EPÍLOGO

Remontada la orilla del Tíber el, caballero llegó al palacio donde le esperaban.

Los dos centinelas de guardia lo reconocieron y le abrieron la cancela que daba acceso al patio interior. Una vez que dejó el caballo, el hombre subió la amplia escalinata que llevaba al primer piso, donde una habitación comunicaba con otra, todas decoradas con frescos, todas fastuosas. Conocía a la perfección cada cuadro, cada objeto decorativo, cada estatua.

Una música insistente provenía de la otra sala del palacio. Voces de hombres se mezclaban con risas de mujeres y el ruido rítmico de un bañe. La fiesta se prolongaba durante toda la noche.

Cuando llegó a la última habitación, llamó a la puerta. Tres golpes ligeros, como siempre, antes de escuchar la voz que lo invitaba a entrar.

En pie ante a la ventana, un hombre miraba la oscuridad. Una ligera brisa subía desde el jardín inferior despeinándolo.

—Ven: entra y observa —sus largas manos afiladas mostraban el escenario que tenían delante—. ¿No se trata realmente un espectáculo conmovedor? Todas esas luces lejanas, parpadeantes y misteriosas, que nos espían. Las estrellas son curiosas, siempre lo he pensado: contemplan nuestras vidas, indagan en nuestros corazones para entender sus secretos, y a lo mejor saben lo que nos lleva a actuar del lado del Bien o del Mal… —el Cardenal se dio la vuelta—. ¿Entonces?

—Todo como estaba previsto, eminencia —el caballero echó hacia atrás su capucha y se secó la frente mojada por el sudor. Sus ojos duros no traslucían ninguna emoción.

—¿Ha sufrido?

—No, eminencia, no ha tenido tiempo.

El Cardenal apretó los labios en un gesto amargo.

—¡Estúpido! —gritó—. ¡Ha tirado su vida! Era necesario matarlo, ¿entiendes? —su voz se resquebrajó—. Lo habéis arrojado al estercolero…

—Sí, eminencia. Como habéis ordenado.

—¡Dios, qué horror! —se cubrió los ojos con las manos para conjurar la visión—. ¡Qué insoportable! —dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo—. Ahora ha terminado todo… y al tal Neco, ¿le habéis dado lo que quería?

—Sí, Cardenal.

—¿Estamos seguros de su silencio?

—No hablará.

—Has hecho un buen trabajo, pero tu labor no ha terminado todavía. En los próximos días deberás prestar mucha atención y me contarás todo lo que ocurra en la ciudad —el Cardenal se encaminó a la puerta—. Ahora tengo que volver con mis invitados.

Antes de salir dirigió una última mirada a aquel espectáculo de estrellas, espléndidas en su indiferencia.

—¿Estáis seguro de que no ha sufrido?

—No, eminencia, no ha sufrido —los ojos del sicario le escrutaron fríamente.

El Cardenal bajó la cabeza y con paso elegante se dirigió hacia el salón donde se desarrollaba la fiesta.

—No os quedéis enfurruñados, ¡Santo Dios! ¡Es una fiesta, no un funeral! —el cardenal Uberto se detuvo delante del cardenal Gherardo que, sentado en un sillón, miraba alrededor con expresión torva. Pálido y cubierto de sudor, no había conseguido tragar ni siquiera un poco de agua, a pesar de que durante toda la noche le habían pasado por delante bandejas llenas de comida y copas de vino fresco. La agitación que llevaba dentro le impedía incluso respirar con facilidad.

—¿Cómo podéis bromear en esta situación?

—Esta fiesta es nuestra coartada: con vuestro comportamiento haréis pesar a todos que tenéis algo que esconder —con su voz cortante, Uberto intentaba animarlo.

—¡No me bastará el resto de la vida para arrepentirme! —Gherardo se secó nerviosamente las manos sudorosas en un enorme pañuelo.

—No digáis idioteces. No habéis sido el único que ha decidido su muerte. Descargaos la conciencia: lo que hemos hecho ha sido sólo un gesto político.

—¿Y si uno de los sicarios hablase? ¿Y si aquella puerta de repente se abriese y aparecieran los guardias del Papa? —se levantó como si los hubiese visto entrar.

—¡Dios, cuántos y si! Hemos desembolsado una cifra exorbitante para acallar a todos. Y además, ¿por qué tendrían que venir a buscarnos los guardias del Papa? Nadie hablará, porque a nadie conviene hacerlo.

—¡Della Rovere lo sabe! Hemos sido tan estúpidos contándoselo todo…

—Giuliano odia a los Borgia más que nosotros, y aparte de eso, sólo hemos hablado… No tiene ninguna prueba. Verba volant! En sus ojos se leía claramente que quería apoyar nuestro plan: si no lo ha hecho, ha sido únicamente por su maldita soberbia. Della Rovere quería ver a Rodrigo mordiendo el polvo, y saber que está destrozado por el dolor no puede más que hacerle feliz —vació de un solo sorbo la copa que tenía en la mano—. De todos modos, cuando llegue el momento, ¡que no cuente con mi voto!

Justo en ese instante el cardenal Lorenzo hizo su entrada en el salón. Con una sonrisa de circunstancias pasó entre los invitados, que se le acercaban para saludarle, y como quien no quiere la cosa, se acercó a los dos cómplices y les dijo:

—Todo como estaba previsto.

Un suspiro de alivio salió de los labios de Gherardo.

—¿Ha terminado en el estercolero? —Uberto lo observaba con su mirada penetrante.

—Sí —Lorenzo bajó los ojos.

—¡Eso, al menos, lo podías haber evitado!

—¡No, querido Gherardo! Precisamente eso es lo que quería hacer: hacerle saber a Rodrigo nuestra opinión sobre su descendencia.

El cardenal Uberto no retuvo un guiño de satisfacción.

—Ya he escuchado demasiado… Cuanto menos sepa de esta historia, mejor…

El cardenal Gherardo se volvió para marcharse.

—¡Vos no os movéis de aquí! —Lorenzo lo detuvo sin perder esa expresión afable que se esforzaba en mostrar—. Ahora que todo ha ido bien, no será vuestra bellaquería la que lo estropee todo —lo cogió por un brazo—. Bebed con nosotros y esforzaos en sonreír.

Con un gesto llamó al copero, que sirvió vino a los tres.

—No deberíamos dejarnos ver juntos.

—Si os comportáis con naturalidad, ni siquiera se acordarán de haberos visto.

—Necesito rezar —Gherardo lo miró suplicante.

—Recordad que habéis firmado un pacto con nosotros. —el tono duro de la voz del cardenal Lorenzo contrastaba con la cordialidad de su rostro.

—La voz de mi conciencia no hace otra cosa que gritarme —repuso susurando—. Mañana me iré de Roma y me retiraré a un monasterio.

—¡No! —la voz de Lorenzo se alzó tan aguda que incluso los que bailaban se volvieron—. Tenéis un miedo injustificado —intentó dar a su voz un tono calmado—. Hay tantos otros que pueden aparecer como verdaderos responsables, que será sobre ellos donde se concentre la investigación. Nadie pensará en nosotros si os comportáis como os digo: metéoslo en la cabeza, Gherardo.

—Permitidme marcharme.

—Iros, pero no olvidéis lo que os he dicho —le apretó la mano con fuerza, volviendo a mostrarle una sonrisa tranquilizadora.

—Mañana vendré a buscaros: esperadme a primera hora de la tarde —Uberto lo atravesó con la mirada antes de saludarlo con un gesto.

Arrastrando con dificultad la pierna, el cardenal Gherardo se encaminó hacia la salida.

Cuando todos se hubieron marchado, el cardenal Lorenzo se dirigió a su habitación y se dejó caer cansado en la cama.

No sentía nada de todo aquello que había imaginado: ninguna lágrima, ningún remordimiento… ni siquiera satisfacción.

Sólo experimentaba un gran vacío dentro: un vacío que aplastaba, un vacío que le parecía más tremendo que el dolor.

El pensamiento del día siguiente le vino a la cabeza. Ahora que todo había terminado, ¿a qué dedicaría el tiempo? Había vivido durante meses con aquel pensamiento fijo, con la mente concentrada en el plan, y ahora en que todo había concluido…

Nada.

El mañana era nada.

No temía ser descubierto: estaba seguro de que nadie, nunca, les acusaría a ellos del homicidio. Es más, incluso podría resultar excitante convertirse en espectador de todo lo que se desencadenaría en los días posteriores… No, no le importaba ni siquiera eso.

Seguiría teniendo aquella vida llena de placeres: Andrea, que le adoraba, sus pajes… Ah, ¡si ahora hubiese podido sentir el deseo de unirse a aquellos cuerpos jóvenes y a su entera disposición! En cambio, no sentía nada, ninguna emoción.

Había previsto el dolor, pero no la apatía.

¿Era posible que la desaparición de Juan significase el final de su gozo? Su asesinato, entonces, habría sido inútil; más aún, una ruina. ¿Lo amaba hasta ese punto?

Dos golpes ligeros sobre la puerta le avisaron de la entrada de su paje preferido.

—Eminencia, ¿estáis bien? —el joven se acercó a la cama mirándolo con preocupación. Era tan bello que por un instante el Cardenal se olvidó de todos sus pensamientos.

—No me pasa nada, sólo estoy muy cansado.

—Dejad que os desnude y os dé un masaje como os gusta. —dejó el candelabro que llevaba en la mano y se sentó junto a él en la cama.

Con movimientos delicados, le desabrochó y le abrió la camisa. El cardenal Lorenzo tembló. Pero no era de placer: era de disgusto. Cerró los ojos y vio el rostro de Juan que le sonreía sarcasticamente.

—¡No! ¡Dejadme! —con un gesto brusco alejó al paje, que se retiró asustado—. ¡Quiero estar solo! ¡Si te necesito, ya te llamaré!

El paje volvió a tomar el candelabro, apagó las pocas luces que iluminaban la habitación y salió, dejando a su espalda la oscuridad.

Carpentras

10 de julio de 1497

El cardenal Della Rovere entró en la habitación donde se estaban preparando los últimos baúles para el viaje. El homicidio del duque de Gandía podría significar un cambio en la política de Borgia. Tenía que volver inmediatamente a Italia.

Le disgustaba abandonar Francia, pero el poder estaba en Roma, y permanecer demasiado tiempo lejos podía revelarse peligroso para su causa.

Dos golpes en la puerta lo sacaron de sus reflexiones:

—Eminencia, vuestro enviado, que acaba de llegar de Italia, solicita urgentemente hablar con vos —el clérigo esperaba una respuesta.

—Hacedlo pasar inmediatamente a mi estudio —el Cardenal se preguntó qué podía haber sucedido en Roma. Le pasaron por la cabeza diversas hipótesis.

El hombre que había llegado a la puerta hizo un reverencia. —

—Pasad, adelante… —Della Rovere se sentó en su escritorio, cruzando los brazos—. ¿Qué noticias hay de El Vaticano?

—El Santo Padre está destrozado. Durante días no ha comido ni dormido. Ha llorado todas sus lágrimas y nadie ha conseguido consolarlo… —el mensajero se interrumpió al advertir una ligera preocupación en el rostro del cardenal, pero éste lo invitó a seguir—. Ha sacado a las calles de Roma a toda la policía pontificia. Los españoles han puesto patas arriba la ciudad buscando al culpable. Se sospechó en primer lugar del cardenal Sforza: como sabéis tiene una viña no muy lejos del lugar donde ha sido pescado el Duque…

—¿Han encontrado algo?

—No, nada. El mismo cardenal Ascanio le entregó las llaves de su casa a la guardia del Papa, para las pesquisas, pero luego se refugió en el palacio de Taverna, y más tarde se ha encerrado en el palacio de la Cancillería… —el mensajero interrumpió la historia y tosió con insistencia.

Della Rovere le indicó una jarra de agua, y mientras el hombre se servía, pensó en Ascanio. Imaginó el terror que podía haber sentido: los españoles tenían la costumbre de acabar con los sospechosos de los delitos antes de estar seguros de su culpabilidad. No consiguió evitar una sonrisa imaginando a su enemigo presa del pánico.

—Gracias, eminencia —el mensajero, después de haber bebido, se aclaró la voz—. El día 19, el Santo Padre celebró un consistorio y, llorando ante todos, dijo que no podía soportar semejante desgracia, y que hubiese dado tres tiaras a cambio de la vida del Duque.

—Su Santidad ha siempre antepuesto su familia al bien de la Iglesia —Giuliano no escondió su desaprobación—. Continuad, por favor —cogió entre los dedos una pluma de oca y comenzó a acariciarla.

—Ha pedido perdón por todos sus pecados; ha jurado que reformará el Vaticano, que será escrupuloso con los asuntos sagrados y, sobre todo, que abandonará la vida mundana. Ha asegurado que alejará de Roma a los demás hijos, y que los beneficios y dignidades serán entregados sólo a quienes lo merezcan de verdad.

Della Rovere intentó imaginar a Borgia mientras proclamaba: «Queremos renunciar al nepotismo, y comenzar la reforma desde nosotros mismos». No acababa de creer que fuese sincero.

—Ya ha nombrado una comisión encabezada por el cardenal Costa, junto con los cardenales Carafa, San Giorgio, Pilavicini, Piccolomini y Riaro, para estudiar una gran reforma —calló para tomar aliento.

—¿No han sospechado de nadie más que de Sforza?

—De muchos más, eminencia. Por desgracia, el joven Borgia concitaba muchos odios. Se habló del conde Giovanni Sfora, el duque de Urbino, incluso el príncipe Squilllace, Jofré Borgia… Pero el santo Padre los ha disculpado públicamente.

—¿Entonces?

—En Roma muchos hablan de la familia Orsini, también porque el Papa no los ha descartado, pero hasta el momento no se han encontrado pruebas contra ellos. Otro sospechoso ha sido el conde Della Mirandola: el Duque había puesto los ojos en su hija, y al conde no le gustaba su corte… Ha estado a punto de acabar en prisión, pero tampoco contra él se han encontrado pruebas.

—Y vos, ¿qué opinión os habéis formado?

—Eminencia, sólo puedo hacer conjeturas. Muchas familias romanas, que han visto que les quitaban tierras y beneficios, odiaban a Juan Borgia, y quizás una de ellas ha decidido vengarse, ¿quién podría estar seguro? O también un marido celoso, el hermano o el novio de alguna mujer amada por el Duque, que muchas han sido sus empresas… El hecho cierto es que se trata de alguien poderoso, y muy seguro de su impunidad. En la ciudad comentan que quien lo ha hecho ha sido un gran maestro.

Extendió los brazos, dando a entender que no sabía nada más. Della Rovere dejó la pluma de oca y se levantó.

—Marchad y descansad, volveremos a hablar más tarde. Os lo agradezco.

El Cardenal, una vez solo, continuó preguntándose quién había sido la mano homicida: quién poseía una inteligencia tan sutil para urdir una trampa perfecta y ejecutarla con toda seguridad; quién tenía la voluntad y los hombres necesarios para realizarla.

El enviado no había pronunciado el nombre de César Borgia.

Giuliano recordó su apariencia impenetrable. ¿Qué escondía la mente de aquel joven ambicioso? ¿Acaso el absurdo proyecto de sustituir a su hermano en el cargo de Capitán de la Iglesia? Valencia era demasiado inteligente para ejecutar una acción que podría destrozar la vida de Rodrigo. No hubiese arriesgado tanto: sabía que el fin de su padre significaba también su ruina.

¿Por qué tirar luego el cuerpo en el estercolero? Podía desear su fin, incluso planearlo, pero no hubiese nunca injuriado de aquel modo a su propia sangre.

Había otro que no había sido citado. Uno tan astuto como para intuir con mucha antelación que, en la selva de los enemigos de los Borgia, nadie encontraría al culpable; tan sin escrúpulos como para aprovechar la situación, tan profundamente herido como para actuar despreciando totalmente la vida. El cardenal Lorenzo.

Della Rovere lo vio pocos meses antes, mientras intentaba convencer a los otros dos cardenales y a él mismo para cometer el asesinato.

Por ahora había callado, pero en un futuro recordaría a aquellos tres que había escuchado sus propósitos, y que tenía testigos de aquella visita.

Lentamente se dejó caer sobre el sillón mientras una sonrisa aparecía en sus labios. Quien quiera que hubiese sido el responsable, aquel asesinato le había procurado el placer de oír, aunque fuese de lejos, el llanto de Rodrigo.

Roma no era un sueño inalcanzable: un día se convertiría en Papa, lo presentía, estaba escrito en su destino.

Desde hacía tiempo había elegido también su nombre: se llamaría Julio, Julio II.

«Qui ne seit simulare, ne seit regnare», pensó. «Quien no sabe fingir, no sabe reinar.» Una verdad imposible de refutar.

Cogió una hoja, mojó la pluma en el tintero y escribió:

 

Beatísimo Padre

Me postro a besar vuestros benditos pies.

Hoy, mientras cabalgaba hacia Roma, me ha llegado la triste noticia de la muerte de nuestro muy amado capitán general duque de Gandía... La pérdida de un hermano no me hubiese causado menos dolor...