CAPÍTULO XI
JOFRÉ BORGIA
Roma
25 de abril de 1497
Jofré Borgia abandonó la sala del banquete con paso inseguro.
Los invitados se habían atiborrado durante horas de suculentos manjares, y ahora, saciados y alegres, reían y bailaban, mientras los camareros llenaban sin parar las copas con vinos frescos y aromáticos. El anfitrión no había reparado en gastos: había bufones, enanos, actores y músicos que entretenían a los huéspedes con juegos, cánticos y danzas.
Jofré había bebido demasiado, se sentía acalorado y deseaba salir al fresco, lejos de todo el mundo.
Mientras se desabrochaba los lazos del jubón salió al jardín y se adentró entre los setos floridos. La luz trémula de las antorchas iluminaba los senderos que se entrecruzaban entre los arriates y las plantas. La música de la fiesta apenas se escuchaba. Se dejó caer debajo de un árbol.
A través de las hojas que se movían gracias a una ligera brisa nocturna, vislumbraba las estrellas lejanas, en un cielo en el que resaltaba la luna llena. Respiró a pleno pulmón el aire perfumado de la noche y cerró los ojos.
Si Sancia hubiese estado allí, entre sus brazos… Pero ella no dejaría la fiesta ni siquiera por un momento. La volvió a ver mientras reía a carcajadas, mientras bailaba sin parar, desenfrenada y seductora, con sus preciosos pechos apenas ocultos por el escote del vestido.
—¡Jofré, por fin! ¡Llevo días intentando acercarme a vos!
Envuelto en una capa negra, con el rostro cubierto por una máscara, un desconocido se acercaba. Tenía una voz joven de tono burlón.
Borgia se levantó de un salto, llevándose, por instinto, la mano derecha al puñal, y se echó hacia atrás intentando distinguir la figura en la penumbra.
—¿No me reconocéis? Y, sin embargo, hemos pasado muchas horas juntos…
Jofré desenfundó el arma y la apuntó contra el pecho del hombre para mantenerlo a distancia. No quería que le engañasen, podía tratarse de una trampa. Su escolta estaba demasiado lejos, aunque gritase sus hombres no le escucharían.
—¿Quién sois? No me acuerdo de vos.
Decidió ganar tiempo y miró alrededor buscando una vía de escape.
—¿Os habéis olvidado también de ésta? —el joven se liberó de la capa y levantó la manga de la camisa enseñando una cicatriz violácea en el antebrazo.
—¡Pedro! —Jofré bajó el puñal y abrazó afectuosamente a su amigo.
—¡Yo mismo! Marcado para siempre por vuestra espada.
Se quitó la máscara y se puso a reír. No había cumplido más de veinte años, pero el rostro, de rasgos marcados y gestos seguros, hacía que aparentase más edad de la que tenía. Era un palmo más alto que Jofré.
—Sois siempre el mismo, os gusta el riesgo. ¡Podía habéroslo clavado!
—Estaba seguro de que me reconoceríais —sus ojos oscuros brillaban en la oscuridad.
—Llevo en Roma unos días.
—¿Me escondéis algo? ¿No querréis haceros el misterioso conmigo?
—No, Jofré, con vos nunca. Sigue en pie nuestro antiguo pacto: ningún secreto entre nosotros.
—¡Ninguno! —se abrazaron con afecto.
—He venido a conocer a mi futura mujer. Al menos, ésta es la excusa que he usado para que mi padre me pagase el viaje. En realidad, estoy en Roma porque quiero conseguir algo de dinero… Me han ido mal unas partidas en el juego.
—Podéis contar conmigo. ¿Os casáis con una italiana?
—No, con una española, naturalmente. Conocéis la tradición de mi familia. Es una prima lejana de la que sólo sé que tiene una buena dote. Está aquí, en Roma, cuidando a una tía suya enferma que nos debería dejar una herencia.
—¿Para cuándo la boda?
—Pronto, pienso. Ella no sabe todavía que estoy aquí, pero en los próximos días tendré que ir a visitar a la anciana y espero que me dejen verla. ¡Así podré contarte si cuando vaya a la cama con ella tendré que estar pensando sólo en su dote!
De nuevo los dos se pusieron a reír.
—Vos, por el contrario, sois muy afortunado, he visto a Sancia.
Jofré dejó escapar una sonrisa triste.
—¡Cuántas cosas nos tenemos que contar! —exclamó Pedro—. Comencemos por vuestro matrimonio, ¿cómo habéis tenido esta suerte?
Los dos jóvenes se sentaron juntos.
—Hace tres años mi padre necesitaba una alianza con el rey de Nápoles, que a su vez, necesitaba una con los Borgia. Así, Alfonso II puso en bandeja a Sancia, el Papa me puso a mí, y nos casamos. Yo no quería, tenía solo trece años y ella cuatro más que yo, no quería tener ya una mujer, pero cuando la vi cambié de opinion sobre el matrimonio.
—¿Y qué tal en la cama? Quiero todos los detalles.
—No os querréis perder la parte más interesante de la historia, ¿verdad?
Pedro afirmó guiñando con malicia mientras Jofré comenzaba a contar.
Nápoles
11 de mayo de 1494
—¿Se han ido ya? —la voz de Sancia era profunda y sensual.
Jofré se acurrucó debajo de las mantas mientras los pasos se alejaban por el pasillo.
—¿Tenéis frío? —sentada sobre la cama, tenía las piernas recogidas sobre el pecho desnudo y lo miraba.
La noche era sofocante, y el aire estaba cargado de humedad. No podía tener frío. Hasta aquel momento todo había ido bien. La ceremonia había sido respetada en su totalidad. Algunas damas de la corte los habían acompañado hasta la habitación nupcial y los habían desnudado, dejándolos con el camisón abierto hasta la cintura. Luego había entrado su primo, el cardenal de Monreale y el padre de Sancia, que se habían mofado de ellos con bromas algo vulgares, antes de dejarlos solos.
Faltaban pocas horas para el alba. Jofré sintió las primeras gotas de lluvia que caían contra las persianas cerradas.
—¿Os escondéis?
Jofré tragó saliva en silencio. No quería mirarla, aquellos ojos abiertos de color verde le daban miedo. Durante los días anteriores se había sentido orgulloso de su papel, pero ahora no sabía cómo acercarse a ella. Sintió de repente la fragilidad de sus trece años.
Con un gesto brusco Sancia retiró las mantas y riendo lo observaba mientras permanecía acurrucado.
—¿Qué hacéis? ¡Basta ya!
—¿Ves? Ahora os ha salido de nuevo esa vocecita, sois cómico, ¿lo sabíais? Primero me habláis con un vozarrón grave para parecer un hombre, y luego inesperadamente me gritáis como si fueseis un niño.
—No os riais de mi.
—¿No? ¿Por qué? —Sancia se acercó a él y comenzó a acariciarle los cabellos largos con reflejos de color caoba.
—Qué pelo más bonito tenéis.
El la dejó hacer, pero no cambió de posición.
Las manos pequeñas, morenas, y bien moldeadas se mantenían entretenidas con los rizos de Jofré, y la voz se iba convirtiendo poco a poco en un susurro insinuante.
—Escucha Jofré, ahora me lo tenéis que decir.
—¿Qué os tengo que decir?
—Si lo habéis hecho ya.
Jofré apretó los dientes y cerró los ojos. Aquella muchacha no se andaba con rodeos. Sabía comportarse muy bien en público, y había interpretado muy bien el papel de novia púdica y obediente, hasta en sus más insignificantes detalles, pero no había conseguido engañarlo. Jofré la había escuchado resoplar de aburrimiento durante aquel dia tedioso y había visto su mirada que vagabundeaba entre el público, sobre todo el masculino, buscando su aprobación. No era ingenua, y mucho menos inexperta.
—Venga, decidme: ¿cómo fue la primera vez?
Jofré sintió un escalofrío. La mano de ella se había acercado a su frente dándole un masaje sobre los párpados cerrados, la nariz y los labios.
Se acordó de otros dedos, menos cuidados, menos refinados y la risa odiosa de Juan que resonaba en la habitación.
«Venga hermanito, muévete, la hemos hecho venir hasta aquí para esto.» Tenía once años. No, no podía hacerlo. Su cuerpo tierno, infantil, unido a aquel cuerpo abundante de la prostituta.
—No me apetece, no son cosas que se cuenten.
Las manos de Sancia recorrían las mejillas, los labios, los lóbulos, hasta el cuello.
—Esta bien, no me lo contéis. De todos modos, sé cómo fue.
—¿Lo sabéis? —Jofré abrió los ojos y se giró hacia ella.
—¡Lo imagino!
Jofré se tumbó de nuevo. Era una desvergonzada, hablaba de cosas que no debería saber. Y, por otro lado, era una desconocida. Hasta aquel momento no se habían intercambiado más que algunas palabras, siempre en presencia de otros. La entonación de su español era diferente, y sus modales más desenvueltos. Pero aquellas manos continuaban acariciándole cada vez más abajo, sobre los hombros delgados, sobre el pecho liso, sobre el abdomen contraído y terso.
—Y vos, ¿de quién habéis aprendido? —había escuchado gran cantidad de cotilleos escandalosos sobre ella en la corte de Nápoles.
Sancia estalló en una carcajada de plata. La línea perfecta de sus pequeños dientes blancos contrastaba con la piel morena de su rostro.
Se acercó todavía más.
—¿Por qué no me acariciáis también vos?
Le cogió una mano y se la apoyó sobre el pecho. Jofré la quitó enseguida. «No debería hacer algo así —pensaba—. No es una prostituta, es mi mujer.» Aquella palabra lo atemorizó, no le parecía posible tener una mujer.
Sancia respiró y continuó tocándole, perezosamente, yendo cada vez más abajo.
Él temblaba con aquellas tenues caricias.
—Jofré, ¿escucháis la lluvia que cae? Me encanta sentir su rumor, me encantaría correr bajo la lluvia, pero esta noche no será posible… Deja que aprenda a conocerte. Adoro tus cabellos, tus manos, tu piel… Hueles muy bien, como la hierba mojada por el rocío.
La voz persuasiva de Sancia lo estaba calmando y aquellas manos sin pudor habían llegado a su sexo ya turgente.
—Dejadme a mí, así… Dejaos ir…
Jofré cerró los ojos saboreando aquellas caricias y cuando los abrió, vio a Sancia desnuda sobre él. La belleza de su cuerpo, que antes había imaginado, lo deslumbró. Los cabellos negros, largos y ondulados cubrían unos pezones rosados que se erizaban impertinentes en los senos tiernos, mientras su vientre se movía despacio. Jofré no conseguía quitar la mirada del pequeño ombligo.
Alargó la mano para tocarla, pero ella se había agachado y lo besaba, le lamía los muslos, la ingle. Una oleada de placer nunca probado antes lo desorientó.
No consiguió controlar sus gestos, la cogió por la cintura, la llevó encima del sexo y entró en ella.
Su placer explotó al instante en un gemido estrangulado, seguido por un silencio embarazoso.
Sancia se apartó rapidamente y se tumbó junto a él.
El cerró los ojos, como hacía siempre cuando algo le molestaba. Se sentía incómodo, por la vergüenza, por la emoción, por la languidez del orgasmo. «No es virgen —pensó—. Lo sabía, es una puta.»
—¡No sois virgen! —exclamó enojado.
Ella explotó en una carcajada maliciosa y le cogió la mano.
—¿Qué sabéis vos de la virginidad? ¿Lo habéis intentado alguna vez con vírgenes?
—¿Me creéis tan estúpido?
—Mirad que a veces no ocurre lo que uno se espera.
—¡No me toméis el pelo! ¡No sois virgen!
—¿Qué haréis? ¿Se lo diréis al Papa? —le acarició la boca con la punta de los dedos—. No, vos no se lo diréis, sabéis que no os escuchará —continuó Sancia—. Necesita que nuestro matrimonio funcione. Lo que suceda aquí, entre vos y yo, nos importa sólo a nosotros. Ellos —señaló con el índice hacia la puerta—, se contentarán con las apariencias, y nosotros haremos que estén contentos. Venid aquí, no importa si antes os habéis precipitado un poco, no importa…
Y, una vez más, se dejó halagar por aquella gata melosa y se acurrucó en su pecho, pensando que aprendería a hacerla gozar.
Pedro había permanecido todo el tiempo en silencio, escuchando.
—¿Y luego? —miró atentamente a Pedro.
—Lo hicimos un par de veces más aquella noche, y fue mejor. A partir de entonces yo la deseo siempre, pero no consigo saber nunca si…
—Si le gusta ir a la cama con vos.
—Sí, eso es. No estoy nunca seguro de poseerla, y me parece que lo que le doy no le resulta suficiente, que no goza bastante.
—¡Lo importante es que gocéis vos! —Pedro rió burlonamente.
—No, yo quiero que esté satisfecha, que no busque a otros —afirmaba Jofré con vergüenza—. Circulan demasiados rumores sobre ella, se decía que en sus apartamentos de Nápoles eran muchos los que entraban. Pero son falsedades, incluso el Papa ha tenido que cambiar de opinión cuando ha recibido la carta de Guerrea.
—¿Guerrea? ¿Quién es? —Pedro se puso serio.
—El mayordomo de la corte de Nápoles. Ha escrito a mi padre diciendo que se trataba sólo de malas lenguas. Su carta la han firmado todos los cortesanos, y también el capellán don Giovanni. En las habitaciones de Sancia entraba sólo mícer Cecco, un viejo, y os puedo garantizar que de él no se podría sospechar.
—¿Desde cuándo creéis a los cortesanos? Vos conocéis la verdad, no finjáis conmigo.
Borgia bajó la cabeza. Pedro tenía razón, pero él no conseguía liberarse de sus miedos. Pasar de las tiernas caricias de Vannozza a las lascivas de Sancia no había sido fácil. Con su madre podía desahogar todavía sus ansias, buscar seguridad y comprensión, pero con su mujer tenía que demostrar que era el hombre seguro que ella quería y él temía no serlo todavía.
—Jofré, yo soy vuestro amigo —Pedro le dio su mano.
—Entonces no me atormentéis vos también. Yo la amo, así como es, y también ella, a su manera, me quiere.
—Si te quiere, no tiene por qué cubrirte de vergüenza.
Jofré apretó con fuerza la mano de Pedro, que le daba seguridad.
—A lo mejor habéis llegado en el momento justo.
El vértigo sorprendió a Sancia en el centro del baile. Se apoyó en una columna, respiró hondo y se llevó una mano a las sienes. Su cabeza daba vueltas como una peonza.
Tambaleándose, consiguió llegar hasta la mesa. Cogió una copa, y se la acercó a los labios con ambas manos. Aquel vino embriagador era muy bueno. Se pasó la lengua por los labios carnosos. Se sentía atolondrada, puede que borracha, pero se divertía.
Sabía que era bella y que corría por sus venas sangre aristocrática. Su madre era una noble napolitana y su padre, Alfonso D'Aragona, el heredero del trono de Nápoles. Aunque fuese hija natural, la habían educado en la corte, junto a los hijos legítimos, sin diferencias; sin embargo, su posición sólo podía ser consolidada con un matrimonio excelente.
Por eso, cuando le llegó la noticia de que se casaría con Jofré, no se puso a dar saltos de alegría. Aquel marido de trece años, de poca nobleza, no le parecía el más adecuado para ella. Con dieciséis años quería disfrutar completamente de su juventud, porque había aprendido pronto cuán breve podía ser la vida y cuán espantoso el suplicio de la muerte.
Cuando era pequeña había visto colgando de las torres del castillo los cadáveres de enemigos ajusticiados por su abuelo, el rey Ferrante; había observado después los restos momificados en los armarios donde el viejo pervertido los conservaba. Nunca olvidaría aquellas secas y espantosas figuras que una vez habían sido hombres despreocupados.
El único remedio que conocía para olvidar aquellos horrores era embriagarse de placeres y locuras, y saborear todo aquello que la vida le ofrecía.
Su padre le había asignado como dote el principado de Squillace y el condado de Coriata con todas sus tierras y fortalezas. Eran propiedades que rendían bien, diez mil ducados al año. Jofré había sido educado en la corte napolitana y cuando comenzase a servir al rey recibiría veinte mil ducados por año. Su futuro estaba asegurado.
Su esposo adolescente había llegado acompañado por Virginio Orsini, con la máxima pompa, cargado de regalos para ella.
Cuando el gobernador Fernando Dixer, comandante de la corte de Jofré, había abierto el cofre de regalos enviado por el Papa, Sancia no pudo más que contener un grito de sorpresa y admiración.
Collares de perlas perfectas, una joya compuesta por rubíes, diamantes y grandes perlas oblongas, una hilera de catorce anillos, con diamantes, rubíes, turquesas, así como todas las especies de piedras preciosas, desfilaban delante de sus ojos. Además de las joyas, el Papa le enviaba algunas piezas de brocados en oro, terciopelo, y seda, todas ellas con decoraciones refinadas para adornar los vestidos.
Había con qué consolarse. Y, por otro lado, Jofré era guapo y educado, seguramente era también inexperto, pero podía ser sugestivo enseñarle el arte del amor. En el fondo, tener un marido joven y todavía impotente tenía sus ventajas. Ella había continuado viviendo a su manera, sin renunciar a nada, pero cuando el Papa los había llamado a Roma, llegó a pensar que su vida libre y licenciosa estaba terminado. Esperaba una corte papal ceremoniosa y frecuentada por personas aburridas, pero no fue así.
La mañana en la que ella y Jofré entraron en Roma llevaba un vestido de negro, según la moda meridional, con grandes mangas abombadas. Rígida sobre un caballo recubierto de terciopelo y raso negro, iba a la cabeza de todo el cortejo precedido por seis bufones. Quería sorprender a todos, romanos y españoles, con sus extravagancias.
Vino a su encuentro Lucrecia, elegantísima, sobre un caballo aparejado de oscuro, con un séquito de doce doncellas y dos pajes a caballo, cubiertos con brocados de oro y grana. De ella, Sancia, había escuchado que sabía conversar en latín con hombres dotados, que era la predilecta del Papa y de sus hermanos y, sobre todo, que era guapísima. Se esperaba una rival llena de joyas, encantadora y decidida a continuar siendo la dueña de la corte vaticana.
En cambio, ya desde el primer momento se habían gustado, y se entendían perfectamente. Lucrecia le ayudaba a conocer los complejos ceremoniales de la corte, y ella ayudaba a Lucrecia a divertirse, sin sombras de rivalidad.
Incluso en la Iglesia, unos días antes, se habían sentado juntas donde no podían. Para vencer el aburrimiento de un sermón interminable, se habían reído de todos los allí presentes, entre el escándalo de los mojigatos y la divertida tolerancia del Papa. Si bien, Lucrecia no fue la única sorpresa que la nueva familia le había reservado.
César, duro y frío, con aquella expresión indescifrable en sus ojos negros, el cabello castaño y largo hasta los enormes hombros y aquel aire un poco animal, la había excitado enseguida. Le gustaba su olor masculino de cazador, y su piel oscura y lucida, pero sobre todo se había divertido conquistándolo, transformándolo por una vez en presa. El parecía indiferente y distante, casi molesto de sus atenciones y de sus miradas seductoras y, en cambio, era un huracán, un amante incansable, puede que un poco violento, pero a ella le gustaba algo de violencia en la cama. Los tenues besos de Jofré saciaban sólo una parte de sus necesidades.
En los últimos tiempos, sin embargo, César resultaba demasiado apremiante, quería sólo poseerla, no amaba las bromas, no le hablaba con sentimiento, ni le hacía la corte. Entre ellos existía un desafío continuo. El sólo deseaba dominarla, pero ella ya lo conocía, sabía cómo hacerle gozar y el juego había perdido aliciente. Y, además, ahora… había otro en su vida.
Bebió un trago y sonrió.
Cuando escuchó un murmullo por detrás, no se dio la vuelta: sintió la respiración de Juan muy cerca de su oreja.
—¿Qué hacéis aquí tan sola?
—Descanso, he bailado demasiado.
—Tu copa está vacía, deja que te la llene.
Cogió una jarra de las manos de un paje y le sirvió.
Ella se volvió y le sonrió provocadora.
—Bebe como has hecho antes, quiero mirarte otra vez mientras lo haces.
Ella no contestó, pero sin quitarle los ojos de encima vació la copa y se lamió los labios maliciosamente.
—¿Os gusta? —le pasó un dedo sobre la boca húmeda.
—Buenísimo…
Juan se agachó hacia ella como para hablarle al oído. En cambio, apresó el lóbulo entre sus labios y se lo besó despacio.
Sancia buscó con la mirada a Jofré, pero no lo vio. Quizás se había emborrachado y estaba descansando en otro sitio.
Se giró hacia Juan.
—Me estáis volviendo loca, os deseo.
—Esperad aquí unos minutos y luego venid a buscarme. Estaré allí detrás —Juan indicó una esquina más bien oscura del jardín.
Lo vio alejarse, espléndido y deseable con su paso ligero.
La necesidad de estar con un hombre se le presentaba cada vez que bebía, y bebía a menudo… demasiado.
Esperó el tiempo acordado y después se dirigió a donde Juan le había indicado. «Quién sabe si el Papa es consciente de que es mi suegro por partida triple», pensó Sancia riéndose a gusto.
Se tumbó sobre la hierba y cerró los ojos. «Hacerlo allí fuera, ¡todos podrían verles!»
Juan la conocía muy bien. Sabía que ardería en una situación de riesgo. Sus deseos eran los mismos, así como sus gustos. Advirtió los pasos de él y su perfume inconfundible.
—Juan… —el nombre le salió como un soplo de sus labios.
Él no contestó y se agachó a sus pies. Le agarró un tobillo, le quitó con movimientos lentos el zapato labrado y le masajeó el pequeño pie desnudo, después se lo llevó a la boca y comenzó a lamerle despacio los dedos. Sancia sintió un escalofrío y soltó un gemido.
—Os quiero desnuda.
—¿Cómo haré luego para ponerme el vestido?
—No os lo pondréis, haré que os traigan una capa. Os iréis directa a casa, sólo con mi olor.
Juan le quitó también el otro zapato y después de haber desabrochado los lazos le quitó el vestido.
Sentir la piel desnuda en contacto con el aire fresco de aquella noche embrujada la excitaba enormemente. Sancia abrió las piernas y Juan empezó a acariciarle los muslos, después de acercó a besarla.
—Así me mataréis… Os deseo, os deseo —Sancia se abandonaba en manos del placer.
—Tendréis todo lo que deseáis —Juan empezó a desnudarse.
Rodaron sobre la hierba abrazados.
—Vos habéis nacido para hacerme gozar… Así, así… No paréis, os lo ruego.
Pedro y Jofré se dieron la vuelta a la vez al escuchar un ruido a su espalda.
Se levantaron con curiosidad y entre los arbustos vieron dos cuerpos tumbados en el suelo. El hombre estaba medio vestido, pero la mujer se hallaba totalmente desnuda.
—Pero, ¡aquellos dos se están divirtiendo más que nosotros! Vamos a ver.
Se acercaron a los amantes hasta advertir sus suspiros.
—No me gusta estar aquí espiando. Vámonos —Pedro cogió a Jofré por un brazo intentando alejarlo de ahí. Una terrible sospecha le atormentaba.
—Ni se me ocurre, veamos cómo la hace gozar.
—Juan… me estáis matando… Continúa, continúa, continúa… —la mujer gemía y suspiraba.
—¿Habéis escuchado? Es el asqueroso de mi hermano. ¡No había ni que apostarlo! —susurró Jofré con un guiño.
—Vámonos.
—Esperad, dejadme ver —Jofré observaba ávidamente la escena.
Las voces de los dos amantes se escuchaban con claridad.
—Os gusta, ¿eh? Esto no es lo que os da mi hermanito…
—No, no… Sólo vos me hacéis gozar, sólo vos…
Pedro observó cómo empalidecía el rostro de Jofré.
—¡Vámonos!
Lo arrastró lo más lejos que pudo, pero el Borgia apenas se tenía en pie.
Jofré, afectado por violentas punzadas, se desplomó sobre la hierba y vomitó todo lo que tenía en el cuerpo, después se levantó con fatiga y se limpió la cara.
—No digáis a nadie lo que habéis visto… —dio dos pasos, después se detuvo y estalló en una risa histérica que terminó en un sollozo estrangulado—. ¡Pero si lo saben todos!
—¿Cómo puede haceros esto? ¡Sois su hermano! —los ojos de Pedro centelleaban.
—¿Hermanos? ¡No! Yo ni siquiera sé quién soy. Soy… el más bastardo de los bastardos del Papa. ¡El fruto de los engaños de mi madre con el marido legítimo!
—¡Basta con esta historia!
—Puedo verla hasta con el último sirviente de casa, pero no con él, ¡no con él! —lloraba de rabia sin darse cuenta—. He soportado a César porque sus pasiones no duraban mucho y ella se cansaría de su mal humor. Pero no soporto a Juan, ¡ha vuelto para arruinarme! —gritó con desesperación—. El Papa le concede todo, Lucrecia lo adora, yo en cambio no cuento, soy el niño, el incapaz, no soy uno de ellos… —un gesto de dolor le deformó el rostro—. ¡Ahora sin embargo el niño ha crecido! —Jofré se secó la cara y se ajustó el jubón—. Empezaré yo también a hablar su idioma y vos me ayudaréis. Sois el único amigo que siempre he tenido, de vos me puedo fiar.
—¿Qué queréis hacer? —Pedro se quedó impasible.
Jofré lo miró fijamente.
—¡Matarlo!
Durante la juventud sus diferencias habían sido muy evidentes, Jofré era débil y él sin embargo no tenía escrúpulos. Sabía idear bromas malignas contra sus pequeños enemigos, mientras Jofré apenas conseguía molestar. Una vez le había confesado tener siempre miedo de la oscuridad, de los demás, de sus dos hermanos, de aquel cardenal que venía siempre a visitarles y al que no podía llamar padre. Ahora, en cambio, Jofré le estaba pidiendo ayuda para asesinar a su hermano.
—No es tan fácil matar a un hombre… —murmuró Pedro.
—¡Es sólo mierda!
—¡Es vuestro hermano!
—No, ya no es mi hermano.
—Entonces id, ¡ahora! Está todavía allí, gozando con vuestra mujer, la razón está de vuestra parte. Eso es lo que haría un hombre.
—No, ahora no. No quiero que me descubran, actuaré a escondidas. Si me ayudáis, os recompensaré más de lo que podáis imaginar —Jofré lo miró lleno de esperanza.
Observando la mirada intensa de su amigo, Pedro pensó que aquella era la ocasión que le permitiría pagar todas sus deudas y quedarse en Roma con mucho, muchísimo dinero.
—¿Qué queréis de mí?
Con voz fría, el Borgia dijo:
—Le prepararemos un anzuelo que lo ponga al descubierto… Nadie sabrá nunca quién lo ha matado.
—Hay tantos hombres que podrían ayudaros.
—No, no me fío de nadie, vos no me traicionaríais nunca, no os convendría… —la mirada de Jofré en aquel momento era la de Rodrigo Borgia—. ¡Yo ya os he visto matar!
Pedro se quedó blanco. Era un episodio de hacía muchos años, un juego de chicos que se había transformado en tragedia. Nadie, salvo ellos, sabía cómo se habían desarrollado los hechos y Jofré había mantenido siempre el silencio.
—Vos le sujetabais la cabeza debajo del agua, recuerdo muy bien cómo luchaba, y sé que su padre y sus hermanos todavía lloran su muerte…
—Sabéis muy bien que no fue una muerte voluntaria, estábamos jugando. No creía que resistiese tan poco —Pedro hablaba consigo mismo reviviendo la escena.
—Mentisteis diciendo que nos habíamos alejado, que él se había sentido mal y que no pudimos socorrerlo.
—Vos no hicisteis nada para detenerme; es más, os divertía.
—Sí, tenéis razón. Desde entonces hemos permanecido unidos, siempre hemos dado la misma versión de los hechos y conseguimos que todos nos creyeran. Será así también esta vez, verás —le sonrió tranquilizándole—, será todavía más fácil.
Pedro se dio cuenta de que tenía que estar alerta, de que la persona que conocía ya no existía. Manejaba con soltura el arma usada frecuentemente por su familia: el chantaje.
—Tengo que pensar, ahora está llegando gente.
Un grupo de huéspedes borrachos y ruidosos los había rodeado invitándoles a unirse a ellos en un baile encadenado.
—No quiero que pase demasiado tiempo, venid a verme mañana por la mañana al palacio —le susurró el Borgia al oído mientras lo agarraba por una manga—. Amigo mío, no me abandonéis… Sólo confío en vos —le gritó mientras les empujaban hacia el baile.
Pedro asintió distraídamente y se perdió en la confusión de la fiesta.
Jofré entró en la habitación sin anunciarse.
Sancia estaba sentada, con la cabeza apoyada hacia atrás, mientras le cepillaban el pelo.
Jofré la miró durante unos instantes sin hablar. Era tan guapa que quitaba la respiración, con la melena brillante que le llegaba hasta los hombros y los ojos lánguidos por el placer que acababa de probar.
Con un gesto Borgia invitó a la camarera a salir.
—¿Por qué? ¡Todavía no ha terminado! —Sancia se volvió hacia él rígida—. ¿Estáis borracho?
Jofré se le acercó y levantó un mechón de sus cabellos. Entre los rizos enredados, había algunos restos de hierba que Borgia le quitó mostrándoselos.
Sancia se levantó de un salto.
—Esta noche no, no tengo ganas —se alejó de él poniéndose una bata roja.
—¿No tenéis ganas? Sois mi mujer, no podéis negaros.
Sancia miró intensamente a Jofré: algo en él había cambiado, en sus ojos brillaba una luz extraña que la hacía sentirse incómoda.
—Nunca me habíais hablado así.
Jofré se puso a reír con fuerza, pero era una risa amarga.
—Me habéis cansado —le escupió a la cara con una mirada helada.
Sancia entendió que delante de ella ya no estaba el niño ingenuo con el que se había casado. Jofré hablaba seriamente y ella tenía que inventarse algo para salvar la situación.
—Tengo un terrible dolor de cabeza, debo de haber bebido demasiado. Pero si queréis…, —abrió sus enormes ojos con una expresión seductora, le cogió una mano y le apoyó la cara sobre la palma.
Jofré la empujó con violencia.
—No me engañaréis más. Me habéis tomado el pelo durante años. ¡Se acabó! Os he visto en el suelo, desnuda, como una perra en celo.
Sancia bajó la mirada durante un instante, pero cuando la levantó no quedaba resto de la dulzura de antes.
—Pero ¿qué os habíais creído, que vuestras caricias me bastaban? Yo soy una mujer, y necesito hombres, ¡no niños!
—Vuestro lío con Juan no podrá durar eternamente.
—¿Y quién hará que termine? ¿Vos?
—Yo os he amado sinceramente… —la voz de Jofré tembló por un instante—, pero no pretendía que vos me lo devolvieseis de la misma forma. Nunca he sido tan estúpido como para pensarlo, pero creía que respetabais al menos las apariencias: habíais sido vos misma la que me habíais dicho que debíamos hacer que nuestro matrimonio funcionase.
—¿Y de hecho no estoy aquí con vos? ¿No os he defendido cuando ha sido necesario? ¿No os he hecho gozar durante años?
—A lo mejor sentíais pena por mí, y mi inexperiencia os inspiraba ternura, pero nunca me habéis amado.
—No se puede amar a la fuerza.
—Tenéis razón, no se puede. Ahora yo tampoco os amo. Es más, siento desprecio hacia vos, me habéis decepcionado profundamente, y os veo como lo que realmente sois, una mísera y poco inteligente ramera. Podríais haber continuado haciendo lo que quisierais —continuó Jofré ignorando la mirada encendida de Sancia— y en cambio vuestra estupidez os ha perdido.
—¿Cómo os atrevéis a hablarme de este modo?
—Ya no contáis para mí.
—¡Y qué me importa! ¿Quién os creéis que sois? Sois un cero a la izquierda, ¡no valéis nada en comparación con vuestros hermanos!
—¡Yo también soy un Borgia, no os olvidéis!
—¿Un Borgia? —Sancia explotó en una carcajada—. Pero si vos de Borgia no tenéis ni siquiera una gota de sangre.
—Olvidáis lo más importante: yo llevo el nombre —le contestó Jofré con una calma pasmosa—. El Papa me ha reconocido como hijo suyo, y también para vos es mejor que yo sea un Borgia, si no, ¿con quién os habríais casado? ¿Con un bastardo cualquiera?
Sancia se sentó y por primera vez desde que lo conocía lo observó con miedo.
—¿Qué queréis de mí?
—Haced lo que se os dice y callad, sois sólo una mujer.
Cuando tenga ganas vendré de nuevo aquí, será como ir con una de las muchas putas de Roma.
La miró con indiferencia y sin darle tiempo a contestar salió de la habitación.
Escoltado por sus hombres, Jofré salió a la calle oscura y silenciosa.
No quería ir a dormir, Roma podía ofrecerle cualquier tipo de compañía. Sentía un frenesí incontenible. Estaba satisfecho por cómo había tratado a Sancia, le había hablado sin ponerse a llorar o histérico, tal y como tenía que hacer un hombre, y desde aquel momento ¡se comportaría como un hombre!
Esa perra necesitaba una lección.
Sonrió contento: se gustaba, quizás por primera vez en su vida. A su hermano le quedaba poco de vida y éste sería el primer castigo para Sancia y el definitivo para Juan.
Si el destino le había mandado al propio Pedro aquella noche, tenía que haber un motivo. Había terminado el tiempo de permanecer en la sombra y padecer en silencio todas las humillaciones.
No quería ir a dormir, quizá con el sueño desapareciera su audacia. Continuó andando, siempre acompañado por sus hombres.
De repente, un gato negro cruzó la calle. Jofré se agachó. «Ven, minino, ven aquí, mira lo que tengo para ti.» El gato hambriento se acercó, esperando algo de comer, pero cuando estuvo a mano de Jofré, éste lo agarró por el cogote y lo levantó.
Empezó a golpear al animal contra la pared con una ferocidad nunca vista. Cuando el gato dejó de gemir, lo lanzó contra el muro de un jardín.
—Fuera. ¡Mala suerte! —gritó—. ¡Muere!
Después ordenó a sus hombres que lo acompañasen al burdel más cercano.