a quien todos en el hospital llamaban el Ojo por su precisión en el diagnóstico.
El médico se dio la vuelta sin ni siquiera aguardar la respuesta.
La joven había sido instalada en la más grande de las salas de enfermos, en la parte reservada a las mujeres. Tenía veinticinco años, una constitución enclenque y la piel lívida. Tumbada en la cama, tiraba de las sábanas para taparse hasta el mentón y solo dejaba sobresalir su rostro sobre una alfombra de largos cabellos rubios y ondulados.
—Anne Voirin. Se ha caído en el granero de sus padres, en Eulmont, cuando acarreaba un haz de paja. Desde ese día vomita cualquier cosa que coma o beba. Estado de extenuación permanente, sin menstruación, numerosos desvanecimientos. Sus orines son oscuros y tienen un olor pútrido —añadió a la vez que señalaba un vaso lleno sobre una mesa cercana—. En la superficie de los mismos hay una nube de color ámbar y contienen una cantidad demasiado elevada de materias terrosas. También he observado hebras. ¡Jamás había visto un humor tan pervertido!
—¿Cuándo tuvo lugar el accidente?
—Hace ocho meses. Es increíble que aún siga viva, ¿no os parece? Hasta el momento, todos los tratamientos de su médico han fracasado. Es él quien la ha traído aquí. En su pueblo la gente empieza a decir que es obra de Dios. Debemos descubrir la superchería, si hay tal. En caso contrario, estaremos ante una santa.
Nicolas se acercó a la paciente. Esta lo miró sin decir nada. Sus párpados no pestañeaban. Le aguantó la mirada hasta que él bajó la suya. Luego él le sonrió con afabilidad. Respondió a todas sus preguntas con un hilo de voz y se durmió durante la conversación.
—¿Y bien? —preguntó el médico, que había adoptado una posición docta, con la mano en el mentón.
—Su anatomía podría haberse visto modificada como resultado de la caída y provocar una obstrucción de los intestinos. ¿Permitís que la examine para saber más?
—No hay ninguna objeción por mi parte, pero ella se negará a que la toque o a desnudarse ante vos. Disponéis de todo vuestro tiempo, no saldrá del hospital hasta que hayamos resuelto su enigma. O morirá aquí.
Nicolas pasó la tarde consultando los libros que versaban sobre casos semejantes, pero ninguno explicaba lo que le sucedía a Anne Voirin. Por la noche, a la hora de la cena, presenció cómo una monja le hizo tragar dos cucharadas de caldo de ternera. Unos minutos después la joven fue presa de espasmos y vomitó un líquido límpido y espumoso. Dado que el esfuerzo la había agotado, se durmió de inmediato. Él se sentó junto a ella y observó su respiración, profunda y regular. Los rasgos de su rostro estaban distendidos. La miró un buen rato sin verla, absorto por lo que había vivido la víspera. Se sentía culpable hacia Rosa por no haberle hablado de su encuentro con Marianne.
—¿Va todo bien, maestro? ¿Me necesitáis? —preguntó la monja, que se había quedado junto a él a la espera de alguna petición.
Él se frotó el rostro y suspiró.
—No, vamos a dejar que descanse. Cuando despierte, dadle de nuevo las cucharadas del caldo medicinal cada dos horas. Si su estado empeorara durante la noche, haced que me avisen.
Nicolas se detuvo en la entrada principal para oler el aire impregnado de los primeros aromas de la primavera, pero no logró apropiarse de aquel momento. Su mente seguía sujeta desesperadamente a sus preguntas. La hermana Catherine se unió a él.
—Lo había olvidado, una de las monjas del Refugio ha venido a traeros una carta.
—¿Una carta?
—La madre Janson os escribió antes de morir —dijo, y le tendió el papel doblado y sellado.
—¿Podéis dejarla en la mesa de mi habitación? La leeré mañana.
—¿Maese Déruet?
—¿Sí?
—¿Creéis que la chica de Eulmont es un milagro de Dios?
—La naturaleza obra a veces milagros que parecen del Creador, hermana.
***
El zorro olisqueó el ratón que acababa de matar. Se lo llevó a la boca y se quedó inmóvil, con las orejas erguidas: un grupo de humanos, del que había percibido el olor, atravesaba el bosque de Garenne haciendo un ruido ensordecedor. Abandonó su presa y se deslizó en el interior de un tocón destripado a aguardar a que se marcharan. Precedidas por cinco músicos vestidos con librea que llevaban sombreros decorados con cintas amarillas, una cincuentena de parejas a caballo pasaron en orden disperso, seguidas por otras tantas parejas a pie. Una de ellas se detuvo a un metro del tronco donde se cobijaba el cánido. Este contuvo un aullido que lo hubiera delatado y aguardó con los ojos clavados en la grieta, por la que veía a un hombre acuclillado.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó la mujer, impaciente.
—Estos zapatos me hacen daño —respondió el hombre—. Hubiera tenido que dejarme puestas las botas.
—¡Vamos a llegar los últimos y ya no habrá leña para hacer una gavilla!
—Pero ¡si el bosque está lleno de leña! ¡Basta con agacharse! —respondió mientras le daba la vuelta al zapato, del que cayó un guijarro—. Eso es, así está mejor.
Se levantó con gesto satisfecho, recogió una rama y la partió.
—¡Y sé de lo que hablo, soy yo quien vende esta madera seca!
—Y mientras, somos los últimos —repitió ella.
—Nunca debería haber aceptado participar en esta ceremonia grotesca.
—Édouard, las teas son una vieja tradición que hay que respetar. Y no seguirla nos hubiera comportado una sanción.
—Preferiría pagar esa multa que exponerme al ridículo de esta farsa.
El ruido de unas hojas al moverse hizo que se volvieran.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Édouard, inquieto.
—Sin duda una bestia que ha visto que estamos solos y que va a avisar a su manada —respondió ella en broma a pesar de no haber visto nada.
Esa respuesta tuvo efectos inesperados en el marido.
—Vamos, apresurémonos, o será otro quien pague por la gavilla que he reservado.
Cuando se reunieron con el grupo, la mayoría recogía ramas muertas o ya habían atado el manojo, mientras los músicos, criados de Nancy, proponían a los demás, por diez sous, los haces que habían confeccionado por anticipado.
En ese primer domingo de Cuaresma, todas las parejas casadas en 1699 volvieron del bosque cogidas de la mano y cada marido llevaba bajo el brazo una gavilla de ramas que simbolizaba su unión.
Una vez reinó de nuevo el silencio, el zorro recuperó su presa muerta y, empujándola con el hocico, la echó a su madriguera.
Cuando la romería entró en la ciudad, una multitud casi tan numerosa como el martes precedente e igualmente festiva la estaba aguardando. Los espectadores arrojaban sobre los casados guisantes salteados con mantequilla y sal y se mofaban de ellos alegremente.
—¡Menuda tradición! —refunfuñó Édouard, y miró a su mujer enojado—. Dejar que el populacho se burle de nosotros… Al próximo que me llame cornudo lo empalaré con la gavilla.
Al entrar en el patio del palacio ducal, el hombre no había osado llevar a cabo su amenaza, a pesar de algunos comentarios que prefirió pasar por alto. El cortejo dio tres vueltas al recinto interior, bajo la mirada del duque, de la duquesa y de todo el séquito presente en las ventanas y los balcones, y luego se dirigió a la plaza del ayuntamiento para depositar allí las gavillas. La lluvia de guisantes redobló al llegar a la plaza. Édouard resopló al presentir que se aproximaba el final de la ceremonia y eso entristeció a su esposa, a quien la actitud de su marido le había aguado la fiesta. No tuvo tiempo de reprochárselo: su esposo resbaló sobre un montón de guisantes salteados y cayó de espaldas entre la hilaridad general. Más herido en su amor propio que en sus carnes, lanzó la gavilla hacia los que tenía más cerca y se marchó de allí sin ni siquiera preocuparse por su esposa.
—Ese se merece su suerte, pero no su patrona —dijo François a Nicolas y a Rosa, que habían contemplado la escena desde el balcón del ayuntamiento—. ¿No lo reconoces?
No lo recordaba en absoluto.
—Es un comerciante de madera al que curé hace mucho tiempo. La última vez fue el día que volviste a Nancy, muchacho. Créeme, no olvidaré ese momento.
—Solo recuerdo que lo echaste de tu establecimiento. Un poco como hoy.
Los cinco criados interrumpieron la música. Uno de los consejeros de la ciudad avanzó, empuñando una antorcha, y prendió fuego a la pila de leña cuyas llamas se elevaron rápidamente a varios metros de altura. Rosa asió la mano de Nicolas.
—¿Os imagináis que el año que viene será a nosotros a quienes les tocará ir a por la gavilla? Eso me alegra, pues solo con vos desearía hacerlo, ángel mío. Con nadie más.
Él respondió con una presión en la mano.
—¡Es el momento del sorteo de los Valentines! —exclamó el Erizo Blanco a la vez que se frotaba las manos—. Venid, bajemos, vayamos con Azlan.
Los jóvenes estaban reunidos en la plaza, cerca del fuego ya apenas vigoroso. Rosa estaba orgullosa de Azlan. Vestía un traje que ella le había hecho confeccionar para la ocasión, con una chaqueta de color leonado y caqui y bordado en oro. A sus dieciocho años, era de una belleza resplandeciente. Era feliz de ir cogida del brazo de los dos hombres de su vida y se sentía exaltada. «La felicidad debe de ser esto», pensó. Cada día leía a Spinoza, de quien había aprendido de memoria algunos textos, los relativos a la pasión, que recitaba como si fueran oraciones. «La esperanza y el temor…». La pequeña mancha de inquietud que despuntaba en su paisaje desde hacía varios días volvió a hacer mella en ella: Nicolas había cambiado desde la noche de mardi gras. Lo sentía en detalles imperceptibles, en el sonido de su voz, en la mirada que no era ya la misma. Rosa prometió volver a leer la Ética para hallar respuesta a sus preguntas.
Desde el balcón del ayuntamiento, el preboste de Nancy comenzó el sorteo de las parejas entre los chicos y las chicas en edad de casarse. A cada nombre se alzaban aplausos, a veces risas ante emparejamientos improbables, o exclamaciones de admiración ante una suerte feliz o armoniosa.
Junto a ella, Azlan se divertía mucho y su entusiasmo disipó los nubarrones de Rosa. Cuando el preboste anunció «Azlan de Cornelli», su corazón latió como el de una madre. Los aplausos fueron los más numerosos de la ceremonia y todas las chicas cuyo nombre aún no había sido pronunciado esperaban secretamente ser la elegida. Cada Valentín tenía que hacer un obsequio a aquella a la que el azar había unido a él durante la semana siguiente. Aunque el compromiso se limitara a un intercambio de obsequios, todos los años la ciudad acogía en su seno uniones consagradas tras las gavillas.
La Valentina designada, que contaba quince años, era la chica más joven de la ceremonia. Hija de Melchior de Ligniville, Anne-Marguerite también poseía una belleza y una viveza de ingenio poco comunes a su tierna edad, y todo el mundo consideró que la suerte había hecho gala de buen gusto al asociarlos. Rosa dio un beso en la mejilla a Azlan antes de que este se reuniera con Anne-Marguerite para recibir las felicitaciones del duque, que acababa de llegar allí. Nicolas se había alejado de la plaza con François. Ella los vio en animada conversación en la esquina de una de las calles vecinas. Alrededor de ella, la multitud comenzaba a dispersarse. Rosa vaciló en reunirse con ellos. La conversación parecía encendida. En la esquina opuesta, dos vagabundos que estaban expuestos en la picota por no haber respetado la ordenanza que prohibía la mendicidad gritaban a la chiquillería que los rodeaba que dejaran ya el juego: desde hacía varios minutos, los chavales se turnaban para hacer girar su jaula redonda, apoyada sobre un eje central. Dejaron de hacerlo cuando uno de ellos se desvaneció y se fueron de allí entre risas.
—¿Quién es el loco que se atrevería a abandonar a la mujer más hermosa del mundo, aunque fuera solo por unos instantes?
Ella no había oído acercarse a Carlingford. Este la saludó con una elegancia que sus años de campaña no habían deslucido. El comentario, que pretendía ser un cumplido, la hirió. Rosa pretextó que había enviado a Nicolas a buscar su carroza. El conde le preguntó por la boda y ella le dijo que estaba previsto que se celebrara el 26 de junio. La noticia pareció alegrarle sinceramente, cosa que en parte era verdad, pero también le hacía ver más cerca la posibilidad de ganarle la apuesta al duque. Ella le dejó hablar y de vez en cuando miraba hacia la rue Saint-Jacques, por donde los dos hombres se habían adentrado. Carlingford se despidió en el momento en que Azlan abandonaba el ayuntamiento. La ceremonia había concluido y el joven lo aprovechaba para desaparecer antes de la cena.
—Acabo de vivir la relación más corta de mi vida —declaró Azlan antes de que ella tuviera tiempo de preguntarle—. ¡A mi Valentina le interesaba más el duque que yo! ¡Eso sí que es una lección de humildad!
Su risa distrajo la creciente contrariedad de Rosa, y él se dio cuenta.
—¡Mira, ahí están mis compadres! —exclamó al ver a sus amigos reaparecer por la rue Saint-Jacques.
François no se tomó la molestia de ir hasta ellos y llamó a Azlan con un gesto de la mano. Nicolas se excusó ante Rosa y le besó la mano. Le había pedido al Erizo Blanco que le reemplazara en Saint-Charles.
—Desearía volver a casa —dijo ella—. ¡Me gustaría teneros para mí el resto del día!
Los guisantes salteados crujieron bajo sus pies cuando abandonaron la plaza.
***
Sus cuerpos permanecieron unidos durante un largo rato. El tiempo se había diluido, fuera apenas quedaba luz y el vigilante había encendido las primeras farolas instaladas en la ciudad vieja, que colgaban de cuerdas que iban de un lado a otro de las calles próximas al palacio. Azlan había regresado y se había precipitado a la cocina para comer, como tenía por costumbre. Claude había almohazado a los caballos, cuyas herraduras habían resonado sobre los adoquines. La pareja pasó la tarde al ritmo de los ruidos tranquilizadores de la actividad cotidiana, amándose y fundiendo sus deseos.
Nicolas acarició la espalda de Rosa, desde la nuca hasta el final de la curva perfecta de sus riñones, rozando su piel hasta sentir los leves estremecimientos que la sacudían. Ella se dio la vuelta y le besó los labios, mordisqueándoselos con sus incisivos o rozándoselos con la lengua, y luego le susurró palabras amorosas y se sentó en la cama.
—Tengo ganas de jugar a la Ética —sugirió ella, y se puso en pie sin aguardar su respuesta.
El ejercicio consistía en establecer una proposición y tratar de demostrarla con argumentos lógicos, con la ayuda del libro de Spinoza, hasta llegar a la conclusión, que terminaba gritando: ¡QED[22]! Cada una de esas partidas era para ellos una justa verbal que hacía sus delicias y que iba acompañada invariablemente de grandes carcajadas.
Ella se puso la camisa blanca de su amante y cogió el libro de la biblioteca antes de volver a acurrucarse contra él.
—Ahí va mi proposición —comenzó Rosa.
Abrió el volumen al azar y, apoyando la cabeza sobre la espalda de Nicolas, leyó:
—«Si el alma ha sido afectada por dos afectos al mismo tiempo, cuando más tarde sea afectada por uno de ellos, también será afectada por el otro».
—¡Menudo plan! —bromeó él.
—Concentraos, ángel mío, o volveréis a perder…
Él se volvió para besarla y se sentó con las piernas cruzadas rodeándola.
—Recuerdo a un paciente al que operé en una fábrica de tabaco transformada en hospital de campaña. Me vi obligado a amputarlo sin anestésico, pues ya no teníamos láudano, ni siquiera alcohol. Su dolor fue terrible.
—Encantador, pero ¿cuál es la demostración? —preguntó ella, y dejó caer las manos a lo largo de sus muslos.
—A partir de ese momento no pudo volver a oler el tabaco de pipa sin sentir un dolor agudo en el muñón. A veces, incluso gritaba de dolor. ¡QED!
Rosa comprobó la respuesta de Spinoza.
—Acepto vuestra aserción, ¡habéis ganado! Voy a buscar otra más difícil —prosiguió ella mientras hojeaba el libro.
—No, me toca a mí —dijo él, y le robó el libro de las manos.
—¡Si no sabéis leer latín!
—Veamos… esta —dijo fingiendo leer—: «Cuando el alma desvela una realidad que deprecia la imagen del ser amado, disminuye o contiene la capacidad de acción de los sentimientos amorosos».
Se apartó de él y lo miró, inquieta.
—¿Podéis desarrollar la demostración, a ver si lo he entendido?
Nicolas se apoyó contra el cabecero de la cama.
—Si, por ejemplo, yo descubriera que le comprasteis la tienda a François y luego sus viñas, a mis espaldas.
—¿Cómo depreciaría eso mi imagen? ¿De eso hablabais esta mañana con él?
—Ha empezado mintiéndome y luego me lo ha confesado. Me gustaría comprenderlo.
Rosa se incorporó sobre sus rodillas.
—¿Alguna vez desde esa época os he ocultado mis sentimientos? Para mí, ayudarlo era acercarme a vos, ángel mío. Sin embargo, no deseaba que eso se viera como un gesto que dejara a François en deuda conmigo.
—Lo sé, nunca le habéis pedido nada a cambio —añadió él, y le acarició el brazo.
Ella no le devolvió la caricia.
—En tal caso ¿por qué me juzgáis con tanta dureza?
—No os juzgo, me sorprende saber que tenéis semejantes secretos.
—¡Menudo escándalo tener ese secreto! Y vos, ¿no tenéis secretos?
Nicolas no respondió y bajó la mirada.
—Si tenéis secretos que juzgáis que no debéis compartir conmigo, respeto vuestras razones —continuó ella—. Pero concededme entonces eso a mí también. No os he ocultado nada de mí que no debáis saber.
Su cabal razonamiento llegó a lo más hondo de él. Súbitamente se sintió aún más culpable por no habérselo dicho todo.
—Rosa, he hablado con Marianne.
Nicolas relató su conversación en el jardín del antiguo establecimiento de François. Ella lo escuchó sin interrumpirlo. Su rostro estaba inmóvil y sus rasgos se habían endurecido. Perdió la calma y exclamó:
—¿Qué me reprocha, exactamente? ¿Qué me reprocha esa mujer?
Llamaron a la puerta.
—¡Hola, enamorados! ¿Cenáis conmigo?
Azlan gritó detrás de la puerta.
—No, esta noche no —respondió Nicolas—, estamos cansados. ¡Hasta mañana!
—¡Lo entiendo, divertíos!
Los pasos alegres del joven se alejaron. Rosa se había llevado las manos a la frente en señal de incomprensión.
—Tengo la impresión de estar viviendo una pesadilla, Nicolas —dijo ella con un escalofrío.
—Marianne dice que está ligada por un secreto. Solo sé que fue a vuestra casa el día que se marchó del establecimiento de François.
Rosa se aproximó a su amante, que la abrazó.
—Sí —respondió—, lo recuerdo muy bien. Vino a ver a mi marido. Sin embargo, yo conocía la naturaleza del secreto de ambos, sabía de la existencia del niño de sus amores ancilares.
La voz de Rosa se quebraba a cada frase, casi a cada palabra. Sus cuerdas vocales estaban al límite.
—Lamento haceros pasar por este suplicio, pero no podía guardármelo para mí.
—Comprendo mejor vuestro cambio de actitud. Acaso… ¿dudáis de mí? —preguntó ella, y la última palabra quedó atorada en su garganta y acabó en un grito sordo.
Unas lágrimas rodaron por su rostro. La abrazó contra él con fuerza y la acunó.
—Nunca más —dijo ella entre dos sollozos—. Nunca más dudéis de mí… no podría soportarlo.
—Ya está, amor mío, se acabó. Estoy aquí.
Él tuvo la impresión de que su propia voz era la de otro. Mucho después de que ella se hubiera dormido, aún la acunaba.