Capítulo 10

Nancy, del 11 de mayo al 17 de agosto de 1698

El marqués de Huxelles, gobernador de Estrasburgo, contempló cómo el convoy se abría paso entre las filas de la caballería francesa que le rendía honores. Según las órdenes que había recibido de Versalles, había agasajado al duque Leopoldo como si del rey en persona se tratase. El soberano, que había partido de Viena, se detuvo la víspera en una ciudad invadida por numerosos loreneses que regresaban del exilio y que aguardaban para volver a Nancy en su compañía. Los que habían podido acercarse a él lo describían como un joven agraciado, dulce y bondadoso. Y quienes no habían tenido la ocasión amplificaban los cumplidos hasta convertirlo en un icono de santidad. Huxelles se sentía satisfecho ante el deber cumplido y mostraba su reconocimiento hacia Leopoldo, pues aquella mañana este había escrito a Luis XIV para agradecerle la acogida real del gobernador. Igualmente, se sentía aliviado tras la negativa del duque de Lorena a ser escoltado por tropas francesas hasta su Estado. Los gentilhombres y burgueses loreneses se habían organizado en compañías para proteger a su soberano a lo largo del trayecto. La heteróclita columna estaba compuesta por treinta y seis carruajes de vivos colores, centenares de carros que transportaban al servicio y el mobiliario de la casa de Lorena, setecientos caballos traídos de Hungría, tirados por haiduques[12], y camellos, montados por prisioneros otomanos que, en particular, provocaban la sorpresa y atraían la curiosidad de los habitantes de las ciudades y pueblos que atravesaban. A esa columna se habían sumado todos los exiliados que se unían al duque por el camino. Al igual que un caudal de agua que creciera al verterse en él sus afluentes, el río humano serpenteaba a lo largo de más de tres kilómetros a su llegada al ducado.

Leopoldo miró con ternura a su hermano pequeño, el príncipe Francisco, que no se cansaba de responder a los saludos de la población con la que se cruzaban por el camino. A sus nueve años, solo había conocido la corte de Austria y sus fastos comedidos.

—Los loreneses son amables —dijo tras atravesar una aldea donde varias familias salieron de sus granjas para aplaudir al paso de su carroza.

—Están felices por recobrar la paz que les debemos —respondió Leopoldo.

Una nube ensombreció sus pensamientos. Ehrenfried Creitzen, sentado frente a él, lo advirtió. Su antiguo preceptor lo conocía muy bien y sabía que la pena por la muerte de su madre, acaecida seis meses antes, aún no se había extinguido.

—A todos nos hubiera gustado verla entre nosotros en este viaje. Trabajó mucho para que llegara este momento.

—¿Quién? ¿Habláis de mi madre? —preguntó Francisco, quien sin embargo no parecía prestarles atención.

Leopoldo dirigió una mirada de reproche a Ehrenfried y decidió cambiar de conversación.

—Estoy impaciente por ver a François de Carlingford y al padre Le Bègue, a quienes tanto he echado en falta.

—¿Y a mamá? ¿La veremos allí? —prosiguió Francisco a la espera de una respuesta.

—Mamá está en el paraíso con nuestros antepasados —respondió el duque en tono sobrio—. Mirad a esa gente, os están saludando —añadió a la vez que les devolvía el saludo.

—Pero ¿no es ahí adonde vamos? ¿A la ciudad de nuestros antepasados? —insistió Francisco—. ¡Pues ahí tiene que estar nuestra madre!

—Mi querido señor hermano, sois un ángel. El padre Creitzen os explicará dónde se encuentra nuestra madre. Lo más importante es que penséis a menudo en ella y que ocupe un lugar importante en vuestro corazón —dijo para dar por terminada la conversación.

El convoy se detuvo a la entrada de un pequeño pueblo. Un gentilhombre lorenés se situó a la altura de su carroza.

—Alteza, ha llegado una milicia constituida de forma espontánea en Nancy para escoltaros.

—¿Dónde nos hallamos, señor de Spada? —preguntó Leopoldo a la vez que se asomaba por la portezuela para verlos.

—En Blâmont, alteza.

Leopoldo descendió y fue a su encuentro entre vítores. La tropa estaba compuesta por unos sesenta jinetes, vestidos con trajes blancos de gala, y ochenta hombres a pie, armados con arcabuces, que se presentaron como la compañía de los Buttiers. El convoy reanudó la marcha, escoltado por los recién llegados en un desorden alegre y despreocupado.

Tras un invierno largo y duro, la primavera aún no parecía dispuesta a asentarse en Lorena, pero todos recordaron que aquel día el sol brilló sobre aquellas tierras, tal vez simplemente porque lo habían anhelado con fuerza.

***

Rosa cumplió su palabra, pero las pesquisas que había iniciado conducían todas a la misma conclusión: Marianne había abandonado el ducado. Su rastro se perdía a su salida de Nancy. Nicolas no se conformaba con ello, pero su trabajo en Saint-Charles le ocupaba todo su tiempo. El cirujano de los pobres, como la madre superiora lo había bautizado, desempeñaba su oficio cada día desde el alba hasta más allá de la puesta de sol, domingos incluidos. Consagrado a las autopsias y embalsamamientos, sin dar descanso a su cuerpo ni, sobre todo, a su mente. Azlan trabajaba con denuedo a su lado, pero Nicolas refrenaba sus ardores y lo había obligado a descansar los domingos. El joven gitano, que había aprendido a escribir en cuatro meses, tenía una caligrafía redonda y fluida que a Nicolas le parecía muy legible. Le había encargado que escribiera la descripción de los casos que trataban. El doctor Bagard, a quien la idea le parecía interesante, le pidió que también dejara constancia de sus observaciones. Azlan se dividía entre ambas salas, y eso contribuía a que la relación entre médico y cirujano fuera excelente. Las finanzas del establecimiento mejoraban, y Nicolas pudo lograr que le compraran varias cajas de vino al Erizo Blanco que, a falta de saciar paladares sedientos, serviría como complemento de los anestésicos utilizados. Dado que la posada del Chat qui Boit, al igual que otras posadas de la ciudad, le había cerrado sus puertas en provecho de los vinos extranjeros, el pedido de Saint-Charles permitiría a maese Delvaux prolongar su actividad uno o dos meses. Nicolas le había propuesto que fuera a trabajar con ellos, pero sabía que su antiguo maestro era tan testarudo que solo aceptaría una vez él y su negocio se hubieran ido a pique. Aunque nunca se hubiera echado a la mar, tenía alma de capitán. Por el contrario, la construcción de la Nina había avanzado: ya estaba puesto el mástil y en un taller lionés estaban montando el velamen.

—Voy a confesarte un secreto, hijo —dijo el Erizo Blanco, que había ido a saludarlos a Saint-Charles—. He conseguido pagar las velas con cajas de vino. ¡También yo acabaré exportando mi mercancía!

Su carcajada resonó en todo el hospital. Se marchó tras acordar un nuevo pedido de vino que Nicolas destinaba al hospital Saint-Julien.

Azlan desplegó una hoja, abrió el tintero y mojó la pluma, que rechinó sobre los bastos hilos del papel.

—Jueves, 22 de mayo —murmuró completamente concentrado en su trabajo.

Iniciaba cada jornada con aquel ceremonial del que estaba orgulloso. Más tarde, tras las consultas y las curas, anotaría los casos que hubieran tratado. Luego aquellos papeles se sellaban y las monjas se ocupaban de conservarlos para que pudieran ser útiles a los propios enfermos o a futuros cirujanos.

En el momento en que Nicolas deshizo las vendas de sus manos, hasta ellos llegó un alboroto y entró una mujer con una criatura inanimada en sus brazos.

—¡Ayudadme, por piedad, ayudadme!

Azlan cogió a la chiquilla y la tendió con precaución sobre la mesa de operaciones cubierta con un paño oscuro. Nicolas había observado que las manchas de sangre sobre la tela blanca aumentaban la crispación y el miedo de sus pacientes y había hecho fabricar unos paños teñidos de azul oscuro.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó al tiempo que se frotaba las manos para aumentar sus sensaciones táctiles.

A la pequeña Marie le había caído encima una tabla de madera que estaba apoyada verticalmente contra la pared de la casa vecina. La tabla, larga y gruesa, había resbalado y le había dado a la niña en la parte izquierda del cráneo. Marie gritó y perdió el conocimiento. Mientras la madre, aturdida, relataba el accidente con frases entrecortadas, Azlan preparó unos paños impregnados de un elixir antiséptico.

Nicolas limpió suavemente la herida, larga y oblicua, por la que se podía ver el hueso.

—Parietal y temporal derechos —dijo a Azlan para indicarle el alcance de la fractura.

Ninguno de los dos hacía ningún comentario alarmante para no asustar a la madre, postrada en un rincón de la habitación y acompañada por la hermana Catherine, pero la situación era crítica.

Limpió la sangre que manaba por la fosa nasal derecha y verificó que no hubiera otras heridas a consecuencia del golpe. No tenía ningún miembro fracturado. El pulso era lento pero suficientemente vigoroso y la respiración era regular. El cuerpo de la chiquilla sufrió una convulsión, pero no se despertó. La conmoción la había sumido en un estado de inconsciencia. Nicolas cubrió la herida con una compresa impregnada de polvo de raíz de iris y aristoloquia para evitar la hemorragia. Cambió la compresa al cabo de unos minutos y luego lo hizo media hora más tarde; la tercera tardó ya dos horas en empaparse de los fluidos que exudaba el cráneo. Intentaron que la niña bebiera una infusión vulneraria, pero seguía inconsciente y la vomitó. Decidió no hacerle una sangría y trasladó a la niña a una cama con cuidado de mantener la cabeza alzada para evitar un gran flujo de sangre en el cráneo. Marie descansaba, ligeramente inclinada hacia el lado de la fractura. Por la tarde, aún no había abierto los ojos y su madre hizo llamar a un cura para que le diera la extremaunción, pero Nicolas se apresuró a echarlo.

—Curaremos a su hija y haremos cuanto esté en nuestra mano para que despierte pronto. Confiad en nosotros, señora —dijo ante la mirada atónita de la mujer.

—Pero si ni siquiera le habéis hecho una sangría, ¡eso significa que mi hija se va a morir! —respondió entre sollozos.

—No se puede hacer nada más —añadió Azlan—. Creednos, una sangría no serviría de nada.

Ella lo miró desconfiada.

—Nosotros la velamos, id a acostaros —continuó Nicolas.

Una vez la madre se hubo marchado, el doctor Bagard, que se había mantenido al margen, se aproximó a los dos cirujanos cuando cambiaban las vendas empapadas de un líquido sanguinolento.

—Maese Déruet, no recurrir a una sangría podría ser muy arriesgado.

—Doctor, sé que mi decisión puede pareceros extraña, pero estoy convencido de que tal cosa la debilitaría aún más. Igualmente peligroso me parece utilizar un trépano. Ahora mismo está luchando por su vida y vamos a ayudarla con todos nuestros medios.

—No hablaba de la paciente, sino de vos. Si muere, os lo reprocharán. Todos sabemos lo que sucedió hace cuatro años. Tengo en gran estima vuestro trabajo y vuestra dedicación aquí, pero a veces hay que hacer una sangría como un acto… diplomático. Abusus non tollit usum[13]!

Bagard se marchó toqueteándose la barba. Azlan palmeó amistosamente el hombro de Nicolas.

—Aunque no he entendido lo que ha dicho, ¡tú tienes razón y ellos no!

—Si ella muere, seguro que me habré equivocado.

Decidieron velarla toda la noche. Nicolas despertó a Azlan al alba para abrir la consulta.

—Ha dormido tranquila —anunció—. Ha abierto los ojos y ha vuelto a dormirse. He cubierto el hueso con una gasa empapada en bálsamo de Fioraventi y toda la herida con bálsamo de Arceus y aceite rosado. Si se despierta de nuevo, ofrécele un caldo.

A mediodía fue a relevar a su asistente, que le anunció que la enferma tenía fiebre y que había sufrido algunas convulsiones que la habían hecho abrir los ojos.

—He aprovechado para que tomara un poco de lilio de Paracelso, pero ha caído de nuevo en el letargo —detalló Azlan—. Aún supura y le he cambiado las vendas. La madre está ahí, con el marido.

El hombre trabajaba como aparcero para un propietario que poseía numerosas tierras y su mujer se había colocado como criada en casa del mismo burgués, en la cocina. Nicolas les explicó con detalle lo que le sucedía a Marie y lo que pretendía hacer. Haría salir por la herida todas las materias que debían ser exudadas para que no hubiera ningún coágulo antes de suturarla definitivamente, pero no emplearía el trépano.

El padre meneaba la cabeza al ritmo de las explicaciones del cirujano y no dejaba de estrujar el sombrero entre sus manos.

—Ah, bien, bien… Pero ¿cuándo vuelve a casa con nosotros?

—Deberá quedarse aquí algunas semanas, hasta que los huesos de las fracturas vuelvan a soldarse —dijo Nicolas mientras veía a la madre bajar la mirada.

—Ah, bien, bien… Pero es que no somos ricos, ¿me entendéis? He venido a por la Marie y mi mujer se ocupará de ella.

—No tendréis que pagar nada a la casa Saint-Charles. Esto es una casa de beneficencia —explicó Azlan.

—Ah, bien, bien. Pero ¿cuándo podrá volver mi hija a casa? —insistió el hombre—. En casa la necesitamos.

Nicolas no respondió y les rogó que lo siguieran. La obstinación del padre le parecía indecente. Su hija aún no estaba a salvo. Llegaron al antiguo dormitorio que había sido acondicionado como habitación común y en la que había una veintena de camas en dos hileras. La mitad estaban ocupadas por pacientes. A la niña le habían puesto un gorro que le envolvía el cráneo, así como las vendas que le cubrían la fractura y la herida. Desde su llegada, Marie solo había abierto los ojos unos segundos en varias ocasiones. Cuando entraron, estaba dormida. Sus rasgos parecían relajados, pero tenía la frente cubierta de sudor provocado por la fiebre. Una mosca se había posado en su mejilla y movió las alas cuando el grupo rodeó a la chiquilla. El insecto alzó el vuelo cuando la madre se inclinó para darle un beso en los labios a su hija.

—No se la puede trasladar, pues necesita nuestras curas a diario —explicó Nicolas a la vez que observaba la reacción del padre.

Este parecía contrariado. La mosca trató de posarse dos veces en su cráneo parcialmente descubierto, pero la espantó con un manotazo nervioso. Azlan ofreció al padre un vaso de vino y los dos fueron a buscarlo a la cocina. A solas con la madre, Nicolas se sentó junto a ella. La oía murmurar sus oraciones.

—Tenéis una hija muy guapa. Y valiente. En estos momentos lucha para que venza la vida y ese combate debe llevarlo a cabo ella sola. Está bien que estéis a su lado para darle ánimos con vuestra presencia. Venid tan a menudo como os sea posible, señora, es lo mejor que podéis hacer por ella.

—Lo intentaré —dijo la mujer—, lo intentaré…

Sus ojos estaban enrojecidos por la pena e hinchados por la falta de sueño.

—¿Podéis explicarme cómo sucedió? —preguntó Nicolas amablemente.

La madre le describió de nuevo la caída de la tabla.

—En ese caso ¿podéis explicarme por qué no he hallado ningún trozo de madera en su cuero cabelludo, ni siquiera una astilla, nada de nada?

Ella bajó la vista.

—Yo… no sé… —murmuró.

La mujer miró hacia la puerta. La voz animada de su marido llegaba hasta ellos desde la cocina.

—Hay algo… Hay algo que deberíais saber, maese Déruet.

***

Azlan retiró las patatas que había asado a la brasa en la chimenea, ensartadas en la hoja de una espada, y las depositó en sus platos.

—¡Ya verás, son deliciosas! —le dijo a Nicolas, que olisqueaba el aroma que desprendían.

—Es la primera vez que tomo un alimento para ganado —comentó Nicolas mientras contemplaba la patata que había clavado con su escalpelo.

Azlan apartó la mano presuroso tras tocar una de las patatas con los dedos.

—¡El inconveniente es que tardan mucho tiempo en enfriarse! Mi familia, sin embargo, las comía a diario en Peterwardein. Incluso cuando no había trigo ni centeno, siempre era posible encontrar algunas patatas.

Decidió imitar a Nicolas y clavó con firmeza su bisturí en la patata. Luego la cortó en varios trozos, sopló un poco y los cogió con los dedos.

—¿Te he dicho que he recibido noticias de ellos? —preguntó Azlan antes de llevarse las manos a la boca y constatar que le había quedado fécula pegada a los dedos.

—No… ¿Cómo están Babik y la familia? —preguntó Nicolas mientras observaba divertido a su asistente lamiéndose la mano.

—Viven cerca de Buda y ha pasado una cosa formidable.

—¿Babik ha aprendido a nadar?

—Más formidable aún. ¡Tengo un nuevo hermanito! Se llama Dezso.

—Me alegro por ellos y por ti. Sinceramente. Tienes una familia estupenda, Azlan. Si hubiera tenido una, me hubiera gustado que fuese como la tuya. ¡A pesar de las patatas! —añadió tras mordisquear la piel carbonizada de la suya.

—¡He olvidado decirte que lo mejor está debajo de la piel!

—¿Maese Déruet?

La voz, desconocida, interrumpió su conversación. De pie en la puerta de la cocina, un oficial con uniforme del regimiento de la guardia recién creado por Carlingford agitó el mensaje que llevaba en la mano. Nicolas se incorporó y lo invitó a comer con ellos, pero el hombre rechazó el ofrecimiento. Esperaba una respuesta a la carta que el conde enviaba al cirujano, y la vista de aquella comida para cerdos en sus platos le resultó repugnante. Nicolas abrió el sello de la carta y la leyó en silencio.

—Debemos irnos de inmediato —apremió el soldado.

—¿Qué sucede? —preguntó Azlan, que se había aproximado.

—Nuestro duque se halla en Lunéville y el conde de Carlingford va a reunirse con él —le informó Nicolas tendiendo la carta al oficial—. Me pide que lo acompañe.

—Su Alteza Leopoldo reclama vuestra presencia —precisó el oficial.

—¿Tiene algún problema de salud? —dijo Azlan interrogando a Nicolas con la mirada.

—Goza de buena salud, gracias a Dios —respondió el oficial—. Su Alteza no puede viajar a Nancy y desea reunir a sus allegados y a los fieles que lo han acompañado en las campañas de Hungría. El conde nos espera, maese Déruet. Vamos.

—Decid al conde y a nuestro duque que esa invitación me honra, pero que no puedo acudir. Lo lamento, pero tengo aquí una paciente que requiere toda mi atención.

El hombre, que no se esperaba semejante respuesta, se quedó mudo unos segundos, hasta que se serenó.

—Vamos… Eso no es posible… Su Alteza os espera.

—Yo me ocuparé de la niña —propuso Azlan.

—Cuento con ello —replicó Nicolas—. La velaremos por turnos hasta que se cure. Gracias por haber venido hasta aquí, teniente.

El militar titubeó. Nicolas se sentó y pidió a Azlan su pluma y el tintero. Escribió una respuesta en la carta, la enrolló y se la entregó al oficial del regimiento de la guardia. El hombre saludó y se marchó sin decir palabra.

—¿Qué has escrito? —preguntó Azlan, espoleado por la curiosidad.

Nicolas pelaba la patata con su escalpelo.

—¿Qué has escrito en la carta? —insistió el chico, y volvió a sentarse a la mesa.

—Llevas razón —respondió Nicolas con el ceño fruncido—, la carne está muy rica.

—¡Vamos, dímelo! —imploró—. Cuéntame el secreto, soy tu asistente, ¡soy como tu hijo!

—Azlan, solo nos llevamos trece años —bromeó.

—¡Soy tu hermano de sangre! ¡No se le oculta nada a un hermano, sobre todo si es el pequeño!

Nicolas acabó de comerse la patata en silencio, limpió su bisturí sobre un pedazo de pan, lo plegó y lo guardó en su bolsillo.

—Le he explicado al duque que una niña del ducado necesita mi ayuda y mis oraciones, y que entre tú y yo podíamos salvar a una inocente de las palizas de su padre.

***

Antes de entrar en el antiguo castillo de Carlos IV, un caserón de piedra ocre ocupado por el duque y su séquito, François de Carlingford observó con sorpresa la fila de personas, gentilhombres, burgueses y obreros entremezclados que serpenteaba a lo largo de la calle.

—¿Quiénes son esas gentes? ¿Qué hacen todos ahí? —preguntó al criado que fue en su busca.

En cuanto se anunció su llegada, los loreneses se habían precipitado a centenares para obtener audiencia con su nuevo soberano. Carlingford se inclinó ante Leopoldo, instalado en el gran salón de recepciones.

—Alteza.

—¡Dejaos de protocolos! ¡A mis brazos, mi querido gobernador! —respondió el duque interrumpiendo la sesión.

Se felicitaron calurosamente ante los rostros atónitos de los presentes. El padre Le Bègue, llegado la víspera, fue a saludar al conde.

—¿Queréis que tome nota de las peticiones? —propuso al duque, que aceptó de inmediato.

—Ocupaos de ello, padre, tengo tantas cosas que contarle a mi antiguo preceptor —respondió mientras lo llevaba a una estancia aparte.

Se sentaron junto a una ventana abierta que permitía disfrutar del agradable clima de finales de mayo. De la calle les llegaba el zumbido de la multitud que aguardaba con alegría.

—Contadme, excelencia, ¿cuál es la situación en Nancy?

El conde, que no desdeñaba los honores, apreciaba aquella denominación que a menudo le reservaban, pero le incomodaba cuando procedía del duque, por el que sentía una profunda admiración. Leopoldo lo sabía y a veces lo utilizaba para importunar a su regente, que era el único hombre en quien tenía absoluta confianza. «En igualdad con maese Déruet», pensó mientras leía el mensaje que Nicolas le había enviado. Su cirujano preferido tenía el don de sorprenderlo por su independencia de juicio y admiraba su integridad, aunque a veces llegara a irritarlo. Por lo menos, esos dos no lo traicionarían nunca.

Carlingford le resumió las ordenanzas que había dictado en su nombre y que le había traído para que firmara y se hicieran oficiales.

—Hemos ingresado el segundo pago del derecho de bienaventurada ascensión al trono y eso os permitirá una etiqueta acorde con vuestro rango, alteza —confirmó el conde—. Procederemos a la renovación del palacio ducal que los franceses no se han dignado a mantener apropiadamente.

—Querido conde, deberemos aprender a moderar nuestro rencor y su susceptibilidad, y sé que no va a ser tarea sencilla, lo admito. Sin embargo, somos muy pequeños al lado de nuestro vecino y no me gustaría ver sus botas pisar de nuevo alegremente los caminos de nuestro ducado. Tendremos que hacer gala de humildad para conservar esa independencia que hoy tan solo acaba de ver la luz.

—Lleváis razón, y es muy astuto, pero toda esa gente, nuestro pueblo, está impaciente por recuperar el orgullo y poder ir con la frente bien alta.

Como un eco, un hombre que aguardaba en la fila bajo su ventana se dirigió a sus vecinos:

—¡Nos ayudará, nuestro duque nos protegerá del extranjero!

Quienes lo rodeaban profirieron al unísono respuestas inaudibles.

Leopoldo se puso en pie, seguido por el conde, y se aproximó para oír la conversación. El hombre prosiguió:

—Nuestro comercio se ahoga a causa de las mercancías compradas a bajo precio fuera de nuestras fronteras, que destruyen nuestra actividad. Los impuestos nos esquilman por igual en años de penuria que en años de abundancia, y la soldadesca francesa ha acabado de exprimirnos y ha corrompido a nuestros ediles. Todo eso tiene que cambiar, y aquí estoy para decirlo, ¡aquí estoy para que me oiga!

Los demás lo aprobaron y cada uno añadió algún comentario. El conde cerró la ventana.

—Ese es el problema al que nos enfrentamos —declaró Leopoldo—. Luis XIV no nos ofrecerá una segunda oportunidad. Me gustaría reconstruir rápidamente las instituciones para dar estabilidad al Estado. Acabo de hablar con un hombre que se ha quejado de la existencia de bandas de aventureros, vagabundos de Egipto instalados en Lorena, que roban, saquean e incendian el campo aprovechando la indiferencia de las tropas francesas. Habrá que remediarlo de inmediato.

—Me ocuparé de ello. Ordenaremos su expulsión.

—Restableceremos el Tribunal Supremo y el barón de Canon tomará las riendas del mismo. Su tacto y su paciencia serán muy útiles. Quisiera igualmente que Jean-Léonard Bourcier sea nombrado fiscal general. Nos ha rendido servicios inmensos durante la ocupación francesa. Fue él quien organizó la huida de Nicolas Déruet para que se uniera a nuestras tropas. Los franceses querían colgarlo tras la muerte de su gobernador.

—Maese Déruet me ha solicitado ser declarado oficialmente inocente. No se conforma con la anulación de la pena. Quiere que se sepa la verdad respecto al dinero desaparecido.

—A veces es mejor dejar que el pasado se desvanezca entre las sombras —aconsejó el duque—. Pero, sea, el fiscal Bourcier se ocupará de ello en cuanto sea nombrado. Me he puesto en contacto con él y acepta poner sus conocimientos al servicio de nuestro Estado.

—El señor Bourcier es un hombre recto y competente, de enorme valor —concluyó François de Carlingford, orgulloso de las decisiones de su antiguo alumno, que había comprendido la importancia de rodearse de las mentes más brillantes del ducado en todos los terrenos.

—He pensado en otro hombre recto y competente para ser jefe de la casa de Lorena. ¿Lo adivináis?

—Hay muchos en el ducado. Solo hay que dejar de lado a los oportunistas. ¿Qué pensáis de Thiriot de Viray?

Leopoldo hizo un mohín.

—No, alguien de más envergadura y experto en los sutiles protocolos de las cortes europeas.

—¿Guillaume de Mantoue?

—Tenéis la modestia de no haber dicho vuestro nombre, mi querido conde, pero solo vos podéis haceros cargo de esa misión. ¿Aceptáis?

—Serviros es un honor, Vuestra…

—François Taaft, por Dios, ¡reservaos esas reverencias para las ceremonias! Y haced venir de inmediato a ese hombre que quería que lo escuchara. Quiero saber todo lo que Lorena espera de nosotros.

***

Jueves, 29 de mayo. Séptimo día. A la paciente le ha aumentado la fiebre y las convulsiones son más frecuentes. Su estado de debilidad letárgico es persistente y va acompañado de evacuaciones involuntarias extremadamente inquietantes. La paciente solo tiene algunos minutos de conciencia al día, durante los cuales el cirujano le hace ingerir gotas de lilio de Paracelso. El único punto positivo: ya no hay humores que supuren de la herida o entre los huesos separados.

Azlan sopló sobre la tinta para que secara más rápidamente y colocó la hoja a continuación de los otros informes. Miró a la pequeña Marie, a la que acababa de cambiarle las vendas. Se estremeció debido a un escalofrío que no la despertó. Sus labios se movieron pronunciando unas palabras mudas, varias veces las mismas, y luego se cerraron. La niña parecía sonreír. Le tomó el pulso, débil pero constante, y aguardó un buen rato durante el cual ella volvió a sufrir escalofríos. Tenía la piel húmeda y caliente. La madre se hallaba a su lado y rezaba desde su llegada sin ni siquiera mirar a su hija, absorta en su fervor para convencer a Dios Todopoderoso de salvarle la vida. El día anterior se confió a Azlan y le contó cómo su marido había golpeado a la niña con un atizador porque tenía miedo de ir a oscuras a buscar agua al pozo. Le contó los golpes que también ella había recibido a lo largo de los años, las costillas rotas y los dientes perdidos. Y ahora su hija. Querría denunciarlo, pero no tenía dinero. Todo le daba miedo: los jueces, su marido, la mirada de los demás. Solo le quedaba la ayuda de Dios, que se hacía de rogar, y de los dos cirujanos del hospital Saint-Charles.

Nicolas mantenía el tratamiento inicial, a pesar de la presión del doctor Bagard, que se había acrecentado. Azlan y él se relevaban junto a Marie sin descanso; temía que si la dejaba sin vigilancia, el médico quizá aprovecharía para imponer su credo: hacerle una sangría, utilizar eméticos o el trépano, lo que para Nicolas equivalía a condenar a su paciente.

—Ya has vuelto a meterte en una coyuntura peligrosa —le dijo el Erizo Blanco cuando Nicolas le resumió la situación.

—Lo que me importa es salvar a esa niña, no mi situación personal —respondió Nicolas mientras cogía una caja de vino que le tendía su amigo.

La depositó en la cocina, junto a las otras cuatro que acababa de descargar, y volvió a la entrada de la casa donde François Delvaux estaba pagando al transportista.

—Aquí tenéis —dijo, y le entregó unas monedas al hombre—. Cuatro florines de Lorena, lo convenido.

—Dijimos cinco —refunfuñó el cochero con la mano aún extendida.

—Cinco incluía la descarga —objetó—. Y de eso nos hemos ocupado mi amigo y yo mismo. ¿Estamos?

—Pero ¡si sois vos quien me ha propuesto descargarlo!

—Así es, y os habéis ahorrado un trabajo duro y eso os deja más energías para afrontar la próxima carrera. Eso bien vale un florín, ¿no creéis?

El hombre siguió refunfuñando, pero, como tenía prisa, no insistió. Tiró de las riendas e hizo que su carreta avanzara.

—Ven, volvamos —dijo Nicolas cuando una lluvia fina y silenciosa, empujada por el viento del oeste, empezaba a caer sobre la ciudad.

El Erizo Blanco pidió beber un vaso de vino de su mejor cosecha, de la que alabó los méritos con la labia y la palabrería de un vendedor ambulante. Luego se reunieron con Azlan junto al lecho de la enferma.

—¿Esta chiquilla es el objeto de tus desvelos? —preguntó François al tiempo que se quitaba el gorro y lo depositaba sobre la cabeza del joven gitano—. ¿Puedo? —añadió, y señaló las vendas que envolvían la cabeza de la pequeña Marie.

Le quitó las gasas y observó la herida aún entreabierta sobre los huesos del cráneo.

—He esperado cuanto he podido —explicó Nicolas—, pero hoy haré la sutura definitiva.

Maese Delvaux tomó el brazo de la jovencita y le pellizcó la piel. No reaccionó.

—Está delgada —dijo al ver su muñeca delicada.

—No come más que algo de caldo —intervino Azlan—. Ayer la hermana quiso darle una manzana asada, sin avisarnos, cuando estaba despierta.

—Y le subió la fiebre, ¿verdad? —preguntó el Erizo Blanco.

—Fiebre, escalofríos y tensión en el bajo vientre. Desde entonces no ha abierto los ojos. Te necesitamos, François.

—En otra vida tuve ocasión de ver casos parecidos. Sin embargo, desde la muerte de Jeanne me prometí que eso no se repetiría.

Miraron a la criatura en silencio, y eso extrajo a la madre de su fervor religioso. Parecía acabar de darse cuenta de la presencia de ellos.

—¿Habéis venido a ayudarnos, señor? —preguntó a François con los ojos fijos en él.

Este recuperó su gorro y se lo caló.

—Solo soy viñatero, señora, pero sí, haré cuanto esté en mi mano.

***

El gatito blanco se había detenido bajo el porche de la residencia del duque en Lunéville y se relamía concienzudamente la pata derecha, que había adquirido un color marrón tras la infructuosa cacería de un ratón en un jardín vecino. Sintió que se aproximaba una sombra y saltó a un lado en el instante mismo en que la rueda de un carruaje se detuvo en el lugar en el que estaba. El animal maulló de miedo y se precipitó al interior del palacete por la puerta entreabierta, y a punto estuvo de hacer caer al lacayo que salía a recibir a los visitantes. Ascendió con ardor la escalinata de mármol, aunque cada peldaño tenía el doble de altura que él, atravesó el pasillo de madera encerada en el que sacó las uñas para no resbalar y corrió hasta la puerta entornada. Entró, pasó entre las piernas de un chiquillo y sintió que lo alzaban del suelo.

—¡Aquí estás! ¿Dónde te habías metido? —preguntó el niño que lo había atrapado y lo sostenía en el aire.

—Francisco, dejad al gato tranquilo —dijo Leopoldo, que había seguido la escena desde su despacho—. Podría haceros daño.

—Yo me ocuparé de ello —intervino Carlingford, y se puso en pie.

El pequeño Francisco abrazó al gato y retrocedió.

—No, me lo quedo, ¡quiero seguir jugando con él!

El duque miró al conde de Carlingford.

—¿Puede transmitir la viruela?

—Lo ignoro, alteza, le preguntaré a vuestro médico.

—Luego, luego —dijo el duque—, acabemos con esas ordenanzas. Francisco, dadle ese animal al jefe de la casa e id con la institutriz a estudiar la lección. ¡Vamos, príncipe!

El niño no se lo hizo repetir. El aura de su hermano, que iba a dirigir un Estado, lo impresionaba y lo intimidaba hasta el punto de que ya no osaba enfrentarse a él como en la corte de Innsbruck.

Leopoldo firmó un decreto relativo a la nueva organización del Tribunal Supremo, en el que trabajaban desde hacía varios días y cuya versión final le convenía. Sin embargo, aquel 3 de julio se le hacía difícil concentrarse en sus deberes de Estado. Aguardaba el regreso de Versalles del marqués de Couvonges, quien debía anunciarle la respuesta oficial de Luis XIV a su petición de matrimonio con Isabel Carlota de Orleans, la hija de su hermano. El asunto se inició el año anterior, poco después del Tratado de Ryswick, cuando el marqués viajó en secreto a Francia para entrevistarse con el rey. Sin embargo, el día de esa audiencia fue el mismo en el que la noticia del fallecimiento de la madre de Leopoldo llegó a Versalles. El luto postergó la respuesta oficial de Luis XIV.

—Debería haber llegado ya. ¿Será una señal de mal augurio? —preguntó el duque cuando Carlingford le presentaba una nueva ordenanza relativa a la liberalización de los impuestos para los recién casados que se establecieran en el ducado.

Leopoldo estaba nervioso como un joven en su primera cita. Se puso en pie, echó un vistazo por la ventana y recorrió la estancia de un lado a otro, con las manos a la espalda.

—¿Creéis que he hecho bien en enviar con él a Rosa de Cornelli?

—Ya me lo habéis preguntado en más de una ocasión —respondió el conde, divertido—. Es una mujer temible que tras su belleza juvenil oculta a una notable y hábil negociadora. Entre ambos sabrán convencer al rey y a su señor hermano.

—¿Son pasos eso que oigo? —preguntó Leopoldo, que acababa de detenerse.

Alguien llamó a la puerta. El duque se sentó deprisa tras su mesa, cogió el primer papel que encontró y fingió leerlo. Carlingford abrió y dejó entrar a Couvonges y a la marquesa de Cornelli.

—¡Aquí están mis heraldos! —exclamó el duque, y los invitó a sentarse tratando de disimular su impaciencia—. ¿Qué tal el viaje?

—Hemos regresado al galope en cuanto el rey nos ha dado su respuesta —contestó Couvonges, y le entregó un pliego.

Leopoldo rompió el sello y lo leyó.

—Acepta… ¡Acepta! ¡Qué satisfacción!

—La ceremonia tendrá lugar en Fontainebleau el próximo octubre —precisó el marqués—. Hemos convenido que os representaría el duque de Elbeuf. El matrimonio se renovará en cuanto la duquesa llegue a Lorena.

—Acepta —repitió Leopoldo antes de dirigir una mirada a Carlingford.

Se puso en pie y tomó a Couvonges del brazo.

—¡Decidme más, contadme más cosas, amigo mío!

—El rey entregará a su sobrina novecientas mil libras al contado y su señor hermano añadirá doscientas mil libras pagaderas tras su muerte, así como trescientas mil libras en pedrerías.

—Eso está muy bien… Pero ¿cómo es ella? —preguntó el duque mientras conducía a Couvonges hacia el pasillo—. Vos la habéis visto, así que describidme a la futura duquesa de Lorena. ¿Cuál es su estado de ánimo?

—Es una mujer encantadora, que se alegra de pacificar nuestros dos Estados gracias a esta unión. Colmará a vuestra alteza.

Carlingford aguardó a que hubieran salido y se volvió hacia Rosa para interrogarla con la mirada.

—Es bajita, de rostro poco agraciado y lloró desconsolada al conocer la noticia, si queréis saber la verdad —dijo ella sin andarse con rodeos.

—Os agradezco vuestra sinceridad, Rosa.

—Ahora me toca a mí preguntaros: ¿la alegría de Su Alteza es debida a un arrebato amoroso por su prometida o a la protección que tal alianza ofrecerá a nuestro ducado?

—Al entrar a formar parte de la familia del rey, Lorena ya no es enemiga de Francia, querida —dijo él con una amplia sonrisa.

El duque reapareció en el umbral de la puerta.

—Carlingford, hay que hacerle un magnífico obsequio. Un collar y unos brazaletes de perlas.

—Podríais llevárselo vos mismo, alteza —dijo Couvonges, que se hallaba detrás de él—. Sería un gesto apreciado.

—Ya veremos —dijo Leopoldo sin volverse—. Primero debemos reconstruir nuestro ducado. Y añadid unos pendientes y unos anillos de diamantes. No dudéis en gastaros hasta trescientas mil… no, cuatrocientas mil libras. El rey debe saber la estima que tengo por él.

—Ahora somos nosotros los que tenemos al rey en nuestras manos —susurró Carlingford al oído de Rosa.

***

Al noveno día, la fiebre no había disminuido. Marie, como si la guiara el instinto de supervivencia, salía de su letargo tres o cuatro veces al día para beber los líquidos que le ofrecían, aunque en ocasiones los vomitara entre espasmos que casi la ahogaban, y volvía a cerrar los ojos. Cada vez temían que no volviera a abrirlos. El día anterior Nicolas se vio obligado a rehacerle la sutura, que había cedido durante una violenta crisis de vómitos. Había pasado parte de la noche releyendo las obras que trataban de las fracturas de cráneo, pero no había hallado una respuesta que lo satisficiera. Se había detenido a releer el libro de Harvey sobre la circulación sanguínea y se había dormido con el de Descartes, mientras en su mente tomaba forma una idea. Se había abierto camino en su sueño y lo había despertado por la mañana, imperfecta pero lo bastante convincente como para experimentarla.

—¿Un baño? ¿Pretendes bañarla para despertarla?

—Para que pierda el exceso de calor. Descartes dice que el calor del corazón mueve la sangre, y el de ella se ve aumentado por la fiebre. Los humores se ven perturbados. Si restablecemos la temperatura habitual del cuerpo se acelerará la curación. El agua nos ayudará como el líquido que rodea a los fetos.

El Erizo Blanco se frotó el mentón.

—El famoso sol bajo la seda del que hablaba Marianne. ¡Vaya…! En el peor de los casos, morirá limpia —declaró, y se arrepintió de inmediato de su salida de tono al ver la mirada torva de su amigo.

Fueron en busca de un balde y lo encontraron en el desván del hospital. El edificio había albergado una fábrica de calderos, y algunos habían quedado allí tras la expropiación de los terrenos. Transportaron el de mayor tamaño, de cobre y de forma oblonga, junto a la cama de la paciente. Encendieron la chimenea y calentaron el agua en el fuego. Al cabo de una hora, todo estaba listo. Azlan y François introdujeron a Marie con grandes precauciones en la bañera mientras Nicolas le mantenía la cabeza erguida y la fijaba con unas almohadas. Añadió al agua unas sales aromáticas y aceite rosado. El hospital disponía de un termómetro de Réaumur que sumergieron en el agua para verificar que la temperatura fuera de al menos treinta grados. Azlan reemplazaba regularmente el agua de la bañera con la que iban calentando al fuego. El tratamiento se prolongó durante dos horas y luego sacaron a Marie de la bañera, la secaron, le dieron unas fricciones y la tendieron en su cama. Repitieron la operación dos veces a lo largo del día, y en todo momento trataron de hablarle para ver si así la sacaban de su estado comatoso.

No lograron mayores éxitos que los días precedentes, pero la chiquilla bebió más de un litro de caldo y lo digirió bien. Al anochecer, parecía que la fiebre había remitido y que los escalofríos se hacían más esporádicos. La noche transcurrió en calma, y al día siguiente Nicolas decidió sumergirla de nuevo en el benefactor baño aromático. En cuanto la metieron en el agua, la niña abrió los ojos y se quejó de dolor de cabeza.

—Eso es buena señal —dijo el Erizo Blanco a la madre, que estaba muerta de preocupación.

La tarde del décimo día Marie permaneció despierta más de una hora, y Azlan tomó nota de ello con entusiasmo. La fiebre había disminuido, pero prosiguieron los baños durante varios días. La hermana Catherine les advirtió que la reserva de leña prácticamente se había agotado. François hizo que trajeran más leña de su propia reserva, prevista para el invierno, para paliar la escasez.

—Haya de la mejor calidad —precisó—. Compré demasiada, así que será mejor que la aproveche la chiquilla.

El decimoséptimo día interrumpieron los baños, cuando la niña ya comía alimentos sólidos y permanecía la mayor parte del tiempo despierta pero silenciosa. El cuadragésimo día, Nicolas observó una consolidación casi total. Solo una zona, situada entre el parietal y el temporal, del tamaño de una moneda, había producido una carne violácea y sanguinolenta. La eliminó con alumbre calcinado y recubrió la parte ósea con mantequilla de antimonio.

10 de julio de 1698. En el quincuagésimo día, la exfoliación es total y la cicatrización, perfecta. La joven paciente ha recuperado el peso y el apetito. A lo largo del día, sin embargo, aún mantiene períodos de ausencia y de melancolía de los que nadie logra sacarla. Nuestro cirujano ha pedido verla regularmente en Saint-Charles para seguir su evolución.

Azlan guardó aquella última página en el archivo y se reunió con el equipo que rodeaba a la pequeña Marie cuando esta se disponía a marcharse. Nicolas había obtenido que ella y su madre quedaran bajo la protección de Leopoldo. Irían a vivir al palacio ducal, donde la madre serviría en las cocinas. Nicolas denunció al padre por su violencia reincidente, pero la justicia, en plena reorganización, no decidiría acerca de su suerte hasta aproximadamente un año después.

—Por lo menos, durante ese tiempo no podrá acercarse a ellas —concluyó el Erizo Blanco—. Y vigilaremos para que así sea.

La niña sonrió y articuló un agradecimiento silencioso antes de seguir a su madre, que cargaba con sus escasas pertenencias hacia su nueva vida.

—Un nuevo salvamento extraordinario de maese Déruet —añadió François al verlas alejarse.

—Sin vosotros dos no lo habría logrado jamás —respondió Nicolas—. La energía de un solo hombre no hubiera bastado. ¿Y si probamos el regalo de la madre de Marie?

Los tres cirujanos se hallaban reunidos alrededor de la mesa de la cocina de Saint-Charles y devoraban la tarta de mazapán.

—Según los rumores, y debido a la mala cosecha, nuestro duque pronto prohibirá los pasteles y la venta de trigo fuera de las fronteras del Estado —comentó Azlan.

—¿Y de dónde sacas tú esas informaciones, jovenzuelo? —preguntó maese Delvaux.

—De mis compañeros del juego de pelota.

—No me habías dicho que jugabas a la pelota —dijo Nicolas con un tono de reproche.

—¿Y por qué tendría que contártelo todo? ¡Este último mes estabas muy ocupado!

—¿A qué sala vas? —preguntó el Erizo Blanco mientras se chupaba los dedos.

—A la del palacio ducal.

—¡Mira tú por dónde! ¡Si tiene entrada en palacio! No me extraña que estés tan bien informado.

—¿Es gracias al conde de Carlingford? —preguntó Nicolas.

Azlan negó con un movimiento de la cabeza sin responder de palabra. Le divertía haber despertado así su curiosidad.

—¡Qué más da! —remató Nicolas, que se había dado cuenta de su juego y quería cambiar de tema para que reaccionara—. A mí no me importa mientras no te lastimes los dedos.

—Y también he sabido que el duque acaba de proclamar una ordenanza acerca del comercio de vinos —añadió Azlan.

—Pues llega un poco tarde, yo ya me rindo —dijo el Erizo Blanco, que se había puesto en pie—. Pero ¡eso no nos impedirá vaciar una de mis botellas!

La tomó y llenó las jarras hasta el borde.

—¡A la salud de Marie y del futuro de la cirugía! —exclamó.

Alzaron sus jarras y las entrechocaron.

—¿Eso significa que aceptas unirte a nosotros en Saint-Charles? —preguntó Nicolas, que comprendió la solicitud implícita de su amigo.

—Creo que lo pensaré. Acabo de vender mi viña a un amanuense. Mi pobre Jeanne no me va a reprochar que cambie de opinión. Y a fin de cuentas, muchacho, ¿qué ha escrito el duque acerca de los vinos?

El joven gitano pareció súbitamente perturbado.

—Que los vinos extranjeros ejercen una competencia desleal. Ha… ha ordenado que quienes posean esos vinos los hagan salir de nuestro Estado a más tardar dentro de quince días.

—¡Qué dices! Pero ¿qué estás diciendo? —exclamó el Erizo Blanco, que a punto había estado de ahogarse con un bocado de mazapán.

—Creía que ya lo sabías… Dentro de un par de semanas se habrá prohibido la venta de vinos extranjeros en el ducado, François.

***

La ordenanza ducal se aplicó al pie de la letra y, a pesar de las protestas de los comerciantes y de algunos taberneros que habían dejado de lado los vinos loreneses en favor de los extranjeros, las botellas fueron transportadas fuera del ducado y se prohibió todo tipo de importación bajo pena de confiscación. Maese Delvaux no sintió ni pesar ni desengaño: había vendido sus viñedos a los canónigos vecinos por una suma superior al valor medio. Luego comprendió que estos, bien informados, habían especulado con el monopolio de los vinos locales una vez aplicado el decreto. El peculio, sin embargo, le permitiría concluir la construcción de la Nina y la alegría de trabajar de nuevo con Nicolas compensó con creces el fracaso de sus años de viñatero.

—A pesar de todo, aún no he dicho mi última palabra como comerciante —susurró a su amigo mientras consolidaban una fractura de la pierna de un paciente.

El hombre, herrero de profesión, había recibido una coz mientras trataba de inmovilizar a una yegua nerviosa. La rotura era limpia, sin astillas, y Nicolas la había reducido sin dañar los músculos ni los nervios adyacentes. François sostenía la pierna del herrero, que se había negado a tomar cualquier tipo de remedio y, bravucón, apretaba los dientes para contener el dolor. El Erizo Blanco se inclinó hacia Nicolas, que aplicaba un vendaje previamente bañado en oxirrodino[14].

—Tengo una idea que te va a encantar: con tu experiencia en plantas, tu fama y mi conocimiento de los vinos podríamos fabricar un elixir que venderíamos por todo el ducado. ¿Qué te parece? —susurró en voz aún más queda.

Nicolas miró fijamente a los ojos de su amigo, en los que los reflejos turquesa de los iris indicaban que no bromeaba.

—Creo que ni tú ni yo estamos hechos para ser comerciantes. ¿No lo ves?

—No estoy de acuerdo, muchacho. Y un buen producto puede dar grandes beneficios.

—Pero yo no quiero negociar con los conocimientos que me han sido transmitidos por otras personas. Eso no me pertenece.

—¡Tienes derecho a permitir que el pueblo se beneficie de tus conocimientos! Más aún: ¡es tu obligación!

—Lo hago a mi manera.

—Deja que yo lo haga a la mía, es justo.

—En tal caso, demos con la fórmula de esa poción y se la distribuiremos a los necesitados.

—¡Mira que a veces eres terco como una mula, Nicolas! Si hoy regalo la receta de nuestro elixir, mañana vendrán otros que lo venderán y en un mes estará muerto y enterrado.

—¡Eh! —protestó el herido con un grito de dolor—. ¿Por qué murmuráis? ¿Qué me estáis ocultando?

—Se trata de una conversación privada —respondió el Erizo Blanco refunfuñando—, no os incumbe.

El hombre se apoyó sobre los codos con un doloroso esfuerzo.

—Pero ¡eso no es cierto! Os he oído decir que en un mes estaré muerto y enterrado. ¿Qué me sucede? ¡Decidme!

—Se trata de un malentendido, señor —intervino Nicolas—. Vuestra fractura no presenta complicación alguna, la he vendado y en unas semanas ni la notaréis.

—Esto no está muy claro —respondió el hombre—. Ya hace un rato que tramáis algo acerca de mi pierna. Por última vez, ¿qué me estáis ocultando?

François, a quien la actitud de Nicolas había irritado, fulminó al herrero con la mirada.

—¿Cuántos años tenéis? —le preguntó en tono seco.

—Cuarenta y ocho. ¿Por qué?

—Porque vuestra humedad substantífica se ha evaporado desde hace tiempo, ¡ese es vuestro problema!

—¿Mi qué?

—Qué más da. Para resumíroslo, sois viejo y estáis reseco, y la fractura es muy fea. Si fuerais joven, vuestro cuerpo sería húmedo y blando, y las cales óseas se habrían podido regenerar sin consecuencias. Os lo repito: ¡habrían podido!

Nicolas se había apartado y observaba la escena cruzado de brazos.

—¿Y en ese caso? —preguntó el hombre, que había conseguido sentarse sin movilizar su pierna dolorida.

—En ese caso, sois viejo. Y la consolidación será difícil. Habría una manera…

—¿Qué manera?

—No, olvidadlo.

—Decídmelo. ¡Se trata de mi propia vida!

—Existe un remedio, un elixir, que da de nuevo a los huesos y al cuerpo la humedad substantífica natural.

—¿A qué esperáis? Dádmelo. No quiero quedarme cojo o, peor aún, perder una pierna.

—Desgraciadamente, no se vende en el ducado.

—¡Qué mala suerte! ¿Dónde puede encontrarse? ¿Dónde? ¡Mi hijo irá a buscármelo!

François miró victorioso a Nicolas.

—Solo este caballero conoce la receta del mismo —añadió mientras señalaba a su amigo—. Os dejo —concluyó antes de abandonar la estancia, con la cabeza bien erguida, triunfador.

***

A Nicolas le costó enormemente explicarle al hombre que ese elixir aún no existía y que no lo iba a necesitar. Prometió a François que pensaría en su propuesta. Aunque no tuviera intención de convertirse en vendedor ambulante, la idea de desarrollar sus propios remedios le gustaba y el hospital Saint-Charles era el lugar ideal para dedicarse a ello. Al día siguiente por la tarde, el 16 de agosto, abandonaron la consulta para asistir a la partida de las últimas tropas francesas de Nancy. La ciudad no había visto un gentío tan compacto desde el entierro de Carlos III. El ambiente no era festivo y tampoco hostil, no había gritos ni aplausos, ni fachadas engalanadas, los rostros eran serios y tensos. Las esperanzas habían sido defraudadas o traicionadas muchas veces y los soldados en muchas ocasiones simplemente habían sido reemplazados por otros. Había habido señales anticipadas, el regreso de los loreneses de la lejana guerra de Hungría, la destrucción de las fortificaciones de la ciudad por los ocupantes, la noticia de la llegada del duque a Lunéville, aunque algunos decían que eso no era más que un rumor y que el verdadero duque se había quedado en Austria. Todos habían acudido a ver partir con sus propios ojos el último símbolo de Francia antes de pensar incluso que la paz era una realidad. La población se había reunido apelotonada en la place de la Carrière, donde los regimientos de Guyena y Languedoc se hallaban formados frente a sus dos comandantes y al gobernador francés. Este último pasó revista, incómodo a lomos de su caballo nervioso, antes de descabalgar y subir a su carruaje, estacionado frente al palacio ducal. En el momento de entrar en el habitáculo, se detuvo y dirigió una última mirada al edificio. Junto a una estilizada torre rectangular se alzaba otra, gruesa y redonda, el Vix, a lo largo de la cual serpenteaba una amplia escalera exterior que conducía a la galería en la que había estado instalado durante cuatro años. Comprendió en aquel instante lo que había atraído su atención: de pie en el tramo final de la escalera del Vix, con las manos en la baranda, el conde de Carlingford lo observaba, inmóvil. El futuro ex gobernador no le perdonaría jamás haberse visto obligado a devolver miles de monedas de oro a los loreneses, cuando todos sus predecesores también habían acuñado moneda con su efigie. Carlingford lo saludó con el sombrero antes de que entrara en el carruaje.

Los militares desfilaron por última vez y abandonaron la plaza en dirección a la puerta de Saint-Jean, en un silencio únicamente roto por el ruido de los cascos de los caballos sobre los adoquines. Un grito se alzó entre la multitud:

—¡Viva Lorena libre! ¡Viva el duque!

Tras unos instantes de titubeo otros repitieron a coro la frase, que se propagó entre todo el pueblo seguida de vítores y de manifestaciones de alegría. Todo el mundo hablaba, se abrazaba, bailaba, la plaza se había convertido en un lugar ruidoso, vivo y colorido. Se anunció la llegada de cinco compañías lorenesas, formadas recientemente y que aguardaban la orden de entrar en la ciudad por la puerta de la Craffe. Nadie quería abandonar la place de la Carrière, todos querían saludarlos, prolongar aquel momento, y de todos los barrios de la ciudad no dejaban de acudir más y más gentes.

Nicolas y François siguieron la ceremonia de pie, sobre un poyete junto al arco. Sobresalían un metro por encima de la marea humana, cuyas cabezas formaban olas anárquicas.

—¡A buena hora he aceptado seguirte! —refunfuñó el Erizo Blanco—. ¿Cómo pretendes dar con Marianne cuando la mitad del ducado desfila ante nuestros ojos?

—¡Precisamente es el mejor momento! ¡Ahora o nunca! ¡Siento su presencia, François, la siento!

Sin dejar de hablar, Nicolas escrutaba meticulosamente cada metro cuadrado de la plaza. Varias veces le pareció reconocerla, pero aquellas mujeres no tenían más que un vago parecido con Marianne, y el Erizo Blanco, que se precipitaba hacia ellas siguiendo las indicaciones de Nicolas, siempre volvía con las manos vacías.

—¡Ya estoy harto! —decretó François al reunirse con él en el poyo—. No está aquí. Deja ya de engañarte.

Nicolas se restregó el rostro.

—Si Dios quiere, volveréis a encontraros —aseguró el Erizo Blanco al tiempo que le palmeaba el hombro.

—En cualquier caso, no aguardaré sin hacer nada hasta que Dios intervenga. Nadie dicta mi destino.

—Eh, vosotros dos, ¡a ver si os alegráis! —dijo una voz que conocían.

Malthus, el boticario, se hallaba frente a ellos dispuesto a darles un abrazo.

—¿Cómo estáis, amigos? —preguntó tras bajar los brazos ante la ausencia de entusiasmo de ambos hombres.

—¿Has vuelto al ducado? —preguntó François sin acercarse.

—Sí, como muchos otros. Volveré a abrir la tienda. Supe lo de tu mujer, lo siento mucho.

Maese Delvaux le dio las gracias con la boca pequeña. La gente se había puesto a bailar en corro y serpenteaba alrededor de la plaza. Uno de los bailarines empujó a Malthus en su impulso y se excusó riendo. Nada parecía poder enturbiar el fervor reinante. El boticario se frotó la espalda y refunfuñó antes de dejarlos.

—Ven, volvamos —propuso Nicolas a François—. Con tanto alborozo, entre caídas y peleas tendremos trabajo.

Dejaron la plaza y cruzaron la ciudad vieja hasta el domicilio del Erizo Blanco. En la rue des Maréchaux resonaba la algarabía del vecindario.

—Entra; recojo mi instrumental y nos vamos a Saint-Charles.

Guardó en una bolsa algunas cosas y se echó al bolsillo una navaja.

—¿Crees que fue él quien robó el dinero hace cuatro años? —preguntó Nicolas, que había permanecido en silencio durante todo el camino.

—¿Malthus? ¡En mala hora ha aparecido hoy ese! Pensaba que habías olvidado esa historia.

—¿Cómo quieres que olvide que fui a la cárcel y me vi obligado a huir a la guerra por un acto que no cometí? Cuando no pensaba en Marianne, pensaba en ellos: Malthus, Courlot, todos esos que pudieron robar cinco mil francos y que me acusaron de haber asesinado al gobernador.

—Malthus es un cobarde, pero jamás habría hecho algo semejante. Créeme.

—Se marchó del ducado justo después.

—El médico francés también. Deja que el tiempo ponga las cosas en su sitio, muchacho. Los que deban pagar, pagarán. Quizá ya hayan pagado, corroídos por los remordimientos.

Ató el lazo de cuero de su bolsa.

—Podemos irnos.

Nicolas había cogido un brazalete dorado de encima de la mesa y lo observaba con atención.

—Encontré esa joya entre las cosas de Jeanne —comentó el Erizo Blanco—, pero no era suya, estoy seguro. Marianne debió de olvidarla al marcharse. ¿La reconoces?

Nicolas asintió con la cabeza imperceptiblemente. Los recuerdos venían a su mente.

—Lo llevaba en el tobillo.

—Pues guárdala, y cuando tengas ocasión se la devuelves.

Deshizo las vendas de sus manos y se puso el brazalete en su muñeca derecha. Solo se lo sacaría para que volviera sobre la piel de Marianne.

***

Al día siguiente en la ciudad aún reinaba el bullicio de la improvisada fiesta. Todos aguardaban la llegada del duque. En los balcones habían comenzado a aparecer banderas, como si el acontecimiento fuera inminente. Sin embargo el día transcurrió sin que se confirmaran los rumores que surgían y desaparecían al cabo de poco.

Los dos cirujanos y su asistente trabajaron sin descanso y atendieron a los heridos con un contagioso buen humor. Al ponerse el sol, la carroza de la marquesa de Cornelli se detuvo frente al hospital Saint-Charles. El cochero descendió, provisto de un mensaje para Nicolas.

—¿Ahora? ¿Queréis que os acompañe ahora mismo, Claude?

—La señora marquesa me ha pedido que os conduzca al palacio ducal, donde os espera. No sé nada más, pero no podemos retrasarnos.

Nicolas se limpió las manos, teñidas por una tintura nueva que deseaba probar en las lesiones de las articulaciones. Cogió su bolsa con el instrumental.

—Voy contigo —propuso Azlan.

—No, lo siento. Solo maese Déruet —replicó Claude—. Son las órdenes que he recibido.

—Si necesito tu ayuda, te mandaré llamar —dijo Nicolas mientras se ponía su túnica.

El joven se encogió de hombros y salió sin decir palabra.

Rosa aguardaba a Nicolas a la entrada de la galería de los Ciervos.

—Apresuraos, nos está esperando.

—¿Quién está enfermo?

Ella señaló su bolsa.

—No vais a necesitar eso, dejadla ahí. No hay nadie enfermo —añadió ante su gesto vacilante.

Lo tomó de un brazo con una mano y con la otra se subió la falda para poder caminar más deprisa.

—Entrad —dijo al llegar al extremo de la gran sala—. Mi papel acaba aquí. Claude está a vuestra disposición.

—¿Marianne?

—Quizá pronto tendré noticias. Pero ante todo pensad en vos, Nicolas. No estropeéis el presente.

Ella bajó la mirada, titubeó un instante y partió.

Cuando abrió la puerta, el hombre que se hallaba en la estancia contemplaba un inmenso tapiz que representaba a Carlos el Temerario. Se volvió y dirigió a Nicolas una graciosa sonrisa.

—¡Mi cirujano preferido! ¡Aquí estáis por fin!

Nicolas se inclinó para saludar al duque Leopoldo.

—Alteza… os imaginaba en Lunéville.

—He llegado hace poco. Os hemos echado en falta, maese Déruet.

—Conocéis mi poca habilidad para la etiqueta y el protocolo.

—Lo sé, ¡y en eso también os hemos echado en falta! Hoy Lorena se rinde a mis pies y me cubre de halagos. Sentémonos.

Según el recuerdo de Nicolas, la habitación no había cambiado desde la primera vez que estuvo allí. Las mismas mesas de mármol sobre las que se apilaban marcos dorados de cualquier manera, y sobre una cómoda aún se hallaba el maniquí de madera con la boca abierta y los músculos y tendones visibles.

—He venido de incógnito. Mañana se anunciará a toda la ciudad mi presencia y deberé cumplir con mis obligaciones. Pero esta noche el duque se halla oficialmente a veinticinco kilómetros de Nancy. Quiero aprovecharlo y vais a ayudarme.

—¿Cómo?

—La carroza de la marquesa está a nuestra disposición. Vais a enseñarme la ciudad.

—¿En plena noche?

—La noche favorecerá la indispensable discreción. Me hablaréis de mi ducado y de los loreneses. En vuestro hospital estáis en contacto con gentilhombres, burgueses, artesanos, obreros, gentes de toda extracción social. ¿Quién mejor que vos para conocer el pulso de la ciudad, sentir su respiración, sus esperanzas y sus miedos? Y sé que hablaréis sin temor y sin interés.

—¿Qué estáis dispuesto a ver de la realidad de vuestro Estado, alteza?

—Lo que juzguéis digno de mostrarme.

Cruzaron la ciudad al paso, sin omitir ni un solo barrio, y Nicolas, por lo general poco locuaz, no dejó ni un instante de silencio. Evocó la construcción de la ciudad nueva, el río Saint-Jean, las calles comerciales y los gremios, las cárceles y los juicios por brujería, los últimos de los cuales tuvieron lugar cincuenta años antes, las casas de beneficencia y los hospitales, las hambrunas y las penurias, las procesiones y la fiesta de las teas, la fidelidad de los loreneses a su duque, a su tierra. Su acompañante lo había escuchado y se había llenado de imágenes de la ciudad dormida.

Claude detuvo el vehículo en la esquina del palacio ducal y la rue des Cordeliers en el mismo instante en que daban las doce campanadas en la Grande-Rue.

—Ahora, maese Déruet, soy yo quien os mostrará una cosa.

Leopoldo tendió la mano hacia el edificio ante el que se había detenido la carroza.

—¿La iglesia des Cordeliers? Pero si está cerrada desde la ocupación francesa —dijo Nicolas.

—Exacto, y la ocupación ha acabado —añadió el duque, y sacó una llave del bolsillo de su chaqueta y se la tendió.

La fachada, al igual que la puerta, era de tamaño modesto y estilo discreto. Solo un rosetón que representaba las armas de Lorena, rodeadas de los nueve escudos que las componían, situado sobre la puerta de entrada y de igual tamaño que esta, indicaba a alguien avispado que aquel lugar no era solo la casa de Dios. La cerradura se abrió al primer intento y Nicolas volvió a cerrar con llave en cuanto hubieron entrado. Unas antorchas, dispuestas en la nave central, producían una luz ambarina.

—Le he pedido a Carlingford que la iglesia estuviera iluminada esta noche —precisó el duque ante la mirada interrogadora de Nicolas—. Quería recogerme aquí. ¿Sabéis qué representa este lugar para mi familia?

Lo ignoraba por completo. Nadie le había hablado nunca de los Cordeliers, de los que solo conocía el nombre y cuya existencia jamás le había interesado. Su único recuerdo se remontaba a diez años antes, cuando un vecino del barrio recibió en la cabeza una piedra procedente de una galería, construida entre la iglesia y el palacio ducal, que se hallaba en ruinas. Lo curó con François, pero el hombre quedó tullido y la pasarela fue derribada.

—La mayoría de mis antepasados se hallan enterrados aquí. Y los que aún no lo están, pronto lo estarán. Venid.

Atravesaron la nave y entraron en una capilla octogonal situada a la izquierda del altar. El edificio, de una altura impresionante, estaba construido con mármol blanco y negro. Siete de las paredes del octógono se hallaban ocupadas por un sarcófago de piedra, rematado con un cojín de mármol sobre el que reposaban una corona, un cetro y una mano de justicia.

—Son cenotafios —explicó Leopoldo—. En el interior no hay restos mortales. Mis antepasados se hallan en una cripta situada bajo nuestros pies.

Se dirigió hacia uno de los reclinatorios situados frente al altar, también de mármol, con una escultura que representaba a la Virgen María con Jesús en brazos rodeada por dos angelitos. Se sentó y se recogió. Nicolas, impresionado por aquel lugar, retrocedió.

—No, quedaos aquí, maese Déruet. Quedaos —dijo el duque sin volverse.

La cúpula estaba constituida por decenas de bajorrelieves de ángeles, querubines y estrellas alineadas en marcos y en hileras rectilíneas. Nicolas contó treinta y dos líneas de seis esculturas. Solo la construcción del techo debió de llevar varios años de trabajo. La parte alta de la bóveda se abría a un campanario de vitrales transparentes que servía de pozo de luces durante el día y por el que iluminaba la luna en las noches de verano.

Se situó junto a la verja de entrada donde una estatua representaba a la justicia bajo los rasgos de una mujer, con una balanza en una mano y una espada en la otra. El rostro era redondo, de labios carnosos y cuello grueso. En la base de aquel cuello descubrió un pequeño bulto y sonrió: sin saberlo, el artista había reproducido el tumor naciente de la modelo. «El cáncer devorando a la justicia», pensó. Vio a Leopoldo santiguarse y ponerse en pie, y se preguntó qué podía esperar el pueblo de un hombre nacido para reinar.