Capítulo 6

Peterwardein, septiembre de 1694

Habían transcurrido cuatro meses desde que llegaron a Peterwardein. Las heridas de Babik cicatrizaron rápidamente gracias a los remedios de Nicolas y el hombre había recibido el encargo de ambos cirujanos de mejorar su intendencia cotidiana cuando el hospital, en un primer momento provisional, se había instalado en una relativa permanencia. El padre Étienne y los demás monjes seguían mostrándose discretos y, poco a poco, trataban de recuperar su terreno. En un principio la ocupación de la capilla fue negociada por los emisarios de Ribes de Jouan para una semana como mucho. El alto mando, sin embargo, había tomado otra decisión y la ciudad se había convertido en la base de los ejércitos imperiales y de sus aliados. Los loreneses ya no tenían idea alguna de la duración de su estancia e incluso habían dejado de apostar por una u otra fecha para su marcha. Todos se habían acomodado a una vida cotidiana en la que la principal ocupación era la lucha contra la rutina. Nicolas había obtenido autorización para abrir en el monasterio dos veces por semana una consulta para los civiles húngaros. El padre Étienne vio en ello la ocasión de atraer a la religión cristiana a las ovejas nacidas bajo dominio otomano. Eran muchos los que se habían quedado en la ciudad tras la liberación de la misma por las tropas del Sacro Imperio. Los musulmanes se codeaban con los cristianos sin temor a represalias, al igual que el culto de los cristianos había sido respetado durante la era turca. Azlan no se separaba de Nicolas y desempeñaba a la perfección su papel de intérprete y de ayudante sanitario junto a los enfermos y las familias de estos, en su mayoría gitanos, robs que trabajaban para un amo acaudalado o nómadas de paso en la fortaleza. El cirujano hacía también funciones de boticario, y sus conocimientos de los remedios le habían originado a partes iguales una cola de pacientes llegados de todos los pueblos vecinos y la enemistad del único boticario oficial establecido en la ciudad.

Las nubes, venas henchidas de lluvia, sangraban desde hacía una semana sobre Peterwardein y transformaban las calles sin adoquinar en lodazales, con una atmósfera fría y brumosa que había hecho aumentar el número de soldados hospitalizados en la capilla debido a infecciones pulmonares.

—¿No irás a salir en un día como este? Y por cierto, ¿qué día es hoy?

Germain, tras hacer esa pregunta, se echó sobre los hombros el abrigo de piel de cordero que un comerciante de la ciudadela le había obsequiado tras haberle curado un furúnculo rebelde. Le había crecido el cabello, al igual que un largo bigote que se toqueteaba maquinalmente durante el día entero. Con la pipa entre los labios, de pie frente a la ventana de la sacristía, a los ojos de cualquier paseante habría podido parecer un burgués húngaro que hubiera acudido a confesarse.

—Hoy es 10 de septiembre. No tenemos provisiones, no tengo salvia, ni violeta, ni adormidera blanca —replicó Nicolas—. Puede seguir lloviendo varios días y los enfermos ya no tienen remedios para calmar la tos.

—¿Solo es 10? —dijo Germain, pensativo—. Aún es septiembre… Llévate contigo a Babik.

—Ha ido a ayudar al padre Étienne. Azlan me acompañará.

—Por lo que a mí respecta, son mis pensamientos los que te acompañarán —respondió Germain mientras se servía un vaso de vino antes de sentarse en una silla ante el brasero.

Se bebió el vaso de un trago y se llenó otro.

—Luego iré a ver si encuentro un fiambre. Una buena autopsia me distraerá —añadió con un bostezo exagerado.

Nicolas se había percatado del cambio de comportamiento del cirujano, que a medida que pasaban los días parecía más desocupado. Las únicas urgencias se debían a los accidentes en las diferentes obras que se hallaban en curso y los pocos civiles que acudían a consultarlo se veían invariablemente remitidos a otros cirujanos. «Las incisiones me hastían y las litiasis me provocan aburrimiento», anunció a Grangier tras negarse a curar a un burgués en pleno ataque de cálculos. Había a la vez una verdad que él mismo se negaba: tras tantos años en el campo de batalla, ya no se sentía capaz de operar más que cuerpos deformados por la guerra, acuciado por la urgencia y el peligro.

Azlan aceptó con entusiasmo ayudar a Nicolas en su búsqueda. Descendieron las escaleras de la ciudadela hasta el bastión oeste y luego cruzaron por el puente de madera que los regimientos alemanes habían construido para cruzar el Danubio. Vista desde aquella orilla, la ciudad tenía el aspecto de una fortaleza inexpugnable. El muchacho guió a Nicolas atravesando varios prados hasta el lindero de un bosque, donde sabía que crecían plantas parecidas a las descritas por el lorenés. Al llegar al lugar, el chiquillo se encogió de hombros: el campo había sido segado recientemente.

—Hay otro allí abajo, cerca de la colina, ven —exclamó, decidido a no resignarse al fracaso.

Había dejado de llover. Sus bocas exhalaban una bruma tibia que se fundía de inmediato en la humedad reinante.

—¿Tienes familia, gadjo? —preguntó Azlan cuando llevaban un buen rato caminando en silencio.

—No, no tengo hijos —respondió Nicolas, y entonces se dio cuenta de que jamás nadie se lo había preguntado.

¿Cómo iba a crear un hogar un cirujano ambulante?

—Pero ¿tienes mujer? ¿La család?

—¿Qué es la család?

—Madre. Padre. Familia. ¡Todo!

—No.

Azlan se detuvo y abrió los ojos como platos.

—¿Así que tú solo? ¿Solo tú?

A aquel chaval, el simple hecho de pensar en esa palabra le parecía inconcebible. Nicolas se echó a reír al ver su rostro incrédulo.

—Azlan, estar solo no es un castigo. Me gusta esta vida. Y además tengo amigos. Y una prometida.

—¿Prometida? ¿Qué es prometida? ¿Un regalo? —preguntó el chiquillo, que acababa de descubrir un campo de hierbas altas.

—Amor —respondió Nicolas a la vez que depositaba la palma de su mano sobre su pecho—. Una mujer que me ama y a la que yo amo.

—¿Está allí? —preguntó Azlan mientras señalaba la ciudadela con el dedo.

—No, por desgracia no. Está lejos.

—¿En Francia?

—Tan lejos como Francia.

El chiquillo le tironeó de la manga.

—¿Quieres un amor aquí? ¡Yo encontrar!

Nicolas se agachó junto a él.

—No lo busco, Azlan. Aquí es la guerra, y pronto volveré junto a ella.

—Yo tengo a Babik, Djidjo, Gabor, Yanna, Peshan, Keja y Nuzri. ¡Nosotros siempre juntos!

—¡Tu familia es preciosa!

—Sí —respondió el niño.

Siguió caminando y volvió sobre sus palabras.

—¿Qué es «preciosa»?

—Es lo más importante en el mundo.

—¿Como las joyas de Babik? ¡Un día no seremos robs!

—Como las joyas de tu papá, en efecto. Representan vuestra libertad.

—Sí —repitió Azlan.

Los sueños de libertad hervían en su cabeza de niño. Vieron un prado de hierbas silvestres a los pies de un montículo coronado por algunos árboles, donde una mancha oscura llamó la atención de Nicolas. La salvia estaba mezclada con otras especies salvajes, pero a la vista de sus características flores azules dio un grito de alegría que Azlan repitió, y luego profirió otro más al que el chaval respondió como un eco. Se batieron entonces en un duelo de gritos, entrecortados por risotadas, interrumpido únicamente por una patrulla a caballo atraída por el jolgorio. Prosiguieron la recolección y llenaron la mitad de un saco de tela con salvia húmeda y olorosa, a pesar de que sus flores acabaran apenas de abrirse. Esa fue toda su cosecha, pues las dos horas siguientes no pudieron coger nada en el camino de regreso. Había vuelto a llover y las botas se hundían en el barro resbaladizo que dificultaba su avance. Cuando divisaron el puente que cruzaba sobre el Danubio, su moral remontó y aceleraron el paso de forma imperceptible. A lo lejos se oyó el toque a rebato. Nicolas se volvió hacia Azlan, súbitamente lívido.

—¡Rápido, gadjo, echa a correr! ¡Van a cerrar las puertas!

—¿Qué sucede?

—¡Los turcos! ¡Los turcos!

***

Frederik Kuyrijsk no pudo reprimir un bostezo de aburrimiento. El trayecto desde Buda era monótono y la compañía del hombre de armas que estaba frente a él era francamente desagradable. El militar, un oficial de un regimiento de infantería de las Provincias Unidas que iba a sumarse a las tropas del Sacro Imperio Germánico, no había cesado de explicar sus campañas, poco numerosas pero con tal lujo de detalle que a Kuyrijsk pronto se le hizo insoportable. La angostura del carruaje no le permitía ni siquiera estirar las piernas y tenía las articulaciones doloridas desde la última parada, y tampoco preservarse del aliento pútrido de su vecino, que, feliz de haber hallado a un compatriota en tierras lejanas, seguía exhalando sus palabras insípidas que apestaban a bilis. La lluvia tamborileaba sobre la cubierta del vehículo y, a pesar de que la intensidad de la misma había redoblado, no había logrado hacer inaudibles las palabras del oficial holandés. Las caballerías parecían fatigadas y el látigo restallaba, atronador, sobre sus cabezas. Las ruedas del carruaje se hundieron en una curva de arena. El cochero gritó animando a las bestias que sufrían por tirar del vehículo. Debía evitar quedar atorado allí.

—¡Estos desgraciados no hacen ni carreteras! ¡Como si en este país no tuvieran piedras! —refunfuñó a la vez que apartaba la manta de delicados bordados que llevaba sobre las rodillas—. ¡Qué ganas tengo de llegar a Rusia!

—¡Tenéis un largo viaje por delante, señor! —declaró el soldado, que se interesaba por él por primera vez—. Sin querer ser indiscreto, ¿cuál es vuestro destino?

Frederik Kuyrijsk detestaba a los desconocidos, los militares y las preguntas impertinentes, cosa que convertía a su compañero de viaje en un peligroso reincidente. Decidió no responder, luego cambió de opinión y prefirió cortar por lo sano cualquier conversación revelándole el destino de su periplo, que con su magnificencia aplastaría al necio y su malsana curiosidad.

—Me dirijo a la corte del zar a presentar el resultado de mis investigaciones y ofrecer a Su Majestad un obsequio de un valor inestimable, fruto de varios años de trabajo, en nombre de Guillermo III de Orange, rey de Inglaterra y estatúder de nuestras Provincias Unidas.

El otro no pareció impresionado ante el abolengo de sus relaciones, y ello ofendió profundamente a Kuyrijsk.

—¿Y con tamaño tesoro viajáis sin escolta? —preguntó el soldado con tono profesional—. ¿No es una imprudencia?

Kuyrijsk frunció el ceño ante el comentario del oficial.

—¡No me he referido a su valor comercial! Mi obsequio es algo único y será la admiración del mundo entero, ¡ese es su verdadero valor!

De nuevo subió su manta y se decidió a contemplar cómo desfilaba el paisaje por la ventanilla.

—No os lo toméis como algo personal, caballero, pero no deberíais decirle ese tipo de cosas a un desconocido —prosiguió el oficial—. Imaginad que yo no fuera una persona honrada y me entraran deseos de despojaros de vuestro tesoro.

Kuyrijsk se encogió de hombros y siguió ignorándolo.

—Lleváis razón, me habéis juzgado bien y no debéis temer nada. Un bribón, sin embargo, os habría desvalijado sin compasión y sin la menor dificultad para, al final, llevarse un botín carente de valor. Conozco a algunos por estas tierras que no se lo habrían pensado dos veces y os habrían matado para saciar su ira. ¡Podéis creer lo que os digo!

El paisaje amodorraba a Kuyrijsk, que dirigió su mirada al soldado.

—¿Y adónde pretendéis llegar, joven?

—Aún tengo tiempo antes de volver con mi regimiento. Vuestro viaje merece una buena escolta. Os ofrezco mis servicios.

—¿Quién os dice que los necesito?

—La seguridad de llevar a término vuestra misión ante el zar.

—Creo que hasta ahora he sabido componérmelas sin vuestra ayuda.

—Cien florines, más alojamiento y manutención —propuso el hombre, y se inclinó ante Kuyrijsk.

Este echó la cabeza hacia atrás con un gesto de repugnancia. El olor a carroña acababa de llegarle a la nariz, a pesar de que estaba habituado a los olores putrefactos. No debía ceder. Su precioso cargamento era un encargo de Pedro el Grande y a la entrega iba a recibir la suma de tres mil florines, que no tenía intención de compartir con nadie y por ninguna razón.

—Vuestro regimiento os necesita para combatir a los otomanos —respondió a modo de conclusión mientras se llevaba a la nariz un pañuelo para anticiparse a las exhalaciones del individuo.

El soldado le hizo señal de que callara, y eso lo ofuscó.

—Menuda osadía… pero ¿quién os habéis creído que sois? —protestó con el pañuelo aún pegado a la nariz.

El otro lo interrumpió, levantando una mano.

—¡Silencio! ¿No habéis oído?

Escuchó atentamente. La lluvia martilleaba con la misma violencia.

—No. ¿Qué queréis…?

El hombre había entreabierto la portezuela, dejando que el viento y una cortina de agua entraran en el habitáculo.

—¡Cesad de una vez con esta fantochada! —gritó Kuyrijsk para hacerse oír.

En el mismo instante se dio cuenta de que el carruaje ganaba velocidad. Las sacudidas lo obligaron a agarrarse de la manecilla. El cochero gritaba para dar ánimos a los caballos, que se habían lanzado al galope. El militar se había asomado al exterior del vehículo y había hablado con él.

—¿Oís? —preguntó a Kuyrijsk tras volver a sentarse—. ¿Lo oís ahora? —repitió, con el rostro empapado.

El toque a rebato se distinguía entre el estruendo de la tormenta. Las campanadas eran rápidas y nerviosas, sin interrupciones.

—¡Es un toque de alarma! —confirmó el soldado.

—¿Será un incendio? —sugirió Frederik Kuyrijsk sin convicción.

—No, las campanadas indican un ataque —respondió, evidentemente complacido.

—¿Las tropas otomanas?

—O una banda de betyars que corra por estos parajes. No sé qué sería peor.

Kuyrijsk tragó saliva ruidosamente.

—Mi oferta sigue en pie —añadió el hombre, a la vista de que había llegado el momento de negociar.

—De acuerdo, cien florines si me lleváis sano y salvo a mi destino.

—El precio será algo más elevado, pues los riesgos han aumentado. Doscientos.

—¡Sois vos el bandido! Ciento cincuenta, ni un florín más.

—Doscientos.

El carruaje circuló sobre la hierba y pasó sobre una piedra. Los dos hombres fueron zarandeados. Kuyrijsk se dio de cabeza contra el montante de la portezuela y se hizo un rasguño superficial en la ceja derecha. Un hilillo de sangre se deslizó por su sien antes de absorberlo con el pañuelo que se llevó al rostro.

—Ya veis que en Hungría sí hay piedras —dijo el hombre.

—¡Maldito país! —masculló Kuyrijsk mientras apretaba el pañuelo contra la herida.

—Doscientos florines. Y la mitad por adelantado.

Kuyrijsk se rindió. Sacó una bolsa de su chaqueta y contó dos veces las monedas antes de entregárselas.

—¡Maldito país! —repitió, y se guardó la bolsa de nuevo.

El cochero acababa de avistar el puente tras el cual la ciudadela de Peterwardein desplegaba su silueta maciza y altiva. Se volvía regularmente, persuadido de ver aparecer en cualquier momento la avanzadilla turca pisándoles los talones. Corrían siempre rumores acerca de movimientos de las tropas enemigas en el valle, pero desde el mes de mayo no se había producido ninguna escaramuza entre los contendientes y el cochero había acabado por aceptar hacerse cargo del viaje. La lluvia y el viento, unidos a la velocidad del tiro, le fustigaban el rostro. Le costaba ver a unos pocos metros. En el momento de franquear el puente no aminoró lo suficiente la velocidad, las ruedas delanteras golpearon el primer tronco transversal y el carruaje dio un salto que las suspensiones amortiguaron parcialmente. El vehículo salió despedido hacia un lado y chocó con la barandilla derecha antes de estabilizarse en una trayectoria rectilínea. El hombre gritó para animar a los caballos. Cada vez le era más difícil alzar la cabeza, cegado por la lluvia que le azotaba el rostro. Solo le quedaban por recorrer cien metros antes de llegar a la otra orilla del Danubio cuando distinguió dos sombras que corrían por el puente. Tiró con todas sus fuerzas de las riendas, pero los caballos, embalados y nerviosos, orejearon antes de responder a sus órdenes. No hubo impacto. Los dos peatones se lanzaron al costado derecho y desaparecieron entre la bruma que ascendía del Danubio. El carruaje no aminoró la marcha una vez cruzado el puente y rodeó las fortificaciones por el sur, antes de detener su carrera ante el bastión de Hornwerk. En el interior, los dos pasajeros, a los que la velocidad había estampado contra las paredes del habitáculo, se recobraron de inmediato y salieron. Frederik cayó de rodillas sobre la hierba enfangada. Sus piernas ya no lo sostenían. Vomitó una espuma biliosa.

—¡Maldito país! —concluyó al tiempo que se ponía en pie, tambaleándose.

A su lado, el mayor, haciendo altavoz con sus manos, gritaba hacia la fortaleza. Fue entonces cuando Kuyrijsk se dio cuenta de que el puente levadizo estaba alzado.

***

Nicolas empujó a Azlan justo antes del impacto con el carruaje y cayeron al río, a unos veinte metros de la orilla. El chiquillo no se había asustado y nadó vigorosamente para evitar que la corriente lo arrastrara. Lograron salir del agua frente a la primera línea de fortificaciones, en el único sitio donde la orilla no había sido recrecida, y siguieron el camino junto a la muralla.

Al cabo de cinco minutos, el muchacho fue presa de unos irresistibles escalofríos. Sus ropas empapadas se le pegaban a la piel, la lluvia los aguijoneaba y el vapor que saturaba la atmósfera hacía difícil respirar.

—¿Qué vamos a hacer, gadjo? —preguntó Azlan con la voz entrecortada por el tembleque.

—No temas, ya hallaremos la manera de entrar en la ciudadela.

—No, me refiero a las plantas… ¿qué vamos a hacer para cogerlas? —respondió el chaval, cuya mirada reflejaba una sentida tristeza.

Nicolas lo tranquilizó. Se había visto obligado a soltar el saco de salvia en el río, pero encontrarían más. «Plantas aún más bonitas», le prometió.

Anduvieron unos diez minutos antes de llegar a la escalera que conducía desde la orilla del río a la ciudadela. Los centinelas habían abandonado aquella posición y se habían replegado en las murallas, formando las líneas de defensa superiores. Cuando llegaron a mitad de altura, se detuvieron bajo un bastión cuya cornisa los protegía de la lluvia. La vista sobre el río serpenteando por el valle en meandros muy ceñidos era excepcional. La cabeza de puente, compuesta por una decena de edificios en la otra orilla del Danubio, tenía el aspecto de una fortificación, con todas las puertas cerradas a cal y canto. Los soldados se habían congregado en el extremo norte y, a doscientos metros de allí, dos caballeros, inmóviles, se hallaban a descubierto. El rojo y amarillo de sus uniformes, así como sus gorros de fieltro blanco, no dejaban duda alguna acerca de su pertenencia a las tropas otomanas. Se les unió una decena de hombres armados con fusiles al hombro. Su visible indolencia armó una algarabía entre los militares que estaban en las fortificaciones. Los jenízaros, una vez su provocación hubo triunfado, desaparecieron en los sotobosques colindantes. Los exploradores anunciaban la inminente llegada del grueso de las tropas.

—Tengo frío —confesó Azlan.

Nicolas se quitó la chaqueta y el chiquillo se arropó con ella. El relativo calorcillo de la prenda lo calentó un instante a pesar de la humedad.

—Pongámonos de nuevo en camino, tu familia debe de estar sufriendo por ti —le propuso.

Un sonido extraño atrajo la atención de ambos, un ruido pesado y regular de rozamiento contra el suelo. De entre la bruma surgieron dos hombres, cada uno tirando de un pesado baúl. Un tercero los precedía y los apremiaba con gestos y gritos. Los tres parecían espectros en la penumbra del anochecer. Nicolas se detuvo a su altura y el que los guiaba, tras esbozar un saludo sin descubrirse, se dirigió a él en una lengua que no identificó. Los dos comparsas aprovecharon para sentarse sobre sus baúles y recobrar el aliento.

—¿Alguno de vosotros me entiende? —preguntó Nicolas al trío tras mirar a Azlan, que le confesó con una mirada que tampoco él entendía ni una palabra.

Ja! ¡Yo hablo vuestra lengua! —dijo Kuyrijsk—. ¿Sois francés?

—Formo parte de uno de los regimientos loreneses de la guarnición —respondió Nicolas al comprender que sus ropas de civil podían confundirlo con un viajero.

—¡Dios sea alabado! —exclamó Kuyrijsk, excitado y tironeándole de la manga de la chaqueta—. ¡Vos podréis ayudarnos, caballero! Vuestros hombres deben abrirnos, mi carruaje…

Nicolas no se dejó engatusar.

—Primero debo hallar ropa seca para mi joven amigo.

—¿No habéis visto a los turcos? ¡Ya tendremos tiempo de secarnos una vez dentro!

—Me temo que no alcanzáis a comprender la situación, caballero. Nadie bajará el puente levadizo mientras exista el menor riesgo. Tenemos que ir hasta los puestos de guardia al este de la ciudad y refugiarnos allí, si quieren acogernos, hasta que llegue mañana.

—Pero ¡tenemos al enemigo en nuestros talones!

—¿Tenéis ropa seca? —insistió Nicolas a la vez que señalaba los dos baúles.

Frederik Kuyrijsk le impidió avanzar.

—¡Avisad al jefe de vuestras tropas y que baje ese puente!

—¡Vos mismo podéis hacerlo! —replicó Nicolas, y lo apartó con el brazo.

Kuyrijsk se volvió hacia el oficial y lo abroncó en holandés.

—¡Espabilad y hallad una solución si queréis vuestros florines! ¡Id a que abran ese puente de una vez, por Dios!

El oficial y el cochero obedecieron en silencio. Kuyrijsk los contempló desaparecer, resignados, por el camino de ronda.

—¡Eh! ¿Qué hacéis vos? —gritó a Nicolas.

El cirujano lorenés había abierto las dos correas de cuero que cerraban los dos baúles.

—¡Ni se os ocurra tocar mis cosas, caballero!

Nicolas no respondió y arrastró el cofre al abrigo del bastión, donde constató que estaba cerrado con llave.

—¡No voy a ayudaros! —refunfuñó Kuyrijsk.

La intensidad de la lluvia redobló. El viento le confería una trayectoria curva que los forzaba a agachar las cabezas.

—Nadie va a abrirnos —repitió Nicolas—. Se necesitan cinco minutos para bajar y volver a subir completamente el puente levadizo. ¿Cuánto tiempo creéis que necesitarían los turcos para romper nuestras defensas y precipitarse en el interior?

—No lo sé —respondió el holandés mientras calibraba la distancia—. Pero nuestros arqueros los diezmarían a todos antes, ¿verdad?

—En menos de tres minutos, los primeros soldados ya se hallarían dentro, sobre una alfombra de muertos. Y nosotros formaríamos parte de ellos. ¿Es eso lo que queréis?

—Lo que quiero es llegar a Moscú, donde gentes de la realeza me esperan con impaciencia —dijo Kuyrijsk, nervioso—, y me hallo en tierras hostiles, rodeado de bárbaros sanguinarios y de un soldado perdido. Ahora, caballero, ¡dejadme en paz! —le ordenó a Nicolas.

Vio el segundo baúl, lo colocó al abrigo de la lluvia y lo abrió con una llave que llevaba colgada del cuello.

—Veamos… —dijo, y empezó a manosear la pila de ropas que este contenía.

Su titubeo exasperó al lorenés.

—Eso debería convenir —declaró Nicolas, y asió una chaqueta espesa de bordados grises.

—¡Ni hablar! Eso es un jubón de carnero, no hay diez iguales en todas las Provincias Unidas. ¡No os lo voy a dar!

Kuyrijsk se sumergió en su cofre para evitar que Nicolas se acercara al mismo y lo sermoneó mientras ahondaba en los estratos de sus ropas. Nicolas distinguió medias, calzones y calzas de tejidos nobles: seda, moaré y terciopelo, que denotaban la asidua frecuentación de una corte europea.

—¡Aquí está! —dijo Kuyrijsk al tiempo que extraía un chupetín de lana basta y una manta gris cubierta de manchurrones—. Eso debería irle bien. ¡Qué se lo quede, se lo regalo! —añadió, exultante al poder deshacerse de unos trapos que utilizaba para limpiar sus colecciones.

Cerró cuidadosamente su baúl, sereno como si lo peor hubiera pasado ya, se puso en pie y adoptó una pose grandilocuente.

—He faltado a todas las formas, ni siquiera me he presentado: Frederik Gustav Kuyrijsk, médico forense del tribunal de Amsterdam, anatomista, botánico e inventor en mis ratos de ocio. ¿Con quién tengo el honor de…?

Se interrumpió y se quedó un instante mirándolo fijamente, boquiabierto. Bajó la mirada hacia su pierna derecha, en la que acababa de sentir un dolor fulgurante: la punta de una flecha le acababa de atravesar una bota y se le había clavado en la pantorrilla. Un diluvio de metal y de madera cayó sobre ellos.

***

Ribes de Jouan refunfuñó al oír el relato de Babik. Había enviado al gitano en busca de su hijo y de Nicolas en cuanto oyó tocar a rebato, pero este acababa de regresar con las manos vacías. Apuró su vaso de vino local y llenó su pipa con tabaco tan apretujado que no la pudo encender y tuvo que retirar un pellizco para que tirara. Las primeras caladas lo calmaron un instante, pero sus temores se adueñaron de él de nuevo. Si no se hallaban en la ciudadela, tal vez habrían podido refugiarse en las fortificaciones de la cabeza de puente, donde también se hallarían seguros. Una simple mirada hacia Babik le confirmó que la hipótesis más probable era que no hubieran tenido tiempo suficiente para regresar antes del cierre de los portones y que hubieran tenido que esconderse en el bosque. Sin embargo, tenía un mal presentimiento. Lamentaba haberlos dejado salir sin el gitano, sin una escolta de soldados, sin haberlos puesto sobre aviso de los rumores que corrían por la ciudad desde hacía algunos días. Su mente había olvidado la guerra y lo que la rodeaba.

Refunfuñó otra vez, se calzó sus botas más altas, que le llegaban hasta medio muslo, se cubrió con un abrigo sin mangas de piel gruesa, un gorro de betyar de ala corta y alzada que había ganado una noche de borrachera con unos soldados húngaros y se colgó una pistola de sílex de su ancho cinturón.

—¡Vamos! —dijo, tras silbar entre dientes.

Tatar se unió a ellos en la capilla, ocupada solo por una decena de enfermos. Germain le hizo olisquear uno de los paños que Nicolas utilizaba como guantes. Lo había robado unos días antes para comprobar si estaba impregnado de un ungüento especial que lo protegiera de las infecciones de los pacientes. El tejido, sin embargo, no estaba bañado en remedio alguno y solo olía al jabón de los sucesivos lavados. Acabó por creer que, para Nicolas, aquellas vendas no eran más que unos mitones baratos.

El perro lo olfateó, emitió un gruñido ahogado y condujo a ambos hombres hasta la puerta del bastión oeste, donde se sentó gimiendo.

—Ahora ya estoy seguro de ello, siguen ahí fuera —murmuró Germain para sus adentros—. Fue-ra —articuló claramente para Babik, que lo observaba con inquietud.

Alrededor de ellos, los soldados iban de un lado a otro y cargaban los proyectiles por las bocas de los cañones antes de empujarlos y aproximarlos a las almenas, dispuestos a abrir fuego en cuanto se diera la orden. Había grupos de arqueros que se desplegaban, al igual que los tiradores de élite de los diversos regimientos de artillería. Los que habían avistado a los exploradores turcos, al otro lado del Danubio, habían transmitido la información y esta corrió rápidamente por las murallas de la ciudadela. El grueso de las tropas fue desplegado en las defensas opuestas, al este, allí donde el Estado Mayor estaba convencido de que el enemigo concentraría sus fuerzas. Germain habló con los oficiales superiores a los que conocía, por haberlos curado o por haber compartido con ellos veladas regadas con vino, para prevenirlos acerca de la situación de Nicolas y Azlan, pero ninguno de ellos pareció prestar atención. En los rostros volvían a aparecer los rasgos de la guerra tras cuatro meses de calma e indolencia engañosas. La tensión se palpaba de nuevo y se adivinaba ya el olor a pólvora.

El conde De Rabutin replegó su catalejo y permaneció unos breves momentos pensativo, de pie en las murallas más altas de Peterwardein, frente al Danubio. ¿Por qué los turcos se anunciaban de manera tan visible? No creía en la inminencia de un asalto, pues las condiciones meteorológicas les daban la desventaja a los atacantes frente a los defensores de la plaza. Era más probable, y más preocupante, un asedio.

La voz de su ayudante de campo lo apartó de sus cavilaciones.

—Mi comandante, el cirujano jefe de los regimientos loreneses está aquí y desea hablar con vos.

—Que vaya a verme a última hora de la tarde al cuartel general. Ahora estoy inspeccionando el lugar —respondió, y volvió a desplegar el catalejo en señal de que no había más que hablar.

—Lo sé, mi general, pero insiste y dice que es urgente. Es relativo a las fuerzas enemigas. Dice tener información de gran importancia.

El conde titubeó. Ribes de Jouan era más conocido por su inconformismo y por su reserva ante la jerarquía militar que por la fiabilidad de sus afirmaciones. Acabó por aceptar verlo, tras recordar que el cirujano jamás le había pedido nada.

De Rabutin se quedó sorprendido ante el hombre que se presentó ante él, acompañado por un rob gitano. Se parecía como dos gotas de agua a los ladrones que recorrían la región y a unos cuantos de los cuales él mismo había ordenado encarcelar o colgar. Germain se dio cuenta de ello y se disculpó por su vestimenta antes de relatar la salida de Nicolas y la ausencia de este de la ciudadela.

—¿Esa es la información de gran importancia que poseéis? Que no haya regresado a tiempo es un verdadero problema, lo admito, pero no puedo arriesgarme a enviar a unos hombres en su búsqueda. No se abrirá ninguna puerta sin mi expresa autorización o la del conde Von Capara, ¿queda claro? —añadió dirigiéndose a su ayudante de campo.

La llegada de un emisario puso fin a la conversación: la presencia de merodeadores había provocado una respuesta de los centinelas en el bastión de Hornwerk.

Se habían refugiado bajo una cornisa de las fortificaciones, sentados tras el baúl de ropas que Nicolas había abierto y volcado para ofrecer la mayor superficie de protección posible. Kuyrijsk había tratado de oponerse sin demasiado empeño y luego acabó por tumbarse junto a ellos. A las olas de flechas de trayectoria parabólica, espectaculares pero poco peligrosas gracias a la protección que les ofrecía el refugio natural, sucedieron tiros rectilíneos, sin duda procedentes de arcabuces, más silenciosos y de gran eficacia, y algunos proyectiles habían alcanzado la madera del baúl.

El diluvio cesó tan abruptamente como se inició. Solo la lluvia seguía cayendo de manera constante, y las gotas resonaban sobre las hojas y los charcos de agua. La calma recobrada hizo que la violencia del diluvio pareciera aún mayor.

—¡Nos han disparado! ¡Nuestro propio ejército! —maldecía Kuyrijsk—. ¡Estoy herido, necesitamos auxilio!

Mostró la herida en su pierna e hizo una mueca.

—Creo que voy a desmayarme —anunció antes de perder el conocimiento.

Cuando despertó, tenía a su lado su bota y su pie estaba vendado hasta la rodilla.

—¿Qué ha sucedido?

—Os habéis desvanecido unos minutos —respondió Nicolas—, y he aprovechado para curaros.

—¿Y dónde habéis encontrado vendas? —preguntó antes de ver su camisa blanca preferida desgarrada sobre el suelo—. ¡Oh, no!

La recogió y la contempló, incrédulo.

—No, no… ¿no os habréis atrevido a…?

—Con los paños de Inglaterra se hacen las mejores vendas —respondió Nicolas al tiempo que le devolvía su bota—. ¡Y no habríais llegado muy lejos con un pie ensartado!

Kuyrijsk se palpó la pantorrilla a través de la protección y frunció el ceño, sorprendido.

—¿Cómo la habéis podido sacar?

—Aprendí las lecciones del señor Paré.

Nicolas le tendió la mano.

—Me llamo Déruet y soy segundo cirujano destinado en los regimientos de la Sainte-Croix y Bassompierre.

Kuyrijsk le estrechó la mano y sonrió por primera vez aquel día.

—Encantado, maese Déruet. ¡Al fin tenemos algo en común! Me preguntaba qué diablo de hombre podía ser tan poco respetuoso con los mejores tejidos… ¡Un cirujano militar! Estáis perdonado.

Trató de ponerse en pie apoyándose en la pierna sana.

—¡No os mováis! —dijo Nicolas reteniéndole por el hombro.

—Pero ¡si puedo andar! —protestó el holandés.

—Estoy seguro de ello, pero ¡no os dejaré andar para que os caiga encima otra lluvia de flechas! Si es necesario, aguardaremos a que se haga de noche para huir. Sin embargo, espero que Germain nos habrá sacado de esta antes.

—Dios mío… ¿y el mayor y el cochero? ¿Qué les habrá sucedido?

—Temo que fue su presencia lo que provocó esta reacción. Espero que hayan logrado ocultarse —respondió Nicolas, que no tenía muchas esperanzas de volver a verlos con vida.

Azlan, arrebujado contra él, los miraba con sus ojazos negros, silencioso.

—No temas, pronto habremos salido de esta —le aseguró Nicolas, y lo abrazó.

—No miedo, gadjo, no miedo. Oír a Tatar.

—¿Tatar?

—Sí. Ladrar.

—El chiquillo lleva razón, hay un perro que ladra no lejos de aquí —confirmó Kuyrijsk.

Los ladridos parecían proceder de las entrañas de la muralla situada a un centenar de metros de ellos y se iban acercando. Luego se hizo el silencio. La lluvia había cesado y la tierra empapada silbaba por el bochorno.

De pronto oyeron una voz humana, muy próxima.

—¡Babik, es Babik! —exclamó Azlan incorporándose.

Su padre le hablaba en gitano. A pesar de sus esfuerzos, no consiguieron verlo. Azlan frunció el ceño y asentía a cada frase. Cuando hubo acabado, el chiquillo les explicó la situación.

***

Germain no había tenido que ir hasta el bastión de Hornwerk para comprender que los centinelas habían disparado a Nicolas y a Azlan. Fue corriendo a la abadía a cambiarse de ropa, se vistió con su uniforme de oficial y se dirigió al hospital de las tropas alemanas, donde sabía que podría hallar al primer cirujano del elector de Sajonia. El coronel Von Humboldt estaba preparando sus instalaciones ante una posible afluencia de heridos y había hecho disponer camas suplementarias en todas las estancias, incluso en la cantina, que había transformado en improvisada sala de operaciones. El hombre aceptó interceder a favor de Germain ante el gobernador militar de la plaza.

—Von Capara es un hombre de honor y aprecia vuestro trabajo, querido Ribes de Jouan. He alabado ante él vuestro sistema de ambulancias volantes. No cabe duda de que aceptará vuestra petición. ¡Me voy ahora mismo!

La confianza de Von Humboldt le dio tranquilidad. Germain tomó asiento, encendió la pipa que se había echado al bolsillo y llamó a un enfermero que disponía sierras sobre una mesa. Los instrumentos formaban unas hileras de rectitud perfecta.

—¿Qué les dais a vuestros pacientes para las operaciones?

El hombre, halagado al ver que alguien se interesaba por su trabajo, se aproximó con gran reverencia y respondió con aire docto, ayudándose de los dedos para contar.

—Utilizamos láudano para los casos más dolorosos. Tenemos también un aguardiente de uva para los casos más ligeros y…

—¡Es suficiente! —lo interrumpió Germain—. ¡Eso bastará! ¿Queréis ir a buscarme una botella de ese aguardiente, por favor?

El soldado asintió y regresó con una botella que le tendió con orgullo.

—¿Queréis probarlo con vuestros pacientes?

—Así es —respondió Ribes de Jouan a la par que descorchaba la botella con los dientes—, pero antes lo probaré personalmente.

Cuando el coronel Von Humboldt regresó de su entrevista, media hora más tarde, Germain había negociado el intercambio de dos cajas de vino de Hungría por una de aguardiente de Sajonia que les alegraría las veladas en que estuvieran desocupados.

—Tengo buenas noticias —anunció, alegre—. Mañana, en cuanto haya luz suficiente y los centinelas hayan comprobado que no hay ningún turco en el perímetro, se descenderá el puente del bastión de Hornwerk para dejarlos entrar.

—¿Mañana? —rugió Germain—. Pero si es ahora cuando hay que dejarlos entrar, ¡es ahora cuando se hallan en peligro!

La reacción del lorenés no le gustó al oficial, pues la interpretó como una muestra de ingratitud.

—Es cuanto podemos hacer de momento —respondió secamente—. No habría que haber permitido que salieran cuando desde ayer se había dado orden de acuartelar a todo el mundo. ¿Quién les autorizó a salir? ¿Vos?

Germain palideció y murmuró un agradecimiento antes de retirarse. Acababa de recordar que no había abierto la carta que un ordenanza le llevó el día anterior a la capilla. La había guardado en el bolsillo de su pantalón y se había ido a jugar al lansquenete[8] con unos camilleros a la posada del Arsenal. Se llevó la mano al bolsillo y localizó la carta. Abrió el sello y leyó la orden de De Rabutin a todos los regimientos de incrementar al máximo la vigilancia y de no autorizar ninguna nueva salida de la ciudadela salvo excepción debidamente motivada.

Ribes de Jouan soltó una maldición: él era el responsable del peligro en el que se hallaban. Fue al encuentro de Babik, que estaba en la abadía, y le explicó la situación omitiendo el episodio de la carta. El gitano lo condujo a una de las celdas, en la que se hallaba el padre Étienne. El hombre estaba arrodillado junto a un crucifijo y meditaba. No se volvió cuando llegaron.

—Ayudadnos, padre…

El fraile terminó su oración, se santiguó y se puso en pie lentamente. Su rostro estaba medio cubierto por la capucha.

—Os indicaré cómo llevarles provisiones, pero no podremos hacer nada más. Están en manos de Dios.

Ribes de Jouan le dio las gracias, enojado. Tenía la sensación de que el cura había adivinado sus pensamientos y su secreto. Desconfiaba de él y a la vez sabía que era su único y último recurso.

Con un gesto de la mano, el padre Étienne los invitó a seguirlo hasta la biblioteca de la sala capitular. Tomó un libro de gran formato, de papel apergaminado y muy grueso.

—En el subsuelo de Peterwardein hay un conjunto de galerías, algunas de las cuales se remontan al período de Bela IV, cuando nuestro monasterio fue construido por nuestros hermanos llegados de Francia[9]. Recorren todos los bastiones.

El volumen contenía los planos de los laberintos subterráneos.

—El hermano Petrus los recorrió y trazó una fiel topografía —añadió con tono de admiración—. Dedicó a ello más de diez años.

—¿Alguno de esos túneles desemboca al exterior? —preguntó Germain tratando de cogerle el libro de entre las manos, sin éxito.

El cura cerró el libro de inmediato.

—Si esas salidas existieran, sería imprudente por mi parte revelároslas… Algunas galerías, sin embargo, recorren las murallas exteriores de Hornwerk. En las mismas se han excavado aberturas y por ellas os podréis comunicar.

—¿Podría acompañarnos el hermano Petrus hasta allí?

El cura guardó el libro en la biblioteca.

—Por desgracia no es posible, puesto que nuestro hermano nos ha dejado. Falleció hace cuatro años.

—¡Maldición! —espetó Germain—. Pero ¿cómo podremos llegar hasta allí sin guía ni plano?

—Os indicaré cómo ir y volver, pero bajo ningún concepto debéis apartaros del camino. Desde el año pasado, vuestras tropas han excavado otras galerías y esas no las conozco. Seguid escrupulosamente mis instrucciones si deseáis regresar sanos y salvos. De lo contrario…

«De lo contrario…». Las palabras del cura resonaban aún en los oídos de Germain mientras desgranaba mentalmente el recorrido que este le había indicado. Babik lo había acompañado y lo tranquilizaba, no solo por su presencia. Había decidido llevarse a Tatar consigo, convencido de que en caso de que se perdieran este sabría dar con la salida. El gitano marchaba a la cabeza, con una antorcha en cada mano, el torso abombado y aspecto decidido. Llevaba a la espalda un estuche del tamaño de un pequeño fusil que había intrigado a Germain, pero el hombre había fingido no comprender su pregunta. De su determinación irradiaba una forma de certidumbre acerca del éxito de su empresa. Atravesaron la primera galería a lo largo de cien metros y luego torcieron a la derecha en la tercera intersección, en la esquina de la cual había un crucifijo grabado en la piedra. Con esa señalización, el recorrido no presentó dificultad alguna. Los pasillos eran más altos y anchos de lo que habían imaginado, excavados en una roca cretácea desmenuzable, y solo una ligera pendiente les indicaba el descenso hacia la base de las fortificaciones al nivel del Danubio. La inclinación acabó tras un cuarto de hora. «Ya hemos llegado», pensó Germain. Al alcanzar una intersección en forma de T, Tatar ladró mirando a su dueño y se fue hacia la oscuridad, hacia el lado derecho. Sus ladridos disminuyeron de intensidad y luego cesaron de golpe. Germain tomó una de las antorchas de manos de Babik.

—¡Vamos! —decidió ante el titubeo de este.

El cura les había indicado que siguieran el lado izquierdo una vez llegados al bastión de Hornwerk. La galería de la derecha era más reciente que el resto de la edificación, y había bastantes escombros en el camino que dificultaban el avance. Tatar reapareció y con un ladrido sordo los invitó a seguirlo. Los condujo hasta una aspillera tallada en el muro, que les permitió entrever las sombras de la vegetación exterior. Oían el ruido del río que fluía no lejos de allí. Babik llamó y su hijo respondió. Se hallaban a una veintena de metros de ellos. Le explicó que deberían aguardar hasta el día siguiente al amanecer antes de poder entrar de nuevo en la fortaleza. Azlan lo tranquilizó acerca de su suerte: se encontraban bien y se hallaban en compañía de un extranjero que les había prestado ropas secas.

—Pero ¡no podremos aguantar mucho rato, apesta a perfume! —añadió.

Babik contagió su risa a Germain, que ignoraba la razón de la misma pero necesitaba eliminar la tensión acumulada. Por fin todo parecía ir bien.

Nicolas se deslizó hasta la angosta abertura de piedra.

—Lo siento, Germain. Nos hemos aventurado demasiado lejos.

—No es… No pasa nada —respondió—. No podías preverlo. Lo importante es que estáis ahí, sanos y salvos. Os hemos traído bebida y alimentos.

Nicolas cogió los dos panes y la botella de agua que el cirujano le tendía.

—Nada debéis temer, los soldados vigilan los alrededores y ningún turco se atreverá a acercarse a vosotros. Babik y yo nos quedaremos aquí hasta que amanezca.

—Gracias, gracias por todo. Vuelvo con los otros.

—Lo olvidaba: has recibido carta de Nancy.

—¿La tenéis? ¿La tenéis aquí?

Le costó no echarse a gritar y se la arrancó de las manos en cuanto la carta apareció por la aspillera. Desde hacía cinco meses, Marianne no abandonaba sus pensamientos. Ella no lo había olvidado.

Germain se arrojó en brazos de Babik y se mostró muy efusivo. Ambos hombres hablaban al unísono, cada uno en su lengua, felicitándose, sin que llegaran a comprenderse. Luego el gitano abrió el estuche y extrajo un violín. Las primeras notas resonaron en el túnel, escapándose por las aspilleras, libres como el viento. Una música desconocida para Germain, de sonoridades y ritmos nuevos, que subía y bajaba varias octavas con un prodigioso virtuosismo, una música a la vez feliz y triste, llena de vida. Los ojos del niño se iluminaron.

—¡Es Babik, es él, y toca el bas’alja para mí!

La lluvia había cesado y se habían abierto claros en el cielo que dejaban ver la bóveda estrellada. La cornisa los protegía del frío y las ropas secas de Kuyrijsk, con las que se habían abrigado, los aislaban de la humedad. Azlan se había dormido en brazos de Nicolas al son del violín de su padre. El holandés se había relajado y se mostraba más amistoso. Su herida, superficial, ya no le dolía. Había comprendido la suerte que había tenido cuando Nicolas le confirmó que el cochero y su compañero de viaje habían muerto alcanzados por flechas de los centinelas de la ciudadela.

—¡Menudas aventuras podré contar en la corte del zar! —dijo mientras imaginaba los rostros impresionados de los miembros de la familia de Pedro el Grande—. Eso no hará más que incrementar el valor de mi tesoro.

Sacó una llave que llevaba colgada al cuello.

—¿Deseáis ver mi gabinete de curiosidades? A vos puedo mostrároslo, maese Déruet.

—¿Qué es ese gabinete? —preguntó Nicolas mientras le ayudaba a arrastrar el pesado baúl hacia ellos.

Kuyrijsk no respondió, abrió el baúl, metió las manos en él y extrajo un objeto protegido por gruesas mantas. Se sentó junto a Nicolas y desplegó los envoltorios.

—Observad esta composición —dijo, y le entregó una caja de grandes dimensiones cubierta con un cristal transparente.

En el interior, un cuadro representaba un esqueleto en un decorado de árboles y plantas. La débil luz nocturna no permitía distinguir mucho más.

—¿Qué os parece? —preguntó, a la espera de un cumplido que tardaba en ser pronunciado.

—¿Cómo habéis logrado dar esa impresión de relieve al personaje y a esa naturaleza? Es una pintura muy curiosa…

—¿Pintura? ¡Esto no es una vulgar pintura! —se indignó Kuyrijsk, hasta el extremo de que estuvo a punto de ahogarse—. ¡Es un diorama!

Nicolas comprendió entonces el valor de aquella pieza, cuya representación le había parecido poco lograda desde el punto de vista artístico: el personaje era un verdadero esqueleto, de feto o de recién nacido a la vista de la talla del mismo, los árboles estaban hechos de pulmones, vasos sanguíneos y varios riñones. La obra era un conjunto de piezas anatómicas.

—¡Es… increíble! —exclamó Nicolas, y se puso en pie para verlo mejor, desdeñando la menor prudencia.

Espejeó el objeto bajo los débiles rayos de luna para tratar de captar los máximos detalles.

—¿Cómo habéis logrado mantenerlos en tan perfecto estado?

Kuyrijsk había recuperado su sonrisa radiante.

—Eso es un secreto de fabricación, estimado amigo. Tras años de investigación en mi condición de médico forense, creo haber dado con la receta del embalsamamiento perfecto.

Le cogió de nuevo el objeto de las manos, contempló su obra con satisfacción y la dejó de nuevo en la caja.

—Mis composiciones pueden desafiar el paso del tiempo y, al igual que los cuadros de los grandes pintores, alcanzar la posteridad.

—Deberíais publicar vuestros resultados, para que todos vuestros colegas pudieran aprovecharlos. ¿Os dais cuenta de la calidad de la fijación que habéis obtenido? Esta técnica nos permitiría conservar piezas anatómicas únicas, crear colecciones que serían de gran utilidad para la educación de los cirujanos.

—Me pertenece y haré con ella lo que me plazca —respondió Kuyrijsk para dar por acabada la conversación.

Volvió a sentarse, en silencio.

—Maese Kuyrijsk, vuestro descubrimiento es esencial para el progreso de nuestro arte —abogó Nicolas, que había vuelto a tomar a Azlan en brazos.

El chiquillo entreabrió los ojos y volvió a cerrarlos.

—¿Arte? La pintura es un arte, la música y también la medicina, pero la cirugía no es más que una suma de técnicas para manos hábiles, ¡eso es lo que me respondieron en la Academia! ¡Después de todo lo que les había ofrecido! ¿Sabéis que descubrí la presencia de válvulas en el sistema linfático? Por toda recompensa, fui nombrado profesor de las comadronas de Amsterdam, ¡cuando merecía la presidencia de esa Academia de Medicina! Ya pueden tratar de copiar mi método, que jamás descubrirán mi secreto, esos… esos…

Kuyrijsk se había puesto colorado. Sus ojos buscaban desesperadamente la palabra certera que serviría de puntilla a sus colegas de la institución holandesa, pero tanto los detestaba que parecía que esa palabra aún estaba por inventar. El ruido del batir de unas alas precedió un grito sordo, muy próximo, al que respondieron otros procedentes del cielo.

—¿Qué es eso? —preguntó el holandés mientras se cubría instintivamente con su abrigo de piel gruesa.

—Buitres salvajes.

—¿Carroñeros? Pero ¡si no estamos muertos!

Los gritos volvieron a oírse, lúgubres.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó Kuyrijsk agitando los brazos para asustar al invisible enemigo.

—Nada debéis temer, no están ahí por nosotros —dijo Nicolas—. Los cadáveres de vuestros compañeros de viaje deben de estar muy cerca.

El castañeteo de los picos confirmó brutalmente esas palabras. La ronda de los buitres se prolongó una hora, a lo largo de la cual ambos hombres no dejaron de hablar para tratar de ahogar los ruidos del festín, y luego cesó de repente. La tensión que mantenía a Kuyrijsk despierto cedió y acabó por dormirse. Al quedarse solo, Nicolas sacó la carta que había tenido todo ese tiempo contra su corazón y la abrió. La presencia de una gruesa capa de albugos le impedía la lectura de la misma. Reconoció la caligrafía: la misiva no procedía de Marianne, sino de François. Debería esperar para poder leer el mensaje del Erizo Blanco.

Sentado en la galería subterránea, Germain tenía la vista perdida en las sombras que bailaban sobre la pared frente a él. Las llamas de las antorchas flameaban como sedas al viento mecidas por la corriente de aire que recorría el subterráneo. Tatar dormía, tumbado sobre el vientre. Babik descansaba, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas dobladas, sin que Germain alcanzara a saber si se había adormilado o si tenía todos los sentidos al acecho. El gitano lo impresionaba por la fuerza que desprendía y la serenidad que jamás lo abandonaba. Acarició el hocico del perro, que gruñó de placer, y luego se puso en pie en silencio. El animal abrió los ojos e irguió las orejas. Germain le indicó que se quedara junto a Babik y se acercó a la abertura. La noche le pareció menos oscura a través de la aspillera. El alba no tardaría en colorear el cielo.