CAPÍTULO VIII
ASCANIO SFORZA
Roma
8 de mayo de 1497
Stefano Taverna dejó el sombrero y la capa a su sirviente, y se precipitó en su despacho. Con las manos todavía temblorosas encendió una enorme vela y se sentó en el escritorio.
Cogió la pluma de oca, el papel de cartas y comenzó a escribir.
Ilustrísimo y Excelentísimo Señor,
Ludovico Maria Sforza, Duque de Milán:
Es mi deber informaros sobre un episodio enojoso que ha ocurrido esta noche en el palacio de vuestro hermano, el Reverendísimo Cardenal Ascanio, durante una recepción.
Junto a mí se hallaban invitadas muchas personas importantes de la ciudad, y todos, por respeto, nos hemos presentado puntualmente a la hora indicada, mientras el huésped de honor...
Ascanio Maria Sforza levantó los ojos hacia el cielo estrellado.
En aquella esquina oscura del jardín, buscaba en el destello de los astros una respuesta: «Si el hombre pudiese conocer el futuro, ¿cómo sería su vida? —pensaba— ¿Mejor, tremenda, imposible?».
«Totum adimit quo ingrata refulget», era su lema: «Durante el eclipse, la luna ingrata roba la luz al sol que le permite resplandecer». Nunca como en aquel momento la elección le pareció más apropiada. Rodrigo Borgia le estaba robando la luz y aquel eclipse duraba desde hacía mucho tiempo. Se quedó mirando un rato las estrellas que continuaban brillando, lejanas e insensibles.
A través del estudio de textos antiguos había aprendido a reconocer las estrellas y las constelaciones, y nunca tomaba una decisión importante sin antes interrogar a los astros. Así había hecho durante aquella noche. A pesar de que los auspicios eran negativos, no había aplazado la recepción. Ahora sentía que estaba cometiendo un error. Miró por última vez la bóveda celeste y abandonó el jardín. Le acuciaba un desagradable deber político y tenía que volver.
Tras cruzar el umbral del amplio vestidor, se sintió cegado por la luz de las velas que iluminaban los salones de su grandioso palacio, la Cancillería Vieja Vaticana.
Quedándose a un lado, observó a los huéspedes que se acomodaban o daban vueltas por las salas, admirando los tapices que adornaban las paredes, la decoración, las esculturas y los objetos de arte de su fastuosa morada.
Los servidores con librea blanca, roja y azul vigilaban que el fuego permaneciera encendido, servían copas de vino fresco, pendientes de satisfacer las peticiones de todos los invitados.
El banquete estaba preparado en el salón de las recepciones: la larga mesa, dispuesta en forma de herradura, se hallaba cubierta con manteles de lino bordados que reproducían el escudo de la casa Sforza, y decorada con composiciones de flores y frutas de temporada. La preciosa vajilla, los cálices de cristal de colores, las copas doradas dispuestas con gusto y el famoso servicio de plata expuesto sobre el aparador, llamaban la atención de los invitados.
Todo estaba en orden, y todos estaban presentes, salvo uno: faltaba el huésped más esperado.
Ascanio sintió una punzada que le quemaba el estómago. Desde hacía algunos días sufría de dolores lacerantes y mareos repentinos, pero aquella noche no podía permitirse el lujo de sentirse mal. Se apoyó en una pared esperando que las punzadas se calmasen; después, con paso lento, se dirigió a su despacho. Antes de presenciar la velada quería seguir solo un poco más.
—Esto es una pieza única de arte lombardo —dijo un monseñor anciano mostrando un tapiz al joven monje con quien conversaba—, observad la precisión del diseño…
El fraile rozó con los dedos el tejido espeso, sin apartar los ojos de las escenas épicas allí representadas.
—El cardenal Ascanio posee raros tesoros. ¿Habéis escuchado alguna vez hablar del rubí que llaman La Castaña? ¡Pensad que ha sido estimado en más de diez mil ducados!
—¿Vos lo habéis visto alguna vez? —los ojos del joven brillaban de interés.
—Sí, una vez Su Excelencia me lo mostró y puedo aseguraros que es digno de su fama. Es de un color muy oscuro y se parece a una enorme castaña. Si os ganáis la confianza del cardenal, no descartéis que un día también vos podáis admirarlo.
El joven sacudió la cabeza.
—Acabo de volver de una misión y solo he podido hablar con él en unas pocas ocasiones. El cardenal Sforza quiere darme un encargo en las Nuevas Indias. Me parece un hombre muy caritativo, un verdadero benefactor.
—¡Oh, si! Lo es, ayuda a todos, ya sean pobres o pudientes. Si Borgia ha llegado a Papa ha sido por él mismo. Fue Ascanio quien le dio los votos determinantes, y a cambio obtuvo este palacio y todas estas maravillas —hizo un gesto refiriéndose a todo lo que les rodeaba—, la ciudad de Nepi, las tierras de Anticoli di Campagna, aquellas con las fuentes curativas y… —bajando la voz— se habla también de dos mulos cargados de oro y joyas que desde la casa de Borgia fueron directamente a la de Sforza.
—¿Han sido siempre aliados?
—No, no siempre. Han tenido también muchas desavenencias. Durante la estancia en Italia de Carlos VIII se encontraron uno frente al otro, pero cuando toda aquella marimorena terminó, encontraron un punto de afinidad. Si queréis mi opinión, desde entonces no se entienden como antes, digamos solamente que se respetan. Sabéis cómo es la política… ¡Se cambian aliados con más frecuencia que vestidos! Ahora bien, sí os digo que el cardenal es un hombre sabio, y desempeña con seriedad su cargo de vicecanciller… Ahí llega.
Ascanio Sforza, con una sonrisa complaciente, caminaba por la sala tan elegante como siempre, con un traje de seda roja. En su rostro noble, los ojos oscuros de corte alargado brillaban con luz fría.
—Querido monseñor, estoy encantado con vuestra presencia y me alegra ver que entretenéis a este joven misionero. Merece ser escuchado, ha visto ya muchos más países que nosotros y ahora marchará hacia las Nuevas Indias.
Su boca sutil y bien marcada dibujó una acalorada sonrisa. Luego, dirigiéndose al joven, dijo:
—¡Estáis de suerte! En aquellas tierras están esperando conocer al verdadero Dios, prometedme que me enviaréis frecuentes comunicados.
Intercambió todavía alguna que otra palabra con los dos sacerdotes y luego se alejó, pensando cuánto le costaba mantener una conversación con tranquilidad.
El éxito de aquella velada, de hecho, podía condicionar el futuro de las relaciones diplomáticas entre los Sforza y los Borgia. Todo tenía que salir perfecto, no podía permitirse ningún error.
Entre los invitados apareció el cardenal Bernardino Lonati, que se apresuró a saludarlo. Mientras le daba calurosamente la mano, observó el rostro delgado y sufrido de su amigo. Aún no se había repuesto de la derrota de Soriano. La fatiga de la guerra y sobre todo la desilusión por no haber estado a la altura de las expectativas del Papa, habían destrozado su salud ya quebradiza.
Se conocían desde hacía más de veinte años, cuando Lonati entró muy joven al servicio de la corte de Milán, convirtiéndose en su secretario. La fidelidad y la gran habilidad diplomática de aquel noble de Pavía le hicieron destacar, y para premiarle, pidió a Rodrigo que lo nombrara cardenal en el consistorio de"l493.
Su mirada inteligente le recordó cuántas veces, en los momentos críticos de su carrera eclesiástica, había confiado en sus consejos.
—Gracias por haber venido, necesito personas de confianza —lo cogió por el brazo y lo condujo a una sala más apartada.
—No podía faltar, sé lo importante que es para vos y para Milán que esta noche todo salga bien. Estoy muy cansado, pero deseo ayudaros.
—Como siempre, habéis dado en el clavo. Ludovico en sus cartas me solicita pactar un acuerdo con Gandía.
—No es fácil caer simpático a ese muchacho…
—¡Sobre todo si no se trata de una bella mujer o no se tienen grandes cantidades de oro para llenar sus bolsillos! —Ascanio rió con amargura—. Mejor enfrentarse a Rodrigo que complacer a su hijo.
—Hace algunos días me he permitido sugerirle al Santo Padre que sea más severo con Juan, pero me ha confesado que no sabe decirle que no.
—Eso puede causar serios problemas a nuestra política. Como si no fuese suficiente, ahora Juan se está metiendo en medio de la historia de Giovannino.
—¿Cómo?
—¡Sembrando cizaña! Esos dos nunca se han podido ver. Giovannino no tiene un buen carácter, lo sabemos… Se le ha subido todo a la cabeza, quiere emular a Juan y siempre termina por irritarlo; en realidad, teniendo en cuanta tantos desafíos y quejas, por no hablar de verdaderos enfrentamientos, la huida de Giovannino se me antoja inevitable. Ludovico está muy enfadado, me acusa de haber elegido a un incapaz, que se deja humillar y, además, con sus idioteces sólo nos crea problemas. Por otro lado, mi primo se queja continuamente que no lo defendemos como deberíamos de las acusaciones de los Borgia. ¡Es un período oscuro para mí! ¿Vos sabéis decirme cómo puedo conquistar a Juan?
—¡Prudencia, Ascanio! Juan es impulsivo y ama las provocaciones, no os dejéis enredar en su red. Os sugiero en cambio adularlo, darle alas o, al menos, fingir que apreciáis sus dotes, pero desempeñad bien vuestro papel porque no es estúpido.
—¡No se si lo conseguiré!
—Analizad la situación. ¿Cuál es hoy el elemento político más importante para los Sforza?
—Sin lugar a dudas, la alianza con Borgia. No podemos perder el apoyo del Papa, está favoreciendo demasiado a los Aragona, y tenemos que defender nuestros intereses y el título de mi hermano Ludovico.
—Y ahora tendréis que sacrificar algo o a alguien, os lo digo con gran pesar: la política tiene siempre sus víctimas. Y en este caso no habría tal, porque Giovannino está seguro en Pesaro.
—Ahora está en Milán. Espero que Ludovico lo haga entrar en razón.
—El Duque encontrará sin lugar a dudas un modo de convencerle para que actúe por el bien de todos. Vos apretad los dientes y perseguid vuestro fin.
—Espero poder citarme en los próximos días con Rodrigo. Ahora me tengo que ocupar de los invitados, pero más tarde continuaremos.
Ascanio lo miró con verdadero afecto y se despidió de él.
Mientras entraba en el salón, se le acercó un joven rubio.
—Cardenal, os tengo que hablar de mi boda.
—No he olvidado mis compromisos, Jaches, tendréis los diez mil ducados.
—No" es eso, Eminencia —murmuró Jaches inquieto.
Ascanio no consiguió reprimir un suspiro de molestia. Aquella velada ya le creaba demasiados problemas.
—Perdonadme, pero no os puedo dedicar el tiempo que me gustaría. Ya hablaremos.
Dejó al joven con una sonrisa.
Sólo quien lo conocía de verdad podía percibir, en el movimiento demasiado rápido de sus cejas o en el modo en el que se alisaba sus vestidos, el nerviosismo que lo agitaba. Sintió una vez más una punzada en el estómago que le cortó la respiración durante unos instantes.
Las últimas salidas de cacería habían sido muy duras y quizás, con cuarenta y dos años, debería apartar de su mente y de su cuerpo aquel extenuante ritmo de vida. Sin embargo, no quería renunciar a la pasión que llevaba en la sangre desde que era joven. En su reserva, situada en las antiguas termas de Diocleciano, criaba ciervos y organizaba cacerías, que eran famosas en todas las cortes. Se divertía desollando las presas, después de acosarlas lanzando al aire sus formidables gavilanes, que caían en picado sobre ellas nada más divisarlas, dando vueltas en el espacio con sus enormes alas desplegadas. Se había gastado una fortuna para tener los mejores, los más adiestrados, y los más crueles. Aquellos pájaros despiadados le regalaban grandes emociones y contribuían a aumentar su fama de cazador.
Marino Caracciolo, su secretario, se le acercó reverente.
—Cardenal, ¿queréis que mande a alguien a preguntar el motivo de este retraso? Lo esperamos desde hace más de una hora; tal vez le haya sucedido algo.
—No, me hubiesen advertido. Seguramente la causa no es otra que su maldita arrogancia.
—Admiro vuestra paciencia. Será por mi sangre meridional, o quizás porque no soporto a los españoles, pero no sería capaz de pasar por alto una ofensa parecida.
Ascanio le puso una mano sobre el hombro.
—¡No seáis impulsivo, Marino! No olvidéis que esta noche la apuesta es alta, debemos frenar los instintos. De todos modos, gracias por vuestro interés. Ahora hacedme un favor, llamad al músico Josquin.
El secretario acudió rápidamente en busca del laudista.
Mientras esperaba, Ascanio se sentó junto a un anciano prelado, intentando olvidar los calambres en el estómago.
—Cardenal, no nos cansamos de alabar las maravillas de vuestro palacio. ¡Es el más bello de Roma!
—Gracias amigos, es un placer para mí estar rodeado de personas que saben apreciar el arte. Espero que también sean de vuestro agrado los manjares que he mandado preparar y los artistas que actuarán en la cena. Perdonad esta larga espera, tened paciencia: el duque de Gandía llegará. Mientras, escucharemos a nuestro Josquin Desprez, que nos entretendrá.
El músico hizo una reverencia, y comenzó a tocar el laúd y a cantar, en tanto que Ascanio se dirigía hacia otro grupo de invitados.
El cardenal Uberto se situó junto a un joven que se hallaba visiblemente malhumorado en una esquina del salón.
—Barón Ippolito, os veo pensativo —lo miró con aire interrogativo.
—Será la llegada inminente de Juan Borgia, que me quita el buen humor.
—Esperamos que sea inminente, ya hemos esperado demasiado. De todos modos es un honor ser invitado a un banquete donde también participa el hijo de Su Santidad —el tono irónico estaba tan bien disimulado que el joven no se dio cuenta.
—¿Honor, decís? No estoy muy convencido.
—¿No os gusta vuestro capitán general?
—No, en absoluto, y no lo escondo. No estaría aquí si mi padre no me hubiese rogado, es más, obligado, a aceptar esta invitación.
—Para hablar de esta forma, tenéis que… odiarlo.
La última palabra la había murmurado.
—Todos en Roma tienen motivos para odiar a Juan Borgia.
—Os aconsejo no hablar tan libremente: ese hombre tiene espías por todas partes.
—¡Me molesta ver a Sforza tan empeñado en complacer a estos invasores! No deberíamos buscar mediaciones con los españoles.
—La mediación es fundamental en política.
—Entonces no seré nunca un buen político. Para mi el rojo es rojo, y el negro es negro.
—Sois todavía joven, amigo mío. La política es el arte del saber fingir —Uberto sonrió complacido por su propia sabiduría.
—¡No soporto a los españoles! Mientras reine Borgia, reinarán también sus hijos, y para nosotros, los romanos, no habrá posibilidad de seguir adelante.
—¡No estropeéis la velada! No resolveréis el problema con vuestra animosidad. Más bien, ¿qué me decís de vuestro hermano Andrea?
—¿Qué debería deciros?
—Me han llegado voces que tiene elevadas e íntimas amistades en el seno de la curia —los pequeños ojos del cardenal Uberto exhibían una curiosidad maliciosa.
—Andrea tiene seguramente muchos amigos, incluso eclesiásticos. No veo qué pueda tener de extraño.
—¿Entonces no sabéis nada?
—No, y tampoco lo quiero saber. Mi hermano puede elegir los amigos que quiera —Ippolito miró al Cardenal con seriedad.
—No os alteréis demasiado, querido Ippolito. Sólo quería aconsejaros que estéis cerca de ese chico. Es muy sensible y corre el riesgo de ser utilizado por ciertas mentes retorcidas.
—Gracias por el consejo.
Ippolito cogió un vaso de vino de una bandeja que llevaba un servidor, lo levantó y brindó irónicamente por el anciano prelado, antes de darle la espalda y alejarse.
Ascanio estudiaba atentamente la entrada del salón. Un retraso tan largo era un verdadero desafío, su hospitalidad estaba siendo pagada con calculada grosería.
Observó a los invitados, que vagaban aburridos por las salas, y a los artistas que esperaban impacientes para comenzar la actuación.
«Llegará, ha dado su palabra, valga lo que valga… —pensó—. Esta noche soportaré también esto, pero será mi último intento.»
Para él la política era un divertido juego de azar y sabía siempre cuándo debía terminar la partida.
Lo había aprendido desde joven. A menudo se había encontrado en desacuerdo con su hermano Ludovico, hasta que comprendían que enemistarse entre ellos no resultaba práctico. También con Rodrigo había conseguido casi siempre estar de acuerdo, porque ambos olvidaban el pasado mirando al futuro y sus ventajas. Sin embargo, desde que Juan había vuelto a Roma, las relaciones entre ambos habían tomado un sesgo diferente.
Ascanio esperaba que se quedase para siempre en España, y durante los primeros e insensatos meses de permanencia en aquel país, le había escrito recomendándole prudencia y sabiduría. ¡Todas esas palabras arrojadas al viento! Aquel desastre no escuchaba a nadie, y se entrometía en cuestiones políticas que no eran de su competencia sólo porque su padre se lo permitía. A todo esto, ahora había que añadir la unión morbosa que le ligaba a su hermana Lucrecia.
Se estremeció cuando se dio cuenta de que alguien le hablaba.
—¿Eminencias? ¡Perdonad, os he distraído de vuestros pensamientos! Quería daros las gracias por vuestra invitación —el cardenal Uberto se situó delante de él esbozando una especie de sonrisa—. He estado lejos de Roma durante dos meses, y ésta es la primera recepción a la que acudo… —se interrumpió para estudiarlo escrupulosamente—. Puedo imaginar lo que os pasa por la mente, ¡ese joven no respeta nunca las reglas de la buena educación!
—¡Sin lugar a dudas, preferirá quedarse con sus compañeros antes que unirse a nosotros, pero no puedo arriesgar mi reputación organizando una zambra o una orgía para llamar su atención!
—Tendrá que crecer, aceptar las obligaciones de su rango, y también frenar su soberbia… A propósito, me han contado que hace tiempo ha ocurrido un suceso poco agradable entre vosotros… —la mirada pérfida de Uberto se iluminó de interés.
Ascanio no contestó enseguida. Conocía la lengua viperina del cardenal e intuyó que estaba al corriente sobre cómo habían sucedido los hechos, pero quería escuchar también su versión para después poder hablar, o mejor dicho, criticar con los demás. Uberto no le caía simpático y se fiaba de él tanto como de Judas.
—Sí, un momento desagradable, os lo aseguro, que comenzó como una pelea de niños, cuando mi primo Giovanni castigó de forma justa a un español que se permitió ofender nuestro nombre. Juan, para vengarse, mandó capturar y colgar a tres de nuestros palafreneros.
—Entiendo, entiendo, una verdadera afrenta… —Uberto asintió, pensando que en realidad la afrenta había sido paritaria, pero en aquel momento no le pareció oportuno remarcar la verdad. Los Sforza no le habían molestado nunca, y los prefería a los Borgia.
—Estos españoles quieren dar lecciones de caballerosidad y en cambio ¡son los peores traidores del mundo! Vuestro malestar está más que justificado. ¿Ha sido informado el Pontífice?
—Me he movido inmediatamente para hacer valer nuestras razones. He solicitado una excusa pública pero, como sabéis, cuando se trata de Juan, el Papa utiliza el guante de terciopelo, así que me toca a mí limar las diferencias.
—No es fácil tratar con él cuando están por medio sus hijos, y me pregunto hasta dónde seguirá con estas locuras. ¿No pensáis que está exagerando? —Uberto hizo la pregunta con estudiada indiferencia, pero en realidad se moría de ganas por conocer las intenciones de Sforza.
Ascanio hubiese querido responder que sí, que Borgia estaba exagerando, pero decidió evitar conversaciones comprometidas; no era seguramente el momento de entrar en polémicas.
—Estamos en las manos del Señor, querido hermano. Esperemos que muestre mayor comedimiento en sus futuras elecciones. Pero ahora contadme un poco sobre vos, me han comentado que habéis hecho recientemente un viaje.
El cardenal Uberto se agarrotó: era justamente el tema del que no quería hablar. Tenía que intentar esquivarlo.
—¡Ah! Un viaje fatigosísimo, del cual os hablaré, pero ahora permitidme… He visto a un viejo hermano con el que ardo en deseos de hablar.
Se dio la vuelta inmediatamente y se perdió entre los invitados.
Ascanio movió la cabeza, aquel hombre resultaba tremendo: una vez obtenido lo que quería se desinteresaba de las buenas maneras y de todos. Pidió a un servidor un poco de agua; a lo mejor, bebiendo algo fresco, se calmaría el ardor de estómago que lo torturaba.
—¡Qué perros tan estupendos! No los había visto antes, los debe de haber comprado recientemente —Ippolito le indicó a Jaches, que se hallaba junto a él, tres sabuesos que daban vueltas por la sala.
—Vienen de Francia, son rápidos y resistentes, y tienen un olfato excelente. Eso es, al menos, lo que dice Ascanio. No los he visto todavía en acción, hace mucho que no lo acompaño en las cacerías.
Jaches se arrodilló y con un silbido intentó llamar la atención de uno de los perros para que se acercase.
—Durante la última salida uno de sus halcones ha sido un verdadero portento, pensad que…
Ippolito no consiguió terminar la frase, una escandalosa risotada anunció la llegada del esperado huésped.
Alto, todavía más majestuoso gracias a una amplia capa que seguía fluctuante su caminar seguro, Juan Borgia realizó su entrada en el salón.
Todos dejaron de conversar.
—Señores, ¡el aburrimiento ha terminado! ¡He venido para iluminar esta reunión fúnebre! Se acercó a la mesa y sonrió sacando a relucir sus dientes Cándidos.
El cardenal Ascanio consiguió ignorar la ofensa y ofrecerle una larga, aunque difícil, sonrisa.
—¡Bienvenido, señor Duque! Sentaos aquí, junto a mí. ¡Señores, tomen asiento!
Juan dedicó una mirada de superioridad a todos los comensales, lanzó su capa a un sirviente y se sentó mirando fijamente, de forma provocadora, a todos los asistentes.
—¿Y bien, señores? ¡Me habéis tenido que esperar, pero ha merecido la pena! ¡Alegraos!
Alguno rió; otros, los más, escondieron con el silencio el estupor que aquel hombre conseguía despertar.
Ascanio hizo una señal al mayordomo para que iniciase el banquete e invitó a la compañía de músicos a que se uniesen a Josquin para alegrar a los comensales.
Los sirvientes se acercaron con grandes bandejas llenas de manjares que enseñaron a los invitados antes de que el trinchador las repartiera en porciones. Este, tal y como Ascanio le había ordenado, reservó las mejores piezas para Juan.
Dos pajes acosaron a Borgia con bandejas donde destacaba una composición de caza de gran valor.
Juan dejó escapar un silbido de admiración.
—¡Ni siquiera la mesa del Pontífice está tan bien servida! Su Santidad detesta la voracidaz y sus comidas son siempre frugales. Repite siempre que un hombre de Dios tiene que saber moderarse.
Ascanio aceptó el golpe sin mover una ceja.
—Intento satisfacer los gustos y los deseos de mis huéspedes como puedo. Es mi deber ofrecer lo mejor a las personas que quiero honrar y que demuestran saber apreciarlo —observó a Borgia, que se servía en abundancia.
—¿Habéis salido de cacería ultimamente? —Juan intentó desviar el discurso—. He visto en los alrededores unos perros fuera de lo común, y sé que poseéis unos halcones notables.
Ascanio dibujó una media sonrisa complacido mientras se servía una porción mínima de carne.
—Si os apetece acompañarme en una de las próximas cacerías, podré mostraros un par de gavilanes muy bien adiestrados. Me dicen que también vos sois muy hábil.
—¿De qué tipo de caza hablamos, cardenal? Digamos que lo hago bastante bien en todos los campos, pero ¡hay un género en el cual soy imbatible! —rió mientras echaba hacia atrás la cabeza—. Esta noche no puedo haceros ninguna demostración, no están mis presas favoritas, ¡por desgracia! —después, bajando el tono de la voz, continuó—. De todos modos, por lo que he oído… también vos os defendéis en ese tipo de caza…
Ascanio hizo como si no hubiese escuchado su exabrupto y continuó comiendo.
—¡Eh! Tú no has terminado de servirme, ¿dónde vas? —Gandía se dio la vuelta rápidamente—. ¡Vuestros siervos no saben tratar a los invitados!
El paje que había sido reprochado volvió en un santiamén sobre sus propios pasos, pero no pudo evitar mirar de reojo el plato rebosante de manjares que Borgia tenía delante.
—¿Qué miras, imbécil? —le cogió la bandeja y se la tiró al suelo.
Ascanio, serio como una estatua, intercambió una mirada cómplice con Lonati, dándole a entender que olvidara lo sucedido.
—Tenéis unos perros singulares, Ascanio, pero vuestros invitados son demasiado silenciosos —ninguno se movió y él continuó saboreando una suculenta perdiz.
Ippolito se dirigió en voz baja a Jaches, que estaba sentado junto a él.
—Nos compara con los perros, me encantaría contestarle como se merece.
—Por favor, ¡cállate! No nos toca a nosotros…
—¿Tenéis miedo? —Ippolito echó en el plato un trozo de carne y lo miró con desprecio.
—No, pero nosotros somos sólo invitados —Jaches bajó la mirada y continuó comiendo.
—¡Señor Duque! —exclamó Ascanio—. Ahora es el momento de la representación del intermezzo. Estos artistas ha venido desde Francia.
—¡La exaltación por ese país todavía no se os ha pasado! ¡Que se diviertan entonces! ¡De hecho, los franceses, como los bufones, tienen una habilidad increíble!
En la sala se escucharon algunas risotadas mientras otros invitados, molestos por aquel comportamiento cada vez más ofensivo, se mantenían en silencio. Mientras, se servían en la mesa nuevos dulces, caviar, lampreas, lechón asado, aves de caza, y por último postres y fruta elaborada.
Los actores entraron como si se tratase de un carnaval e iniciaron sus exhibiciones, aliviando la tensión. Dos bailarines, en particular, llamaron la atención de los allí presentes: uno, con un vestido plateado representaba la luna, y el otro, con un vestido brillante de color dorado, el sol. Los dos emulaban los eclipses que simbolizaba el lema del anfitrión, y su danza astral recibió muchos aplausos.
Juan Borgia, en cambio, prestaba poca atención a los artistas y tampoco se dignaba en mirar a los demás invitados. Se servía en abundancia de cada plato y su copa la llenaban continuamente los pajes, muy atentos para no contrariarlo.
—¿Qué os parece este vino? —Ascanio apoyó su vaso sobre la mesa después de haber bebido un pequeño sorbo; aquella noche no conseguía saborear nada, todo le parecía desagradablemente amargo.
—El vino es bueno, eminencia, pero encuentro este vaso de baja calidad —dio la vuelta al vaso con los dedos, mientras lo miraba con desprecio—. Me habían hablado de vuestro servicio como si fuese una obra de arte, pero copas como éstas se encuentran en todas las mesas.
Ascanio se quedó pálido. Buscó con la mirada al mayordomo, que al poco se acercó a donde estaba Gandía llevando una bandeja con un cáliz de cristal decorado en oro, con el escudo de la familia Borgia pintado: una pieza única que había reservado para brindar por la paz.
—Espero que éste sea digno de vos, señor Duque —sonrió a su huésped que apenas miró el cáliz—, ha sido decorado expresamente por un aurógrafo de Florencia. No hay otro igual.
Juan mandó que le sirviesen el vino y bebió sin dar las gracias por el regalo.
«Me provocas continuamente, maldito —pensaba entre tanto Ascanio—, pero no tendrás satisfacción a tus deseos de enfrentamiento.»
—¿Qué me decís, eminencia, de nuestro tan esperado capitán? —Ippolito se dirigió a Lonati en tono sarcástico—, ¿Os parece que se comporta como el gran señor que cree ser?
—Otras veces que he cenado con él y Su Santidad el Duque ha demostrado conocer siempre las reglas de la convivencia civilizada. Pero esta noche tiene que tener algo en la cabeza…
—Tiene en mente provocar, como siempre. Me asombra que el cardenal Sforza consiga tolerar sus ofensas. A lo mejor espera de nosotros una reacción.
—Ippolito, no digas locuras. Recordad que si Ascanio se calla será porque tiene sus buenos motivos, vos deberíais hacer lo mismo —Lonati rechazó con la mano la bandeja que un paje le mostraba.
Fingir indiferencia era imposible para Ippolito. No le quitaba los ojos de encima a Gandía esperando que se diese cuenta de cuánto lo odiaba.
Sintiéndose observado, Juan intercambió con él una mirada negligente.
«¡Por lo tanto me has visto, maldito! —pensó Ippolito—. ¡Ahora no cuento nada, pero un día sabrás quién soy!»
Ascanio se dio cuenta de aquel cruce de miradas tensas e intentó intervenir.
—Señores, ahora actuará para nosotros un malabarista. Observad con qué maestría realiza su número.
Todos se giraron hacia el artista, incluidos Ippolito y Juan.
«¡Ha pasado el peligro! —pensó Ascanio—, pero ¿conseguiré salvar esta velada?»
Se había dado cuenta de que Ippolito refrenaba a duras penas su lengua cortante. Suspiró con alivio cuando vio que Juan, tranquilizado por el vino y los manjares, miraba con interés el espectáculo.
La buena suerte, sin embargo, no estaba de su lado. El malabarista resbaló y cayó desastrosamente; todas las bolas coloradas rodaron por la sala, despertando el interés de los perros que comenzaron a corretear, cruzándose con pajes y bandejas.
Gandía apoyó la copa que tenía entre las manos y comenzó a reír.
—¿Y habéis ido hasta Francia para buscar un fenómeno parecido? Tú, ven aquí, échame un poco más de vino —cogió por un brazo a un copero—. ¡Tengo que beber para soportar este aburrimiento!
—Don Juan, se trata sólo de un accidente.
—Esta noche no conseguís ponerme de buen humor, ¡y tampoco se necesita mucho! Alguna que otra fulana, un espectáculo de lucha, una mesa de juego. Veo que… habría encontrado también algún compañero para desplumarlo a la primera —miró a Jaches, que se ruborizó.
Ascanio se contuvo para no cortarle la garganta. Aquel ingenio barato le ponía los nervios de punta.
—Me aburro tanto, ¡nunca he visto un banquete tan funesto! Ninguna mujer, artistas patosos, siervos incapaces, y aquí sentados en la mesa, ¡un atajo de holgazanes!
—¡Esto ya es demasiado! ¡Cállate ya, bastardo! —Ippolito se había puesto de pie en frente de Juan.
Gandía se levantó de un salto haciendo caer la silla y lleno de ira miró a Ippolito a los ojos.
—¿Quién eres tú, mezquino, hijo de un perro?
Ascanio, cogido por sorpresa, se quedó inmóvil, paralizado, sin palabras.
La música se detuvo de repente y todos se pusieron de pie, previendo el inevitable duelo.
—Sabes bien quién soy, Gandía, y ahora ¡ha llegado el momento de batirse!
—¡Señores! ¡Os lo ruego! —Sforza intentó entrometerse sin conseguirlo.
—¡Tú no sabes dónde te has metido!
—¡Bátete, villano! ¡Muestra, ya que eres un bastardo, que al menos tienes un poco de coraje! —gritaba el joven dirigiéndose hacia Gandía.
Juan maldijo en catalán, mostrando los puños cerrados, y después, de forma inesperada, abandonó la sala seguido por sus hombres.
De un brinco, Ippolito saltó la mesa para seguirlo, pero Jaches y los demás jóvenes lo retuvieron por la fuerza.
Oyeron cerrarse las puertas del palacio y los caballos de la escolta del Duque marchar al galope.
Ascanio intentó restablecer la calma.
—¡Señores, señores! ¡Silencio! ¡No gritéis, por favor! ¡Ippolito! ¡Señores!
Se necesitó tiempo para calmar al joven, y cuando finalmente todos se sentaron de nuevo, Sforza tomó la palabra.
—Ippolito, conozco a vuestro padre y a vuestra familia desde hace muchos años. Entiendo vuestra indignación y os doy las gracias. Pero quizás deberíais haber esperado antes de reaccionar de ese modo. Aquel hombre estaba borracho y ha llevado muy lejos su lengua —decía esto, pero pensaba de manera diferente: «¿No te podías callar? Tienes toda la razón, pero con tu impetuosidad ¡has tirado por tierra el trabajo de semanas enteras! Eres como tu padre, un león, pero ahora con los Borgia ¡Se ha complicado todo y tendré que intervenir!».
—Eminencia, ¡os ha ofendido con palabras vulgares y además nos ha llamado holgazanes!
El cardenal Lonati intervino con su voz apagada.
—Ippolito, vuestras intenciones eran buenas y estamos de acuerdo con vos en que Juan se ha pasado de la raya. También yo, como sabéis, he sudado para no enfadarme con él durante la guerra. Tiene un carácter violento y además se sabe protegido, pero quizás…
—¡No podía aguantar más!
—Tenéis razón, yo mismo estaba a punto de contestar a sus provocaciones con el mismo tono —Ascanio intentaba dominarse, pero se sentía inquieto—. Si no lo he hecho ha sido porque, como anfitrión, no he considerado justo arruinaros la velada a todos vosotros.
—Ippolito, debéis pensar que el cardenal tiene sus motivos políticos para honrar al duque de Gandía —Lonati le puso una mano sobre el hombro de forma amigable.
El joven, con la cara colorada, lo interrumpió de nuevo, vomitando todo el odio que albergaba en el cuerpo.
—¿No os habéis dado cuenta de que Borgia quiere preparar un reino para su bastardo? La lucha contra nosotros no ha terminado, creedme. Nos quieren quitar nuestras tierras y, si no nos rebelamos, dentro de poco ¡aquí se hablará sólo catalán!
—Quiere todo, honores, riquezas, incluso a nuestras mujeres —se entrometió Jaches—, pero no es enfrentándonos cara a cara el modo en que resolveremos estos problemas.
—Si no llega a escapar como un conejo ¡lo habría quitado de en medio!
—¡No creáis que esto ha terminado así! Vuestros problemas acaban de empezar —Lonati prosiguió—. Tenéis que huir lo antes posible. Esta noche os ha salvado el cargo de Ascanio, pero el Cardenal no podrá defenderos eternamente. Iros fuera de Roma, Gianani, hasta que este incidente se haya olvidado. Marchad inmediatamente. ¡No le deis tiempo a que os encuentre o probaréis cómo es de dura la respuesta del Duque!
Lonati acababa de terminar su frase, cuando se abrieron de par en par las puertas de la sala e irrumpieron los guardias pontificios, empujando con violencia a los sirvientes que acudieron.
—No podéis entrar de esta forma en mi casa, ¡os recuerdo la inmunidad cardenalicia! —Ascanio indignado se encaraba con los militares.
—Eminencia —el comandante del escuadrón le miró con determinación—, tenemos órdenes directas del Santo Padre de llevarnos a un invitado vuestro. A vos no os haremos ningún daño. No intervengáis, por vuestro bien y el de los demás.
Sin dudarlo, indicó a sus guardias que apresaran a Ippolito. Cogieron al joven barón por los brazos y lo arrastraron fuera.
—Esto es un atropello, ¡una violación! ¡Antes de que os lo llevéis, exijo hablar con el Santo Padre!
El militar se limitó a mover la cabeza.
—Yo sólo cumplo órdenes, cardenal Sforza. Y ahora, señores… —el comandante se agachó y ordenó salir a los guardias. Ippolito no había pronunciado ni una sola palabra.
También Lonati le insistía a Ascanio que utilizaría su influencia para intentar liberarlo.
Por enésima vez en aquella desgraciada velada, reinó el silencio en el salón. Ascanio se derrumbó en una silla. Su mente trabajaba muy rápido. «Nunca se había llegado a tanto: los guardias en mi casa. La situación era más grave de lo que pensaba. ¡Tengo que inventarme algo para hacer razonar al Papa! Quién sabe lo que le habrá contado ese canalla.»
Jaches se echó hacia adelante confundido.
—Eminencia, tenía un terrible presentimiento. Desde el comienzo he intentado calmar a Ippolito, pero no ha querido escucharme.
—Ha sido un imprudente, ¡pero el Duque se ha comportado como un irresponsable! Supongo que ha ido corriendo a su padre a solicitar ayuda, sin atreverse a hacerlo por su cuenta.
Ninguno replicó, el miedo paralizaba las lenguas.
De nuevo las puertas del salón se abrieron, esta vez para dejar pasar a Lonati. Todos se giraron para mirarle. El cardenal caminó hasta situarse delante de Sforza y, con la voz rota por la desesperación, exclamó:
—¡Lo han ahorcado!
Las miradas se dirigieron a Ascanio.
Sforza había cogido con la mano derecha el cáliz del que Juan había bebido ávidamente. Miraba aquel objeto precioso con el mismo desprecio con el que habría mirado a Gandía si lo hubiese tenido delante.
De nuevo Borgia había destrozado la vida de una persona fiel a la familia Sforza, había querido demostrar con aquel gesto arrogante la escasa consideración que le tenía. Estaba claro, Rodrigo no quería la paz, pero esta vez él no bajaría la cabeza.
Lleno de rabia, tiró contra el suelo el cáliz. No podría beber de él sin sentir repugnancia.
Su rostro se había endurecido y un temblor incontrolado movía sus manos.
—Señores, estoy destrozado por todo lo sucedido. Dejemos cualquier comentario para mañana. Ahora me veo obligado a concluir lo que debería haber sido una velada agradable y que se ha transformado, en cambio, en una tragedia. Cardenal Lonati, quedaos. También vos, Taverna.
Precedidos por el secretario se dirigieron al despacho.
El salón se vació, los invitados dejaron rápidamente el palacio, desperdigándose por las calles de Roma.
—¡Estoy indignado, enfadado! —Ascanio tenía el rostro rubicundo y un velo de sudor le bañaba la frente.
—¡Ay! ¡Pobre joven! ¿Quién se lo dirá a su padre? Y a su mujer, que espera un niño —Lonati se sentó y se sujetó la cabeza entre las manos.
Sforza se movía pensativo, intentando analizar los hechos con frialdad.
—¡Ahora basta! Rodrigo ha traspasado el límite… ¡Los guardias en mi casa! Por el bien de mi familia he intentado llegar a un acuerdo con él, y por eso he organizado esta velada. ¡Me las pagará por esta afrenta!
—Deberíamos intentar entender el porqué de su reacción, si existe otra posibilidad, un nuevo entendimiento con los Borgia —Taverna, con la mirada gacha, buscaba las palabras más apropiadas para calmar la ira del cardenal.
—Entiendo que busquéis una mediación, pero llegados a este punto no me parece que sea posible. Mientras que Gandía esté en Roma, para los Sforza no habrá ningún modo de establecer lazos ventajosos con el Papa. Ese chico ejerce una influencia negativa sobre su padre… ¡Tiene que desaparecer!
Todos intuyeron con claridad el sentido de aquellas palabras.
—Ascanio, ¿qué pretendéis hacer?
—¡Es necesario eliminarlo! Lo antes posible.
—No estáis en vuestros cabales —Lonati estaba tan sobrecogido que le costaba trabajo hablar.
Caracciolo se acercó a Sforza con expresión resuelta.
—En Roma muchos os agradecerían que consiguieseis librarnos de Gandía. Desde que ha vuelto no hace otra cosa que sembrar discordias. ¡Estamos cansados de él!
—Marino, ¿también vos? —Lonati lo miró asombrado.
—Vos me conocéis desde hace muchos años, sabéis que es difícil que me enfade, que nunca tomo decisiones siguiendo las emociones del momento. Lo que os estoy diciendo es fruto de mis reflexiones —Ascanio llamó de esta forma la atención de su amigo.
—¡Hace poco me habéis dicho que congraciaros con el Papa era lo más importante para vos!
—Y lo repito: para establecer un pacto es necesario que ambas partes lo quieran. Con Rodrigo siempre he encontrado el modo de tratar, pero el mensaje que hemos recibido esta noche es claro: quien no se somete a su hijo, o se atreve a contrariarlo, incluso con palabras, sólo encontrará la muerte. Mientras que Gandía viva, no será posible tratar con él.
—Eminencia, os aconsejo que lo consultéis antes con vuestro hermano —intervino Taverna.
—Querido embajador, pienso que puedo tomar ciertas decisiones solo. De todos modos, no es un secreto que también Ludovico, está muy cansado de la traición de los Borgia. Rodrigo esta intentando establecer un entendimiento con los Aragona para contentar a Sus Majestades de España. Utiliza a sus hijos para ajustar las alianzas que le son cómodas y después las liquida cuando cambia el viento de su política. Así se explica el trato que ha reservado a mi primo Giovanni, el de un hierro viejo que hay que tirar, y a nosotros con él. Juan nunca se permitiría comportarse de esta forma si no supiese ya que todo ha terminado entre nosotros.
—Entiendo vuestra indignación —dijo Lonati con cansancio.
—Lo que más me importa es el porvenir de los Sforza. Esta desastrosa historia traerá consigo otros problemas, os confieso que estoy muy preocupado —Ascanio se llevó una mano al estómago para calmar una punzada de dolor; después, dirigiéndose a Lonati, continuó—. Antes habéis afirmado que la política tiene sus reglas, y que es necesario a veces sacrificar algo o a alguien. Bien, la eliminación de Juan Borgia estaría justificada por la política. Será sacrificado para salvar algo más grande que él y que todos nosotros: ¡la historia!
Lonati bajó la mirada.
—Ascanio, prométeme que lo pensaréis en los próximos días… En este momento estamos todos un poco trastocados.
—¿Os parezco un loco que no razona?
—Proponéis una solución muy arriesgada, y no es seguro que la consecuencia sea la que esperáis.
—¿Podéis acusarme de no haberlo intentado todo con los españoles? Esta es la última carta de la baraja que puedo jugar —de repente, su rostro congestionado se volvió pálido. Afectado por temblores violentos, cayó al suelo gimiendo de dolor, que le traspasaba el estómago como un carámbano de hielo.
—Rápido, sujetadlo —Taverna y Caracciolo se apresuraron a socorrerle mientras Lonati pedía ayuda.
—No ha sido nada… —Ascanio intentaba tranquilizar a sus amigos.
—No habléis, os llevaremos a vuestra habitación.
Caracciolo ordenó a los sirvientes que acudieron que llevasen a Sforza a sus aposentos.
—Es necesario llamar a un médico —añadió Taverna.
—Llamad a Zerbi, rápido… —después de aquellas palabras, los ojos de Ascanio se quedaron en blanco y se desmayó.
—¿Pensáis que ha sido algo grave? —Marino Caracciolo miró preocupado a Taverna. Esperaban desde hacía media hora fuera de la habitación a donde habían llevado al cardenal, mientras Lonati y el camarero personal de Sforza se habían quedado dentro con el médico.
—Espero que no, ¡cierto que no puedo ocultar que me he preocupado cuando lo he visto así! —Taverna paseaba de aquí para allá.
—¿Puede haber sido un veneno?
—¿Tenéis vuestras sospechas para lanzar esa hipótesis? —Taverna lo miró con aire interrogativo.
—Los dolores tremendos, el color pálido…
—Y el Cardenal es un hombre conocido, envidiado, temido…
Se callaron durante unos instantes.
—Un compromiso con los Borgia llega a ser ahora casi absurdo.
—Espero que no —Taverna se sentó junto al joven—. En otras ocasiones entre Ascanio y el Papa se han producido fuertes enfrentamientos, pero siempre han encontrado una solución.
—A lo mejor eran más jóvenes e inseguros. Hoy son conscientes de su poder, sobre todo Borgia.
—Sois un observador más audaz de lo que imaginaba, querido amigo —Taverna miró a Marino Caracciolo con admiración—. Entiendo por qué Ascanio se preocupa tanto por vos. Si aquel pobre Ippolito hubiese tenido vuestra agudeza, ahora estaría vivo.
La puerta de la habitación se abrió y apareció Lonati con una expresión más relajada en el rostro.
—Está mejor… El médico me ha tranquilizado, parece que se trata de simple nerviosismo. Sabed que Ascanio sufre del estómago, y cuando se agita demasiado, su malestar empeora.
—¿Se pueden excluir otras causas? —Taverna lo miró con ansia.
—Imagino a qué os referís, yo también lo he pensado enseguida. El médico ha descartado la hipótesis de que se trate de algo que el Cardenal haya ingerido.
—¿Y ahora? —intervino el secretario.
—Ahora tendrá que permanecer en reposo y seguir todo lo que el médico dicte… Pero aquí sale.
Gabriele Zerbi se acercó a los tres.
—El Cardenal es fuerte. Dentro de dos horas volveré a visitarlo —se dirigió después a Lonati—. Vos también deberíais cuidaros, no me gusta vuestro color de piel. Quiero visitaros lo antes posible, pero mientras tanto, volved a casa e intentad descansar—. Hizo una reverencia y se alejó.
—Mícer Zerbi, esperad —Taverna se acercó—, quiero estar seguro que no se trata de nada grave. Habéis de saber que tengo que contarlo todo en Milán.
—El Cardenal no tiene nada de qué preocuparse, le he practicado una sangría y ahora los dolores se han calmado. Le he prescrito pociones que tendrá que tomar cada dos horas, y si en los próximos días persistieran los mismos síntomas, lo someteré a otra sangría.
—¿Nada sospechoso entonces?
—No, si pensáis en un envenenamiento.
—Si tenéis dudas, no vaciléis en informarme, y si necesitáis consultarlo con cualquier colega, no temáis preguntármelo. El Moro os podrá enviar desde Milán a mícer Ambrogio da Rosate.
—No creo que por el momento sea necesario. Pero no lo dudéis, si tengo esa necesidad, os lo haré saber. Buenas noches.
En la voz de Zerbi había un tono de fastidio. No podía soportar a aquel matasanos, o mejor, aquel astrólogo afortunado, Rosate, que sólo por haber adivinado un par de diagnósticos había sido cubierto de honores.
Hizo una señal para despedirse y se alejó.
Mientras, Lonati se había acercado a Caracciolo.
—El cardenal solicita veros —dijo al joven, que se levantó rápidamente—, no os quedéis durante mucho tiempo, y no le hagáis hablar demasiado, está muy cansado.
Caracciolo entró en la habitación.
Ascanio estaba tumbado con los ojos cerrados. Cuando el secretario se acercó, los abrió y, con voz débil, le susurró.
—Tenéis razón, no puedo seguir padeciendo. Apenas me ponga mejor, pensaré en cómo ponerlo en su sitio…
Marino asintió.
—No habléis, cardenal. Cuando estéis mejor, me lo contaréis todo.
Ascanio, levantándose de los cojines, lo cogió por un brazo.
—Esta vez no lo dejaré correr —cayó sobre los cojines con el rostro contraído por el dolor mientras Caracciolo salía.
—¿Por qué habéis entrado? ¡El cardenal tiene que descansar! —Taverna habló al secretario con tono de reproche.
—Le he hecho entrar yo. Ascanio quería verlo —se entrometió Lonati.
Marinó Caracciolo se quedó en silencio durante un instante, preguntándose si debía revelar las intenciones del cardenal, pero luego prefirió mantenerse en la ambigüedad.
—Tenía que comunicarme algunas comisiones urgentes.
Bajó la mirada y no añadió nada más.
—Señores, se ha hecho tarde. Será mejor que nos vayamos a casa. No ha sido una velada tranquila y mañana tampoco será un día apacible. Espero que el buen Dios nos ayude. Buenas noches —Lonati se levantó con fatiga y mandó a un paje a que llamase a su escolta.
Caracciolo y Taverna se dirigieron juntos hacia la salida.
—¿Habéis venido sin escolta? —el joven miró alrededor sin ver a ningún sirviente.
—Vivo cerca de aquí y no llevo conmigo objetos de valor. En cuanto a los enemigos, hasta ahora no debería tener ninguno. Buenas noches, nos veremos pronto.
Taverna salió de la puerta precedido por el sirviente que sujetaba una antorcha.
Caracciolo entró en el palacio y la puerta de la entrada se cerró a sus espaldas.
La terrible noticia del ahorcamiento del barón Ippolito ha enfadado mucho a vuestro hermano el Cardenal. El luctuoso hecho le ha afectado tanto que le ha provocado una indisposición y ahora deberá guardar reposo.
Temo, mi señor, que el cardenal Ascanio quiera abandonar sus intenciones de congraciarse con el duque de Gandía, y que las esperanzas de resolver de la mejor forma la historia del matrimonio de vuestro primo Giovanni se alejan cada vez más.
Cuanto ha sucedido, a mi juicio, ha comprometido totalmente las buenas relaciones de vuestra familia con Su Santidad.
El Cardenal exige excusas y creo que esté decidido a dar una lección al duque de Gandía.
Cierto es que la muerte llama a la muerte...
He intentado convencerle de que aplace cualquier decisión en espera de vuestra opinión, pero estaba demasiado alterado para escucharme. Volveré a hablar con él en los próximos días, y os tendré oportunamente informado sobre el desarrollo de esta deplorable situación.
Encomendándome a Dios, os envío mi saludo más humilde.
Vuestro embajador,
Stefano Taverna
Era ya tarde, y la vela encendida sobre el escritorio se había consumido por entero.
Taverna releyó atentamente la carta y dobló las hojas. Ahora podía irse a descansar. Tenía únicamente un par de horas antes de que amaneciera y llegase el correo que en pocos días depositaría su mensaje en las manos de Ludovico Sforza.
Tumbado en la cama, con los ojos abiertos en la oscuridad, vio pasar por delante las imágenes de la trágica velada. Volvió a pensar en la expresión de Caracciolo cuando le había acompañado a la puerta, en los ojos de aquel joven había una excitación insólita… Quién sabe lo que le había dicho Ascanio cuando lo había llamado dentro de la habitación. Pero quizás las suyas eran solo sensaciones dictadas por el cansancio.
La caducidad de la vida nunca le pareció tan real como aquella noche.
Y el mañana, incierto y oscuro.