Capítulo 4

Nancy, abril de 1694

Nicolas vendó cuidadosamente sus manos entumecidas y movió las articulaciones para calentarlas. La puerta de la Craffe se hallaba al norte de la ciudad y se componía de un edificio central y dos torres circulares que albergaban la prisión. Su celda era una jaula de tres metros por dos que por toda comodidad solo tenía un poco de paja en el suelo. Había humedad por doquier y le impregnaba la ropa. El olor a moho también. Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra imperante, puesto que la única fuente de luz era un rayo procedente de la aspillera lateral de la torre que le permitía estimar el tiempo transcurrido. Habían pasado tres días desde su detención en el palacio ducal, debida a la acusación del médico del gobernador. En cuanto el fallecimiento de este último se hizo oficial, Jean-Baptiste Courlot denunció ante el juez una conspiración dirigida contra el representante de Francia, y Nicolas se arrojó sin saberlo en la boca del lobo. François y Marianne fueron a verlo la misma tarde. Desde entonces, nadie más. No tenía noticias ni del exterior ni del interior. El centinela, Mathieu, era un buen tipo al que conocía vagamente, pues lo había curado cuando era aprendiz y este lo había reconocido. Iba dos veces al día a llevarle pan y agua, a veces col hervida, y, excusándose, le decía que no tenía noticia alguna acerca de su suerte.

La luz del día se había extinguido del todo en su cuarta noche en la cárcel cuando Mathieu llegó con un cesto en la mano. El soldado francés que solía acompañarlo no se hallaba allí. Abrió la celda y le tendió la cesta.

—De parte de vuestros amigos de fuera. No os olvidan.

Cerró rápidamente la puerta de nuevo. La llave rechinó en la cerradura. Hizo tintinear las monedas que tenía en el bolsillo.

—Vuestra comadrona ha dado más de lo necesario por vos, así que le he permitido dejar esas cosas.

El precio a pagar por las familias por el encarcelamiento de un pariente era de dos francos al día. Eso evitaba sobre todo que se pudriese en una mazmorra sin espacio, ni luz ni posibilidad de tumbarse. La torre poseía dos de esos «agujeros de la muerte», de los que rara vez uno salía vivo.

Nicolas halló en la cesta una manta y una muda, así como dos hogazas de pan y una botella de un elixir elaborado por François, cosa que lo hizo sonreír. Marianne le había escrito una larga carta. Por primera vez, descubrió su caligrafía amplia y generosa.

El carcelero, que se había quedado junto a la celda, aguardó a que hubiera acabado de leer y le espetó:

—¿Buenas noticias?

—Buenas —respondió, y deslizó la carta en la manga de su camisa—. Las acusaciones son infundadas y el juez restablecerá la verdad.

La realidad tenía más matices. Marianne le contaba la dura disputa entre François, representante del gremio de cirujanos, y el gremio de médicos dirigido por Courlot, que quería convertir a Nicolas en ejemplo de la excesiva magnanimidad de los derechos concedidos a los criados de la medicina. Los médicos locales no tenían simpatía alguna por aquel que se había erigido en su representante, pero le temían lo suficiente como para no enfrentarse a él, en particular en un caso que podía revelarse muy sensible dada la notoriedad del difunto. Los procesos contra los cirujanos abundaban, iniciados por lo general por las familias que reclamaban reparaciones tras operaciones de catastróficos resultados, pero ninguno había sido encarcelado antes del posible juicio. El fiscal había sido sensible a las acusaciones de conspiración antifrancesa proferidas por Courlot. François había solicitado que los resultados de la autopsia practicada se hicieran públicos, con intención de demostrar que no había error alguno en el acto quirúrgico, pero la decisión estaba en manos del juez y este aún no se había decidido. «Que se apresure —pensó Nicolas—. No podré soportar esta situación mucho tiempo».

Un grito desgarrador surgió de una de las mazmorras.

—¡Ah, es el hugonote, que tiene hambre! —exclamó Mathieu en tono jocoso, y echó una mirada a la reja metálica que cubría el agujero.

Se aproximó al mismo y respondió al lamento:

—¡Tendrás que esperar a mañana, chico! ¡El panadero ya ha cerrado!

Se rió de su broma y asió la antorcha que había dejado apoyada en el muro al entrar.

—¡Esperad! —gritó Nicolas—. ¡Tened!

Le ofreció uno de los panes por entre los barrotes.

—¡Dádselo!

El carcelero se aproximó, titubeando.

—¿Sabéis quién es? ¿Sabéis lo que ha hecho? —le dijo a Nicolas al tiempo que le acercaba la llama al rostro.

La luz, a la que no estaba acostumbrado, lo hizo tambalearse.

—No, y no me importa —respondió con los ojos entornados—. Ese hombre tiene hambre, dadle mi pan.

Mathieu dudó un instante y luego tomó la hogaza. La miró con incomprensión, se acercó a la mazmorra, refunfuñó, se volvió hacia Nicolas, se encogió de hombros y se dirigió hacia la salida con el pan.

—¿Qué hacéis? —gritó el cirujano.

El hombre ni siquiera se giró y mostró el alimento con el brazo tendido.

—También yo tengo hambre. ¡Hay hambre para todo el mundo!

La pesada puerta se cerró. Los cerrojos resonaron.

—¡Menudo rufián! —rugió Nicolas antes de dejarse caer sobre la paja húmeda.

Los lamentos del desventurado habían recomenzado. Nicolas se dejó dominar por la cólera para mejor expulsarla y luego, una vez serenado, trató de dar con una solución. Tomó el pan que le quedaba y se acercó a los barrotes.

—¿Señor, me oís?

Los gemidos cesaron.

—¿Me oís?

Interpretó un murmullo como una respuesta afirmativa.

—Escuchad lo que pretendo hacer —dijo Nicolas tratando de no elevar la voz y articulando lo más claramente posible—. Voy a cortar mi pan en pequeños pedazos y os los voy a tirar.

Evaluó la distancia entre el agujero y su celda en unos tres metros. Partió la hogaza en trozos que podía sostener en la palma, sacó el brazo entre dos barrotes y apuntó hacia la hendidura que alcanzaba a distinguir en la penumbra como un óvalo aún más oscuro. Lanzó el primer pedazo con el brazo extendido, pero no empleó fuerza suficiente y cayó en el suelo a unos centímetros de su objetivo. El segundo rebotó en uno de los barrotes horizontales de la reja. Nicolas decidió cambiar de técnica y dio al proyectil una trayectoria más curva lanzándolo hacia lo alto, para que cayera casi en vertical sobre el agujero. La idea se demostró sensata puesto que el pan, tras tocar la reja, desapareció en el agujero de la mazmorra.

Oyó un hilo de voz:

—Gracias…

Prosiguió hasta agotar sus provisiones de pan, con un éxito casi absoluto. El hombre pudo comer de esta manera dos terceras partes del pan.

—Gracias —dijo de nuevo.

Luego, tras un breve silencio:

—Me llamo Anselme Gangloff. Agradezco vuestra humanidad, caballero.

Su voz era débil, casi sin resuello.

—¿Por qué estáis aquí, señor Gangloff?

—Soy de una religión que la vuestra califica de herética —respondió entrecortando sus palabras con silencios—. Practicaba mi culto con mi familia y otros miembros sin que ello provocara molestia alguna. Fueron los monjes de la abadía de Beauchamp quienes nos hicieron venir de Alemania para ocuparnos de sus rebaños. Y ahora nos dicen que nos marchemos. Por nuestra confesión. O que nos convirtamos. Envié a mi familia a refugiarse en tierras seguras y decidí quedarme para hacer valer mis derechos. Me encarcelaron una primera vez. Me negué a hacerme cargo de los gastos de manutención y de vigilancia. Por ello estoy aquí desde hace quince días. He pedido la intervención del rey de Prusia. Cada día espero una buena noticia.

—Lamento lo que os sucede, señor Gangloff. Trataré de ayudaros.

—Ya habéis hecho mucho por mí. Me habéis hecho ver que hay razones para esperar.

***

Ya llevaba una semana sumido en la inercia de la espera permanente. Echaba en falta a Marianne. Sus labios. Añoraba la libertad, que se había convertido en objetivo último de su vida. Se ahogaba. Los únicos momentos de alivio eran las conversaciones susurradas con Anselme, pero este se debilitaba enseguida y las charlas eran breves. Marianne había logrado hacerle llegar una segunda cesta de provisiones, de la que había compartido los alimentos sólidos con su compañero de infortunio. A Mathieu, el carcelero, no le pasaban inadvertidas las migajas que cubrían el suelo junto al agujero de la mazmorra, pero cerraba los ojos ante el destino de las mismas.

El sol acababa de alcanzar la pared de su celda y alumbraba con un pequeño rectángulo de luz las múltiples inscripciones grabadas por los sucesivos prisioneros. Gritos de dolor, confesiones de inocencia, las últimas palabras antes de una ejecución: «Que Dios me perdone», «Antes la muerte que la garrucha», «¡Inquisición!». La mayoría de los textos se limitaban a un nombre y una fecha: «Lasnière 1582», «Catherine Bonhomme 1616», «Claude Henri 1645»… La luz diurna menguó poco a poco y entregó a la penumbra las últimas palabras de cientos de destinos rotos. «No soy brujo». «Soy víctima de una conspiración». «Abraham Racinot, llamado André des Bordes, 28 de enero de 1625». Nicolas leyó el mensaje y se sentó sobre la paja fresca. La habían cambiado por primera vez aquella misma mañana, hecho que le había remontado la moral y luego lo había inquietado acerca de la duración de su estancia allí. Sin embargo, como en todas las demás ocasiones, Mathieu no había respondido a sus preguntas y se había contentado con sonreír. Nicolas había llegado a pensar que la caída por la que tuvo que curarlo ocho años atrás había dejado unas secuelas irreversibles. Por la tarde, su guardián regresó acompañado de un desconocido cubierto de negro de pies a cabeza, que se presentó como escribano del fiscal del rey. La autopsia había revelado que el gobernador padecía diversos cálculos enquistados en los riñones, uno de los cuales había obturado la uretra por encima de la vejiga. La operación de Nicolas solo había logrado postergar un desenlace fatal.

—Por ello probablemente la causa del fallecimiento es natural —concluyó el individuo.

«Acelerada por las desmesuradas sangrías de su médico», pensó Nicolas, aliviado por las conclusiones de la autopsia.

—¿Cuándo podré salir de aquí? —preguntó.

El escribano le dirigió una fría mirada antes de desplegar el papel que llevaba en la mano. Mathieu le aproximó la antorcha para facilitarle la lectura del mismo.

—Hemos tenido conocimiento de nuevos elementos. Parece que una suma de cinco mil francos, destinada a los honorarios por la intervención quirúrgica si la misma llegaba a buen término, ha desaparecido del cofre del difunto gobernador. Dicha suma se ha volatilizado. Se ha constatado igualmente que el señor Déruet pronunció hace dos meses unas palabras antifrancesas acompañadas de amenazas hacia los soldados de nuestras tropas, y que tales hechos tuvieron lugar en el puente Moujat ante testigos. A la vista de todo ello, nos, Étienne d’Hablainville, representante del procurador de Su Majestad nuestro buen rey Luis XIV, solicitamos que se prolongue la detención del señor Nicolas Déruet hasta que tenga lugar el proceso que promovemos en nombre de Francia y de la viuda de la víctima. Los gastos de cautiverio ascenderán a partir de hoy a cinco francos diarios.

Nicolas se precipitó hacia los barrotes e hizo retroceder a ambos hombres.

—¡No he hecho nada, soy inocente! —gritó.

Las inscripciones en el muro le vinieron a la memoria. Todos debieron de gritar como él cuando fueron acusados, pero todos acabaron sucumbiendo a una justicia unívoca.

—Inocente —clamó cuando los dos hombres salían sin decir palabra y sin mirarlo.

Cayó postrado, con la cabeza entre las manos.

—Inocente… —murmuró, atónito.

El encierro era el peor de sus miedos. Al acabar su aprendizaje, cuando ante él se presentaba una brillante carrera, había dejado Nancy y se había ido al campo para permanecer al margen de una sociedad que sentía como una alienación. Había huido de la realidad a favor de sus libros y de la práctica quirúrgica a la que se había entregado. No soportaría mucho tiempo más la cárcel. Sería mejor acabar.

La voz de Anselme Gangloff lo extrajo de sus pensamientos más negros.

—Lo siento, Nicolas. Quisiera poder ayudaros. Rezaré a Dios por vos.

—Creo que no puedo quejarme ante vuestra situación.

Nicolas se puso en pie, se aproximó a los barrotes y los asió como si quisiera poner a prueba la solidez de los mismos.

—Pero creo que necesitaré la ayuda de vuestro Dios —concluyó al fin.

—¿«Vuestro Dios»? ¿No sois católico?

—Lo soy por el santo sacramento del bautismo, pero, disculpadme por la blasfemia, cuanto más estudio el cuerpo del hombre menos veo en él la obra de Dios. Me he vuelto ateo, Anselme, ¡pero solo aquí puedo confesarlo!

—Vuestros asuntos se arreglarán. Sois hombre de bien, ¡y en eso nunca me equivoco!

—Todo tiene un principio, Anselme, y todo tiene un final.

Se tendió en el suelo y observó un buen rato la pequeña forma oscura que iba y venía entre su celda y el muro que la rodeaba. La rata había descubierto algunas migas de pan y se estaba dando un festín. Envalentonada, se acercó al prisionero, dio vueltas alrededor de su pierna y se metió bajo la paja junto a sus calzones. Nicolas permaneció inmóvil. Los últimos acontecimientos lo habían aturdido. Contra lo que cabía esperar, el sueño se adueñó rápidamente de él y lo privó de ensoñaciones.

***

Una luz inhabitual lo despertó. Una luz intensa como un sol frío. Alguien susurró su nombre. Abrió los ojos bruscamente y se incorporó. Cuatro hombres provistos de antorchas se hallaban frente a su celda. Uno de ellos introdujo la llave en la cerradura. Nicolas retrocedió hasta la pared. El hombre alzó la cabeza y le sonrió.

—¡François! —murmuró al descubrir a su amigo.

—He venido a buscarte, muchacho —dijo tras abrir la reja.

Se echaron uno en brazos del otro. Maese Delvaux sintió que Nicolas estaba muy débil, más incluso de lo que había temido. Sus extremidades temblaban ligeramente y tenían dificultades para sostener su cuerpo.

—François, no entiendo nada de lo que está sucediendo. No he tocado ese dinero que dicen…

—Chitón… Ahorra tus fuerzas, sé que no tienes nada que ver con ello. ¡Ponte estas ropas!

Un hombre le tendió unos calzones, una camisa y ropa interior limpia, así como una chaqueta de buen corte. François le resumió la situación mientras se cambiaba.

—Cuando te encarcelaron, creímos que todo volvería enseguida al orden. Yo había asistido a la operación y era evidente que la autopsia demostraría tu inocencia. Pero cuando ese acerbo y perverso Courlot se sacó de la manga la desaparición de la suma destinada al pago de tus honorarios, comprendí que no saldríamos de esta con la ayuda de un juez. La situación se ha vuelto putrefacta, Nicolas. Han indagado y han hallado detalles que convertirán en pruebas acerca de tus sentimientos antifranceses. Ya no se puede esperar más. Con mis amigos, hemos decidido actuar. Marianne nos ha ayudado muchísimo. Venimos a sacarte de esta prisión.

Nicolas dejó de vestirse.

—Marianne… ¿dónde está? ¿Cómo está?

—Te lo explicaré por el camino. Debemos salir.

—¿Y el centinela? —preguntó mientras se abotonaba la chaqueta—. ¿Y los soldados?

—A los soldados los han llamado como refuerzo ante unos supuestos alborotos en la ciudad nueva. En cuanto a Mathieu, está desvanecido y atado de pies y manos. No podrá molestarnos. No te inquietes por él, los franceses no le harán nada. Ven, apresurémonos.

En cuanto salió de la celda, se detuvo.

—No me marcharé solo —anunció Nicolas, y se aproximó a la mazmorra—. Nos llevaremos a Anselme.

—¿Anselme?

—Mi compañero de infortunio. No puedo dejarlo.

El hombre lo había oído todo.

—Me quedo aquí, Nicolas. No quiero ser un fugitivo.

Nicolas tomó una de las antorchas y se acercó al foso. Lo vio por vez primera. Anselme se había puesto en pie. Su rostro estaba cubierto por una barba abundante y su cuerpo, descarnado, pero en sus ojos brillaba una determinación intacta.

—Abandonaré este agujero libre cuando el rey reconozca la justicia de mis derechos —declaró con una voz cuya serenidad los impresionó a todos.

Los dos hombres se miraron un breve instante en silencio. Anselme le hizo una señal con la mano y luego desapareció en la oscuridad.

Un carruaje los aguardaba justo enfrente de la puerta de la Craffe. François detuvo a Nicolas antes de que este saliera del edificio mientras los otros tres comprobaban que la calle era segura.

—Nicolas, debo hablarte de la contrapartida… Comprenderás que esta operación solo ha sido posible gracias a ciertas complicidades.

—Me preguntaba cuándo ibas a explicármelo. ¿Qué les debo? —dijo Nicolas, que estaba dispuesto a huir a cualquier sitio para evitar la prisión—. Contrariamente a las apariencias, no poseo ni siquiera cinco mil francos. Solo cuento con mis manos como agradecimiento —añadió a la vez que mostraba sus palmas vendadas.

—Eso es justo lo que se te ha pedido. Los que han hecho posible tu evasión son partidarios de la familia de los Habsburgo.

—¿Nuestro duque exiliado? ¿Y qué esperan de mí? ¿Qué me ocupe de sus sangrías?

—En estos momentos el duque se halla en campaña contra los otomanos con los ejércitos del gran elector de Sajonia. Necesitan cirujanos.

—François, ¿me estás diciendo que me has alistado en el ejército alemán? ¿No habrás hecho eso?

—No exactamente. El duque está al frente del ejército de Lorena. Serás el segundo cirujano.

—¿Yo en el ejército? —repitió como para sí mismo—. ¡Será mejor volver ahora mismo a la celda!

—Nicolas, no vas a estar en el frente, seguirás dedicándote a lo tuyo y desaparecerás durante unos meses. Era la única opción negociable con ellos.

Sintió que el olor a moho se había diluido en el umbral. El fresco del exterior tenía el sabor de la libertad.

—¿Y si la guerra dura treinta años?

—Pronto acabará, créeme.

—¿Y Marianne?

—Piensa en ti y te ama. Es gracias a ella que has podido salir esta mañana —añadió François—. Ella también deberá pagar un alto precio. He podido constatar hasta qué punto te echaba en falta. Ahora debemos irnos.

Lo asió del brazo. Nicolas no avanzó.

—Quiero verla. Acepto, pero quiero verla antes de partir.

—Por desgracia, eso no va a ser posible. La han llamado para atender al pequeño Simon. No le queda más que un hilo de vida.

***

Nicolas convenció a François, quien rápidamente se percató de que su amigo era capaz de dejarlo plantado para ir al encuentro de Marianne y de la criatura. Prefería acompañarlo en aquella escapada disparatada que ver cómo los acontecimientos se les escurrían de las manos por completo. El carruaje avanzó con un trote perezoso para no llamar la atención. De camino al convento del Refugio no se cruzaron con ningún soldado y llegaron allí en menos de un cuarto de hora. François descendió el primero. La rue Saint-Nicolas estaba desierta a aquella hora de la mañana. Le dio las indicaciones a seguir para salir de la ciudad, se caló el gorro en la frente y refunfuñó.

—Ya sabes que no soy muy dado a las efusiones…

Nicolas descendió y lo abrazó. La emoción le impedía hablar.

—Así que te digo hasta pronto, ¡y ni se te ocurra dejarte allí la piel! Un consejo: para las heridas de flecha sigue siempre las recomendaciones de Ambroise Paré. ¡He visto morir a muchos! El hombre con el que estás citado en la Antigua Posta lleva con él una bolsa que contiene tus cosas. Sé que no podrías vivir sin ellas.

—Gracias —murmuró sin más Nicolas.

—Te queda poco tiempo, no lo olvides. En una hora habrán cerrado todas las puertas de la ciudad. ¡Vete!

Marianne tenía al pequeño Simon en su regazo y le masajeaba suavemente el vientre. Al ver a Nicolas, su mirada se tiñó de inquietud.

—¡No!

Él se llevó un dedo a los labios y le sonrió. El chiquillo gruñó, pero no se despertó. Nicolas se sentó junto a ella y la abrazó.

—¡Huye, te lo suplico! —sollozó ella.

—No podía marcharme sin verte. ¿Cómo está la criatura?

Ella se enjugó la mejilla sobre el hombro de él.

—No lo sé. Ha llorado y se ha dormido de agotamiento. Creo que la leche del ama de cría lo estaba envenenando. La pobre muchacha ya no alcanza a alimentarse como es debido. Es la hambruna, y no sé si podré dar con otra.

—Lo salvarás una vez más.

Ella no respondió y se dejó invadir por el calor del cuerpo de su amado. Hubiera deseado abrazarlo y acurrucarse contra él hasta quedarse sin aliento, pero el niño se lo impedía.

La madre Janson entró y le dirigió una mirada de reproche a Nicolas.

—Los franceses patrullan el barrio —dijo, y cogió al niño—. Saldréis por los jardines que os conducirán a la rue Saint-Dizier.

—Iré solo —afirmó Nicolas—. Marianne puede quedarse en su convento. ¡Es a mí a quien buscan!

—Conozco Nancy mejor que tú y te guiaré hasta tu contacto —replicó Marianne—. ¡Y no tienes elección!

Simon se despertó sollozando.

Marianne caminaba unos metros delante de él. Nicolas había logrado negociar con ella tal precaución. No debían verla en su compañía. Se cruzaron con una patrulla y los soldados se volvieron al paso de ella ignorando a Nicolas, cosa que lo tranquilizó ligeramente acerca de la información de que disponían. Tal vez su evasión aún no era conocida por todos. Su alegría duró poco. Cuando subían por la rue Saint-François, divisaron una aglomeración una cincuentena de metros más arriba: los franceses cribaban la entrada a la place Saint-Jean en compañía de un civil que parecía muy nervioso. Nicolas identificó demasiado tarde a su carcelero. Mathieu señaló con el dedo hacia él. Marianne reaccionó de inmediato y se volvió.

—¡Sígueme!

Tomó a la derecha y Nicolas se unió a ella, la agarró de la mano y aceleraron el paso.

—¡Qué manía tienes de hacerme correr…! ¡Gira a la derecha después de la iglesia!

Desembocaron en una gran explanada.

—¿Es la plaza del mercado?

Ella asintió mientras trataba de recobrar el aliento. Él aprovechó para echar una mirada en derredor: no había ni un soldado a la vista. Solo estaban presentes los tenderos, que trataban de calentarse junto a sus tenderetes, y unos pocos clientes. Había menos mercancía que de costumbre. La harina estaba racionada y la carne, a precios disparatados. Atravesaron el ágora en diagonal. Hasta ellos llegó el tintineo de las armas.

—Ya llegan —dijo ella con calma.

—Vamos a ocultarnos en ese edificio —propuso Nicolas, y señaló una fachada que había advertido la última vez que pasaron por allí.

Ella hizo una mueca.

—¿Conoces ese sitio? —preguntó mientras se aproximaban a la entrada y ella aminoraba el paso.

—Sí. No es una buena idea.

—No tengo otra. Si damos media vuelta, el carcelero me delatará.

Ella se detuvo junto al amplio portalón de madera abierto. En el interior había mucho alboroto y hasta ellos llegaban los ruidos y distinguían el ir y venir. Un olor acre y metálico invadió sus narices.

—Es muy mala idea —repitió mientras entraban en aquella boca abierta.

***

El ternero mugió justo antes de que el hombre le atara el hocico con una cuerda. El animal estaba tendido en el suelo con las patas atadas y había cesado de debatirse. El hombre se incorporó, se limpió las manos sobre su camisa manchada, bromeó con su colega que se hallaba sentado junto al lomo del animal y empuñó un mazo. Lo alzó una vez, hizo un molinete antes de adquirir velocidad y asestó un fuerte golpe sobre el cráneo del animal, que se partió con un crujido. El ternero fue presa de convulsiones. El segundo matarife, al acecho, le cortó el cuello con un gesto preciso y vigoroso. El animal emitió un sonido agudo y luego unos gemidos lastimeros mientras ambos hombres, insensibles a la agonía, comenzaban a despiezarlo sobre un charco de sangre y orines.

En el momento en que Nicolas y Marianne entraron en la estancia, una nube de humo se elevaba de los restos animales a la par que los invadía un insoportable olor a vísceras. Los matarifes se volvieron hacia los dos intrusos. Marianne se tapó la nariz. No se atrevía a avanzar. Uno de los dos hombres se incorporó y se rascó la frente con el dorso de la mano, dejando un amplio rastro oscuro. Todos permanecían en silencio. El río de sangre les cubría los zapatos y les mojaba los pies.

Fuera, un militar gritó unas órdenes. Iban a rodear la plaza. Nicolas tomó a Marianne en sus brazos y la llevó en volandas para pasar sobre el animal. Ella se aferró a su cuello y ocultó su rostro contra su pecho. En el momento en que se disponían a salir, uno de los hombres les indicó:

—¡Por ahí!

A su derecha había una abertura angosta y oscura. Mientras titubeaban, el hombre añadió:

—Es el depósito. Nunca se meten ahí, ni siquiera para comprobar la higiene.

Marianne, que había escondido la mitad inferior de su rostro en la blusa, se negó moviendo la cabeza.

—No tenemos elección —dijo suavemente Nicolas, y la abrazó con más fuerza.

Ella cerró los ojos.

Cuando Nicolas se agachó para entrar en el cuchitril, Marianne sintió el olor insoportable de la carne en descomposición y, más ácido, el de la carne aún caliente. Cuando él se sentó al fondo de la sórdida y fría estancia, ella se negó a abrir los ojos. Apoyó la cabeza contra el pecho de Nicolas y se concentró en los latidos de su corazón.

Antes de refugiarse contra la pared del fondo, Nicolas se había visto obligado a circular entre los animales abiertos y despiezados, colgados de ganchos del techo. Había una docena en un espacio de pocos metros cuadrados.

No tardaron en oírse los pasos de los soldados. Habían penetrado en el matadero entre las protestas de los matarifes y los carniceros que sacrificaban y despiezaban los animales en la sala central. Una vaca se había escapado de su verdugo y había salido a la plaza causando destrozos en varios puestos y tenderetes antes de ser abatida por un granadero del regimiento de Turenne. Algunos soldados habían subido a la primera planta del edificio, donde las mujeres se dedicaban a rascar los restos de las carnes recuperadas en las casas burguesas. Tras un somero registro, furiosos al no dar con el fugitivo, habían confiscado aquellos sucedáneos de alimentos para su propio consumo. Las regatonas, cuyos ingresos procedían solo de la reventa de esos trozos a la población, protestaron, y aquello aún encolerizó más a los militares, que rompieron las ventanas y arrojaron sus utensilios al río Saint-Thiébaut. Menos de treinta minutos después de su llegada, el ejército se había retirado de la plaza como la resaca tras una ola enorme.

Marianne no había abierto en ningún momento los ojos. El ruido fuera había cesado. Nicolas le acarició los cabellos, luego la mejilla y la besó. No había dejado de mirarla en la penumbra donde los cadáveres colgantes de los animales se balanceaban como fantasmas. Había devorado con la mirada aquel rostro de piel fina, de rasgos que consideraba incomparables por su belleza, lo había grabado en su mente para que cada día le ofreciera un reflejo fiel de la mujer a la que amaba. El tiempo iba a ser largo, muy largo, lejos de ella.

—Prométeme que me esperarás —le susurró él al oído.

—Prométeme que regresarás —respondió ella con voz temblorosa.

Ella sentía escalofríos de frío y de asco. El olor de la muerte los rodeaba. Él se quitó la chaqueta y la cubrió.

Advirtió una sombra nueva entre los esqueletos de los animales y alzó la vista. Ahí estaba el joven carnicero que los había ayudado. Podía huir.

En compañía de su guía, Nicolas cruzó la puerta de Saint-Jean sin volver la vista atrás. Las herraduras de los caballos resonaron sobre las vigas del puente que cruzaba las aguas grises y bajas del río. Unos pescadores andrajosos, que parecían espectros, trataban de arrancar a las aguas sus escasos peces. Los rebaños habían abandonado los pastos de hierba rala. La ciudad fortificada se diluyó lentamente tras ellos y desapareció en la bruma.