Capítulo 9

Nancy, febrero de 1698

El 20 de julio de 1697, Luis XIV, en conflicto con media Europa, devolvió a Leopoldo su ducado, cosa que siempre negó a su padre, Carlos V, muerto en el exilio. Dos meses más tarde, firmaba un tratado de paz con Inglaterra, Holanda y España. El rey de Francia, que contaba con adueñarse poco a poco de Lorena, le propuso la mano de su sobrina. La guerra contra los otomanos ya no incumbía a los loreneses.

Cuando se ordenó la disolución de los diversos regimientos, Germain decidió alistarse con los cirujanos alemanes del coronel Von Humboldt. «A pesar de la mala calidad de su aguardiente», dijo al separarse de sus hombres. Se echó en brazos de Nicolas. Cuatro años de guerra operando codo con codo, a menudo juntos, a unos heridos que devolvían a la vida desde las simas más profundas, habían forjado entre ambos una amistad indestructible. «Volveremos a vernos», añadió Ribes de Jouan, que no tenía por costumbre prometer a la ligera.

Azlan iba a cumplir diecisiete años, edad de la que ya se había apropiado para darse aires de adulto. Había adoptado la manera de vestir y el corte de pelo de los loreneses y solo el color mate de su piel y sus ojos muy negros delataban su origen. A quienes le preguntaban si había nacido en Egipto, tenía por costumbre responderles que era un lorenés de Hungría, y algunos le descubrían así un parecido con la familia ducal en el exilio. No había dudado ni un instante en responder a la propuesta de Nicolas de acompañarlo a Nancy. El cirujano hervía de impaciencia en Viena en compañía del duque, cuya madre, Leonor de Austria, acababa de morir dos meses después de que el Tratado de Ryswick restableciera a su hijo sus tierras de Lorena. Nicolas no podía regresar a Nancy sin protección, pues las tropas francesas aún no habían abandonado la ciudad y seguía siendo considerado un fugitivo. Tuvo que aguardar al mes de enero de 1698, cuando Leopoldo le confirmó que acompañaría al conde de Carlingford, el padre Le Bègue y el barón de Canon, con la misión de ir a Nancy para preparar la llegada oficial del soberano prevista en otoño. Llegaron a Saint-Nicolas-de-Port el 25 de enero, donde se detuvieron antes de emprender el último tramo de su viaje, que debía hacerles llegar el 4 de febrero a la ciudad ducal.

El convoy, compuesto por cuatro carrozas y una veintena de hombres a caballo, atravesaba a paso lento los pueblos y aldeas y suscitaba la curiosidad de los escasos habitantes de los mismos, más habituados a las columnas de regimientos franceses y al cortejo de servidumbres que estos imponían. Era algo realmente importante, tras la noticia del tratado y del regreso al país de los combatientes y exiliados. La esperanza se adueñaba de las gentes y les hacía pensar que sería posible pasar un invierno sin tantas estrecheces.

Carlingford contemplaba cómo desfilaban los paisajes desnudos salpicados de casas en ruinas, mientras distraídamente escuchaba los susurros del cura y del barón, que rivalizaban en anécdotas y bromas mientras se aproximaban a la ciudad. Sus compañeros de viaje ocultaban su emoción tras una fachada de apariencias. La mayoría de los hombres del grupo iban a reunirse con sus familias y a recuperar sus tierras. A pesar de que el conde, de origen irlandés, no contara allí con raíz alguna, sentía que la emoción se adueñaba de él por contagio. François Taaft de Carlingford había decidido seguir a su duque, de cuya educación y aprendizaje del manejo de las armas había estado al frente desde que este tenía doce años. Su posición de regente junto a Leopoldo lo convertía en el número dos del ducado. Estaba orgulloso, puesto que jamás había intrigado para alcanzar esa posición, pero veía en esa consagración el justo pago a los servicios prestados a la familia ducal. Los meses futuros serían de crucial importancia para la supervivencia del pequeño Estado: se vería obligado a obtener recursos financieros sin empobrecer a los súbditos, ya exangües al cabo de tres decenios de guerra y hambruna, debería reformar los engranajes del poder y la justicia en todas las comarcas, lograr el retorno de aquellos a los que la ocupación había llevado al exilio, al igual que la mano de obra especializada: artesanos y agricultores, leñadores y carboneros, aparceros y peones, e instaurar una policía civil cuya única idea fuera defender a Leopoldo.

El viaje había fatigado al conde de Carlingford y le dolía la espalda, que ya le tironeaba desde Estrasburgo. Ahogó un bostezo que atribuyó al colosal trabajo apercibido y observó las arrugas en la frente del barón de Canon, que se hundían o desaparecían al ritmo de sus intervenciones cual olas que se estrellaran contra las rocas.

—Estáis muy silencioso, ¿en qué pensáis, excelencia? —le preguntó el cura, que había advertido su distracción.

Carlingford frunció el ceño.

—Observo, padre, aprendo. De vos, de este ducado que desfila ante nuestros ojos. Me impregno de todo con el fin de ser digno de la tarea que el duque ha hecho el honor de confiarnos.

—¿Creéis que los franceses cumplirán su palabra? —intervino el barón acentuando sus arrugas.

—Sí, desalojarán Nancy, pero una vez se hayan asegurado de que no existe ninguna fortificación. En ese punto se puede confiar en ellos. Según vuestras informaciones, quedan todavía dos unidades, ¿no es así?

—Los regimientos de Guyena y de Languedoc. Habrá que esperar varios meses antes de que se marchen definitivamente.

—Nuestro duque no desea entrar en la capital mientras allí se hallen aún las fuerzas de Luis XIV —aseguró Carlingford—. Deberemos acelerar su partida sin herir su susceptibilidad.

—Hemos esperado treinta años, los meses que faltan serán una pura delicia.

—No subestimemos la dimensión de la tarea —replicó el conde—. No todo lo que tendremos que hacer será del agrado del pueblo, podéis estar seguros de ello. Sin ir más lejos, el cobro del derecho de bienaventurada ascensión al trono.

—¡Sin embargo, es un impuesto tradicional con la llegada de cada nuevo soberano! —espetó el padre Le Bègue—. Creedme que preferirán pagarlo a seguir siendo sangrados por los soldados franceses que se imponen en sus hogares.

—Sin duda…

—Y no olvidéis que nuestras cajas están vacías —insistió el barón—. ¿Cómo pretendéis reunir tantos fondos sin recurrir al extranjero?

—Probablemente llevéis razón…

—Pero ¡no estáis convencido de ello! —concluyó Canon.

—Soy militar y nada entiendo de los asuntos de Estado. Vuestra ayuda me será preciosa, caballeros —dijo para dar por terminada la conversación.

—Sabéis que podéis contar con nosotros, excelencia —respondió el barón con unos extraordinarios pliegues en la frente.

—Ya llegamos —interrumpió el cura, que tenía la nariz pegada al cristal—. ¡Ya veo la puerta de Saint-Nicolas!

Todos callaron al pasar por el edificio. El ruido característico de los cascos de los caballos sobre los adoquines resonó en sus oídos.

—¿Qué pensáis de maese Déruet? —preguntó Canon interrumpiendo el silencio.

—¿Déruet? ¿Qué queréis decir? —dijo con fingida sorpresa el conde de Carlingford.

—Leopoldo le ha tomado afecto desde su auxilio en el campo de batalla —explicó el cura—. Solo habla de él.

—Es un buen cirujano, el mejor que jamás haya visto —afirmó Carlingford para evitar el tema.

—¿No creéis que pueda albergar alguna ambición y pretenda aprovecharse de la debilidad que el duque siente por él? —dejó caer el barón.

«Ya estamos», pensó Carlingford.

—Caballeros, parece que no confiáis en la capacidad de discernimiento de nuestro amado soberano —respondió.

—Nada más lejos de nuestra intención…

—No temáis, vuestro hombre no os hará sombra. No tiene más ambición que curar y profundizar en su arte. Creedme.

—Muy seguro parecéis de ello, excelencia —dijo el cura, desafiante.

—El duque le propuso un título y tierras a su regreso al ducado —afirmó el conde.

—¿Lo veis? ¡Ya empieza! —exclamó el barón dando una palmada—. ¿Qué título? ¿Y dónde?

Carlingford sonrió.

—Déruet lo rechazó. Nuestro duque insistió dos veces más y añadió una renta. Y eso no cambió las cosas. Vuestro hombre es puro, caballeros, y tiene la cabeza llena de ideales improbables. En ningún caso os hará sombra.

—Eso nos tranquiliza —dijo Canon—. Comprenderéis que solo deseamos el bien de Su Alteza cuando tratamos de alejar a los oportunistas de su camino.

—Lo comprendo —aseguró Carlingford—. Solo le pidió la liberación de todos los hugonotes encarcelados en la torre de la Craffe, si aún los hubiera.

—¡Lo sabía! —reaccionó Le Bègue, y juntó las manos en señal de oración—. ¡Estaba seguro! Habrá que andarse con ojo, que no lo aparte de nuestro Papa.

—No tengo ningún temor, sé que velaréis por ello —replicó el conde, muy serio.

El sacerdote tomó la observación como una muestra de ánimo.

—Apretaremos las filas alrededor de él —añadió.

—Será mejor que vigiléis a los que se quedaron aquí y no a sus compañeros de armas, puesto que no hallaréis intrigantes ni mangoneros entre quienes arriesgaron su vida por él.

Nicolas y Azlan dejaron que el convoy entrara en la ciudadela por la puerta de Saint-Nicolas. Los loreneses se dirigían al palacio ducal para entrevistarse con el gobernador francés de la ciudad y anunciar su llegada oficial al ducado. Los dos hombres rodearon las murallas por la pradera que ceñía el edificio y se detuvieron ante la puerta de Saint-Jean, más al oeste. El cirujano palmeó el cuello de su montura, que lo había llevado a través de parte de Europa hasta Nancy. No podía apartar su mirada del inmenso edificio de piedra formado por cinco vanos: solo la parte central se utilizaba como entrada y, sobre el techo, dos columnas cuadrangulares soportaban cada una un sol dorado.

—Ya has llegado —dijo Azlan.

—Hace cuatro años dejé la ciudad por este lugar, como un fugitivo. Hace tanto tiempo que aguardo este instante, si tú supieras…

Nicolas inspiró una gran bocanada de aire frío y húmedo, que luego exhaló largamente.

—Retomo mi vida allí donde la dejé —añadió antes de hacer avanzar su caballo sobre las tablas de madera del puente.

Pasaron por el lado sur de la place Saint-Jean y dejaron que los caballos abrevaran en el arroyo, en el que se había construido un embalse de agua. Luego tomaron la rue du Moulin. Flotaba allí el olor a pan, procedente de los hornos públicos situados junto a la aduana. Dejaron atrás la casa Saint-Charles y se cruzaron con dos hombres que llevaban raquetas y pelotas. Salían de un edificio y conversaban ruidosamente en italiano.

—¿Qué hacen? —preguntó Azlan mientras les seguía con la mirada.

—Ahí hay una sala de juego de pelota —respondió Nicolas antes de explicarle las reglas, que consistían en devolver una pelota por encima de una red—. Parece que tiene gran reputación en toda Europa y algunos jugadores vienen de muy lejos para retar a los campeones del ducado.

—¿Podré probarlo? Parece muy divertido.

—Primero piensa en proteger tus manos —respondió Nicolas a la vez que le mostraba sus vendas—. Tus manos son…

—… mis herramientas de trabajo, lo sé —completó Azlan.

Hubiera deseado abarcar toda la ciudad con la mirada, pues estaba ansioso por descubrirla.

Ambos jinetes doblaron a la derecha y pasaron frente al matadero en el que los carniceros trabajaban, como la madrugada en la que Nicolas se había refugiado allí con Marianne. Tenía grabado en la memoria el recuerdo de la mirada de ella en la penumbra mientras, rodeados por cadáveres de animales, chapoteaban en la sangre envueltos en el olor a carne aún caliente. Se besaron largamente y luego ella lo empujó con suavidad hacia la luz del exilio.

La plaza del mercado estaba tan animada como antes de su partida y los tenderetes ofrecían mercancía suficiente para evitar la hambruna. En el centro, un hombre había sido expuesto en la picota, atado a un poste con una cadena metálica que le rodeaba el cuello. Sobre su cabeza, un rótulo indicaba que el individuo, panadero de la ciudad vieja, había utilizado para sus panes mezclas de harina mala y prohibida, y que había estafado en el peso de su mercancía. Su suplicio duraría dos horas.

Nicolas percibió la mirada inquieta de Azlan. La imagen de Babik y su máscara de acero cruzó sus mentes. El cirujano aceleró el paso. Se aproximaban a la rue Saint-Jacques y al establecimiento de François Delvaux. Descabalgaron de sus monturas para recorrer los últimos metros a pie.

—Aquí es —anunció Nicolas, y señaló una fachada menos alta que las vecinas.

El establecimiento estaba entre el de un comerciante de loza y el de un vendedor de madera. Sin embargo, había algo inusual que inquietó a Nicolas: la enseña, una bacía amarilla, no era visible. Al llegar frente a la fachada, no pudo reprimir un grito.

—¿Qué significa eso?

En lugar del postigo que servía de mostrador, había una simple puerta que daba a un pasillo interior. El resto había sido tapiado y la casa transformada en vivienda.

La grúa, de cinco metros de longitud, se hallaba sobre la única barraca de piedra del barrio del Crosne, el puerto de Nancy. El resto estaba conformado por casitas de madera que servían de almacén de mercancías o de viviendas para los trabajadores. Dos obreros manipulaban con dificultad las manivelas que desplazaban las dos enormes ruedas dentadas del mecanismo y alzaban una larga viga en posición vertical.

—¡Con mucho cuidado! —gritó maese Delvaux, que vigilaba las operaciones—. ¡No se trata de un simple trozo de madera! Es el mástil de mi barco, su corazón y sus pulmones. Se merece todo vuestro respeto —añadió, e hizo como si lo acariciase desde lejos.

Se volvió hacia el encargado, un marino que se hallaba a unos metros, de brazos cruzados, en la orilla del río.

—¿Podemos ir ya? ¿Traemos el casco? —preguntó impaciente el Erizo Blanco, y señaló el barco en el que tres obreros aguardaban sentados a que les dieran la señal de acercarlo.

—No —respondió el hombre—, hay demasiado viento. Tiene que estabilizarse.

Maese Delvaux movió el pie con gesto nervioso, pero solo pudo asentir. El mástil, suspendido de la cadena de la grúa, oscilaba ligeramente como un ahorcado de la soga. Nada parecía poder detener aquel balanceo. El puerto estaba situado a unos metros del puente de Malzéville, que cruzaba sobre el Meurthe con sus ocho arcos de piedra.

El marino se alejó de la orilla y se dirigió hacia las barracas.

—¡Eh! ¿Qué hacéis? —preguntó François.

—Voy a beber una copita. De nada sirve esperar con este frío. Continuaremos cuando se haya estabilizado —añadió al tiempo que señalaba la viga, que pasaba una y otra vez frente al Cristo de piedra, colgado en lo alto de una columna de diez metros a la entrada del puerto.

Hizo una señal a sus acólitos para que abandonaran la embarcación y lo acompañasen al almacén. El Erizo Blanco se caló el gorro en el cráneo y suspiró mirando al cielo, como si lo pusiera por testigo de la falta de motivación de los operarios en general y de aquellos en particular. Frente a él, dos pescadores en una barca recogían trabajosamente la red que habían lanzado. La red se había enganchado en las ramas de un tronco flotante y estaba a punto de desgarrarse. Uno de los dos hombres tuvo que lanzarse al agua para liberar la red y volvió a subir a la embarcación temblando de frío. «Menudo inconsciente», pensó François, quien durante varios minutos no había vuelto a prestar atención al movimiento de su mástil. Este se había detenido, alineándose con la columna del Cristo.

—Eso es una señal —murmuró—. ¡Ha llegado el momento!

Se volvió para reunir a su cuadrilla y se quedó estupefacto. A unos metros, Nicolas, que avanzaba en su dirección, se detuvo, también él sorprendido de encontrarse súbitamente frente a su maestro. Ambos hombres permanecieron inmóviles unos segundos antes de echarse uno en brazos del otro.

—¡Nicolas, muchacho…! —exclamó el Erizo Blanco, que lo abrazó aún con más fuerza para verificar que no soñaba—. Aquí estás, por fin… Después de tanto tiempo…

Enjugó con un gesto nervioso la lágrima que corría por su mejilla.

—¡Deja que te vea!

Retrocedió para mirarlo de arriba abajo.

—Pareces estar en forma. ¿Alguna herida?

—Estoy bien.

—¿La guerra ha terminado?

—Para mí, sí. El duque…

—Ven —lo interrumpió el Erizo Blanco—. ¡Vamos a instalarnos en la Nina!

Le mostró la embarcación de fondo plano, cuya proa aguda formaba un saliente anclado en la orilla. La chalana, de diez metros de eslora, estaba construida con tablas de roble claveteadas.

—Hoy hay que ponerle el mástil —explicó maese Delvaux a la vez que lo invitaba a sentarse frente a él—. ¡Qué fasto día, Dios santo, que también es el de tu regreso! ¿Qué me decías?

—El duque me ha prometido zanjar todas las causas abiertas contra mí.

—Se dice que le salvaste la vida.

—¿Cómo lo sabes?

—Maese Ribes de Jouan…

—¡Germain!

—Me hacía llegar noticias tuyas mediante sus mensajeros.

—Tu vecino me ha dicho dónde encontrarte. ¿Qué le ha pasado a tu establecimiento, François?

El Erizo Blanco se quitó el gorro para rascarse la frente. El blanco había ganado terreno en el gris de sus cabellos.

—Han sucedido muchas cosas desde que te fuiste. Para mí, la cirugía se ha acabado. Ahora me ocupo de mis viñas. Hago vino.

—¿Cómo está Jeanne?

François evitó la mirada de Nicolas para responderle. Miró a la lejana columna del Cristo.

—Muchacho, cómo decírtelo… Jeanne… Jeanne murió hace más de tres años, unos meses después de que te marcharas.

Nicolas se quedó en silencio. Había tenido ese presentimiento cuando halló la puerta cerrada en la rue Saint-Jacques. Dejó a Azlan en la ciudad y fue solo al puerto del Crosne. Era imposible. No podía ser Jeanne, ella no. La imagen de la patrona, rebosante de vida, apareció ante sus ojos. No podía creer que solo su recuerdo siguiera vivo.

François lo asió del antebrazo.

—Sé lo que sientes. Para nosotros también fue un golpe demoledor, créeme.

—Pero si se encontraba mejor… El soldado que vino a veros me transmitió noticias suyas. Se encontraba mejor…

—No, nunca se encontró mejor. Jeanne quedó paralizada durante un mes y luego, un día, no despertó. Te mentimos, Nicolas. Todos te mentimos. Cuando vuestro mensajero pasó por aquí, ya estaba muerta, pero temíamos tanto que desertaras para volver… Hubiera sido demasiado peligroso.

Nicolas apartó el brazo. El viento soplaba de nuevo y la embarcación chapoteaba mecida por las pequeñas olas. La cadena que sostenía el mástil chirrió bajo los movimientos de la viga.

—Entiéndenos —insistió el Erizo Blanco ante su silencio.

El marino y sus obreros salieron del almacén para verificar el estado de la grúa. Las oscilaciones del poste, cada vez más fuertes, ponían en sumo peligro la integridad del brazo. El encargado llamó a maese Delvaux, que ni siquiera lo oyó, y luego voceó unas órdenes.

—¿Y Marianne? Tenía noticias suyas a través de ti. ¿Por qué nunca me ha escrito?

—Marianne se comportó de una manera formidable durante la agonía de la patrona. La veló hasta el último momento. Se marchó seis meses después, cuando cerré el establecimiento.

—¿Volvió a la casa de beneficencia de Saint-Epvre?

François se quedó un instante en silencio, con los ojos fijos en sus botas, antes de enfrentarse a la mirada de Nicolas.

—No. Se marchó de Nancy. No he vuelto a tener noticias suyas. Nadie sabe dónde está.

La cadena, que sostenía el palo de madera suspendido sobre el agua, descendió de golpe. El mástil se hundió restallando sobre el río con un crujido sordo.

***

Nicolas, aún anonadado, se reunió con Azlan. Este lo aguardaba en la posada de los Trois Maures, donde alquilaron una habitación para aquella noche. Habían declinado el ofrecimiento de Carlingford de alojarse en el palacio ducal. El joven gitano, que había intuido que algo no iba bien, prefirió esperar a que Nicolas se confiara cuando lo considerase oportuno y no le preguntó nada, cosa que el cirujano le agradeció enormemente. Se sentía incapaz de pensar, doblegado por una realidad que parecía una pesadilla. Trabajar con cuerpos que la vida a menudo abandonaba y luchar contra la muerte que merodeaba como una mosca sobre un cadáver había vuelto a François insensible a las emociones. Había descrito a Nicolas los últimos momentos de su esposa con una precisión profesional que lo dejó helado. Aunque llegara a comprender la reacción de su maestro al cambiar de vida, su repentino cierre del establecimiento lo había perturbado.

Mientras que Azlan se quedó dormido nada más acostarse, Nicolas, como era habitual en él, inició su lucha cotidiana para conciliar el sueño. Esa reticencia se había incrementado a lo largo de los últimos cuatro años. No solo estaba ligada a esa inmersión en la nada que lo dejaba sin defensas, sino que ahora también temía las visiones de los cuerpos deformados por la guerra. Y ese día se añadía la imagen de Jeanne. Bajó a por unas velas de reserva para la noche, que se anunciaba más larga que las otras. Al saber que formaba parte de la delegación del duque, el posadero se negó a cobrarle las velas. Una vez de vuelta en la habitación, Nicolas tomó el libro que Marianne le había regalado y que consideraba como su tesoro más preciado. Lo habían leído juntos y lo habían anotado con comentarios y reflexiones personales. Nicolas había conservado uno de los cabellos que había quedado atrapado entre dos páginas, aquellas en las que se hablaba de la circulación de la sangre. El autor explicaba el mecanismo de la misma, debido a la dilatación del calor en el corazón. «El corazón es un sol», había escrito Nicolas. Ella le preguntó un día cuándo podría ver ese sol bajo la seda, pues jamás había asistido a una autopsia y sentía gran curiosidad por conocer la anatomía de ese órgano sin tener que consultar las láminas de los tratados. No tuvieron tiempo de hacerlo, pero a él la imagen le había parecido elegante y pensaba en ella cada vez que abría una piel con el escalpelo. La obra incluía igualmente una sección sobre los meteoros, que lo fascinaban, así como máximas, algunas de las cuales recitaba en los momentos de duda tras su separación. «Nada hay en nuestro poder más que nuestros pensamientos», escribió el autor. «Los pensamientos ya son acciones», añadió él en el margen, una noche en que ambos debatían acerca de cómo cambiar el orden del mundo.

Cerró el libro y olió el cuero de la encuadernación en busca del perfume de la mujer a la que amaba, pero los últimos olores habían desaparecido hacía ya mucho tiempo, reemplazados por el olor a pólvora.

Discurso del método. Para dirigir bien la razón y hallar la verdad en las ciencias —leyó en voz alta.

Cada lectura del libro de Descartes lo había acercado a Marianne. Sin embargo, ahora que había alcanzado su destino, ella había desaparecido. La tentación del sueño aumentó poco antes del alba y se dejó arrastrar en su vertiginoso descenso.

Tres horas más tarde se hallaba ya fuera, en compañía de Azlan, a quien había explicado la situación. Visitaron a los cirujanos de Nancy para ofrecer sus servicios, pero ninguno quiso darles empleo. Nicolas advirtió las miradas intrigadas y desconfiadas dirigidas al joven gitano, pero ese malestar no cobró forma hasta llegar al último establecimiento, el de maese Grosclaude. El hombre había terminado una cauterización de la que no estaba satisfecho. Antes de recibirlos, ya estaba de muy mal humor. El paciente, tendido en la estancia contigua, emitía gemidos plañideros intercalados con gritos de dolor que hacían que el cirujano mantuviera el ceño fruncido.

—Detesto a ese tipo de clientes —le explicó a Nicolas a la vez que excluía a Azlan de la conversación de forma manifiesta—. Escandalizan a la calle entera como si fueran ternerillos en el matadero. ¡Os aseguro que causa muy mala impresión! Bueno, volvamos a nuestro asunto…

Se limpió las manos en un paño manchado de sangre.

—Me gustaría contrataros, conozco vuestras capacidades, Déruet, y me seríais útil para hacer callar a esos bocazas, pero en los tiempos que corren la vida es muy dura, el comercio ya no es lo que era y hay tantos pobres que, al final, yo seré uno más de ellos.

Se echó el paño al hombro como un posadero.

—Podría alojaros, alimentaros y daros, qué os diré, cinco francos al mes, si me queda bastante en la caja —propuso con los brazos en jarras.

—¡Eso es un robo! —exclamó Azlan, antes siquiera de que Nicolas pudiera responder.

—¡Y mi oferta no incluye al gitanillo! —replicó Grosclaude alzando el mentón—. Jamás lo admitiré en mi propia casa. ¡Y es el colmo que un vagabundo, que un inútil me trate a mí de ladrón! Ahora, o te largas o…

El hombre no pudo acabar su frase: Azlan lo había agarrado por el cuello y le apretaba la tráquea. Emitió un chillido al que respondió el gemido de dolor de su paciente.

—¡Espero vuestras disculpas! —espetó el joven gitano—. ¿Y bien?

Un nuevo chillido, esta vez más agudo. Grosclaude trató de debatirse. Pero la carencia de oxígeno comenzaba a debilitarlo. Se rindió y articuló un «perdón» apenas audible. Cuando Azlan lo soltó, cayó de rodillas y abrió mucho la boca, como un pez boqueando fuera del agua. Nicolas se aproximó a él y le palmeó el hombro.

—Habéis tenido suerte, maese Grosclaude. Por lo general, degüella a sus víctimas e incendia sus casas. Ya sabéis cómo son los gitanos, ¡tan imprevisibles!

Al reunirse con Azlan en la calle, este aún no se había serenado.

—Lo siento, no todos son como él —se disculpó Nicolas.

—Lo sé, pero ¡en todos los países he encontrado a tipos como ese! Son una familia numerosa. Y no olvides que hace cuatro años éramos robs. Unos esclavos.

—Dejemos aquí nuestra búsqueda. Mañana estaremos en mejor forma. Ahora mismo quiero ir a visitar a alguien que no se acordará de mí.

—¿Es demasiado viejo?

—¡Demasiado joven!

***

El convento del Refugio había cambiado de ubicación. El antiguo edificio de la rue Saint-Nicolas se había quedado pequeño y la madre Janson había adquirido unos terrenos entre la rue de Grève y la rue des Quatre-Églises, y había hecho edificar varios inmuebles donde las hermanas y las pensionistas se habían instalado desde hacía ya dos años. Nicolas contempló la fachada nueva del edificio sobre la que estaba inscrito «Gloria a Dios» antes de acceder al soportal. Para alivio suyo, la superiora se acordaba perfectamente de él. Había adelgazado y su rostro parecía demacrado, con los pómulos salientes y las mejillas hundidas. Se desplazaba con dificultad y parecía contener un dolor en el tórax. Una de las hermanas le acercó una silla en la que se sentó para recibirlo. Cuando le preguntó por el pequeño Simon y por Marianne, no pudo evitar sonreír.

—Sabía que vendríais, Nicolas Déruet.

Ella trituraba maquinalmente su rosario de bolas gastadas.

—He venido a ver a Simon. Debe de haber cambiado mucho desde mi última visita —dijo a la espera de ver entrar a un niño en la habitación—. ¿Goza de buena salud?

—Criamos al pequeño hasta que Marianne Pajot lo tomó bajo su protección. Desde entonces, no hemos vuelto a tener noticias de él. Y para responder a la pregunta que me haréis: no, no sabemos dónde se encuentran.

La decepción pudo leerse en el rostro de Nicolas. El niño era el último vínculo entre él y Marianne.

—Si lo supierais, ¿me lo diríais, madre?

El rosario se detuvo.

—Os lo repito. No sabemos dónde viven —respondió pronunciando con dificultad cada palabra—. Y si lo supiera, no os informaría de ello, caballero.

—Os agradezco vuestra sinceridad y lo comprendo —respondió. Sabía que no obtendría nada más de la superiora—. ¿Habéis consultado a un médico, madre? —añadió al ver que ella se ponía en pie con dificultad.

No había dejado de observarla durante la conversación. Su estado, el rictus y el dolor eran los típicos de todos los casos que había visto cuando era cirujano ambulante en el ducado. Le describió la lista de síntomas para apoyar su diagnóstico. La madre Janson ni siquiera parpadeó.

—¿Aceptáis mi ayuda? ¿Puedo ver vuestro tumor?

La hermana que le había traído la silla volvió para ayudar a su superiora a caminar. Marie-Thérèse Janson dio tres pasos sin casi alzar los pies y se detuvo frente a él.

—Solo Dios puede ver mi desnudez, puesto que así es como me presentaré ante él.

—Podría aliviar vuestro sufrimiento.

—El sufrimiento es una prueba que el Señor me envía. Os agradezco vuestra solicitud, pero el desenlace siempre es fatal, ¿no es así?

Él agachó la cabeza en señal de impotencia. Ella dio de nuevo unos pasos antes de que él se dirigiera a ella.

—Una última pregunta, madre, si me lo permitís: cuando Marianne vino a buscar al pequeño Simon, hace tres años, ¿os dijo por qué?

—Os equivocáis, hijo mío. Vino a por el niño en septiembre de 1696, hace solo año y medio.

***

Un sol frío dispensaba una luz opalina sobre las laderas de los Chanoines. Situado en el extremo del feudo de Turique, al pie de la colina de Buthegnémont, que dominaba el noroeste de Nancy, el lugar gozaba de gran renombre por la calidad de sus vinos. François Delvaux había comprado allí una hectárea de las viñas más codiciadas de la ciudad.

—Además de un prado inmenso —precisó a Nicolas a la vez que le mostraba el campo situado a sus pies—, que es otra hectárea de futura viña.

Nicolas observó los sarmientos escuchimizados por el frío y la sequía. François se acercó a él.

—Cuesta creer que de esas ramas muertas pueda salir alguna cosa, ¿no es cierto?

—Sobre todo me cuesta creer que hayas dejado la cirugía por una actividad tan alejada de la misma. Por cualquier otra cosa, de hecho —añadió cuando se volvieron para contemplar la vista de los pocos rayos que habían logrado atravesar la bóveda lechosa.

De los tejados salían humaredas que semejaban hilos tirados desde el cielo. Un convoy de varios carruajes se presentó ante la puerta de la Craffe. Hasta él llegó el ruido de las rejas, lejano y amortiguado.

—Sabes, ya no soportaba más andar en pos de mis honorarios y ver cómo me daban las razones más disparatadas para no pagarme lo que me debían. Estaba harto de curar a gentes vaciándolas de todos sus humores. No tenía la llama sagrada como tú, Nicolas. Y la muerte de Jeanne me decidió. Por lo menos, mis viñas no se quejan cada vez que me acerco a ellas cuchillo en mano, y dan sus frutos, más o menos gordos, más o menos dulces, si el cielo o los pájaros no se encargan de arrancarlos. Saco de ellas un millar de francos al año, descontado el diezmo. Los canónigos, por su parte, están exentos. Eso es competencia desleal. ¡Y los vinos extranjeros están invadiendo nuestras bodegas con unos precios a los que yo no puedo ofrecer ni una botella vacía!

—Si lo he entendido bien, la situación es compleja.

—Desesperada, más bien. En tres años he perdido más que en los treinta anteriores. Pero todo eso es provisional, a la espera de soltar amarras. Ven, subamos ahí. Desde allí arriba puede verse mi Nina. Con un poco de suerte, este verano tendré mi nuevo mástil.

Rápidamente llegaron al límite de su propiedad, lo cruzaron y atravesaron otras viñas y campos hasta llegar a la cima del monte.

—No me hablas de Marianne —dijo François—. Has venido para comprender, ¿verdad?

—He venido a verte y a comprender tu nueva vida.

—¿Intentarás encontrarla? —insistió François.

—Sí, aunque deba recorrer la ciudad y el ducado de punta a punta —afirmó—. ¿Te das cuenta de que tal vez en este mismo instante puede estar ahí, a nuestra vista, en alguna de esas casas, pensando en reunirse de nuevo conmigo?

—En tal caso ¿por qué se habría marchado sin dejar una dirección? —preguntó François con tiento—. La tengo en mucha estima porque se comportó de manera formidable con Jeanne, pero ¿te has preguntado si conservaba por ti los mismos sentimientos tras tu partida?

—¿Qué quieres decir?

—No creas que pretendo insinuar algo, no sé más que tú, pero no quisiera que persiguieras una quimera, muchacho.

—Y tu Nina ¿no es también una quimera?

—Un día partiré a bordo de mi barco. Iré hasta el fin. Más aún, puesto que ya nada me retiene aquí.

Nicolas a punto estuvo de responder «a mí tampoco», pero dejó un silencio. No deseaba oír la voz de la razón. No quería volver a oír los preceptos de Descartes. Se sentía capaz de llamar a las dos mil puertas de la ciudad. A las decenas de miles de puertas del ducado.

—¿Has encontrado trabajo? —preguntó maese Delvaux, a quien el silencio incomodaba.

Nicolas le contó entonces las desgraciadas peripecias del día anterior.

—Me siento responsable de Azlan —concluyó—, pero igualmente me veo incapaz de abrir un establecimiento. Nunca he sido buen comerciante.

—¡Y te lo confirmo! ¡Qué mala pata, ni siquiera puedo albergaros, puesto que mi casa no tiene más que una habitación! Deberíais ir a la casa Saint-Charles, pues el hospital Saint-Julien les envía cada vez más enfermos y las hermanas ya no pueden hacer frente a la afluencia de pacientes. He oído decir que querían ampliar. ¡Es el momento!

***

El conde de Carlingford dejó que su mente vagara contemplando la escena de caza reproducida sobre el tapiz que tenía enfrente. Parecía que los lobos habían inspirado al autor, pues había dibujado una jauría, con las mandíbulas bien abiertas y unos colmillos prominentes, frente a unos jinetes cuyas monturas espantadas coceaban para tratar de ahuyentar a los predadores. Hacía ya cinco días desde que había convertido aquella habitación en su despacho, y a cada pausa volvía a fijarse en aquel tapiz que en cada ocasión le inspiraba una reflexión diferente. A aquella estancia, desprovista de chimenea, le faltaban el calor y la luz, algo que haría corregir lo antes posible. Sin embargo, el carácter espartano de su lugar de trabajo no le desagradaba, pues estaba acostumbrado a la incomodidad de la guerra. Nada más llegar había tomado las decisiones más urgentes y había dictado las primeras ordenanzas, consultando con los nobles y los burgueses locales con los que debería arreglárselas, a la espera de las reformas que los privarían de algunos privilegios obtenidos durante la ocupación. El gobernador francés lo recibió con una cortesía teñida de condescendencia. Desde Viena, Leopoldo no cesaba de hacer llegar a Luis XIV señales de su voluntad de reconciliación y de paz. Todo transcurría como había previsto, y solo la demolición de las fortificaciones llevaba más tiempo del calculado y ello retrasaría la llegada del duque a su palacio. Los loreneses vivían esa destrucción de las defensas de la ciudad como una humillación, y Leopoldo no tenía intención de regresar a Nancy hasta que los soldados franceses se hubiesen marchado.

El conde, que no lograba concentrarse en los asuntos que tenía sobre la mesa, se puso en pie con dificultad. Su espalda, en la que sentía un tremendo dolor desde que había iniciado su viaje en Viena, seguía atormentándolo. Se acercó al ventanal que daba a la calle, de donde llegaba la alegre algarabía de los paseantes que se habían acercado a las tiendas adosadas a los muros del palacio. Abrió y avanzó hacia el balcón de piedra soportado por dos cupidos tallados. Lo recibió un frío seco que le azotó el rostro. A su izquierda, la iglesia de Saint-Epvre dejaba entrever su silueta de piedra amarilla, fina y esbelta, y a su derecha los tejados de la puerta de la Craffe, cubiertos por una delgada capa de nieve, sobresalían sobre las casas circundantes. Al darse la vuelta para entrar, Carlingford se sorprendió al hallarse frente al gobernador, a quien no había oído llegar.

—Excusadme si os he asustado —dijo el francés, satisfecho por haber conseguido su objetivo—. ¿Os molesto?

El conde miró de arriba abajo a aquel hombre, empolvado sobremanera, cuya voluminosa peluca de tirabuzones le llegaba hasta los omóplatos. Él, que durante las campañas prescindía de toda etiqueta, no soportaba que un militar de guarnición, como a sus ojos lo era el gobernador, se permitiera dirigirse a él con aquella impertinencia.

—No me habéis asustado —respondió, cáustico—, pero he temido que uno de los trofeos de la galería de los Ciervos se hubiera descolgado de la pared para embestirme.

El gobernador titubeó un instante, pero, al no hallar una respuesta ingeniosa, se acercó al balcón e inspiró aire de forma exagerada.

—Acabaré por añorar esta ciudad —dijo complacido mientras una vaharada de vapor acompañaba cada una de sus palabras—. No hemos explotado lo bastante sus riquezas. Contrariamente, a quienes no añoraré será a sus habitantes. ¿Sabéis qué se dice en Versalles?

—¿Qué el rey tiene prisa por recuperar a su lado a tan fiel servidor como sois vos?

—Vuestro elogio me colma, conde —replicó el otro, sin haber captado la burla—. El señor hermano del rey me ha contado el dicho que circula en estos tiempos en la corte: «El lorenés villano, traiciona a Dios y a su hermano». Me parece muy apropiado.

—El señor hermano del rey, como sabéis, tiene intención de esposar a su hija con nuestro duque, que se hallará a la cabeza de este Estado —respondió Carlingford sin evitar regocijarse en la estupidez de su interlocutor, de la que ya le habían prevenido—. ¿Acaso pretendéis, mi estimado gobernador, que el futuro sobrino del rey Luis no es más que un villano traidor sin mayor interés?

Al francés le costó responder.

—Nada más lejos de mi intención…

El conde avistó a Nicolas y a Azlan entre el gentío. Los había mandado llamar para que le aliviaran el dolor. Invitó al gobernador a volver a entrar y cerró el ventanal con un exagerado suspiro.

—Menudo alivio… Por un instante he creído que sentíais simpatía por esos que deshonran a la casa de Lorena. Sin duda sabéis la distancia que hay del dicho al hecho, estimado gobernador.

—Sin duda… —balbució el hombre, que ya no osaba adentrarse en ese terreno, pues estaba seguro de ser derrotado.

Daba la impresión de haberse recogido en sí mismo.

—A ese respecto, por otra parte, me han llegado infames rumores acerca de vuestro comportamiento desde mi llegada —prosiguió Carlingford—. Pero sin ripios, contrariamente al vuestro.

—¿Cómo? ¿De qué rumores habláis? —exclamó el francés a la vez que se erguía.

—Nada importante, puesto que no se trata más que de rumores.

—Pero ¿cuáles? —preguntó en tono de súplica—. ¡Decidme!

El conde fingió rememorarlos antes de responder:

—Una historia acerca de unas monedas de oro que acuñasteis para exigir un impuesto sobre vuestra persona. Según parece, en una cara esas monedas llevaban grabada vuestra efigie y en la otra las armas de la ciudad. Al verlas, parece ser que dijisteis: «¡Haced unas monedas más grandes para que se me reconozca mejor!». Es inverosímil, ¿no es cierto?

—Sí, en efecto —respondió el francés evitando su mirada—. Bueno, os dejo con vuestros asuntos.

Se dirigió hacia la puerta. Carlingford hizo tintinear unas monedas que tenía en el bolsillo y el gobernador se dio la vuelta. Sacó una y la sostuvo entre el pulgar y el índice.

—Por casualidad, tengo en mi poder algunas monedas cuyo perfil me resulta muy familiar —dijo, con lo que atrajo la mirada del francés a la moneda.

La depositó sobre su mesa de trabajo y se aproximó a su interlocutor, que parecía incapaz de reaccionar.

—¿Sabéis qué sería un gran placer para nuestro buen rey Luis XIV?

El gobernador tragó saliva y negó con un movimiento de la cabeza.

—Que todas esas monedas sirvieran de regalo en honor de los esponsales de su sobrina y nuestro villano duque traidor. ¿Qué os parece?

—¿Y cómo podría yo…?

—¿Hallarlas? Confío en vos plenamente, mi querido amigo. Habéis llevado las cuentas de la ciudad de un modo tan escrupuloso desde vuestra llegada que ni un solo franco debe de haber escapado a vuestra vigilancia.

Cuando Nicolas y su asistente accedieron al despacho de François de Carlingford, este se hallaba acurrucado en su silla. Tras no dejar entrever la menor molestia frente al gobernador, se había sentado ante su mesa y había proferido un grito para aliviar el dolor que le reconcomía la parte baja de la espalda. Las crisis eran cada vez más frecuentes y agudas. Para él, no había lugar a rendirse o dar la impresión de que a los pocos días de su llegada el representante del duque se hallaba enfermo y era incapaz de asumir sus funciones. No deseaba que un médico lo examinara e hiciera circular la noticia. El único en quien confiaba era maese Déruet. Era también el único capaz de curarlo.

Nicolas deshizo sus vendas y se frotó las manos para calentarlas. Carlingford se había tendido, con el torso desnudo, sobre el canapé situado bajo el tapiz y las fauces abiertas de los lobos. El cirujano examinó el pequeño bulto rosáceo y terso, del tamaño de una nuez, situado en la base de la espalda.

—Es de la batalla de Eberbach. Asediábamos la fortaleza y Leopoldo, como de costumbre, se mostró muy intrépido —explicó Carlingford.

—Lo recuerdo —añadió Nicolas mientras palpaba con suavidad la zona dolorida—, era la primera vez que iba en la ambulancia desde Timisoara. Pero ese día no os atendí.

—Cuando lo tocáis me duele mucho —dijo el conde con una mueca—. Como si me clavaran una daga.

Nicolas miró a Azlan, y este extrajo varios instrumentos de la bolsa y los depositó junto al cirujano.

—No me curasteis —confirmó Carlingford— porque simplemente me caí del caballo.

—Parece que hay un cuerpo extraño en esa excrecencia de carne —explicó el cirujano—. Tendré que extraerlo. ¿Estáis de acuerdo, excelencia?

—¿Será muy largo?

—Menos de un minuto. Y luego unos días de reposo. Si lo deseáis, sin embargo, podéis pedir otras opiniones.

—Es inútil. Adelante.

—¿Puedes ir afuera y llenar de nieve el cubo de los paños? —pidió Nicolas a Azlan.

—¿Ahora os vais a poner a jugar? —bromeó el conde.

—No, vamos a aprovechar la situación. He observado que el frío intenso del hielo atenúa el dolor. Contadme cómo os caísteis.

—El duque atacaba a los turcos sin medir el peligro. Con uno de mis oficiales, un coronel veterano, nos dispusimos a protegerlo. Una bala de cañón disparada por los otomanos rebotó justo delante de nosotros y alcanzó al coronel en la pierna, e hizo estallar su sable. Mi montura se encabritó y me arrojó al suelo. Caí mal. No es heroico en absoluto, pero desde entonces el dolor no ha hecho más que aumentar.

Azlan regresó con el cubo lleno hasta la mitad de nieve, y con la misma hizo unas bolas y las envolvió en paños. Nicolas aplicó una de ellas sobre la protuberancia mientras su asistente calentaba con la llama la punta de un estilete. Su complicidad era tal que casi no necesitaban hablarse. Una vez se hubo fundido la nieve, secó la piel y depositó una segunda bola fría. Carlingford no reaccionó al aplicársela. La zona estaba dormida.

Mientras hablaban de la última campaña, Nicolas apartó el paño frío y abrió lateralmente la piel con un escalpelo. Acto seguido apartó los labios de la herida. El cuerpo extraño se hallaba enclavado en uno de los espacios transversales de las últimas vértebras lumbares, cerca del punto de unión de los músculos. Dirigió la hoja del bisturí un poco hacia fuera para evitar la lesión de los vasos sanguíneos contiguos. El objeto se había enquistado y los nervios próximos sufrían el pinzamiento provocado por el desarrollo del quiste, que provocaba dolores a cada movimiento. Nicolas cortó todas las adherencias y logró extraer el tumor mientras la zona aún estaba parcialmente anestesiada por el frío. Carlingford apretó los dientes.

—He extraído el cuerpo extraño —dijo Nicolas al tiempo que cogía el estilete con la punta al rojo que Azlan le tendía.

El conde resopló, pensando que la operación había terminado.

—Ahora cauterizaré los nervios lastimados para asegurarme de que no se produzcan nuevas adherencias nerviosas.

—¿Cauterizar? ¿Qué queréis decir? —preguntó Carlingford, que, tumbado boca abajo, no había visto el instrumento ardiente como una brasa.

—Eso significa que en los próximos cinco segundos no podéis ni pestañear, pase lo que pase.

Antes incluso de que el cuerpo se crispara, introdujo el estilete apoyándose a la vez sobre la espalda del paciente para evitar que se moviera. Cuando el olor característico a carne quemada llegó a su nariz, Nicolas ya había terminado. Le puso un nuevo paño lleno de hielo. François de Carlingford no había dado muestras de dolor.

—Ya está —concluyó mientras vendaba la herida.

Azlan había limpiado el objeto, un triángulo de metal del tamaño de un trébol, y se lo había entregado a Nicolas.

—Esto es la causa de vuestra desgracia, excelencia —anunció, y se lo puso en la mano.

—¿Qué es? —preguntó Carlingford al verlo centellear en su palma.

Nicolas se había limpiado las manos y se hallaba frente a él.

—Una punta de sable. Sin duda, el de vuestro oficial, que la bala de cañón hizo salir despedida como un proyectil. Me habéis concedido el honor de ser mi último paciente de guerra, excelencia —dijo Nicolas.

—¿Cuánto tiempo deberé permanecer sin levantarme?

—Evitad caminar mucho e inclinaros hacia delante mientras cicatriza. Cuando sintáis dolor de nuevo, pedid a uno de vuestros criados que os prepare unas compresas de hielo. ¡Y rezad para que la nieve dure por lo menos una semana más! ¿Tenéis noticias del duque?

—Se halla en Viena y se muere de impaciencia. ¿Sabéis cuáles fueron sus últimas palabras cuando lo dejé? Al decirle que habría que olvidar la guerra, dado que Lorena necesitaba una larga paz, me sonrió y me respondió: «No conseguiréis que tema la guerra, pero me ayudaréis a amar la paz, puesto que hoy es necesaria». ¿Os dais cuenta? Su Alteza solo tiene diecinueve años, y cuatro de ellos los ha vivido en campaña.

—Yo solo tengo diecisiete —reivindicó Azlan—. ¡Y soy el asistente del mejor cirujano del ducado!

Sus palabras hicieron reír al conde, que hizo una mueca de dolor.

—¡Nuestro nuevo Estado está lleno de promesas! —concluyó Carlingford.

Los lobos del tapiz le parecieron de repente menos amenazadores.

***

La casa Saint-Charles, establecida en la rue du Moulin en una antigua fábrica de cobre, nació en su día como farmacia para los pobres. Convertida en casa de beneficencia, llevada por unas monjas, se transformó en un lugar de distribución de alimentos y de curas durante cincuenta años, hasta que acogió a los soldados franceses heridos para paliar la saturación del hospital Saint-Julien.

—Somos un hospital que aún no se conoce por ese nombre, ni cuenta con los subsidios necesarios —dijo Catherine Plaisance, la madre superiora, a modo de bienvenida.

Su rostro, de rasgos juveniles y delicados, parecía comido por su toca blanca. Se había sentado junto al altar, presidido por un cuadro de san Carlos dando la comunión a los enfermos de peste. El resto de la estancia, que servía de sala para las auscultaciones, era de extrema sobriedad.

—Contamos con un médico —precisó ella—. El doctor Bagard recibe un sueldo de la ciudad, pero las nuevas que traéis me llenan de alegría —añadió mientras releía la carta que Nicolas le había entregado.

El conde de Carlingford, en su calidad de regente del duque, había dictado una ordenanza que destinaba los ingresos de los antiguos hospitales de Bouxières-aux-Dames, Bouxières-aux-Chênes y Leyr a la casa Saint-Charles, a la espera de una aportación regular de futuros impuestos. Un maná inesperado que conllevaba como contrapartida la contratación de Nicolas y Azlan como cirujanos de Saint-Charles para los pobres. Los dos hombres se instalaron allí el mismo día, en la primera planta del edificio, en unas habitaciones que daban a un gran patio trasero.

—¡Nos hemos convertido en príncipes! —exclamó Azlan, que jamás había conocido lujo semejante—. ¡Una cama de verdad y una habitación para mí solo!

—Un príncipe que empezará su jornada fabricando gasas y compresas —replicó Nicolas, a la vez que le lanzaba un saco de trapos.

—Ya volvemos a la esclavitud —dijo el muchacho con una inmensa sonrisa.

Las monjas se ocupaban ellas mismas de la farmacia y almacenaban los remedios en unas jarras de cerámica de Niderviller, de las que estaban muy orgullosas. Nicolas, que preparaba personalmente sus mezclas de plantas y sus ingredientes, tuvo que batallar con firmeza para conseguir que le permitieran añadirlas a la reserva que custodiaban con celo extremo. Al cabo de una semana, sin embargo, se habían adaptado a la situación y al ritmo de las consultas y las operaciones. El primer domingo, el 16 de febrero, Azlan se tumbó en su cama con la firme intención de quedarse allí todo el día para recuperar fuerzas. Nicolas aprovechó para ir en busca de Marianne.

Visitó las parroquias de la ciudad vieja y de la nueva, en cuyos registros estaban inscritas las nueve comadronas elegidas. El apellido Pajot estaba asociado a la iglesia de Saint-Epvre hasta 1694. Y luego no volvía a aparecer. Fue al domicilio de Louise Godfrin, que la sucedió a partir de 1695, pero la comadrona ni siquiera había conocido a Marianne. Callejeó un buen rato pensando en qué podía haber llevado a la mujer que amaba a desaparecer tras la muerte de Jeanne para luego reaparecer y llevarse con ella al pequeño Simon. Se cruzó con una patrulla de soldados franceses y, por reflejo, dobló por una callejuela adyacente. Los cuatro hombres, a los que su comportamiento les pareció sospechoso, hicieron amago de seguirlo, pero cambiaron de opinión. También para ellos la ocupación llegaba a su fin y nadie tenía ganas de correr riesgos antes de regresar a casa. Los mazazos que demolían las fortificaciones marcaban el ritmo de los días como la cuenta atrás de su partida. Todos sabían que en cuanto estos terminaran, el silencio sería sinónimo de la libertad recobrada.

Nicolas atravesó la explanada entre las dos ciudades y tomó la pasarela que llevaba al bastión de Haussonville, barrido por un viento helado que podía dejar como un carámbano al más pintado. Cada golpe de viento le quemaba la garganta. Se detuvo en la tienda de Pujol, el librero, a quien François Delvaux había avisado de su llegada pero que fingió sorpresa y se echó en brazos de Nicolas con emoción sincera. Aunque su actividad hubiera disminuido de forma considerable, el anuncio del retorno de la paz lo llevó a aguardar aún un año más antes de vender su establecimiento. Le ofreció un tazón de sopa e hizo que le explicara la campaña de Hungría. Nicolas resumió su relato. Deseaba con todas sus fuerzas borrar el recuerdo de los cuatro años que acababan de pasar, pegajosos como la sangre. Guiado por un presentimiento, preguntó a Pujol si Marianne Pajot había ido a comprar libros recientemente. Respuesta negativa. «No hay que confundir una intuición con una mala idea», se dijo para sus adentros antes de ponerse en pie para despedirse.

—Ha venido otra persona que me ha hablado de ti, Nicolas —añadió el librero cuando se despedían—. Una joven. La viuda del marqués de Cornelli.

***

—No veo en qué podría ayudarte ella, para ser francos —dijo François Delvaux, frente a un vaso de vino en la taberna del Chat qui Boit.

Nicolas se había reunido con su amigo, quien lo había invitado a él y a Azlan a la taberna más próxima a su nuevo domicilio, en la rue des Maréchaux. El dueño del establecimiento era uno de los mejores clientes del Erizo Blanco, y este iba allí muy a menudo. En el piso superior había cinco habitaciones y la taberna gozaba de buena reputación entre los artesanos de los diversos gremios, los cuales iban a comer allí a buen precio. No había ninguna mesa lejos de la chimenea, que en invierno siempre tenía un fuego vivo en aquella sala pequeña y de ambiente ruidoso.

—El marqués de Cornelli contrató a Marianne —respondió Nicolas—. Tal vez Rosa disponga de alguna dirección o de una indicación.

—¡Confiesa que ni tú mismo estás muy convencido de ello!

—No cuento con ninguna otra pista, François. No puedo quedarme de brazos cruzados.

—Ya hemos interrogado a los comerciantes y conserjes de todas las casas de la ciudad —completó Azlan—. Nadie sabe adónde ha ido.

Bebió un trago y se le desorbitaron los ojos.

—¡Vuestro vino es muy bueno, maese Delvaux, parece el tokay de Hungría! ¿Lo recuerdas, Nicolas?

—Sí, Germain acabó comprándolo por toneles para nuestra unidad. Allí es más barato que el agua del río.

François olisqueó su jarra de cerámica sorprendido, bebió un sorbo y murmuró:

—¿Tokay? ¿Tokay? ¿Acaso os habéis comido un diente de ajo los dos antes de venir aquí? Mi vino es más delicado y ligero, ¡no un licor del Sacro Imperio!

Nicolas lo cató a su vez y confirmó la impresión de Azlan. El Erizo Blanco cogió la jarra de su amigo, lo olió y lo bebió de un trago, y a punto estuvo de atragantarse.

—Pero ¿esto qué es? —refunfuñó, y se volvió para poder ver al posadero.

El hombre se hallaba en animada conversación en una mesa más apartada y le daba la espalda.

François tendió el recipiente a Nicolas, quien le confirmó que ambos brebajes nada tenían en común.

—¡Menudo bruto! —farfulló mientras se volvía de nuevo.

—Se habrá equivocado cuando hemos pedido la ronda, no tiene importancia —dijo Nicolas tratando de poner paz.

—Sí, está bueno… —comenzó Azlan, y acto seguido calló, fulminado por la mirada del Erizo Blanco—. Pero ¡el tuyo es mejor! Estoy seguro de ello —concluyó embarullado en sus propias explicaciones.

Bajó la vista en señal de rendición.

—¡Pedazo de animal! —prosiguió François—. ¡Cómo se atreve!

—¿A qué se atreve?

—Pero ¿no lo ves? ¡Sustituye mi vino por productos extranjeros! ¡Me echa de su establecimiento! Y como es un cobarde, a mí me ha servido del mío.

De la mesa donde el posadero, de brazos cruzados, parecía explicar una anécdota, se alzaron unas carcajadas.

—¡Y encima se está riendo de mí! ¡Debe de estar contándoles cómo me ha timado con ese veneno que trae de fuera!

El Erizo Blanco se contenía para no estallar de cólera. La ligera duda que persistía en su mente era la última barrera que lo protegía de una reacción incontrolable.

—¡Debo aclarar esta situación! —dijo apretando las mandíbulas.

—Llevas razón —respondió Nicolas, y alzó la mano para atraer la atención del posadero—. Vamos a hablar con él.

—¡No! —exclamó François, y le obligó a bajar el brazo—. Le entregué el pedido el mes pasado y en su bodega solo tenía mi vino. No me dijo nada. ¿Cómo voy a confiar en semejante embustero? Voy a comprobarlo personalmente. Bajaré a su bodega.

En ese momento entró un grupo y, al ver las mesas ocupadas, permanecieron dubitativos en el umbral dejando entrar una ola de aire fresco en la estancia. Junto a la puerta, un tintorero de la rue Saint-Jean que mojaba un pedazo de pan en una sopa humeante con sus manos manchadas, exclamó mostrando sus dientes colgantes de unas encías grisáceas:

—¡Esa puerta!

Al temer que la situación pudiera degradarse, el posadero se precipitó hacia los recién llegados, cuatro cuchilleros que trataron de negociar una mesa para almorzar. El tintorero reiteró su petición a voz en grito y aporreando la mesa. El tabernero salió a la calle con el grupo tras intercambiar algunos insultos con el irascible cliente.

—¡Ahí voy! —dijo François, que no había perdido detalle de la escena.

Antes siquiera de que Nicolas pudiera responderle, se había deslizado en la trastienda sin que nadie se fijara en él. Aún no había reaparecido cuando el posadero regresó al cabo de unos minutos: les había prometido finalmente que les conseguiría mesa en media hora a más tardar. Se precipitó hacia la chimenea y aproximó las manos para calentarlas, con la confianza de que pronto quedaría libre alguna mesa. No vio aproximarse al Erizo Blanco, con un par de botellas en cada mano. Este se dirigió a él.

—¿Desde cuándo? —gritó François—. ¿Desde cuándo en las tabernas del ducado se sirven brebajes extranjeros?

Todo el mundo calló. Extendió los brazos con las pruebas del delito.

—¿Desde cuándo nuestros viñedos ya no son dignos de nuestros paladares? ¿Acaso mi vino ya no es lo bastante bueno para los loreneses? —bramó con su voz profunda y grave.

El posadero se aproximó, con una sonrisa crispada, paso a paso.

—Precisamente, François, iba a hablarte de ello…

—¿Ibas a hablarme de ello? ¿O a apuñalarme por la espalda? —exclamó, y depositó bruscamente las botellas sobre una mesa.

El posadero las asió temeroso de que al Erizo Blanco se le pasara por la cabeza romperlas.

—¿Y qué quieres? ¿Acaso es culpa mía que los vinos extranjeros sean más baratos que los tuyos? —le replicó encogiéndose de hombros mientras volvía hacia la trastienda a guardar las botellas.

—¡Y aun así es caro! —añadió un cliente que vació su vaso y acto seguido dejó una moneda sobre la mesa.

—¿Lo ves? —dijo el tabernero volviendo sobre sus pasos—. ¡Por el mismo precio, mis clientes pueden beber el doble!

François se subió a la mesa de Nicolas y de Azlan, a quienes parecía que aquella situación los divertía.

—¡Oídme, oídme todos! —gritó, y a punto estuvo de perder su gorro blanco en plena agitación—. Hoy la guerra ha acabado y mañana el ejército de ocupación abandonará nuestro ducado. Pronto el duque Leopoldo hollará de nuevo la tierra de sus antepasados. Y vosotros, ¿qué hacéis para darle la bienvenida?

Nadie se atrevió a tomar la palabra.

—Yo os lo diré —continuó François—: ¡Destruís el comercio local! ¡Aniquiláis nuestras posibilidades de reconstruir un Estado próspero y perdurable, así es como celebráis el regreso de nuestro soberano a sus tierras!

Un cliente observó dubitativo su vaso y volvió a depositarlo sobre la mesa. El posadero meneó la cabeza contrariado.

—Tiene razón —aprobó uno de los cuchilleros cuyo grupo había vuelto a entrar poco antes sin que nadie se diera cuenta de ello—. Si no hay viñas, yo no venderé hoces. Y ya puedo cerrar la tienda.

—Si no hay cuchilleros, no podré cortar mis paños —dijo otro.

—A mí me da igual, pues siempre podré teñir —afirmó el quisquilloso que se hallaba junto a la puerta.

—Pero ¡no seas ingenuo! —intervino François—. Ya no tendrás ni paños ni sedas a los que dar color. Sin cuchilleros, no habrá guarnicioneros, ni orfebres, ni carniceros ni asadores. Sin todos ellos, ni ropas ni alimentos. Así que podéis seguir bebiendo vino extranjero, pero, además de envenenaros, ¡llevaréis el ducado a la ruina y habréis sido los responsables de ello!

Descendió de su estrado envuelto en un silencio roto simplemente por el crepitar de los troncos entre las llamas. Nicolas y Azlan se pusieron en pie y lo siguieron.

—¡Caballeros, vuestra es la elección! —concluyó François en el momento de salir, dejando a sus espaldas un debate que se prometía animado.

Los tres hombres se dirigieron a casa de François, que los invitó a una copa de su vino.

—Para que el día por lo menos acabe bien —precisó antes de dejarse caer sobre su cama, abatido.

—¿Tan difícil es la situación? —preguntó Nicolas.

—¡Catastrófica, hijo mío! —respondió el Erizo Blanco al tiempo que lanzaba lejos su gorro—. Si mi mejor cliente falta a su compromiso, no resistiré hasta la próxima vendimia.

Contempló la bacía amarilla representada en la enseña de su antiguo establecimiento, que había colgado de la pared de su vivienda.

—Tal vez sea su último invierno bajo techo —añadió, y señaló la enseña—. ¡Y yo que creía ser demasiado viejo para volver al oficio!

***

El palacete de la marquesa Rosa de Cornelli se hallaba en plena rue Naxon, cerca del palacio de Lillebonne. La entrada estaba flanqueada por dos columnas discretas que soportaban una cubierta de piedra bajo la cual se refugió Nicolas. Una lluvia fina y penetrante caía sobre la ciudad desde aquella mañana. Un criado con librea lo recibió sin decir palabra y permaneció impasible al oír el nombre del visitante. Lo hizo pasar a un salón cuya ventana daba a la rue Recullée, una callejuela estrecha de casas adosadas a la muralla. Mientras aguardaba a Rosa, aprovechó para secarse frente a la chimenea y luego deslizó sus dedos sobre la piel de los libros ordenados en una estantería que ocupaba el ancho de la estancia. Descubrió dos tratados de medicina y de anatomía dispersos entre otros de filosofía y teología, entre el Diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle y la Ética de Baruch Spinoza. No conocía a ninguno de los dos autores. Tomó la Ética, acarició la encuadernación y la abrió con cuidado.

Cuando ella apareció no pudo evitar admirar la delicadeza y la belleza de su piel. Rosa había perdido sus últimos rasgos de adolescente, pero conservaba su mirada impertinente. Llevaba sus cabellos azabache recogidos en un moño alto que ofrecía a la vista una nuca y un cuello exquisitamente diáfanos y enjoyados. Vestía de seda y organdí en tonos burdeos y rojo tornasolado, con un bordado de fina puntilla plateada que resaltaba la calidad de la confección. Las mangas de tul, holgadas y de color crudo, enmarcaban un corsé de escote modesto y prudente. Ella percibió la impresión que había causado a Nicolas y le dirigió una amplia sonrisa que él le devolvió, acompañada de un cortés besamanos.

—Estoy contenta de volver a veros, señor Déruet.

—Me preguntaba si aún os acordaríais de mí al escribiros. ¡Ha pasado tanto tiempo!

—Hace solo cuatro años. Yo iba al encuentro de mi futuro marido. Y sois el último que lo vio con vida. ¡Qué extraño meandro del destino!

—Así, lo sabéis…

—Sé que tenía tales heridas que nada pudisteis hacer para salvarlo. ¿Me acompañáis? He hecho preparar mi carruaje.

Se sentaron uno frente al otro en un vehículo espacioso de asientos confortables. Tenían a su disposición unas gruesas mantas. Al restallar el látigo, los caballos hicieron circular el carruaje bamboleándose por las calles de Nancy.

—¿Adónde vamos? —preguntó Nicolas. Habían cruzado la puerta de Saint-Nicolas de la ciudad nueva y avanzaban por un camino en mitad del campo.

—A ningún sitio, pero este es el lugar más seguro para hablar sin ser espiados u observados. Mi situación de viuda rica despierta muchas envidias.

—Al igual que vuestra belleza, Rosa.

—¿De verdad? ¿Sois sincero o adulador, Nicolas Déruet?

—¿Dudáis de mí?

—He encontrado tantos partidos interesados desde el año pasado que os confieso que ya no alcanzo a saberlo.

—¿Qué queda de aquella joven que quería huir de un prometido para disfrutar de la libertad?

—No creáis que he renunciado a mis ideales, pero mi tío tenía razón: hay más de un camino para verlos cumplidos. En ningún momento he querido ni buscado lo sucedido a mi marido, podéis creerme. Quiero sacar provecho de esa desgracia y tengo intención de vivir según mis preceptos sin que nadie me ponga cortapisas. ¿Os sorprende?

—Diría que me tranquilizáis.

La humedad, que impregnaba el ambiente, había cubierto de vaho los cristales. El exterior estaba solo representado por vagas formas de colores.

—¿Qué pensáis acerca del eudemonismo? —preguntó ella—. Creo que leíais a Spinoza cuando he llegado, ¿verdad?

—Os confesaré que no leo latín. Necesitaré vuestra ayuda.

—Ese hombre es un genio que proclama que la felicidad es el objeto de la vida humana. ¡Qué revolución! ¡Abajo las religiones y las morales que nos atan al suelo! La libertad se halla en la felicidad. Pero solo a vos puedo hablaros con tanta franqueza. En otros círculos, tales frases me conducirían de cabeza a la cárcel —añadió ella, y depositó casualmente su mano sobre la de Nicolas, para retirarla acto seguido.

—Ahora comprendo mejor por qué nos exiliamos en este retiro para intercambiar puntos de vista. ¿Viajáis así a menudo?

—Solo confío en este cochero. Por cierto, lo conocéis. Curasteis a Claude hace cuatro años.

—Una luxación del hombro —recordó Nicolas.

—Desde entonces me es leal y me ha seguido después de mi boda. Los demás son criados del difunto marqués, y después de enviudar para ellos me he convertido en algo venal. Les gustaría pillarme en falta y avergonzarme públicamente.

El carruaje había aminorado la marcha y circulaba al paso sobre troncos de madera, zarandeando a los ocupantes en el interior del habitáculo. Las sacudidas cesaron y el vehículo ganó velocidad.

—¿Y si hablamos del objeto de vuestra visita, Nicolas?

Rosa tenía una madurez inusual en una joven de veintitrés años. Sobre todo tenía un carácter fuerte y una inteligencia fuera de lo común que, sumados a su belleza, pronto le confirieron el poder de seducción y la fuerza de convicción que ejercía sobre sus interlocutores, hombres o mujeres, a los que siempre conducía allí donde ella quería. No pretendía abusar de ello, pero jamás se había privado de hacerlo, pues ese era el medio para dominar a cuantos habían querido regir su destino.

No había olvidado a Nicolas desde su primer encuentro. Para ella era la imagen de una irreductible libertad, la figura del viento que nada retiene ni aprisiona, inasible. Era diferente de los otros hombres y esa diferencia la atraía enormemente, pues se sentía cercana, muy cercana, como si en él hubiera hallado al único ser que podía comprenderla y ofrecerle cuanto ella soñaba. Era su reflejo, su doble, estaba convencida de ello. Rosa supo de su regreso por el conde de Carlingford y, desde entonces, buscaba la mejor ocasión para reencontrarse con él sin que pareciera que ella había ido en su busca. Hizo que Claude lo siguiera y descubrió dónde se alojaba y qué lugares frecuentaba. Aunque su carácter la empujara a desvelarle sus sentimientos, quería aguardar a que llegara el momento propicio para el reencuentro sin violentar su relación. Fue el propio Nicolas quien le proporcionó esa oportunidad. Cuando le pidió verla, ella se sintió liviana. Leyó y releyó su mensaje, sopesó cada palabra para hallar alguna huella de los sentimientos que lo empujaban, y lo conservó como un tesoro. Rosa compró en la librería de Pujol unas obras médicas que puso a la vista en su biblioteca y se sintió como una boba ante aquella puesta en escena, boba por su sujeción a otra persona, ella que siempre había seguido el camino de la independencia. Pero los sentimientos que en ella habitaban la trascendían, jamás había conocido semejante sensación y no tenía la impresión de alienar su libertad, al contrario, él era su libertad, ella lo sabía, lo veía como una evidencia.

Sin embargo, el único defecto de Nicolas era que todavía estaba enamorado de otra. Escuchó la solicitud de ayuda para dar con Marianne. Lo oyó hablar de ella, de su amor, y recibió esas palabras como bofetadas, como ofensas, sin por ello dejarlo entrever siquiera. Él aún no lo sabía, pero se equivocaba. Era ella, Rosa, su alma gemela, y no la comadrona que ocupaba su mente. Además, esa mujer había desaparecido. No obstante, ella lo ayudaría, iría con él hasta el final, hasta que él descubriera su error, que Marianne ya no lo amaba, que lo había olvidado. Aquel día Rosa estaría presente y los ojos de Nicolas se abrirían por fin para descubrir su destino.

El carruaje había emprendido el camino de regreso. Al abatimiento inicial de Rosa siguió la esperanza como bálsamo para sus heridas. Detestaba las moratorias y la tristeza, y trató de aprovechar la presencia de aquel con quien había soñado volver a ver desde hacía tanto tiempo, e impregnarse de sus rasgos, de su voz, de su sonrisa, aunque esa sonrisa estuviera destinada a otra.

El vehículo se detuvo ante el hospital Saint-Charles y Rosa prometió disponer todo lo necesario para hallar a Marianne. Contempló a Nicolas alejarse con la esperanza de que este se volviera y le dirigiera una última señal, pero la portezuela se cerró a su espalda.

Cuando Claude detuvo el carruaje en el patio interior del palacio, en la rue Naxon, oyó llorar a la marquesa. Indicó al criado que no abriera la portezuela, que él mismo se ocuparía de ello. Ella permaneció un buen rato en el habitáculo, con la mirada fija en el asiento que ahora estaba vacío.