Capítulo 3
Nancy, de febrero a abril de 1694
Al día siguiente, el charlatán Hugues Comans fue puesto en libertad y abandonó la ciudad con su precioso cargamento y con víveres para el viaje hasta Versalles, acompañado por dos caballeros del cuarto regimiento de dragones. Tenían orden de que el hombre entregara a Joseph Urfin al rey sin ofrecerlo como espectáculo por las ciudades y pueblos del camino. Tuvieron que aguardar un buen rato hasta que se abrió la puerta de Notre-Dame, pues el conserje no lograba que funcionara el mecanismo, que se había atorado por el frío. Luego las caballerías se perdieron rápidamente en el horizonte.
Nicolas hizo saber a Malthus que estaba a disposición de su ilustre amigo para operarlo. Transcurrieron los días sin tener noticias del misterioso paciente y acabó por olvidarlo. Marzo abrió una brecha en el frío invernal. Los vendedores ambulantes lo aprovecharon e invadieron las plazas y los mercados: restauradores, taberneros, vendedores de aves, asadores, pescaderos y pasteleros, todo tipo de comerciantes que ofrecían mercancías de calidad mediocre que los impuestos hacían inasequibles para la mayoría de la población. Ese tiempo más agradable desapareció tal como había llegado y el mes de abril empezó con hielo y con los mostradores de los puestos de los feriantes vacíos.
Cada tarde, en cuanto anochecía, Nicolas cerraba el pesado postigo que servía de mostrador, se guardaba varias velas en el bolsillo y atravesaba la ciudad para ir al encuentro de Marianne. Pasaban parte de la noche acurrucados uno junto al otro, conversando y descubriéndose, a menudo susurrando, como adolescentes que algo tramaran, para no llamar la atención de los propietarios de la casa de beneficencia. La presencia de un hombre en su habitación le costaría a Marianne ser expulsada de la congregación y cesada en su función de comadrona. Invariablemente, él regresaba a la rue Saint-Jacques, extenuado, para echar una cabezada antes de levantarse al alba. Abría el establecimiento cada mañana a eso de las seis, atendía a los pacientes que acudían allí, luego a los enfermos a los que acogían, instalados en la trastienda, y finalmente iba a casa de aquellos cuyo estado o fortuna exigían tal desplazamiento. A veces, cuando la ocasión se lo permitía, acompañaba a Marianne en sus visitas a los enfermos y a las mujeres embarazadas del barrio. En más raras ocasiones, se encontraban solos y paseaban por los caminos de los bastiones del este de la ciudad, que les ofrecían cierta intimidad y los ocultaban de miradas ajenas. Pero el frío los alejaba de allí con más firmeza que todas las patrullas francesas. Por primera vez en su vida no sentía el ahogo que lo había llevado a huir de la ciudad y de sus obligaciones, y fue el primer sorprendido al constatar que no se le hacían pesados los rigores impuestos por el ritmo de su trabajo. Se daba cuenta de que la libertad podía florecer en cualquier lugar de la tierra. Se sentía libre, y eso también se lo debía a Marianne.
La puerta de servicio, por donde entraba habitualmente, estaba cerrada. Marianne lo esperaba bajo un porche vecino.
—Me ha sido imposible preveniros, lo lamento mucho —explicó ella mientras lo conducía hacia la calle—. Esta noche hay una recepción. No podemos entrar sin que nos descubran.
Un carruaje se detuvo frente a la casa de Pierre Diart. Del mismo descendió una pareja a la que seguía un criado vestido con librea con un enorme candelabro en la mano y que los acompañó hasta el interior de la casa, de la que llegaba el rumor de los invitados.
—¡Cómo me gustaría tener un lugar que me perteneciera, que solo fuera mío! —confesó ella, soñadora—. De donde nadie nos pudiera echar.
—Mientras, os propongo que nos calentemos en mi habitación sobre la tienda.
—¿Y qué dirá vuestro patrón?
—¿François? ¡Estará encantado de conocer a la persona que me ha hecho enraizar aquí! Y la patrona también. Y en su biblioteca tiene libros maravillosos.
—En tal caso debo aceptar.
—Son encantadores y a buen seguro serán de vuestro agrado, ya veréis.
No tuvieron que hacer presentaciones. François y Jeanne dormían tan profundamente a su llegada que subieron a la habitación de Nicolas, la mitad de la cual estaba ocupada por sábanas que se secaban con dificultad y saturaban la atmósfera de humedad. Sus ronquidos atravesaban la pared que separaba ambas habitaciones e inundaban el espacio con una marea sonora.
—Esto no tiene nada que ver con vuestro alojamiento —se disculpó él.
—Qué más da, estamos juntos y eso es lo principal.
—Me gustaría poder ofreceros lo más bello de todo el ducado. Lo merecéis.
Ella le sonrió y le acarició la mejilla. Descendieron a la trastienda, donde no había ningún paciente, y avivaron el fuego. Permanecieron un buen rato contemplando el tronco de leña incandescente sobre cuyo cadáver bailaban las llamas.
—Casémonos —propuso él súbitamente—. Nos amamos, ¿no es cierto? En tal caso ¿para qué esperar?
—Sí, nos amamos —respondió ella abrazándolo con más fuerza—. Os amo, Nicolas Déruet.
Esas palabras, pronunciadas por primera vez por Marianne, lo llenaron de una sensación nueva y extraña que ningún euforizante habría logrado provocar. Se sentía como un niño, se sentía como un pájaro y se sentía invulnerable, y esas palabras eran su caparazón, su alimento y su refugio.
—Dado que nos amamos, sin embargo, debemos concedernos el tiempo necesario para consolidar nuestra unión —prosiguió ella—. El matrimonio nos une hasta la muerte.
—Soy consciente de ello, pero os hablo de nacimiento y me respondéis con muerte. La muerte es una obscenidad para quienes se aman.
—Nicolas, apenas nos conocemos.
—¡Hemos estado tanto tiempo juntos últimamente!
—Y espero que pasemos aún mucho más tiempo juntos —respondió ella para serenarlo—. Sabed que os añoro muchísimo en cuanto abandonáis la rue du Point-du-Jour.
—¿Y por qué aguardar en tal caso? Mañana queda muy lejos y más allá me parece una eternidad.
—En la eternidad, los días más largos son siempre los primeros… Nicolas, en mi actitud no hay desdén ni añagaza. No tengo compromiso alguno con otra persona, solo quiero…
La interrumpió el ruido de la aldaba en la puerta de entrada, seguido por vigorosos puñetazos descargados directamente sobre la madera de la misma. De nuevo, la aldaba resonó con golpes nerviosos.
—Voy a abrir —dijo él deshaciendo su abrazo muy a su pesar—. De lo contrario, François le arrojará aceite hirviendo al intruso. Nunca ha tenido buen despertar.
Al ver el rostro inquieto de Malthus, Nicolas comprendió el objeto de su visita. El boticario le comunicó que su amigo debía ser operado de inmediato del cálculo: la piedra que obstruía la vejiga le producía dolores insoportables y la poca orina que lograba miccionar estaba teñida de sangre.
Sacó a François de sus sueños en el momento en que este se hacía a la mar con la Nina, lo que le valió que le arrojara las zapatillas y le soltara una retahíla de insultos alambicados antes de obtener su conformidad para asistirlo en la operación. Las presentaciones con Marianne fueron sucintas, pues el Erizo Blanco no alcanzaba a comprender por qué motivo la comadrona de Saint-Epvre se hallaba en el local reservado a los internos, en plena noche y sin que hubiera ningún recién nacido en los alrededores. Ya tendría tiempo de averiguarlo a su regreso. Ella los esperaría en compañía de Jeanne.
Una vez en el carruaje, Malthus echó las cortinillas para ocultar la vista al exterior.
—Supongo que de nada servirá preguntarte adónde vamos —constató Nicolas metiéndose las manos bajo la chaqueta para que no se le enfriaran.
—Os devolveremos a vuestro establecimiento en cuanto termine la operación.
—Que el cochero no abandone su asiento —dijo François—. Los caballos aún no habrán recobrado el aliento cuando vuestro enfermo ya esté completamente sano y yo vuelva a estar al timón de mi barca.
Nicolas maniobró sus articulaciones para mantenerlas calientes. Había elegido la técnica que iba a utilizar y revisó mentalmente los gestos que debería llevar a cabo. Se sentía en condiciones de hacerlo.
***
Al cabo de diez minutos de trayecto, el tiro se detuvo en el patio de un palacete. No reconocieron el lugar, pues la negrura y la ausencia total de luz les impedían identificar la fachada. Siguieron a Malthus y entraron por una puerta lateral, atravesaron varias habitaciones en hilera y desembocaron en un segundo patio, más pequeño. Un fuerte olor a excrementos les confirmó la proximidad de los establos. El boticario los condujo directamente a la única estancia iluminada que ocupaba todo el espacio del fondo: la guarnicionería. En el interior de la misma, un hombre con uniforme militar francés daba órdenes a unos criados que iban de un lado a otro. Decenas de velas y candelabros se habían dispuesto alrededor de una mesa cubierta con una sábana.
—¡Ah, por fin estáis aquí! Daos prisa, ¡sufre unos dolores espantosos! —advirtió el militar señalando un sillón que les daba la espalda.
No habían visto la forma humana ovillada que ocupaba el sillón, envuelta en un largo batín de seda de vivos colores. Nicolas depositó su bolsa y se acuclilló ante él.
El hombre llevaba un antifaz que le ocultaba la mitad superior del rostro. Alzó la cabeza con dificultad y observó al cirujano.
—Me duele… Ya no puedo más… Estoy dispuesto a lo que sea para acabar con este sufrimiento —murmuró, con el resuello entrecortado.
—Os curaremos —respondió Nicolas—, pero necesitaremos vuestra absoluta colaboración. Deberéis hacer cuanto os pida y todo saldrá bien.
Apoyó su mano sobre la del hombre, que hizo una mueca. Todo su cuerpo estaba contraído por el dolor.
—Tengo miedo… —añadió el desconocido.
Todos sabían los riesgos de semejante operación, la más practicada y la más mortífera. Uno de cada dos pacientes moría.
—¡Necesito a tres personas que me ayuden! —espetó François al militar, que eligió a los ayudantes entre los criados presentes.
El Erizo Blanco hizo colocar una silla boca abajo sobre la mesa, que serviría de respaldo, acercó una segunda mesa, más pequeña, que cubrió con una sábana blanca y sobre la que depositó una docena de instrumentos que se utilizarían para la operación. Luego se reunió con Nicolas y su paciente, que conversaban en voz baja.
—Estamos listos —anunció tendiéndole un frasco de vidrio marrón.
Nicolas ofreció a su paciente una dosis de láudano, pero el hombre no quiso beberla.
—¡No me fío de la química! He traído mi propio tratamiento, si no veis contraindicación alguna.
Señaló la botella de armañac que había a sus pies. Nicolas asintió. El militar se apresuró a servirle una copa, que bebió de un trago, y luego una segunda. El alcohol permitiría que el hombre fuera menos sensible al dolor y que estuviera más relajado en el momento de llevar a cabo la incisión.
Se puso en pie trabajosamente. Nicolas lo ayudó a quitarse el batín corto y los calzones y a descalzarse. El hombre se quitó él solo las medias que vestía debajo, deteniéndose a menudo presa del dolor que lo inmovilizaba. Dos criados lo subieron a la mesa y allí se tumbó entre gemidos. Pidió una nueva ración de aguardiente y bebió dos copas. François le hizo doblar las piernas y las ató contra sus brazos con dos cintas de seda. Unas gotas de sudor perlaban su frente y el extremo del antifaz. Solo vestía ya una camisa de tela, que Nicolas le había arremangado hasta el ombligo. El paciente era corpulento y sus pliegues de grasa impedían de entrada algunas de las variantes de la operación. Lo hizo avanzar hasta que las nalgas sobrepasaron el borde inferior de la mesa.
El cirujano decidió practicar una incisión lateral del perineo y constató con alivio que François había seleccionado y preparado el instrumental necesario para ese tipo de intervención. El acuerdo tácito de su antiguo maestro lo tranquilizó, así como la mirada que le dirigió.
De los tres ayudantes, uno sostenía la cabeza del paciente y los otros dos se ocupaban de inmovilizarle brazos y piernas. Nicolas buscó a Gabriel Malthus con la mirada. Había desaparecido de la estancia, de cuyas paredes colgaban riendas y bocados, así como algunos trofeos de caza. El lugar estaba saturado de polvo y de pelos equinos que revoloteaban a cada desplazamiento.
A la señal de Nicolas, François asió el sexo del hombre con su mano y lo tendió verticalmente.
—Fijaos, está nevando —dijo con despreocupación mirando hacia la ventana.
Nicolas introdujo un catéter de metal, curvado y acanalado, en la uretra del paciente. La operación había empezado. Cuando el hombre se contrajo, la sonda ya había entrado en la vejiga y golpeado contra el cuello de la misma. El dolor era intenso pero soportable.
Sin necesidad de decir palabra, François tendió a Nicolas un bisturí que este tomó con la mano derecha mientras con la izquierda reseguía el rastro del catéter bajo la piel. Siguiendo la acanaladura, hizo una abertura lateral entre el escroto y el ano, lo bastante profunda para poder hacer una incisión en la próstata y en el cuello de la vejiga.
El paciente gritó y trató de liberarse. Los ayudantes acentuaron su presión sobre las extremidades para mantenerlo inmóvil, pero logró contorsionarse. François soltó una maldición y se disculpó. Nicolas, que se anticipó a la reacción, retiró el escalpelo para evitar cortar accidentalmente el peritoneo o una arteria local. Anunció con voz serena:
—Once líneas.
El tamaño de la incisión daba a François una indicación del instrumental requerido para retirar la piedra. Maese Delvaux cogió unas pinzas rematadas por unas cucharillas dentadas. Nicolas introdujo el dedo en la herida, hasta la vejiga, para localizar la piedra. El paciente gritó de nuevo, un grito más sordo, más animal y también más ahogado. Cuando la notó, al tocarla le sorprendió el tacto de la misma. En lugar de ser duro, tenía allí un cálculo más bien blando a la presión. No podía verlo y no deseaba ampliar la abertura. Con ayuda de las pinzas trató de extraer la concreción que obturaba la vejiga, pero esta resbaló varias veces entre las cucharas de las pinzas.
François lo interrogó con la mirada. La calma y la concentración de las que Nicolas siempre hacía gala durante una operación lo impresionaban y esa en concreto, que se complicaba, no era una excepción. No insistió con las pinzas y le pidió unos separadores, que situó en los bordes de la incisión. El hombre gemía y se contraía a cada inspiración.
—Señor, aguantad firme —dijo Nicolas—, no sucumbáis al desvanecimiento, ya casi estamos. Voy a sacar la piedra.
Tenía los tegumentos pálidos y se mordía los labios. Nicolas temía que debido al dolor su paciente sufriera un síncope que podría ser fatal.
Tomó un segundo bisturí de doble filo, dispuesto en una vaina, y lo introdujo hasta el cálculo. Este se hallaba encastrado en el cuello de la vejiga, retenido por las vegetaciones. Se ayudó con el dedo para guiar el instrumento, retiró la vaina y cortó la mucosa a la altura de la adherencia. En ese momento el hombre se incorporó movido por una fuerza inesperada, rompió varias de sus ataduras y le dio una patada a Nicolas, que, sorprendido, no alcanzó a esquivarlo y cayó pesadamente al suelo. El enfermo gritó sin recuperar el resuello, con un aullido espantoso, enloquecido por la violencia del dolor que sus movimientos desordenados amplificaban aún más. François se abalanzó sobre él para inmovilizar sus extremidades mientras los otros volvían a atarlo. El hombre trató de morder las manos que lo agarraban de los hombros. Nicolas lo amordazó sin contemplaciones. Tenían el tiempo contado. Menos de dos minutos después del incidente, proseguía la sección de las carnes que rodeaban el cálculo de la vejiga. El escalpelo, sostenido con pulso firme y preciso, liberó sin arrancarla la piedra enquistada, que acto seguido extrajo con la ayuda de las pinzas. Nicolas verificó que no hubiera más cálculos en la vejiga y retiró los separadores. Dispuso un paño enroscado en forma de mecha en la herida para que drenara la orina, que se evacuaría por esta vía natural mientras no cicatrizara. Deshizo las ataduras sin que el paciente hiciera ni un gesto. El hombre, que había cesado de gemir, se hallaba en un estado de semiinconsciencia y obedecía mecánicamente a las órdenes que daba el cirujano. El antifaz se había desplazado hacia la frente y pudieron ver parte de su rostro, que no conocían. El militar se dio cuenta de ello y volvió a colocarle la máscara. François le hizo doblar las rodillas, que consiguió mantener juntas gracias a una venda, y le colocó dos maderas para inmovilizárselas. Nicolas rodeó la herida de apósitos, le aplicó unas compresas y lo cubrió todo con una venda.
—Podéis llevarlo a su cama —dijo al soldado que aguardaba sus instrucciones.
Los dos cirujanos se hallaron a solas. François buscó su gorro, que había perdido durante el alboroto y había ido a dar bajo un sillón. Limpió el instrumental y lo guardó con cuidado en una bolsa. Nicolas había eliminado las adherencias de carne alrededor del cálculo y observaba la piedra. Esta tenía el tamaño de un huevo de codorniz. Era lisa, y eso lo tranquilizó. La presencia de facetas en su superficie habría podido significar la presencia de otros cálculos en la cavidad. La había sondeado con el dedo y no había hallado nada.
François vio la botella de armañac en el suelo y la cogió.
—A tu salud, amigo —exclamó, y la alzó antes de beber ruidosamente.
Se la ofreció a Nicolas, que bebió el sorbo que quedaba.
—¡Vaya mal trago hemos pasado! —observó el Erizo Blanco—. ¡Ese animal se habría podido matar empalándose en el escalpelo!
Nicolas contempló las cabezas de ciervo disecadas que parecían salir de la pared.
—¿Dónde piensas que estamos? ¿Quién crees que es?
—Diría que estamos en alguna dependencia del palacio ducal. En cuanto a saber de quién se trata, nos bastaría con hacer una visita, pues nos han dejado solos —constató al tiempo que se daba la vuelta.
Se halló frente a Gabriel Malthus, a quien no habían oído entrar.
—¡Señores, felicidades! —exclamó el boticario—. Vengo de la habitación de nuestro amigo y se halla en relativa buena forma a la vista de lo que acaba de sufrir. ¡Bravo! Ya estamos todos tranquilos.
—Quisiera marcharme ya —dijo Nicolas.
Cuando salieron, la nieve cubría el patio con un fino manto. Algunas gotas de sangre la habían manchado con una línea de puntos que se perdía en la oscuridad.
El trayecto de regreso transcurrió en silencio. François descendió el primero, tamborileó en la puerta y aguardó a que Jeanne fuera a abrir.
—Debe seguir una dieta estricta. Pasado mañana tendré que cambiarle el drenaje —precisó Nicolas, que había permanecido en el carruaje con Malthus.
—Vendré a buscarte al anochecer. En cuanto a tus honorarios…
—Le entregarás la suma entera a maese Delvaux —dijo antes de pisar el estribo.
—Se hará como desees, una vez haya sanado. Nicolas, realmente te guía la mano de Dios.
***
Dos días después, el boticario condujo al cirujano siguiendo el mismo protocolo discreto y lo acompañó hasta la habitación del enfermo. Este había recuperado cierta prestancia así como un tono de voz altivo y distante, pero conservaba su antifaz. Esa noche había dormido poco a causa de dolores abdominales que se habían iniciado la víspera y no remitían. Cuando deshizo el vendaje, Nicolas pudo constatar que la piel alrededor de la herida y en la parte inferior del peritoneo había cobrado un color violáceo. A consecuencia de una pequeña hemorragia interna se había formado un hematoma. El drenaje de paño había evacuado parte de la sangre, pero la mayoría se había derramado en el interior y había coagulado.
—Esa es la causa de vuestros dolores —concluyó—. La zona es pequeña, haré una punción en el coágulo cuando haya cicatrizado la herida —añadió, tranquilizador.
El militar que los había acompañado durante la operación entró en la habitación, sin aliento.
—Señor, está aquí Jean-Baptiste Courlot, que viene a veros. No he podido impedirlo. Sabe que estáis convaleciente.
—¿Quién lo ha avisado? —gruñó el enfermo tratando de incorporarse.
De inmediato lamentó haberlo intentado.
—Es mi médico personal —le explicó a Nicolas con parejas muecas de pesar y de dolor.
Se quitó la máscara, pues ya era inútil. El hombre tenía el rostro marcado por el cansancio y una mirada dura. Una antigua cicatriz en la sien acentuaba la rudeza de sus rasgos.
El doctor Courlot hizo una entrada teatral.
—En cuanto ha llegado a mis oídos… —comenzó antes de hacer una reverencia—. En cuanto he sabido… —prosiguió tres pasos más lejos y tras una nueva reverencia—. ¡Aquí estoy! Señor, pero ¿qué es esa locura de dejaros operar por un barbero ambulante?
Hablaba y a la vez agitaba los brazos que, cautivos en las amplias mangas de su abrigo rematado por una piel de armiño, parecían debatirse para liberarse.
—Permitidme que os examine —propuso mientras se desprendía de su voluminosa vestimenta, que arrojó sin miramientos en brazos del militar—. ¿Podéis…? —preguntó al enfermo señalando su sexo.
El hombre suspiró y lo alzó para mostrar la herida. El médico se inclinó. Sostenía los bordes de su peluca, ofensivamente rociada de harina de almidón, cuyos tirabuzones le caían frente al rostro.
—¡Dios mío, Dios mío, qué terrible resultado! ¡Cuánto os debe de haber dolido! —exclamó al descubrir la presencia de Nicolas junto a él.
La idea de que aquel hombre harapiento, que llevaba unos paños en lugar de guantes, pudiera ser el autor de la operación pasó por su cabeza y se desvaneció rápidamente. Se incorporó y agitó su índice como un maestro regañando a un alumno.
—¡Os había recomendado que recurrierais a los servicios del señor Félix! ¡Más vale utilizar las pociones de Malthus que ver un trabajo como este!
—La operación se desarrolló sin problema alguno —intervino Nicolas—. La piedra estaba enquistada en la vejiga y pudo ser extraída entera. Ese hematoma es consecuencia de haber arrancado mucosas. Es benigno y superficial. Mi paciente, el caballero, se encuentra perfectamente.
Courlot sintió una súbita sorpresa.
—Y vos sois… —preguntó con aire de desagrado.
—El cirujano al que se le encomendó esta operación. Nicolas Déruet.
—¿Así que sois vos…? Señor, no tengo el honor de conoceros y os pediría que tuvierais la gentileza de dejarnos a solas —respondió, y le dio la espalda.
—Debo velar por la buena cicatrización de la incisión y por la evolución de la operación que he practicado —replicó Nicolas, y luego se dirigió al enfermo—: La cirugía no es asunto de médicos.
El doctor Courlot se volvió prestamente.
—Pero ¿qué sabéis vos de medicina, señor, qué vais a saber? ¿Acaso la habéis estudiado? No, eso parece. ¿Acaso sabéis siquiera leer y escribir? Lo dudo. Eso es lo que pasa cuando se les da tanta coba a los criados. Se toman por lo que no son.
—En ese caso ¿qué creéis que debe hacerse para mejorar el estado de nuestro paciente? —preguntó Nicolas.
—Necesitáis una sangría, señor, de inmediato —dijo sin mirar siquiera al cirujano—. Vuestros humores se han derramado por vuestro cuerpo, arrastrando consigo toxinas y venenos. Hay que eliminároslos. Solo una sangría…
—Os debilitará y os dejará sin las fuerzas vitales que necesitáis para vuestra convalecencia —lo interrumpió Nicolas.
Jean-Baptiste Courlot se quedó un instante sin palabras. No solo el cirujano había osado interrumpirlo, sino que se había permitido criticar su tratamiento. Su mirada indignada buscó ayuda entre la asistencia, pero todos la rehuyeron.
—Ponéis en duda… ponéis en duda… —repitió, estupefacto.
—Señores, por favor —declaró el paciente con un esfuerzo para no gritar—. Mantened la cordura. El único objetivo de ambos es mi curación, y vuestra disputa me agota y me enoja.
El médico le hizo una reverencia.
—Lleváis razón, lo siento en el alma. Me he dejado llevar por la pasión, para defenderos, señor, de los charlatanes de tres al cuarto que por sumas inconcebibles serían capaces de intentar cualquier cosa.
Nicolas comprendió la razón profunda de su cólera: el dinero ofrecido por la cura se le escapaba al médico de las manos. Salvo si tratara de atribuirse toda o parte de la misma. El enfermo logró sentarse en la cama.
—Señor Déruet, volved como estaba previsto dentro de tres días para curar la herida. Mientras, el señor Courlot se ocupará de mí. La acción de ambos es complementaria. No desaprovecharé ocasión alguna de sanar. Ahora debo descansar.
Una vez fuera de la habitación, Courlot se aproximó a Nicolas.
—El señor De Rouault ha requerido vuestras manos para el resultado que podemos constatar. No necesitará vuestra cabeza para salvarlo. La mía le conviene mucho más. Impediré que nos importunéis y que os entrometáis en nuestro arte.
Se apresuró a pasar delante de él y lo ignoró con desprecio. Más que la amenaza del médico, a Nicolas le había impresionado el nombre pronunciado: el caballero De Rouault era el gobernador de Lorena, nombrado por el rey Luis XIV. El hombre más poderoso del ducado.
***
—Las noticias no son buenas —declaró Malthus a Nicolas, que acababa de abrirle—. En verdad son malas, muy malas.
François, al oírlo, salió de la trastienda con las manos cubiertas de un emplasto verdoso.
—Id a los Trois Maures, y en cuanto acabe con mi paciente me reuniré con vosotros —dijo mientras se limpiaba los antebrazos sobre su camisa.
Jean-Baptiste Courlot, llegado a Nancy con las últimas tropas francesas, se había hecho nombrar, sin legitimidad alguna, representante del primer médico del rey y había tratado de hacerse con el control del gremio ducal, diezmado por la guerra y la ocupación. Los otros médicos, sin embargo, y a pesar de ser poco numerosos y desavenidos, se habían unido ante él y lo habían obligado a moderar sus ambiciones. Cuidaba del gobernador, su más ilustre paciente, con la hosquedad de un perro de caza, controlando cuanto incumbía a la salud de este sin compartir nada.
Desde el día siguiente a su encontronazo con Nicolas, se había instalado en casa del caballero De Rouault y lo había convencido, ante el recurrente dolor de su hematoma, para que le fueran practicados un enema y una sangría por un cirujano de su elección.
—Se ha ocupado de ello Basile Loisy, lo sé por su aprendiz —precisó François, que acababa de reunirse con ellos—. Dos sangrías de una libra cada una.
Nicolas enarcó las cejas, pero permaneció en silencio. A aquella hora temprana de la tarde, la taberna estaba desierta y el posadero, tras servirles sus bebidas, había desaparecido.
—Hay más, amigos —añadió el boticario—, y aún peor. El hombre anda por ahí diciendo que la operación, realizada por un cirujano ambulante, a punto estuvo de costarle la vida a su paciente. Ha convencido al propio De Rouault y quiere ponerte un pleito, Nicolas. Courlot se ha entrevistado con el juez de la comarca para llevarte ante los tribunales.
—Pero ¡si le salvó la vida, fui testigo de ello! —espetó François—. Sin él, la piedra le habría obstruido el conducto. Nadie lo habría hecho mejor que Nicolas. Ningún otro lo hubiera podido hacer.
—Lo sé, bien que lo sé. Pero tal vez fuera aconsejable desaparecer durante algún tiempo, hasta que se calmen los ánimos.
—¡Jamás! —exclamó François al tiempo que descargaba un puñetazo sobre la mesa—. Que vaya a los tribunales, si lo desea, pero ¡hubo testigos, empezando por un servidor!
La reacción de su amigo emocionó a Nicolas, pero sus preocupaciones andaban lejos de allí. El enema aparentemente había acrecentado los dolores de la herida y del perineo, y las dos sangrías habían acabado de agotarlo. Estaba preocupado por su paciente y debía verlo de inmediato. Preguntó a Malthus acerca del militar presente durante la operación.
—Chaudrac es su ayudante de campo. Muy atento y ambicioso. Jamás hará algo que pueda ir en contra de sus intereses, aunque se trate de salvar a su señor. Nunca se enfrentará a la medicina.
—En tal caso debo hallar una manera de acceder al palacio. Debo ver a mi paciente.
—¡A nuestro paciente! —exclamó François—. Malthus, tú que eres íntimo suyo, podrás llevarnos junto a su lecho.
El boticario hundió la mano entre su barba y se frotó el mentón.
—Bien quisiera seros de mayor utilidad, pero me suponéis privilegios de los que no dispongo —respondió, azorado—. No os habréis figurado que soy un habitual de palacio, ¿verdad?
—¿No pretenderás hacernos creer que no eres más que un alcahuete del gobernador? —rugió el Erizo Blanco—. Tu mujer anda por ahí gallardeando de que cruza el umbral de palacio cada semana.
—Si ya la conocéis… No, lo mejor será optar por la discreción y aguardar a que la curación haga olvidar las disputas.
Miró a Nicolas fijamente a los ojos.
—Nos conocemos desde hace tiempo y no creo haberos decepcionado como amigo. Te lo suplico, deja que Courlot diga que es él quien ha curado a nuestro gobernador. Déjalo pavonearse. No eres hombre que aspire a honores, tu gloria es saber que has salvado a un paciente más. Y Dios…
—¡Reconocerá a los suyos! —interrumpió François, airado.
Gabriel Malthus sintió que cada argumento suplementario lo aislaría aún más. Su crédito se había agotado. Se marchó sin decir palabra.
—¡Menudo cobarde, menudo titiritero! —maldijo el cirujano mientras se rascaba la frente bajo el gorro—. No te preocupes, no te dejaré solo.
—Debo hallar una manera de entrar en el palacio ducal.
—Ya lo hiciste una vez, hace diez años, ¿te acuerdas?
—¡Recuerdo sobre todo cómo acabó esa aventura!
***
La muralla des Dames circundaba el lado este del palacio, que contenía un inmenso jardín elevado. La fortificación tenía forma triangular y en cada ángulo había una glorieta unida a las otras por una hilera de tilos. François le había informado: el foso que la rodeaba había sido vaciado a finales del otoño y solo se volvería a llenar con la llegada de la primavera. El puente levadizo que unía la glorieta principal de la muralla con los campos circundantes estaba tendido para permitir a los jardineros que regresaban de Fontainebleau transportar las especies singulares destinadas a los macizos de la zona verde. Efectuaban incesantes idas y venidas bajo la mirada distraída de los dos alabarderos de guardia. Las glorietas laterales dominaban un muro que, a aquella altura, no tendría más de tres metros y que contaba con numerosas presas en las piedras sin tallar con las que estaba construido. Nicolas se situó bajo el muro en el camino más al norte y no tuvo que esperar mucho tiempo a que los guardas se distrajeran de su tarea de vigilancia: su atención fue rápidamente cautivada por una de las mujeres que descargaban plantas y cuyos senos escapaban del corsé cada vez que se agachaba para coger la carga. La observaron libidinosamente y salpimentaron la contemplación con comentarios de su propia cosecha.
Nicolas se pegó contra el muro, se agarró a dos piedras prominentes de la muralla y se encaramó con la fuerza de los brazos. Sus pies, apoyándose en los salientes de las rocas, lo propulsaron a cada empuje unos centímetros más arriba. Rápidamente tuvo la cima al alcance de su mano, pero se vio obligado a detenerse para recuperar el resuello. El esfuerzo, por breve que hubiera sido, era muy intenso y a sus músculos comenzaba a faltarles el oxígeno. Con un último empuje alcanzó la glorieta y se tendió en el suelo, sin aliento. No había nadie en la entrada, nadie lo había visto. Sin embargo, el ligero roce de un vestido a su espalda delató una presencia.
—¿Cómo está mi cirujano preferido? —dijo una voz.
Él se volvió y vio una falda de tafetán de color anís de la que sobresalían unas delicadas puntillas blancas. Al alzar la cabeza, reconoció a su interlocutora a pesar de que el rostro de esta estuviera oculto, a contraluz, bajo un amplio sombrero.
—¡Rosa de Montigny!
—¿Habéis venido a salvarme de nuevo? —preguntó ella descubriéndose.
Se puso en pie y se sacudió el polvo antes de responder:
—Hago ejercicio, solo ejercicio. Os saludo, Rosa.
Le dio un besamanos poco protocolario y observó los alrededores que había memorizado gracias a un cuadro de Jacques Callot que François le había mostrado en uno de los libros de su biblioteca.
—Os ejercitáis entrando por un lugar poco habitual —observó ella.
Él ignoró su observación y la miró.
—¿Cómo van vuestros asuntos, Rosa? —preguntó a la par que con la mirada trataba de hallar el camino a seguir.
—¿Os referís a mi boda? Va por buen camino.
—Eso es bueno. Parece que habéis entrado en razón.
—¿Y vos, señor Déruet? —preguntó, y se desplazaba hacia él cada vez que escrutaba el lugar con la mirada—. ¿Qué enfermo os trae aquí de tan curiosa manera?
A punto estuvo de confesar el objeto de su presencia y de solicitar su ayuda, pero se reprimió. Sin embargo, ella habría sido de gran ayuda, puesto que le costaba mucho relacionar el plano que había visto en el libro con la realidad del lugar. El jardín suspendido era una gran superficie, compuesta de diez cuadrados de vegetación y delimitado por una rampa decorada con estatuas que representaban personajes mitológicos.
—Vengo al encuentro de alguien que requiere mis consejos —dijo, evasivo.
—¿Un paciente del que ignoráis el nombre?
—La discreción forma parte de mi oficio, querida Rosa.
—En cualquier caso, la otra vez curasteis a nuestro cochero. Mi tío os alaba por todas partes, más aún puesto que no le costó dinero.
—¿Y cómo se encuentra vuestro tío?
—Sigue pegado a las faldas de mi futuro marido.
—¿El marqués de Cornelli?
—En persona. Aún se muestra tan tenaz en su deseo de esposar mi juventud.
La imagen de Mathilde Bruyer, fallecida al dar a luz, abandonada por el marqués, le vino al recuerdo.
—¿Puedo acompañaros? —preguntó ella al tiempo que le ofrecía el brazo—. ¿Hacia dónde os dirigís?
Él distinguía el segundo parque, más pequeño, presidido en el centro por un estanque que aguardaba la primavera para escupir su chorro de lluvia hacia el cielo. Más allá, varias hileras de edificios. Sabía que las estancias del gobernador se hallaban junto a una torre rematada con un campanario. Contó tres así.
—Por aquí —indicó él señalando la más próxima, un edificio cuadrado de techado redondo—. Esa torre.
—¿Estáis seguro? ¿Los Doce Camarines?
En los labios de Rosa se dibujaba una sonrisa burlona.
—Sí —respondió él, y comenzó a caminar con paso decidido—, conozco bien este lugar. Eso es, los Doce Camarines.
—En tal caso, conocéis bien el lugar donde desahogaros, pues me conducís a las letrinas.
Se detuvieron a escasos metros de la torre, que no era precisamente elegante. Había criados que iban y venían con cubos en las manos.
—¿Qué debo pensar, señor Déruet? ¿Qué tipo de consejos dispensáis?
—De acuerdo, Rosa. Jamás podré ser un charlatán. Os debo una explicación.
La puso al corriente de la situación.
—El edificio que buscáis es la torre del Reloj —dijo ella tras haberlo escuchado—. Pero habrá que dirigirse al extremo opuesto. El gobernador se aloja en la habitación dorada. Sé dónde se halla.
—¿Queréis ayudarme?
—¡Debo saldar una deuda!
Ella olfateó el aire.
—¡Y vos seguís desprendiendo un perfume de aventura!
Gracias a Rosa, Nicolas pudo dar con la habitación de su paciente y entrar en la misma sin que los guardias se lo impidieran. Gracias a la intercesión de ella, el caballero De Rouault aceptó la presencia del cirujano. Este pudo examinar la incisión, cuya cicatrización se desarrollaba con mayor lentitud de lo previsto y cuyo hematoma persistía, aunque no se había extendido. También pudo constatar los desastres causados por las sangrías y enemas administrados desde hacía dos días. Logró convencerlo de detener ese tratamiento propuesto por su médico y permitirle regresar la semana siguiente para eliminar la sangre coagulada que tanto dolor le causaba. Decidieron mantener la entrevista en secreto para no despertar la ira del médico. De Rouault le aseguró que Courlot no lo denunciaría ante el tribunal de la comarca.
Al salir, Nicolas se encontró de nuevo con Rosa, que lo aguardaba al final de la galería cubierta. Había aceptado que le mostrara el lugar, «para que nunca volváis a perderos por aquí», precisó entre risas. Subieron por la Espiral, una gigantesca escalera de caracol de pendiente tan suave que los duques de Lorena tenían por costumbre subirla a caballo. Desde lo alto, pudieron admirar el conjunto de la propiedad. Rosa lo condujo por todos los rincones del palacio, hasta los más recónditos, sin dejar de explicarle hasta el menor detalle de la historia y de la construcción del mismo.
—Ahora os mostraré algo que no olvidaréis jamás —añadió, y se encaminó hacia la torre del Reloj.
En el interior del edificio de cuatro plantas había una escalera comparable a la de la Espiral, de desmesuradas proporciones, en cuyo recorrido se habían dispuesto bancos. Se detuvieron en la primera planta y penetraron en una inmensa estancia. Nicolas se quedó sorprendido ante el abandono de aquel lugar rico en decoraciones dignas de Versalles. Numerosas tablas y lienzos, así como cornamentas de ciervos, decoraban las paredes. El mobiliario había sido apilado como si aquello fuera un desván.
—La galería de los Ciervos —dijo ella sin emoción particular y manteniendo el mismo porte en dirección a la puerta opuesta, que distaba unos cincuenta metros.
Él se percató de que se hallaban solos, mientras el resto del palacio hervía de actividad.
—¿Qué sucedió aquí?
La voz de Nicolas resonó en la vasta estancia. Rosa se detuvo.
—¿Qué sucedió?
—Os halláis en la sala donde se celebraban las asambleas de los Estados Generales de Lorena. El duque huyó hace sesenta años y los franceses están aquí. Este lugar ha corrido la misma suerte que el ducado: abandonado.
—Es increíble… tenéis razón, es un lugar que jamás olvidaré —dijo él, impresionado por el carácter estancado de la estancia.
—No importa, no quería mostraros el polvo del ducado. Seguidme.
Abandonaron la galería de los Ciervos a través de una sala más pequeña que servía de guardamuebles. Algunas mesas de bella factura, de molduras doradas con oro fino o de mármol con ágatas incrustadas, estaban apiladas como en una trastienda. Varios tapices, que representaban a un ilustre personaje que Nicolas identificó como Carlos el Temerario, colgaban de las paredes.
Rosa distinguió un objeto depositado sobre una cómoda, cubierto con un paño negro, que parecía una jaula de pájaros.
Invitó a Nicolas a retirar el paño de grueso fieltro. Obedeció y no pudo evitar soltar un grito.
—Pero ¿qué es esto?
Tenía en sus manos una figura humana de madera, con todos los músculos y tendones visibles y móviles. Un maniquí articulado único.
—Nadie sabe de dónde procede, ni quién lo construyó —dijo ella anticipándose a las preguntas de él—. Parece que ya estaba aquí desde antes de que se construyera el palacio.
En la madera no había grabados ni nombre ni fecha alguna. La precisión de los detalles anatómicos lo fascinó. Permaneció un buen rato moviendo el maniquí, observando el juego de los músculos y de los huesos, estudiando la interacción entre todos los elementos de las articulaciones. Volvió por fin a la realidad y dirigió a Rosa una mirada de sincero agradecimiento.
—Aunque esté aquí abandonado, por desgracia no está en venta —dijo ella a su pesar.
—Si alguna vez, un día…
—Os lo haría saber, por descontado.
Salieron por el patio de honor y volvieron a los jardines.
—¿Cómo conocéis tan bien este lugar? —preguntó Nicolas cuando tomaban la rampa entre los dos parques—. Si mi pregunta os parece indiscreta, no me respondáis.
—Mi padre, a quien no conocí, era descendiente de Jacques Bellange, que fue el pintor de la galería de los Ciervos. Vivo con el recuerdo de mis antepasados desde que nací, gracias a mi señor tío. O por culpa suya. ¿Tal vez sea esa una de las causas de mi anhelo de libertad? ¿Qué creéis, vos que sois un modelo de independencia?
—Carezco de explicación, tanto para vos como para mí —respondió—. Pero también yo os mostraré algo aquí cuya existencia ignoráis.
Intrigada, Rosa lo siguió hasta el edificio que cerraba el jardín al sur.
—¿Conocéis este lugar? ¿Conocéis la Orangerie? —le preguntó ella, atónita.
—Entré ahí hace diez años. Y dejé una cosa.
***
El otoño de 1684 arrojaba sus últimas luces sobre la ciudad mientras el viento frío del invierno envolvía ya las noches. A sus quince años, el joven aprendiz Nicolas Déruet trabajaba con maese Delvaux desde hacía seis meses y ya había impresionado a su patrón con su seguridad y su osadía. Estaba secretamente enamorado de Jeanne, quien, una noche de julio, en la buhardilla que utilizaba como habitación, le había descubierto la intimidad del amor físico. Desde aquel momento Nicolas no había cesado de mostrarle sus sentimientos mediante mil atenciones y detalles, a los que la patrona respondía con sonrisas aunque sin convertirle en amante titular. Su pérdida de virginidad debía quedar entre ambos como un momento único y sin continuidad. Pero el adolescente tenía la cabeza repleta de sueños y energía suficiente para enfrentarse a cualquier obstáculo.
Estando próximo el aniversario de Jeanne, creyó haber hallado la manera de inclinar definitivamente los sentimientos de ella hacia él. Había oído hablar de la Orangerie del palacio ducal, y se le ocurrió penetrar allí para coger algunas frutas y llevárselas a Jeanne para que pudiera saborear esa sensación desconocida. Entró en el recinto, franqueó la muralla a la altura de la glorieta del bastión des Dames, y alcanzó sin dificultad las sombras de los grandes invernaderos de la Orangerie. Las plantas, que pasaban el verano en el jardín, habían sido trasladadas al interior desde hacía algunas semanas. Comprobó con alivio que aún no se habían recolectado los frutos para deleite de los duques. Las ramas se doblaban bajo el peso de las naranjas, de pequeño tamaño y de un color que no albergaba duda alguna acerca de su maduración. Del centenar que tenía ante sus ojos, cogió tres y se las guardó en el zurrón que llevaba en bandolera. Luego vio el naranjo de mayor tamaño, con un tronco del ancho de ambas manos juntas, y extrajo su escalpelo más afilado. Rascó ligeramente la corteza para conseguir una pequeña superficie lisa y grabó un mensaje con la punta del bisturí. Una vez escrito, sopló sobre el mismo y, satisfecho, se dirigió hacia la salida del invernadero, cogiendo a su paso una naranja más para él. También estaba deseoso de conocer el sabor de esos frutos del sol.
Vio una sombra perfilarse a su izquierda y alguien le empujó bruscamente al suelo sin tener tiempo de hacer el menor gesto. Su rostro mordió el polvo y luego lo pusieron en pie, con los brazos bien sujetos a la espalda. Sus agresores eran dos, y sentía el aliento de los mismos en su nuca. Ante él, a la luz de una antorcha sostenida por un soldado francés, había un caballero de brazos cruzados, con mirada firme. Cogió la fruta que había rodado hasta sus pies.
—¿Así que andamos robándole las naranjas al duque? —dijo a la vez que mostraba el objeto del delito.
—El duque se halla en el exilio —respondió Nicolas sin dejarse impresionar.
Tenía las muñecas doloridas. Trató de liberarse. Notó que la presión se hacía más firme. Se rindió.
—Sin embargo, aún reina en su palacio y yo soy el garante. Quien roba esta naranja, le roba al duque. ¿Cómo os llamáis, maldito bribón?
El hombre, a pesar de su juventud, hablaba con autoridad. Ante la ausencia de respuesta, prosiguió.
—Los tribunales están tan ocupados por los delitos de los de vuestra calaña que esta noche he decidido ejercer de juez.
Los otros lo aprobaron. Cogió la antorcha de manos del soldado y la acercó a Nicolas para observar mejor su rostro.
—Menuda pinta de ladrón… Vamos a cortar el mal por lo sano.
Nicolas se echó bruscamente hacia atrás, hizo trastabillar a los dos guardianes y, aprovechando la sorpresa, logró soltar sus brazos. Se volvió y los empujó hacia los naranjos de las macetas. En ese instante, el hombre le propinó un bastonazo en la zona lumbar que le hizo doblarse sobre sus rodillas. El dolor lo dejó sin aliento y los otros lo agarraron de nuevo. El que llevaba la voz cantante asió la antorcha y se dirigió al soldado:
—¡Id a por un tajo y un hacha! Le cortaremos tantos dedos como frutas haya robado. ¡Vamos! —exclamó ante el titubeo del militar.
Ante esas palabras, Nicolas sintió crecer en él una rabia incontrolable. Sus dedos eran sus instrumentos de trabajo, su bien más preciado. El único. Gritó.
***
—¡Menuda crueldad! —exclamó Rosa al imaginarse la escena—. Es lo que más detesto de la naturaleza humana.
—¡Mirad, es mi árbol! —indicó Nicolas mientras recorría los pasillos.
Se reunió con él al fondo del invernadero, donde, algo apartado de los demás, un venerable naranjo, de tronco grueso y curvado, parecía vigilar sobre el bosque de cítricos. Dio con la inscripción y puso la mano sobre la misma, como si acariciara las palabras y los recuerdos. Ella se aproximó y leyó: «Omnia vincit amor».
—¿Sabéis latín? —le preguntó.
—Es la única frase que conozco en esa lengua: «El amor todo lo vence».
—«El amor todo lo vence…». Esa es la cita que desearía como divisa. Pero mi camino no me conduce por esos lares —añadió ella con amargura—. ¿Y vos aún creéis lo mismo, Nicolas?
Un ruido seco llamó de repente su atención. Dos pájaros sobre el tejado del invernadero se peleaban por un gusano, intercambiando golpes con las patas y el pico, piando, batiendo las alas, hasta que el bicho se partió por la mitad y cada pájaro se fue con su botín.
La distracción permitió a Nicolas evitar la respuesta. Rosa le tomó la mano y la observó.
—No os falta ningún dedo. ¿Qué sucedió?
El soldado francés prefirió despertar a un oficial antes que obedecer a un civil, por muy amigo del gobernador que fuese. Al entrar en la Orangerie, dos hombres yacían en el suelo, sin resuello. El tercero se sostenía la mano izquierda, con el puño cerrado. El hombre que había querido cortarle los dedos a Nicolas había recibido un tajo de escalpelo. Algunas gotas de sangre escapaban de su palma e, impulsadas por la gravedad, caían al suelo. Tras comprobar que nadie requería asistencia, el oficial hizo registrar los jardines y los edificios de palacio. En vano. Desde hacía un buen rato, Nicolas ya se hallaba de regreso en el establecimiento, con el corazón y la garganta ardiendo tras la carrera y con la espalda molida por los palos recibidos. Se curó solo, sin decirle nada a François, y al día siguiente aguardó a que el patrón hubiera bajado a la tienda para obsequiarle a Jeanne las tres naranjas. Ella sonrió, le acarició la mejilla y le hizo prometer que jamás volvería a correr riesgos por ella. Compartieron la primera fruta e hicieron la misma mueca provocada por el sabor ácido y azucarado. Luego, durante el día, Jeanne le explicó que estaba orgullosa de haber sido la primera mujer que le hubiera dado placer, pero que ella no era ni sería jamás su futuro. Él lo comprendió y se sumergió en el trabajo hasta la mañana en que ella ya no fue su primer pensamiento al despertar.
La silueta del conde de Montigny pasó frente a los ventanales acristalados del invernadero.
—Vuestro tío os está buscando —dijo, y retiró su mano de la de Rosa—. ¡Espero que esta vez no queráis marcharos conmigo!
—Voy a probar la aventura del matrimonio, puesto que no puedo recorrer el mundo. Lo dejaremos para otra ocasión.
—Cuidaos, joven Rosa. El mundo en el que vivís solo tiene el tacto de la seda en su superficie.
Ella se alejó, pero volvió sobre sus pasos.
—¿Llegasteis a saber quién era el hombre que quiso mutilaros?
—Sí. La historia pronto corrió por la ciudad. Los franceses buscaron sin gran convicción al ladrón de la Orangerie que había humillado a un amigo del gobernador. Durante un tiempo fue la comidilla de los habitantes, pero pronto lo olvidaron. Sé que envió a hombres a la ciudad a hacer pesquisas, sin resultado.
—¿Quién fue? —repitió Rosa con firmeza, presa de una súbita intuición.
El azoramiento de Nicolas se reflejó en su rostro.
—Rosa, preferiría…
—¿Quién?
—El marqués de Cornelli. Vuestro futuro esposo.
***
Los días siguientes estuvieron presididos por cierta ligereza. Nicolas había relatado a François su entrevista con el gobernador, cosa que lo había tranquilizado. Solo Malthus seguía evitándolos y se mostraba extrañamente ausente cada vez que le visitaba en su tienda. Nicolas también le había contado a Jeanne su paso por la Orangerie. Ella acabó por confesarle que no se pudo comer las otras dos naranjas, demasiado amargas para su gusto, pero que las guardó durante mucho tiempo, tanto como le fue posible, hasta que el Erizo Blanco se enfadó por su testarudez al no tirar unos alimentos cubiertos de moho y ella se deshizo de los mismos sin decir palabra. La mejor noticia, sin embargo, fue fruto de una mala noticia. Las repetidas visitas de Nicolas a casa de Marianne parecían provocar problemas morales al propietario y esta aceptó trasladarse a vivir con Jeanne y François. Fue este último quien lo propuso, antes incluso de que Nicolas lo sugiriera, precisándole que podrían compartir el lecho. A pesar de ser un jergón de paja en una habitación húmeda, fría, mal iluminada e invadida por la colada de la tienda, Marianne jamás había sido tan feliz. No añoraba su lujoso apartamento de la casa del Refugio. Se alimentaban uno del otro.
«Esos dos están hechos para entenderse», repetía François sin cesar, con el asentimiento de su esposa, a veces incluso acompañado de un beso que significaba: «Nosotros también».
Había transcurrido una semana desde su paso por el palacio ducal. Nicolas se despertó más temprano que de costumbre para preparar el instrumental que necesitaría para eliminar el hematoma del gobernador. Abrió los postigos de la tienda tratando de no hacer ruido. Marianne aún dormía tras haberse pasado parte de la noche explicándole su vida en París, cuando estudiaba en el Hôpital-Dieu. Él se durmió con el sonido de su voz y soñó con un parto durante el cual ella extraía naranjas en lugar de un feto y hacía malabares con las mismas ante una platea de nobles que los aplaudían como si se tratara de una representación teatral. La imagen seguía dando vueltas en su cabeza mucho después de despertarse.
Un carruaje que no era el del gobernador fue a buscarlo. Las cabezas de todos los tenderos se volvían hacia el vehículo desconocido estacionado frente al establecimiento del cirujano barbero. El caballero De Rouault aún quería tratar bien a su médico personal. Nicolas esperaba estar de regreso antes de mediodía para ayudar a François con parte de sus pacientes. El cochero hizo restallar el látigo y el coche de caballos desapareció entre una niebla densa.
A mediodía, François almorzó con Jeanne y Marianne bromeando acerca de la imposible puntualidad de Nicolas.
—¿Siempre ha sido así? —preguntó Marianne mientras les ofrecía un tenedor.
François rechazó el utensilio, pero a Jeanne le encantó poder utilizarlo.
—Nicolas es incapaz de ponerse barreras en el tiempo —dijo, y sumergió los dedos en el plato de guiso de carne—. Siempre acabará una tarea sin preocuparse por lo que lo aguarda después. Igual que hoy. No soporta verse encerrado en un sistema, sea cual sea. Incluso me sorprende que se quede tanto tiempo en Nancy. Por lo menos me sorprendía antes de conoceros, Marianne.
Ella se sonrojó ligeramente. Jeanne advirtió su azoramiento y abordó otro tema.
—¿Cuando estabais en París frecuentabais a la alta sociedad? ¿A gentilhombres y nobles?
—Frecuentar no es la palabra que utilizaría, pero debido a mi profesión me vi a veces en la intimidad de las estancias de personas de alcurnia.
—Debe de ser fascinante —exclamó Jeanne, sin soltar su tenedor.
—Más bien sorprendente, para mí que soy de condición modesta.
François asintió con un gruñido. Partió unos trozos de pan y se los ofreció.
—La persona de más alta alcurnia a quien he operado fue un general que estaba de paso en Nancy —dijo mascando—. Jamás he llegado más arriba.
Súbitamente detuvo la masticación y adoptó un aire enojado. Ambas mujeres lo miraron, inquietas. El Erizo Blanco se metió la mano en la boca y de la misma extrajo una muela amarillenta y desmirriada.
—¡Vaya faena! —exclamó mientras la observaba—. ¡Y con un pedazo de pan!
Escupió al suelo una mezcla de saliva y sangre y se enjuagó la boca con vino. Jeanne se santiguó. François la vio hacerlo y refunfuñó de nuevo.
—¡Déjate de supersticiones! Si cada vez que se cae una muela tuviera que ocurrir una desgracia, ¡el ducado ya estaría sepultado bajo toneladas de cenizas!
Acabaron de almorzar en silencio. François contó con su lengua los dientes que le quedaban y se mostró cariacontecido. Pronto se vería obligado a contentarse con sopa y vino o a convertir los alimentos en puré.
—Me voy arriba, Nicolas ha anotado algunas recetas para fortalecer los dientes —dijo mientras ellas recogían la mesa.
Encontró el cuaderno en la maleta que contenía sus libros y tratados, y eligió una fórmula que le había facilitado a Nicolas el padre Chomel, salvia hervida en vino, con la que debería enjuagarse la boca todas las mañanas. La idea le gustaba más que la infusión de raíces de lechetrezna, que gozaba del favor del cura. Podría utilizar el vino de su parra y tragarse el líquido tras enjuagarse, cosa que además le daría fuerzas para iniciar la jornada. Bajó la escalera silbando, animado ante esa perspectiva.
Charles Jaquet se hallaba en la cocina con Jeanne y Marianne. Las dos mujeres parecían abatidas.
—Charles, no te he oído llegar. ¿Qué sucede? —preguntó al ver que por las mejillas de la comadrona caían unas lágrimas.
—El gobernador ha fallecido esta mañana —dijo su amigo sin osar mirarlo a la cara—. Su médico acusa a Nicolas de ser el causante de la muerte. Lo han llevado a la cárcel de la puerta de la Craffe.