Capítulo 2

Nancy, enero de 1694

La herida era superficial. La puñalada lo había rozado y la hoja se había hendido en la grasa que cubría su costado izquierdo. Con la ayuda de un vecino, Nicolas lo trasladó, consciente, hasta la casa, le cosió la herida y le aplicó un ungüento a base de boñiga de vaca mezclada con grasa de cerdo en las proporciones indicadas por François, quien, a pesar del dolor naciente, había insistido en supervisar la cura. Jeanne lo veló toda la noche. De buena mañana, en su frente había surgido una pequeña arruga que ya nunca desaparecería.

El estado de François, aunque no supusiera peligro alguno, le impedía llevar a cabo su trabajo. Peor aún, lo compelió a guardar cama casi una semana, cosa que nunca se había visto obligado a hacer y lo puso de un humor de perros. Nicolas se ocupó de todos los pacientes del cirujano, que consideraban su presencia como un don divino. De los tres, la más afectada por el accidente fue Jeanne. Le fue imposible conciliar el sueño y se dejó la salud en sus tareas cotidianas.

La chimenea de la trastienda desprendía un calor infernal que al paciente le era difícil soportar. Transpiraba por todos los poros de su cuerpo desnudo, tendido en una cubeta de madera. Su rostro de pepona se había puesto rojo como un tomate, un hilillo de saliva se había secado en la comisura de sus labios violáceos, le dolían las piernas y su respiración era superficial. El médico le había diagnosticado una sífilis que había ocultado a su entorno. La enfermedad venérea le daba miedo y lo avergonzaba. Una vez se le curó la herida que le había aparecido a la altura del sexo, le pareció que ya había salido del atolladero. Sin embargo, la erupción generalizada, declarada dos semanas después, lo obligó a alojarse en casa de François Delvaux hasta que desaparecieran las lesiones cutáneas. De oficio notario, pretextó a su mujer un viaje importante a París que le llevaría tres semanas.

El hombre resopló. El aire caliente le daba la impresión de estar ahogándose. Nicolas entró con un cubo en la mano y un par de guantes en la otra.

—¿Podéis acabar con esta tortura? —ordenó el paciente en un tono que no dejaba lugar a duda alguna—. ¡Me voy a desmayar!

—Debéis transpirar antes de la fricción —respondió Nicolas sin obedecerlo—. De lo contrario, se os va a quedar dentro el veneno de la sífilis. Y en tal caso sí podréis hablar de tortura.

El hombre, visiblemente impresionado, se acomodó en la bañera a la espera de recibir el tratamiento. Echó un vistazo al contenido del cubo antes de cerrar los ojos. Nicolas se puso los guantes de cuero flexible y metió la mano en la mezcla de manteca y sales de mercurio que acababa de preparar. Frotó al paciente a la altura de sus articulaciones, despacio y a conciencia. Una vez acabadas las fricciones, le tendió una camisa con la que el hombre se cubrió refunfuñando.

—Muy bien —dijo François, que había presenciado la escena sin que lo hubieran oído entrar—. Quedaos junto al fuego y sudad hasta que el mal os salga por los poros. Ese es el precio de vuestra cura.

—Dadme de beber, maese Delvaux, desde esta mañana tengo la boca ardiendo —dijo el hombre, y le mostró la lengua.

Tenía inflamados el interior de sus mejillas y las encías. Nicolas se secó las manos y le llevó agua fresca del pozo. No le gustaba utilizar las fricciones mercuriales para tratar de curar la sífilis, pues a menudo el remedio era peor que el mal, pero no conocía otro tratamiento. El hombre babearía como un animal rabioso, luego la erupción desaparecería y su estado mejoraría. Se creería curado y le pagaría los honorarios de treinta francos a François, contento de haber sanado tan fácilmente cuando la sífilis a menudo era sinónimo de enfermedad incurable. Sin embargo, Nicolas sabía por experiencia que esta siempre volvía a por sus víctimas, a veces incluso años después. Las sales de mercurio no podían con ella.

Dejó que François charlara con su paciente acerca de las próximas cosechas y fue a la buhardilla a por sábanas limpias. Allí estaba Jeanne tendiendo la ropa. Dobló las que ella había lavado el día anterior y eligió la más gastada para hacer trapos. Jeanne le sonrió comedidamente, sin duda al recordar al joven que jugaba al escondite con ella entre las hileras de sábanas colgadas. Sus risas no habían resonado en la buhardilla desde hacía un lustro. Ella lo ayudó a acabar su tarea antes de llenar un cubo de paños manchados de grasa.

—Te acompaño al lavadero —propuso Nicolas—. Necesito salir.

Pasaron junto a la explanada arbolada con tilos que delimitaba la frontera entre la ciudad nueva y los barrios antiguos, y cruzaron el baluarte de Michottes. Jeanne, que había permanecido en silencio a lo largo del trayecto, lo detuvo:

—¿Crees que mi François se va a curar?

—Claro, si ya está curado. No te preocupes. Refunfuña de impaciencia, y eso es buena señal, ¿no crees?

—Sí, sí…

Nicolas dejó en el suelo la cubeta que ya empezaba a agarrotarle los músculos. La colada estaba empapada de agua.

—¿Qué sucede, Jeanne? ¿Qué quieres decirme?

—El otro día, cuando volvisteis, tuve mucho miedo de que se muriera. Desde entonces no he dejado de pensar en ello. Es como…

—¿Una obsesión?

Ella permaneció en silencio.

—Es normal, Jeanne, créeme, y desaparecerá poco a poco. Como la niebla sobre el canal. Con el tiempo, todo acaba por volver a la normalidad.

—¿Crees que Dios ha querido castigarnos?

—Creo que un soldado borracho trató de vengarse.

—Pero ¿qué le hemos hecho?

—Nada. François simplemente se cruzó en su camino y el bribón quería dinero.

—No, a Dios. ¿Qué le hemos hecho a Dios?

—Vamos, Jeanne, aún tenemos un buen trecho.

Cuando fue a recoger el fardo de ropa, un vehículo detenido en el patio de la mansión situada frente a ellos atrajo su atención. La madera de las ruedas era nueva y contrastaba con el aspecto vetusto del habitáculo.

—¿Qué miras? —preguntó ella al ver el patio desierto.

—Conozco esa carroza… ¿A quién pertenece ese palacete, Jeanne?

—Estamos en la rue Naxon. Es del marqués de Cornelli.

La imagen de la joven dispuesta a seguirlo para evitar un matrimonio por interés lo hizo sonreír y le explicó la anécdota a Jeanne.

—¡Si te hubiera visto untar al notario, es de ti de quien habría salido huyendo! A buen seguro habrá olvidado ya su antojo aventurero.

—Llevas razón —dijo él mientras echaba un último vistazo al edificio, en el que vio una sombra deambular a través de las ventanas del primer piso.

La silueta se detuvo para observarlos. El aspecto era masculino, de hombros anchos y altos, pero en la penumbra no alcanzaba a distinguir el rostro.

—¿Qué lado de ese cristal es el más envidiable? —preguntó Nicolas—. ¿El suyo o el nuestro?

—El suyo, por descontado —respondió Jeanne, y lo obligó a avanzar por la calle.

Sentirse observada la había trastornado.

—Menuda pregunta —prosiguió ella—. ¿Quién no iba a querer estar de ese lado?

El lavadero hervía de actividad y tuvieron que aguardar a que quedara libre un sitio antes de entrar. Jeanne se arrodilló ante el borde inclinado y echó su colada en el agua clara. El vaho surgía de la boca de las lavanderas al ritmo de su respiración cual nubes que se elevaran hacia el techo del estanque. Al cabo de unos minutos, las manos de Jeanne estaban enrojecidas debido al vivo frío del agua. El estruendo de las palas de lavar enjuagando las coladas entrecortaba las conversaciones con su ritmo regular. Nicolas doblaba la ropa y la depositaba sobre la cubeta a medida que las lavaba. Eran los únicos que permanecían en silencio y concentrados en su trabajo.

—¿Conoces a Marianne Pajot? —preguntó de repente.

Ella aprovechó para incorporarse y aliviar su espalda dolorida por las contracturas.

—Es una comadrona de Nancy —añadió él como si ella necesitara alguna pista.

—Lo sé, la conozco. Fui una de las que la eligieron.

—La he visto en plena faena. Tiene mucha experiencia.

Jeanne prosiguió su tarea.

—Es la mejor matrona del ducado —confirmó ella—. Ha salvado algunos casos desesperados. Y jamás ha estado embarazada.

—¿Nunca? Creía que para ser comadrona era necesario…

—¿Haber parido? Hasta ella, así fue. Sin embargo, en la parroquia todo el mundo estuvo de acuerdo en que fuera nuestra comadrona. Incluso los dos cirujanos le dieron el certificado de aptitud sin discutir.

—¿Sabes dónde podría encontrarla?

La sonrisa de Jeanne dibujó unas profundas arrugas en sus mejillas.

—Anda, ¿acaso has preñado a alguna boba y requieres sus servicios? ¡Prométeme que volverás pronto y me ayudarás a llevar de vuelta la colada!

***

Marianne se alojaba en la casa de beneficencia de Saint-Epvre, situada en la residencia del burgués Pierre Diart, en la rue du Point-du-Jour. La joven congregación había sido creada cuatro años antes para socorrer a los pobres de la parroquia, y ella había sido elegida por las damas del patronato para ocuparse de las solteras embarazadas y del «fruto de su libertinaje». La mayoría de estas trataban de abortar o abandonaban a sus hijos al nacer, a la puerta de una iglesia en el caso de los más afortunados, o en la calle, una zanja o el bosque en los otros casos. Los niños nacidos sin padre que habían logrado evitar esos dos escollos ya solo podían esperar que no les quitara la vida una enfermedad infantil o la malnutrición. Menos de uno de cada dos alcanzaba la adolescencia. La Iglesia y las buenas almas cristianas habían creado diversas casas de beneficencia para canalizar la desesperación de las madres con embarazos no deseados y evitar que los recién nacidos murieran antes de poder ser bautizados.

La rue du Point-du-Jour comprendía casas de hermosa factura y un palacete con una imponente escalera exterior de piedra. Le vino a la memoria el comentario de Jeanne: «¿Quién no iba a querer estar en el interior de esas casas?». A punto estuvo de responderle: «Yo…», pero ella no habría podido comprender sus motivos. Había preferido callar.

Marianne no pareció sorprendida ante la visita de Nicolas, o por lo menos no lo manifestó. Se disponía a salir para dirigirse al convento del Refugio para saber del pequeño Simon, cuyo voraz apetito había agotado la capacidad mamaria de su primera ama de cría. Su excepcional constitución le había permitido sobrevivir al traumatismo de su nacimiento milagroso, cuyo relato había circulado por la institución entera. Nicolas le propuso acompañarla, cosa que ella aceptó sin reserva ni entusiasmo excesivo. El sol de un día de invierno se había apoderado del cielo y salpicaba con reflejos tornasolados su falda de paño de color burdeos y púrpura. Observó su corsé negro atado a la espalda, las mangas apedazadas de su camisa de tela de cáñamo y su capucha oscura forrada de satén, que parecía acariciarla a cada paso. Le veía a Marianne una gracia fuera de lo común y un encanto que no quería explicarse por miedo a verlo desvanecerse. Desde su llegada a Nancy solo había pensado en ella, a pesar de tratar de refrenar sus sentimientos y su creciente atracción hacia una mujer cuya belleza estaba emparejada con sus habilidades de excelente practicante.

Simon era el único niño del convento. Las internas le habían cogido apego y le ofrecían todo tipo de atenciones. Siempre había una dispuesta a cogerlo en brazos en cuanto empezaba a llorar, de tal manera que la criatura estaba más consentida y mimada que si hubiera vivido en casa de sus padres. Solo la madre Janson temperaba los excesos de las jóvenes, que proyectaban en la criatura sus deseos de maternidad. Al recibirlos, la superiora conservaba la misma expresión impasible de su primer encuentro. Su rostro diáfano formaba un cuadrado claro en el centro de su toca oscura, y sus manos invisibles hacían voltear sus mangas anchas. No pudieron ver al niño, pero los condujeron junto a una parturienta de dieciséis años que padecía síncopes con una frecuencia que alteraba su estado físico y su embarazo. Marianne prometió a la directora ocuparse de ella hasta el parto. La hermana les dio las gracias y se retiró a su celda a rezar.

—¿En qué pensáis? —preguntó ella cuando salían del convento.

Se detuvieron bajo el porche de la entrada principal.

—Creo que vuestra joven paciente padece del mal de epilepsia, pero ya lo sabéis —respondió mientras observaba su reacción.

Ella hizo un gesto de asentimiento.

—¿Qué podemos hacer?

—¿Nosotros? ¡No soy médico ni boticario! —exclamó, y dio un paso hacia la calle.

Marianne permaneció inmóvil. La respuesta no le bastaba.

—¡Por eso os lo pregunto! En su estado, sobre todo no hay que sangrarla ni purgarla. ¿Qué se puede hacer? ¿Qué dicen vuestros libros?

—Que hay decenas de remedios contra las convulsiones provocadas por los humores crasos del cerebro. Pero ninguno sería eficaz.

Un carruaje pasó con gran estruendo por la callejuela estrecha y obligó a Nicolas a volver bajo el porche.

—¿Por qué no intentarlo? —preguntó ella cuando se hizo el silencio de nuevo.

—Si insistís… Conozco a un médico que hace que quien padece una crisis se coma sus propios cabellos, otro propone estornudar utilizando polvo de aristoloquia, y vi a un hombre morir así. Un charlatán que gozaba de gran renombre en el norte del ducado hacía colgar del cuello de los epilépticos muérdago de roble, o les daba a beber polvo de cráneo humano mezclado con raíz de saltaojos y vino de España. En vano. ¿Queréis más recetas?

—Sois un derrotista, maese Déruet, os imaginaba más pugnaz —dijo ella para tratar de provocarlo—. Si sigue extenuándose de esa manera, puede morir al dar a luz.

—Os he dicho que no hay remedio conocido que pueda evitarlo, no que no haya nada que hacer.

—En tal caso ¿qué sugerís? —preguntó ella cruzándose de brazos en señal de impaciencia.

—Que aceptéis mi propuesta de alimentarnos mutuamente de nuestras experiencias —respondió mientras apretaba el paño que le servía de guante en la mano derecha—. Os ayudo con vuestra paciente y me dejáis asistir al parto.

—Si lográis liberarla de su epilepsia, estoy dispuesta incluso a abriros mis cuadernos de notas y mis libros.

—¿Y vuestro corazón?

Nicolas había hablado sin pensar, en un impulso emocional del que se arrepintió en el acto. A lo lejos, un hombre llamaba a los transeúntes con convicción y constancia. Su voz ronca, que llegaba hasta ellos a intervalos, prometía a los curiosos vivir un momento excepcional.

—Lamento mi impertinencia —añadió—. Disculpadme y olvidad lo que os acabo de decir, Marianne. Estoy avergonzado.

—¿Por qué? ¿Acaso el corazón no forma parte de la anatomía?

Él no se atrevía a mirarla y trituraba nerviosamente sus guantes. Ella se echó a reír al ver su rostro apesadumbrado.

—Comencemos por la epilepsia y más adelante ya estudiaremos la sede de los arrebatos amorosos, ¿no os parece?

—Habéis logrado además sacarme de esta metedura de pata. Os estoy muy agradecido.

Se arregló los cabellos y sonrió.

—Permitidme al menos acompañaros a vuestra casa.

—Caminemos un poco —dijo ella mientras alzaba su falda para pasar sobre un gran charco de barro dejando al descubierto un brazalete de oro en su tobillo derecho—. Tengo curiosidad por saber qué ofrece ese charlatán.

Se unieron al corrillo que rodeaba al voceador instalado en la rue de Grève. Este estaba encaramado en un estrado de madera junto a un carro cubierto con un telón negro. Arengaba a la multitud sin cesar y con éxito, como atestiguaba el creciente público que se agolpaba alrededor de la improvisada carpa. El hombre señaló el carromato con un dedo:

—Llegado directamente del país de Lituania, donde vivía en estado salvaje y donde fue capturado hace treinta años. Su madrina es la reina de Polonia y su padrino es el embajador de Francia, ni más ni menos. De paso en Nancy, de camino a Versalles, donde debe ser presentado ante el rey, venid a admirar un ejemplar único de hombre salvaje, damas y caballeros, y me refiero a un hombre que, como una bestia, vivió su infancia en el bosque.

La muchedumbre murmuró, sorprendida y a la par incrédula.

—A pesar de los esfuerzos de nuestros sabios, no puede hablar, ni vestir ropa ni calzarse. Se ha quedado en estado animal y su ferocidad no tiene parangón. Venid, entrad y, solo por tres gordas[2], admirad a esa criatura de Dios que en toda Europa desean ver.

—¿Y quién nos dice que no son pamplinas y una tomadura de pelo? —exclamó un hombre fornido, con mejillas de hámster y gruesos labios.

Buscó con su mirada la aprobación de los demás.

—¿Y si se trata de un actor compinchado? —añadió su vecino, cuyo parecido físico no dejaba duda alguna acerca de su pertenencia a la misma hermandad.

Otros asintieron con la cabeza. El charlatán, al percibir que perdía la confianza de la asamblea, alzó el tono y acalló el alboroto naciente.

—Tengo en mis manos un documento oficial —prosiguió a la vez que mostraba al público un papel, con los brazos extendidos— que prueba de forma concluyente el origen y la historia única de Joseph Urfin, ¡nombre que la mismísima reina de Polonia dio al bautizado!

Por más que alargaron el cuello y sus ojos trataron de leer, nadie consiguió descifrar el texto. En ese mismo instante, un gruñido surgió del carromato, seguido de un grito sordo que hizo temblar el habitáculo sobre sus ejes y arrancó un chillido a la multitud.

El hombre aprovechó el incidente para volver a meterse a su auditorio en el bolsillo.

—No corréis riesgo alguno, puesto que su jaula fue utilizada para transportar a un gorila gigante. Es indestructible. Vamos, damas y caballeros, venid a contemplar a este fenómeno de la naturaleza. Es un momento único en vuestras vidas, puesto que mañana mismo estaremos de nuevo en camino. Por tres gordas, ¡podéis acercaros a Joseph Urfin, el único, el sin par hombre salvaje!

—¡Qué se vaya a Versalles a sustituir a Luis! —gritó un hombre—. ¡No se notará la diferencia!

El público se rió estrepitosamente. Otras chanzas acerca del rey de Francia brotaron aquí y allá. Los cuatro soldados presentes, que vigilaban despreocupados al gentío, se aproximaron. Uno de ellos subió al estrado y observó a los allí congregados, con los puños en las caderas. Los otros tres se habían apostado entre los asistentes, que debían de ser unas cincuenta personas.

—Marchémonos —dijo Nicolas a la vez que asía a Marianne del brazo—. Esto acabará mal.

—¡Qué nadie se mueva! —exclamó el oficial que había visto el gesto—. ¡Quien trate de huir será considerado sospechoso! ¡Qué confiese quien ha osado atentar contra la dignidad de nuestro rey!

Los soldados trataron de desenvainar sus espadas, pero enseguida fueron zarandeados y derribados por varios hombres, mientras los asistentes se dispersaban apresuradamente por las calles vecinas.

—¡A mí la guardia! —gritó el oficial antes de verse proyectado al suelo por los dos hermanos de mejillas de hámster, que se limpiaron los pies sobre su capa antes de desaparecer en dirección a las fortificaciones.

Nicolas había tomado a Marianne de la mano y la había llevado hacia la calle adyacente más estrecha, colindante con la iglesia de Saint-Nicolas. Oyeron el ruido de los pasos de la compañía que acababa de entrar en la rue de Grève. Ella pidió que se detuvieran para recuperar el aliento.

—¿Por qué huimos así? No hemos hecho… —comenzó a decir antes de que tirara de nuevo de su mano.

Nicolas había entrevisto el destello de los cascos que se aproximaban a la plaza de la iglesia. Aquel sitio era un callejón sin salida que daba a unas viñas y descampados. La ciudad nueva apenas tenía cien años y muchas parcelas aún no habían sido edificadas, a pesar del compromiso de los propietarios con el duque Carlos. Cruzaron sin contratiempos los solares y circularon por varias callejuelas transversales hasta desembocar en una gran plaza luminosa en la que reinaba una ingente actividad y la peste a carroña.

—¿Dónde estamos? —preguntó Nicolas, que no conocía todos los barrios de Nancy.

—En la plaza del mercado —respondió ella, y le obligó a soltarle la mano.

Se alisó sus ropas desajustadas, su camisa de tela y su capucha, y prosiguió:

—¿Qué habéis hecho? Al huir, nos hemos convertido en culpables, ¿os dais cuenta de las consecuencias si nos hubieran atrapado?

—Imagino sobre todo las que habríamos sufrido de habernos quedado. Marianne, ¿por qué creéis que todo el mundo ha actuado como nosotros? ¿Sabéis lo que harán los franceses?

—Pero ¡si no me habéis dejado elección! Detesto que alguien tome decisiones en mi lugar, ¡ni se os ocurra volver a hacerlo! —declaró con firmeza pero evitando elevar la voz.

—Cogerán al primero que pillen, lo acusarán de haber insultado a su rey y le harán confesar una conspiración urdida por los extranjeros.

—¡Ahí están! —exclamó ella cuando varios hombres y dos caballeros penetraban en la plaza y se apostaban en las cuatro esquinas—. Esta vez, ¡nada de salir corriendo! ¿Me habéis comprendido? Lo haremos a mi manera.

Los soldados habían ocupado la plaza y bloqueado todas las salidas posibles. Los comerciantes y los artesanos seguían trabajando con fingida indiferencia. En los tenderetes había carne de buey y de cordero, procedente del matadero vecino, y harinas, de trigo y espelta, de los molinos de Boudonville y de Saint-Thiébaut. Marianne entró en el establecimiento del único panadero de la plaza sin preocuparse de Nicolas, que se apresuró a seguirla. Compró un pan con dos gordas y conversó con la patrona acerca de la salud de esta. La tensión del exterior se percibía a través del repiqueteo de las armas que los soldados acababan de desenvainar, el crujir de los pasos sobre los adoquines, el nerviosismo de los animales, caballos y perros vagabundos. Nicolas se situó junto a Marianne, que observaba la articulación rojiza e hinchada de la muñeca de la vendedora.

—No quisiera heriros, pero prefiero mi manera a la vuestra —declaró él, y se volvió hacia la puerta de entrada.

—No os angustiéis. ¿Qué os parece su herida? —inquirió al tiempo que le mostraba la mano de la panadera.

Nicolas no se dignó mirarla y permaneció en su posición, al acecho.

—Me temo que si ahora entrara el oficial que estaba sobre el estrado nos reconocería a primera vista.

—Mi amiga nos ayudará a escabullirnos, pero antes quisiera conocer vuestra opinión.

Lo invitó de nuevo a examinar el brazo de la mujer. Nicolas le echó un rápido vistazo y luego miró fijamente a Marianne a los ojos.

—No es grave. Los huesos no están rotos, solo los humores se han derramado bajo la piel, la carne está fláccida pero flexible y el traumatismo es superficial. El mal no se va a extender. Se debe a una caída, ¿verdad? —añadió dirigiéndose a la panadera, que se lo confirmó asintiendo con la cabeza.

Desde el exterior llegaron algunos gritos. Órdenes voceadas, insultos y protestas. Asió a Marianne del brazo:

—¿Nos vamos ya?

Ella le indicó que pasara al otro lado del mostrador y siguieron a la dueña por la trastienda, atravesaron el patio y luego un jardín colindante con la rue Saint-Jean, desde donde podrían volver al casco antiguo. La mujer les abrió una portezuela encastrada en el murete.

—Haceos un bálsamo con flores de corazoncillo —le aconsejó Nicolas—, las encontraréis donde Malthus, el boticario. Aplicadlo en una venda y no os la quitéis hasta que volváis a notar bien la articulación. No os preocupéis, y gracias por vuestra ayuda.

Marianne también le dio las gracias. Llegaron en silencio a la rue du Point-du-Jour, y de allí fueron a la casa de beneficencia donde ella se alojaba. Nicolas trituraba nervioso los paños sucios y gastados que cubrían sus manos.

—Para empezar, os daré la dirección de un excelente fabricante de guantes —le propuso ella—. Esos harapos os hacen parecer un mendigo.

—Lleváis razón. Se ha convertido en costumbre utilizar…

En aquel instante recordó haberle prometido a Jeanne que volvería al lavadero para ayudarla a transportar la colada. Debía de estar esperándolo desde hacía horas. Se dio una palmada en la frente.

—Debo irme —exclamó—. Ya os explicaré… ¿Cuándo puedo volver a veros?

—Hoy habéis sabido dar conmigo —respondió ella, sorprendida ante el cambio de comportamiento—. Seguro que conocéis el camino.

—No olvidéis nuestro acuerdo… —suplicó Nicolas retrocediendo.

En cuanto dobló la esquina, echó a correr.

***

François acabó de vendarse el vientre maldiciendo a Nicolas. Jeanne lo contemplaba, aterrada. Se sentía responsable de lo sucedido. En el lavadero, pronto acabó de aclarar el resto de la colada, la dobló y la apiló en la cubeta de madera, y luego charló con su vecina, la esposa de uno de los curtidores de la ciudad. El lugar se vació poco a poco y, al ver que Nicolas no regresaba, le pidió a la última lavandera presente que avisara a su marido. El Erizo Blanco llegó media hora después y se burló de que no pudiera acarrear sola la cubeta de la colada. Debía de pesar casi treinta kilos y Jeanne, tras dos tentativas que la habían dejado sin resuello al cabo de unos metros, comprendió que debía hacer llamar a su marido. Este insistió en llevarla solo, a peso, pero se vio obligado a detenerse varias veces para recuperar el aliento y las fuerzas, bajo la burlona mirada de su mujer. Al llegar al establecimiento, su camisa estaba empapada en sudor y una mancha oscura había aparecido en el costado izquierdo: la cicatriz se había abierto debido al esfuerzo y sangraba abundantemente. Una hora más tarde, logró detener la hemorragia y cubrió la herida con un ungüento de su invención.

—Lo siento mucho —dijo ella tras recoger los paños empapados de sangre.

—¿Qué es lo que sientes? Has hecho lo debido. No podías dejar la colada ahí abandonada ni traerla hasta casa —respondió él mientras se ponía una camisa por encima del vendaje—. Suerte que al final Charles me ha echado una mano.

Se puso su gorro y descendió para reunirse con su amigo Charles Jaquet, que lo aguardaba en el establecimiento. Lo tranquilizó con respecto a su estado y le ofreció una copa de vino para agradecerle su ayuda. Charles la bebió, se limpió los labios con la manga y le explicó el incidente del hombre salvaje, del que había sido testigo. Al no haber podido dar con el responsable del crimen de lesa majestad, los soldados franceses habían regresado a la rue de Grève y habían detenido a Hugues Comans, el charlatán, al que habían hallado postrado, sentado en el estrado. Había ofrecido poca resistencia, persuadido de que su documento tenía valor de salvoconducto y que pronto se desvanecería cualquier sospecha sobre él relacionada con un complot antimonárquico.

—Sin embargo, lo han encerrado en la torre de la Craffe —precisó Charles—. No parece que vaya a salir de ahí demasiado pronto.

—¿Y el hombre salvaje? ¿Está con él? —preguntó François mientras servía otra ronda de vino.

—¡Quita! ¡Sigue en el carruaje! Y todo el mundo le tiene miedo.

—¿Estás insinuando que nadie se ha atrevido a entrar?

—Nadie. Ni siquiera sin pagar, no sé de nadie a quien le apetecería acercarse.

Apuró su copa de un trago.

—¡Tal vez sea una criatura diabólica! —observó con la vista puesta en el rosario depositado sobre la cómoda—. ¡Aúlla como un animal salvaje!

—¡Pardiez, será porque tendrá hambre y frío! —replicó François mientras se masajeaba el vendaje—. Si su amo sigue encerrado un día más, ¡acabará por morir!

—¿Quién va a morir? —preguntó una voz a sus espaldas.

—¡Nicolas! —exclamó François al tiempo que daba un puñetazo sobre la mesa sin volverse.

Nicolas se plantó ante él.

—Lo siento, François, no tengo excusa alguna. Ninguna. Lo he olvidado…

El Erizo Blanco se incorporó con dificultad.

—Tu atolondramiento me va a costar unos días de reposo suplementarios —le dijo tras haberle explicado la situación.

—Lo siento —repitió.

—Tienes un verdadero don para la cirugía, un ojo y un diagnóstico infalibles, pero eres incapaz de recordar una cita. Lo tienes complicado para regentar un establecimiento. ¿Cuántas veces te lo habré dicho ya?

—Cientos de veces, François, cientos… Y me fui a recorrer las calles…

El Erizo Blanco suspiró.

—No hablemos más de ello. Estoy contento de que hayas vuelto a casa, muchacho. Los franceses están nerviosos.

—Dime, ¿quién se va a morir?

La imagen del carromato con el telón negro de Joseph Urfin le volvía a la mente sin cesar. El lamento del hombre salvaje desgarraba el silencio de la noche de vez en cuando, y la mayoría de los ocho mil habitantes de la ciudad podían oírlo con claridad. Estudió un buen rato sus libros, escribió sobre un papel apergaminado las últimas observaciones relativas a los pacientes de aquella semana y luego, al no conseguir conciliar el sueño, se decidió a salir. Jeanne lo oyó bajar las escaleras, rebuscar por la cocina y luego salir a la calle. Tampoco ella lograba conciliar el sueño, y a su inquietud por su marido se sumaba la que sentía por Nicolas, filial. Aguardaría su regreso.

El estrado y el carromato transformado en jaula de circo no habían sido trasladados. Allí solo había un soldado que luchaba contra el frío y el sueño junto a un brasero en vías de extinción. El salvaje profirió un alarido sordo y de poca potencia, lo que denotaba su agotamiento. A la luna le faltaba ya un pedazo y la niebla tenaz absorbía las migajas de luz que esta desprendía. Nicolas aguardó a que el centinela se adormilara y pasó por detrás de él, se deslizó entre el vehículo y el muro hasta la portezuela trasera y entró. La atmósfera estaba dominada por un violento olor a excrementos. Sus ojos se acostumbraron rápidamente a la oscuridad. El espacio había sido dispuesto de tal manera que la jaula ocupara dos terceras partes de la superficie y el resto quedara libre para la circulación de los espectadores. Nicolas dejó en el suelo la jarra de agua y el pan que había llevado consigo y se acercó a los barrotes. Distinguió la forma inmóvil del cuerpo de Joseph Urfin, tumbado sobre un jergón de paja. Su cabeza estaba vuelta hacia él. Sus ojos parpadearon. No dormía y estaba observándolo. Nicolas dio un paso atrás. El hombre se sentó lentamente y se apoyó contra la pared de madera. Al contrario de lo que había llegado a imaginar, su piel no estaba cubierta de pelos tersos y negros. Joseph era lampiño y tenía el cabello de un rubio veneciano, y unos rasgos finos y regulares. Era alto y poco musculado. No tenía nada de animal salvaje, aparte de su desnudez. Nicolas no sintió hostilidad alguna, simplemente curiosidad entremezclada con miedo. Tomó el pan y se lo ofreció. Joseph se aproximó a los barrotes. Permanecía sentado y aguardaba. Nicolas comprendió que debía ganarse su confianza y mordió uno de los extremos del pan antes de volver a ofrecérselo. El hombre, con un gesto amable, lo tomó y volvió al fondo de su jaula para comérselo. Idéntico ceremonial se repitió para la jarra de agua. Mientras la sostenía, Nicolas pudo observar las cicatrices de golpes en su espalda así como diversas fracturas mal consolidadas en las costillas y los brazos.

—¿Podéis comprenderme? —preguntó con cautela y articulando de manera exagerada.

Joseph le sonrió.

—Mañana. Volveré mañana.

Una nueva sonrisa del salvaje.

Nicolas salió y se escabulló silenciosamente entre los resquicios de la noche.

***

No había logrado dormirse y abrió la tienda más pronto que de costumbre. Su primer paciente fue el propio François, al que le había cambiado las vendas y le había cubierto la herida con una mezcla de la que se negó a explicarle la composición. El Erizo Blanco lo sintió como una humillación que le reconcomió durante todo el día, a pesar de las explicaciones de Nicolas acerca del juramento que le había hecho a quien le reveló el secreto. Tras ocuparse de la sífilis del notario, cada vez más reacio al tratamiento a medida que pasaba el tiempo, de la pierna de un hombre atropellado por un carruaje que circulaba demasiado rápido y de una herida por arma de fuego en el pecho que un soldado francés se había infligido a sí mismo, se dirigió al domicilio del burgués Richard Audoux, cuyo médico había aconsejado una trepanación debido a las recalcitrantes migrañas. A Nicolas, que solo la había practicado en dos ocasiones, le horrorizaba esa operación. La tasa de mortalidad era escalofriante, y para los supervivientes las secuelas a menudo eran graves e irreversibles. Prefería los tratamientos de los boticarios a base de mezclas de plantas e ingredientes diversos, que, para ciertos dolores, permitían conseguir una mejoría o incluso la curación con menores riesgos. El paciente parecía un hombre sensato y decía estar dispuesto a cualquier cosa para evitar la trepanación. Nicolas le propuso que se pasara al día siguiente por su establecimiento y le entregaría un bálsamo y una tisana que habría fabricado. Sabía que al hacer tal cosa acababa de infringir las reglas en vigor en su gremio de no cuestionar el diagnóstico de los médicos y no dispensar pociones médicas. Sin embargo, estaba persuadido de haber tomado la mejor decisión para su paciente. Richard Audoux, feliz al haberse librado de que le abrieran la tapa de la sesera, insistió en pagarle su visita sin aguardar a que su estado mejorara. Al salir, Nicolas hizo tintinear las monedas en su mano antes de guardarlas en el bolsillo de su abrigo. Había decidido entregarle todos sus honorarios a François para que este pudiera avanzar en la construcción de la Nina. De cualquier forma, no habría sabido qué hacer con ese dinero y no sentía necesidad de poseer más de lo que tenía. El alojamiento y la manutención, así como la posibilidad de comprarse libros y ropa, bastaban para sus necesidades. El tiempo se había vuelto más clemente y el aire ya no aguijoneaba el rostro como los días precedentes. De un nido colgado del saliente de un tejado, vio un pájaro alzar el vuelo piando. Dio por acabada su jornada laboral y se encaminó hacia la rue du Point-du-Jour.

Marianne se hallaba ausente y la criada no le indicó a qué hora regresaría. Nicolas se dirigió al librero Pujol, que poseía el mejor fondo de libros de medicina y cirugía de todo el ducado. A lo largo de los años, el hombre se había hecho amigo suyo y le permitía, cada vez que pasaba por Nancy, consultar las obras como habría podido hacerlo en una biblioteca. Cuando lo vio entrar en su tienda, Pujol cruzó el establecimiento y le dio un caluroso abrazo.

—¡Nicolas, supe por Delvaux de tu regreso y aguardaba impaciente tu visita! ¿Cómo estás, amigo mío? Tengo ahí un libro que te va a gustar —añadió sin darle siquiera tiempo a responder.

Cuando puso en sus manos La anatomía francesa, de Théophile Gelée, una reedición ampliada con un tratado de Guillaume Sauvageon sobre las válvulas cardíacas, Nicolas supo que no podría marcharse sin comprarlo. La Nina debería aguardar un poco más.

Luego se detuvo en la tienda de Malthus, el boticario de la rue des Dominicains, para aprovisionarse de plantas, aceites aromáticos y sales de diversos minerales. La tienda era muy atractiva, con una fachada de madera tallada y un interior que olía a trementina y mentol, con estanterías repletas de cientos de botes y frascos que encerraban los secretos del químico boticario. El mostrador, amplio y acogedor, lo regentaba la patrona. Ella era también la encargada de transmitir las noticias, en particular los comadreos acerca de los notables de la ciudad, en lo que se había convertido en una verdadera especialista. Observó que en la lista que Nicolas le había entregado figuraban sales de mercurio e hizo un mohín.

—Decidme, señor Déruet, ¿acaso tenéis a algún enfermo de sífilis en vuestro establecimiento? Me preguntaba si nuestro notario, que partió precipitadamente camino de París, no habría hecho un alto en casa de maese Delvaux…

Dio la callada por respuesta y se contentó con hacerle añadir polvo de cuerno de ciervo a la lista, cosa que ella no alcanzó a interpretar y la dejó perpleja respecto a las conclusiones que podía extraer.

—No molestes a mi amigo Nicolas con tus habladurías —dijo Gabriel Malthus al salir de la trastienda.

Ella se encogió de hombros, le entregó la lista y prosiguió su lectura de La Gazette de Hollande. Gabriel depositó la lista sobre el mostrador sin siquiera mirarla. Los dos hombres se retiraron a la cocina.

—¡A veces me da la impresión de que solo aprendió a leer para devorar esas revistas de chismes! —declaró—. Al margen de eso, es una esposa perfecta. Y todos tenemos nuestras pequeñas manías, ¿no es cierto?

La del boticario estaba relacionada con la búsqueda de un elixir de la longevidad. Gabriel trataba desde hacía años de dar con una fórmula que le permitiera aminorar el envejecimiento del cuerpo, empezando por el suyo. Sin embargo, la suerte no le había sonreído y lo había dotado de una constitución frágil. A sus cuarenta y seis años aparentaba diez más. Tenía la espalda encorvada, la cabeza hundida entre los hombros y la piel arrugada como la de los trabajadores del campo y salpicada de manchas negras cada vez más numerosas. Su barba gris espesa e hirsuta, que se negaba a cortar, unida a unos cabellos con abundantes claros, largos y descuidados, acababa de darle el aspecto de un viejo de salud precaria.

—Estoy a punto de conseguirlo —concluyó como si tratara de convencerse a sí mismo—. Dime qué te parece —pidió a Nicolas mientras le servía el último avance de su fórmula, una mezcla de más de veinte plantas y extractos de órganos de animales, de la que por precaución ocultaba cada nueva receta en un lugar diferente de su establecimiento.

Bebió su dosis e hizo chasquear la lengua, como si el efecto vigorizador fuera inmediato. Nicolas tragó la suya. El conjunto había macerado en un alcohol fuerte, principal causa de la sensación de euforia.

—¿Cómo les van los negocios a los barberos? —preguntó Gabriel, que sabía lo mucho que Nicolas detestaba la parte capilar de su oficio.

—Bien. ¿Y los de los refrescadores de traseros? —respondió aludiendo a la práctica de los enemas, ya que constituía el principal negocio de muchos boticarios.

—¡De maravilla!

Ese intercambio se había convertido en un ritual cada vez que se reencontraban.

—Nicolas, estoy contento de que hayas vuelto —continuó Gabriel mientras se servía otro trago de su elixir—. Entre mis amistades se encuentra una persona de alcurnia que sufre un cálculo biliar. Hasta ahora nada se lo ha aliviado, ni siquiera mis remedios. Sus médicos le han propuesto que se opere, pero de momento ha rechazado todas las ofertas, incluso la de Charles-François Félix.

—¿El primer cirujano del rey de Francia?

—En persona. Estaba de acuerdo en venir a operarlo a Lorena.

—¿Quién es para ser digno de tanto interés?

—No puedo revelarte su nombre. Pero conoce tu reputación. Varios allegados, entre los que me cuento, han conseguido convencerlo de que se deje operar por ti.

—¿Por mí?

—Eres el mejor.

—¡Félix es mucho mejor que yo!

—Eres el más preciso y el más rápido. Nadie es capaz de eliminar la piedra como tú. Puedes estar seguro de ello.

La patrona entró y la conversación cesó de inmediato. Sin ninguna prisa, cogió un mortero y una mano de mortero del armario de la vajilla y buscó un paño limpio. Los dos hombres la contemplaron, mudos.

—Parecéis dos confabuladores —dijo ella al salir, sin aguardar una respuesta.

—¡Esa es la opinión de una experta! —le espetó Gabriel antes de cerrar la puerta para mayor seguridad.

—¿Por qué ese hombre oculta su identidad? —preguntó Nicolas.

—Porque oficialmente no puede hacerse operar por un ambulante del campo, por muchas cualidades que este reúna, tras haber declinado la oferta de los más afamados cirujanos. Comprenderás que en tales circunstancias todo debe quedar en secreto.

—Ese paciente, por ilustre que sea, me parece muy complicado. Dile que me siento honrado por la confianza y la estima que le merezco, pero que hay otros tan capacitados como yo para sanarlo.

—¡Solo lo hará contigo! —exclamó Gabriel dando muestras de hartazgo—. Y si lo haces con éxito, la recompensa serán cinco mil libras de plata. Sé que ese argumento no sirve para ti, pero me ha pedido que te lo haga saber.

—Que enriquezca a Félix, ¡por mí no hay problema! —respondió Nicolas, y se encaminó hacia la puerta.

Malthus se cruzó en su camino, impidiéndole salir.

—¡Nicolas, me he comprometido en tu nombre! ¡No puedes dejarme en la estacada!

La mirada de Nicolas se volvió más negra que un cielo de tormenta.

—Pero ¿con qué derecho…?

—No puedes curar solo a los pobres, piensa también en los sufrimientos de los poderosos —dijo Gabriel en una tentativa tan desacertada que pareció una broma y disipó la tensión naciente.

—Pensaré en ello, solo lo pensaré. ¿Cuándo padeció el último ataque?

—Hace dos semanas.

—Esperemos al siguiente. ¿Realmente es tan poderoso tu amigo?

—¿Quieres una prueba? Habla, pide y verás.

—Lo siento, no quiero deberle nada a ese hombre. No quiero deberle nada a nadie, sea quien sea.

—Te equivocas, Nicolas. La independencia no existe y tu postura es insostenible. Todos necesitamos a los demás. Cuando tengas mi edad, lo entenderás.

Su mujer llamó a la puerta.

—Confabuladores, ¡necesito vuestra ayuda! No alcanzo hasta el frasco de agua de nicotiana. Está demasiado alto.

—¿Utilizas nicotiana? —preguntó Gabriel—. ¿Para qué?

—Cada uno tiene sus secretos, amigo.

Al otro lado de la puerta, la patrona se impacientaba. Nicolas tapó con cuidado la botella de elixir y se la guardó en el bolsillo de su abrigo.

—Me la llevo para uno de mis pacientes. Lo necesita más que tú y yo juntos.

***

En su segunda tentativa en la casa de beneficencia de Saint-Epvre se llevó la sorpresa de que lo recibiera Marianne en persona. Ella se mostró contenta de volver a verlo, como si el tiempo transcurrido desde la víspera hubiera supuesto una espera de varios meses. Lo condujo a su apartamento, que se componía de una alcoba y una cocina, y se hallaba situado en la primera planta de la casa del burgués Pierre Diart. La notable superficie de las estancias sorprendió a Nicolas, así como la riqueza de la ornamentación de las mismas.

—Nada de todo esto me pertenece —precisó ella ante su mirada impresionada—. Aquí no soy más que la comadrona.

Él se situó ante un inmenso espejo de pie y se contempló sin complacencia.

—Sí, parezco un mendigo —proclamó simulando que pedía limosna.

Ella se rió y se situó tras él. Sus ropas se rozaban. Él sentía su aliento agradable en la nuca. Se contemplaban, silenciosos, a través de sus reflejos en el espejo. Él retrocedió imperceptiblemente para arrimarse al cuerpo de Marianne. Ella lo abrazó por la cintura y apoyó la cabeza contra su hombro. Se sonrieron. Él se volvió despacio y la besó en los labios, y luego hundió la cabeza entre sus cabellos y se arrebujó contra su cuerpo. Ella hizo lo mismo. Sentían cómo sus corazones se embalaban y sus respiraciones se aceleraban al unísono. Metió la mano bajo la camisa de Marianne y le acarició el vientre a través del corsé, y acto seguido ascendió con suavidad hacia su pecho.

—No… —le susurró ella al oído—. Nicolas, no…

Él aflojó su abrazo poco a poco.

—Sé que vuestro impulso es sincero, que no sois uno de esos seductores que desaparecen en cuanto han cometido su agravio, pero no somos marido y mujer. No deseo comportarme como una chica desvergonzada, ni deseo que me toméis por tal.

Él la asió de las manos y se las besó.

—Lamento mi apresuramiento, Marianne. Soy el único culpable del mismo. ¡Sin embargo, lo que siento por vos es tan fuerte!

—¡También yo estoy trastornada, no os lo voy a ocultar!

—En tal caso ¿me perdonáis?

Ella le acarició el cabello.

—¿Qué podría reprocharos? Acabáis de obsequiarme una dulce emoción. Sabed que me cuesta mantener este discurso, que mi deseo es parejo al vuestro, pero deberemos armarnos de paciencia.

Nicolas asintió adoptando un aire abatido.

—Pero ¡qué ello no os impida abrazarme! —añadió ella, y lo condujo frente a la chimenea de llamas adormiladas—. Me vais a leer ese libro que habéis comprado en la librería de Pujol, ¿queréis?

Marianne depositó un tronco sobre el hogar, se sentó en el suelo y lo invitó a sentarse a su lado. Nicolas extrajo la preciada obra de su bolsa y se arrimó a ella. Permanecieron un buen rato sin decirse nada, con los ojos cerrados.

—Habladme, Nicolas, que me llene de vuestra voz —murmuró ella mientras apoyaba su cabeza contra el vientre de él.

Él le explicó su visita nocturna al carromato del salvaje y le habló de su intención de regresar aquella misma noche. Había previsto darle a beber el elixir de Malthus para que recobrara fuerzas.

—Llevadme con vos —pidió ella acentuando su súplica con una implorante mirada.

Nicolas aceptó sin rechistar. La situación no se le antojaba peligrosa. Luego hojeó La anatomía francesa deteniéndose a cada pregunta de Marianne, leyendo las descripciones, añadiendo sus propios comentarios y provocando los de ella.

Al anochecer, la luz que el fuego desprendía se reveló insuficiente. Ella se levantó para disponer algunas velas alrededor de ellos y las encendió. Ninguno se fatigaba de contemplar el rostro del otro, sobre el que bailoteaban las sombras y las luces de las llamas que devoraban las mechas. Cuando el carillón de la iglesia de Saint-Epvre dio ocho secas campanadas, Marianne se puso en pie de inmediato y cogió el pan que destinaba a las comidas del día siguiente.

—Vayamos a saludar al señor Urfin —declaró antes de apagar las velas.

El olor a cera caliente invadió la estancia.

***

Oyeron el lamento del salvaje antes de llegar siquiera a la rue de Grève. Cuando ante su vista apareció el carromato de telones negros, el entorno ya no era el mismo.

—¡Menudo plantel! —exclamó Nicolas al ver a los cuatro centinelas allí apostados.

—¿Qué hacemos?

Dos soldados se calentaban junto a un brasero mientras los otros dos montaban guardia frente a la portezuela del carromato.

—No hay manera de entrar sin que nos vean.

—Tal vez le han dado de comer.

El grito dolorido del prisionero sirvió de respuesta.

—Qué se le va a hacer, dadme el pan —dijo él con la mano tendida—, voy para allá.

—Pero ¿cómo lo vais a hacer?

—Hablaré con ellos. Pediré que me dejen entrar.

—¿Por caridad cristiana? —preguntó ella, dubitativa.

—Digamos que tengo con qué negociar —dijo, y se sacó del bolsillo cinco francos que le quedaban de su jornal.

Marianne se había apostado en la esquina de la callejuela que rodeaba la iglesia de Saint-Nicolas, desde donde podía observarlo mientras trataba de convencer a los soldados franceses. Si acaso lo detuvieran, tenía la consigna de ir a avisar a François Delvaux para ponerlo al corriente de la situación. La entrevista fue breve. Vio cómo pagaba a los hombres y acto seguido les entregaba el pan y la botella que contenía el elixir. Se habían negado a permitirle entrar. Los lamentos de Joseph habían cesado. Cuando Nicolas se alejó, volvieron a empezar, redoblados. Se unió con Marianne en la oscuridad y le explicó que solo había logrado obtener una promesa de que le entregarían los alimentos al prisionero a cambio de la recompensa. Los cuatro soldados se hallaban en aquel momento en acalorada conversación. Uno de ellos cogió los alimentos y se dirigió al carromato. Lo atrapó uno de los otros, y entre todos le impidieron entrar. Acto seguido se pelearon y el soldado se rindió.

Nicolas y Marianne vieron a los vencedores repartirse el pan y beberse el remedio como si fuera peor que un vino de tres al cuarto. Uno de ellos estrelló la botella contra el carromato. Se rompió con un estrépito de cristal roto.

—Se acabó. Lo siento —dijo Marianne para consolarlo.

—Aún no. Sé qué me queda por hacer.

—¿Qué?

—Pedirle un favor a un amigo de Malthus. Veremos si es tan poderoso como dice ser.