CAPÍTULO IX

EL BARÓN GIANANI

Roma

11 de mayo de 1497

Sobre el corazón del anciano barón pesaba un pavoroso cansancio.

La sala en la que se había refugiado estaba casi a oscuras, sólo un débil rayo de luz pasaba a través de las cortinas que cubrían los amplios ventanales.

Abandonado sobre un sillón, el viejo buscaba un poco de paz en la soledad antes de enfrentarse a sus hijos. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el respaldo. La fuerza había dejado su cuerpo, pero no su mente, que trabajaba incansablemente negándole el deseado olvido del sueño. Sus pensamientos se aparecían sin lógica, sin principio ni final, llegaban como imágenes improvisadas y, como copos de nieve, se iban mezclando con tantos recuerdos de su vida.

Se vio de joven, mientras desde el arrecife desafiaba al mar en tempestad. Alto y delgado, recto y bien plantado como un árbol sobre las sólidas raíces de su antigua familia, los cabellos castaños enredados por el viento, los ojos oscuros pequeños y penetrantes que daban a su rostro infantil una expresión madura. Después, su imagen se sobreponía a aquella de su padre que lo castigaba con severidad por sus impertinencias. No recordaba el rostro de aquel hombre inflexible, sólo sus cabellos grises que caían sobre sus hombros fuertes y el brazo levantado, listo para pegarle…

Se sujetó con las manos descarnadas a los brazos del sillón para no caer en la espiral sin fin de sus pensamientos pero, mientras estos se disolvían, escuchaba su voz que imponía a Ippolito ir a la fiesta… Y luego, a lo lejos, el grito de una mujer…

El barón abrió los ojos y vio a Isabella delante de él.

Extendió una mano para asegurarse de que al menos ella era real, y ordenó a la camarera que la acompañaba que corriera las cortinas. La claridad del sol de mayo invadió la habitación. Isabella apretó entre las suyas las manos del anciano y se sentó silenciosa junto a él.

—Os esperaba, dentro de poco llegarán los demás —murmuró Gianani mirando a su nuera.

La joven, de una palidez sobrenatural, tenía los ojos enrojecidos de llorar y los labios exangües estaban cerrados en un pliegue amargo. Sus cabellos finos, de color castaño, estaban cubiertos por una cofia oscura; su figura, cargada con el avanzado embarazo, prisionera en un vestido negro agobiante.

Con un vuelco en el corazón, el viejo pensó que él era el responsable de la muerte de su hijo, y de la desesperación de aquella pequeña mujer. Pero ya nada podía cambiar el pasado, ni las oraciones, ni las lágrimas, ni las añoranzas. ¡Maldito destino! La muerte no le había preferido a él, viejo y cansado de vivir, sino a Ippolito.

Era muy tarde cuando lo habían traído a casa envuelto en una capa. El ruido repentino e insistente de los batientes de la puerta despertó a todo el palacio. Agobiado por un presentimiento, había bajado por la escalera y se había acercado al cuerpo de su hijo. Con una antorcha había iluminado el rostro y en aquel instante Isabella había gritado. Inútilmente Jacopo le había intentado cubrir los ojos, pero ella había visto las señales en el rostro de Hipólito, consecuencia del sufrimiento padecido en el momento de la muerte, la lengua que colgaba a un lado y la horrible señal azulada que le surcaba el cuello.

Se había abandonado en los brazos de Jacopo, y desde aquel momento no había vuelto a hablar.

Su grito se escuchaba todavía indeleble, como todas las voces de la desventura.

El barón la miró, mientras se abrazaba el vientre con las manos, con los ojos velados por la ternura.

Tenía dieciséis años cuando se casó. El matrimonio fue organizado con el apoyo del cardenal Ascanio, que conocía bien a la familia de la que provenía, no de gran nobleza, pero sí de sólidas finanzas. Gracias a aquella joven había vuelto un poco de alegría a un palacio donde sólo vivían hombres, desde que, ocho años antes, muriera la madre de Ippolito.

«¿Qué será de su vida… y de la mía?», se preguntó el barón.

Una larga vida la suya, para aquellos tiempos oscuros. Nunca como en esos días, y en aquellas últimas e interminables noches, había visto pasar delante de sus ojos toda su existencia, con sus glorias y sus derrotas. No buscaba excusas a sus culpas, estaba preparado para expiarlas, pero era incapaz de aceptar la muerte absurda de un hijo.

Un estremecimiento de orgullo pareció darle la fuerza perdida, pero no fue más que un momento. Una punzada le atravesó el pecho, cortándole la respiración.

¿Por qué Dios lo ponía todavía a prueba? ¿Era el mismo Dios omnipotente y misericordioso del que hablaban los sacerdotes desde sus púlpitos? ¿Cómo podía creer en las palabras de aquellos ministros indignos, que sustentaban el poder espiritual con la misma falta de escrúpulos con la que gestionaban sus enormes riquezas? El propio vicario de Cristo en la tierra había destruido la vida de un hombre culpable sólo de su impulsividad, aunque perdonaba las locuras de su hijo preferido; es más, incluso alardeaba de ellas.

Ippolito tenía sólidas razones para odiar a Juan.

El joven español había pretendido que le restituyeran un feudo de la Iglesia, asignado a su familia desde hacía generaciones, para cederlo a un protegido suyo. Fue un duro golpe e Ippolito nunca aceptó que los extranjeros se comportasen como ladrones en su casa. Era impetuoso y orgulloso, quería luchar contra los atropellos y no había querido frenar sus ardores con el cinismo de un viejo. En cambio, debería haberlo hecho.

Oyó un rumor de pasos y la puerta se abrió. Uno a uno fueron entrando sus hijos. El primero, Jacopo, el mayor, de modales fríos, violentos, y con una expresión enojada en sus ojos grises y penetrantes. El viejo suspiró observándole mientras besaba la mano de Isabella con ternura, y acariciaba la cabeza morena y revuelta de Mario, que se había inclinado para abrazarlo. Mario era impulsivo y su impetuosidad le procuraba a menudo problemas, pero tenía un gran corazón. Por último entró Andrea, el más guapo, sin lugar a dudas. Desde la infancia se veía que era diferente. Sus modales agraciados, su sensibilidad y su pasión por el arte, lo distinguían claramente de sus hermanos.

Durante un momento el barón los imaginó de nuevo niños: Jacopo, que organizaba los juegos; Ippolito, siempre vivaz y provocador; Mario, que desafiaba a Andrea; y Andrea, que corría hacia su madre buscando protección. En el fondo, no habían cambiado.

—Hijos míos… —la voz le tembló, impidiéndole continuar.

—¡Basta! Hace tres días que Ippolito murió y nosotros no hacemos mas que hablar. Voy a matar con mis propias manos a ese bastardo. ¡Lo ahogaré en su propia sangre!

—¡Déjalo ya, Mario! —intervino Jacopo con autoridad, sus ojos buscaban los de Isabella—. Todos sufrimos.

—¡Tenéis que dejarme a mí a ese hijo de puta! ¡Me batiré con él! —saltó de nuevo Mario.

—Vos no haréis nada por vuestra propia iniciativa —le intimidó el barón.

—Un duelo lavaría nuestro honor.

—Es un villano, no aceptará. Ha rechazado el desafío de Ippolito, así que no merece un final digno. Aprovechemos, en cambio, el hecho de que son tantos los que lo quieren muerto y preparémosle una trampa —Jacopo miró a su padre, que se llevó la mano al pecho.

—¡No pensaréis en acabar con él!

Andrea estaba consternado.

—¿Queréis matar a uno de los hombres más influyentes de Roma? No somos la familia Sforza. El Papa nos descubrirá y nos destruirá, no quedará de nosotros ni tan siquiera un recuerdo ¡y yo no quiero terminar como Ippolito!

—¿Es esto lo que os enseña el pervertido de vuestro amigo? ¿A ser Un villano? —Mario se había acercado al hermano y le gritaba en la cara.

—¿Cómo os atrevéis? —Andrea se puso de pie.

—¿De quién estáis hablando? ¡Quiero explicaciones! —el barón intentó imponerse, pero los dos jóvenes lo ignoraron.

—Ah, ¿soy yo el que deshonra a la familia? ¡Qué valor! ¿Y todas esas desgraciadas a las que dejáis embarazadas y todos aquellos a los que destrozáis a golpes cuando bebéis? ¡Por no hablar de las deudas que tenéis…! ¡Sois un canalla, un putero!

—¡No sois un hombre, sois una marica!

—¿Por eso llenáis el país de bastardos y malgastáis nuestro dinero en las casas de juego?

—¡También al asqueroso de vuestro Cardenal le gusta jugar, lo encuentro a menudo, pero yo soy un principiante comparado con él, no juego sus cifras! —un gesto de amargo sarcasmo apareció en el rostro de Mario.

—¡La verdad es que sólo habéis conseguido que os engañe…! No lo tengo yo por un hombre…

—¡Cállate! —Jacopo se puso en medio.

—¡Vos no sois mejor que nosotros! ¿Por qué no os traéis aquí a vuestro bastardo? Tenéis miedo del marido cornudo, ¿verdad? Todos saben que es vuestro hijo, ¡menos él! —Andrea estaba fuera de sí.

Los ojos de Jacopo se transformaron en cuchillas afiladas.

—Arrojáis al fango a los demás para esconder la podredumbre que hay dentro de vos —le dijo cogiéndolo por el jubón.

Andrea se quitó de encima las manos de su hermano gritando:

—Vos, y vuestro falso moralismo, sois sólo capaces de predicarlo. ¡Me dais asco!

—¡Basta! ¡Qué vergüenza! —el viejo se había levantado del sillón y su pequeña figura se aleteaba entre ellos como un espectro—. Tenemos que mantenernos unidos; discutiendo, lo único que haremos será seguir su juego.

Durante algunos instantes nadie se movió. Al final Andrea, dirigiéndose hacia la puerta, dijo:

—Me voy, en esta familia no hay sitio para mí.

—Andrea, quedaos. Ippolito os quería y yo también os quiero. Quédate, por favor.

La sorpresa de sentir de nuevo la voz débil de Isabella tuvo como efecto el calmar los ánimos. Andrea volvió sobre sus pasos, Mario se sentó y Jacopo continuó hablando como si no hubiese ocurrido nada.

—He examinado todas las posibilidades y la primera que he descartado ha sido justamente la de lanzarme contra Gandía para apuñalarlo. Serviría únicamente para terminar asesinado por su escolta y desatar la furia del Papa —fijó la mirada sobre Mario que bajó los ojos—. Pero aceptar pasivamente un asesinato impune y retomar la vida de siempre tampoco me parece posible —Andrea se puso colorado—. Si bien, hay una forma de resolver la cuestión.

—¿Resolver la cuestión? Llamadlo por su nombre: ¡asesinato! ¡Yo no concibo esta forma de saldar cuentas! —exclamó Andrea indignado, buscando solidaridad en los ojos de su padre.

El viejo callaba. Cada ofensa que se lanzaban era una puñalada en su corazón. ¿Qué podía decir a la propuesta de Jacopo? Unos años antes no hubiese dudado, no sería el primer homicidio de su vida. Pero hoy, algo en lo más profundo de su corazón le sugería calmar a sus hijos. Algo misterioso, en contra de lo que no sabía luchar, le indicaba que aceptase el dolor y la precariedad de la vida.

—No necesitamos vuestro consentimiento —Jacopo atravesó a Andrea con la mirada.

—Por supuesto, yo no cuento. Es más, soy vuestro escándalo. También vos, padre, ¡decidlo, que hubiese sido mejor que yo ocupara el puesto de Ippolito!

El barón movió la cabeza sin responder.

—No sois vos el argumento de esta reunión —repuso Mario molesto.

Andrea temblaba de rabia.

—¡Parece que nadie tiene el coraje de decir que Ippolito ha sido un insolente! No ha pensado las consecuencias de sus palabras, y yo no quiero morir por su inconsciencia.

—Ippolito ha muerto por nuestro honor, y vos en cambio… —Mario se controlaba con dificultad.

—Llamando al hijo del Papa bastardo no ha reivindicado nuestras tierras ni ha defendido nuestros privilegios, ¡sólo ha conseguido que lo maten! —gritó Andrea con la cara roja.

—No se por qué os dejamos hablar —acució Mario—. Nunca os habéis ocupado de la familia.

—¿Y vos? ¿Os ocupáis de la familia? ¿Y desde cuándo?

El barón se dio cuenta que no podía seguir callando.

—Hijos, mantengámonos unidos, os lo ruego. Para mí sois todos iguales, sois la única razón que me queda para vivir. Conocía el dolor, pero éste… éste espero que no lo tengáis que probar nunca. Vosotros sabéis cuántos años pueden durar las enemistades entre las familias, y esta vez nos encontramos con un enemigo demasiado grande para nuestras fuerzas. Andrea no se equivoca, Ippolito ha sido un imprudente, pero ahora ya es demasiado tarde para acusarlo, y me parece que ha pagado un precio muy alto. Si ha actuado así ha sido sólo para defender a Ascanio Sfroza. Recordemos que sin su apoyo, nuestra familia estaría en una situación desesperada: Ippolito le había jurado fidelidad y no podía imaginar que algo así podía suceder… —el barón calló, agobiado y miró a Andrea que, abatido, hizo un gesto de conformidad—. Debería sugeriros cómo actuar, pero no quiero dejarme llevar por un impulso irracional de venganza. Todavía necesito reflexionar.

Miró a sus hijos uno a uno, detenidamente. Después de un tiempo, añadió:

—De todos modos, mientras tenga vida, actuaréis según mi voluntad. Todavía mando yo, no lo olvidéis.

Isabella lloraba desconsoladamente, mientras los demás bajaban la cabeza, en silencio.

—No se trata solo de vengar la muerte de Ippolito —Jacopo retomó la palabra manteniendo la mirada de su padre—, sino de rebelarnos contra los atropellos, y fue eso lo que nuestro hermano intentó hacer. Quien no se agacha ante un Borgia, tarde o temprano lo lamenta. Tenemos que actuar enseguida, esperar sería un error. Tenemos que preparar un plan perfecto. Mario, ¿estáis de mi parte?

—¡Si, el cerdo del hijo del sacerdote merece ser degollado rápidamente!

De repente, un gemido salió de los labios de Isabella. La joven intentó levantarse pero cayó de rodillas por el dolor de las contracciones.

—¡El niño! —Isabella gritó con sufrimiento sujetándose el vientre—. ¡Por favor, ayudadme!

Andrea se precipitó fuera de la sala llamando a una criada a gritos.

—Rápido, hay que llevarla a su habitación.

Mario la levantó y la condujo a través del pasillo a sus aposentos.

El viejo cogió el bastón, e intentó con dificultad llegar hasta la puerta, pero Jacopo lo detuvo.

—Esperad, llamaremos a la comadrona, y al médico, si es necesario. Ha llegado antes de lo previsto, debíamos haberlo imaginado. Sentaos, me quedaré aquí, junto a vos.

El barón se volvió a sentar en el sillón y cerró los ojos.

—Jacopo, os necesito, tendréis que ser vos quien defienda la familia. Tengo miedo de que me fallen las fuerzas.

—No os preocupéis, todo se resolverá de la mejor forma. Ahora pensad que dentro de poco veréis a vuestro primer nieto —le puso una mano sobre los hombros.

El viejo lo miró conmovido.

—No es el primer nieto, ¿verdad?

Jacopo dudó. Luego decidió contarle la verdad.

—Nunca os he hablado de él, para no poneros en una situación comprometida. Ella está casada… El niño es mío, pero lleva el nombre del marido. La destrozaría si dijera que yo soy el padre, y también al pequeño…

El barón asintió, pero no habló. Un agotamiento infinito le impedía abrazar a su hijo contra su pecho y gritarle que todos los principios en los que había siempre creído le parecían banales. El final de Ippolito había borrado todas sus certezas, y le había desvelado la inutilidad de los convencionalismos sociales. Sólo contaba el afecto.

Jacopo, para rebajar la tensión, cambió de conversación.

—¿Os acordáis de cuando Mario y yo hicimos creer a Ippolito que Isabella era fea y coja? Le hicimos ver el retrato de una mujer horrorosa, con la nariz aplastada y joroba. Fuimos tan convincentes que Ippolito nos montó un número increíble.

El barón sonrió. Se dio cuenta de que Jacopo intentaba distraerlo en la espera opresiva, pero los recuerdos todavía le hacían daño.

Dos golpes en la puerta rompieron el silencio.

—Señor barón, su excelencia el obispo Giovanni Marradés solicita ser recibido —el paje se quedó esperando una respuesta.

Jacopo se acercó a su padre. Temía que la visita del ayuda de cámara del Papa pudiese agitarlo todavía más.

—Si no queréis recibirlo, puedo hacerlo yo.

—No, quiero hablarle. Pero solo —respondió con tono categórico, invitando a su hijo a salir.

—Acomodaos, excelencia —el barón le indicó un sillón delante de él—. Perdonadme si no me levanto, pero mi estado de salud no me lo permite.

—Entiendo perfectamente —Marradés se sentó.

—¿A qué debo esta visitantes de contestar, el prelado inspiró profundamente. El suyo era un deber ingrato: el Papa le había encargado descubrir si aquella violenta familia tenía planeada alguna venganza. Durante tantos años de servicio junto a Rodrigo, Marradés había aprendido a no juzgar las acciones, y también ante este hecho había intentado convencerse que el Papa había realizado sólo un acto de justicia: Juan había sido insultado, él y su paternidad puestas en discusión delante de todos. Dentro de sí, sin embargo, no conseguía aceptar un comportamiento parecido por parte del vicario de Cristo.

Contemplar ahora al viejo Gianani en aquel estado le estremecía. Sintió el deseo de consolarlo.

—Señor barón, lo siento enormemente. Creedme, mis palabras son sinceras —dijo con la cabeza inclinada.

—La verdad es que Rodrigo nos desprecia. Se ensaña con nosotros, ha destrozado la vida de mi hijo pisoteándola como si fuese la de un insecto insignificante. ¿Qué más quiere de mí? Si os ha mandado, tiene que haber un motivo, vos y yo no somos tan íntimos como para intercambiarnos visitas de cortesía.

—No menosprecio vuestra inteligencia, ni por supuesto vuestro dolor.

—Entonces id y contadle a quien os ha mandado que si quería hacerme sufrir, lo ha conseguido. Sí, sufro terriblemente y Su Santidad puede imaginar cuánto —la voz del viejo se escuchaba alta y firme—. Pero si pensaba destrozarnos, decidle que se equivoca, mi familia y yo superaremos también este momento, y continuaremos por nuestro camino. No estoy acabado y no estoy solo.

Marradés se quedó absorto un instante. ¿Aquel «no estoy solo» significaba que el barón y Sforza se habían puesto ya de acuerdo para vengarse conjuntamente?

—A veces el destino es cruel, pero a menudo los hombres, en el intento de modificarlo, lo empeoran —dijo por último.

—¿Llamáis destino a la desconsiderada voluntad de un hombre?

—¡Fue provocado, barón! —las palabras se le escaparon de la boca.

—¿Habéis venido a justificar un acto injustificable? ¿Habéis venido a pedir mi absolución? Si éste es el motivo de vuestra visita, me veré obligado a pediros que os marchéis inmediatamente de mi casa —los ojos del barón brillaban.

Marradés se calló. Se sentía como en una ciénaga, cualquier cosa que decía, le hacía hundirse todavía más.

—¡No! Me habéis entendido mal. No es mi deber juzgar ni las palabras de vuestro hijo ni la decisión del Papa.

—¡Lo acabáis de hacer!

—Mi pésame es sincero, no tendría motivo para fingir, podría haber evitado esta parte si quisiera.

El barón lo observó severamente y luego asintió.

—Os creo, Marradés, y acepto vuestro pésame. Pero no estáis aquí sólo para esto.

—Si os dijera que el Santo Padre lo siente, os ofendería, pero no tenéis tampoco que pensar que quiere destrozar a vuestra familia. La última cosa que quiere Su Santidad es una cadena de venganzas. Os invita, por lo tanto, a sopesar cualquier decisión, y a no dejaros llevar por otros menos sabios que vos a realizar acciones desconsideradas.

—Ahora está todo aclarado, quiere estar seguro de que mi familia no piensa en la venganza y me invita a ponderar mis actuaciones. ¡El, que no ha valorado la situación ni siquiera un instante! —movió con tristeza la cabeza—. Sabed, Marradés, que esta revelación me ha tranquilizado; no me miréis sorprendido, os explicaré por qué. Ese hombre se siente tan vulnerable que teme a un pobre viejo como yo. Tiene miedo. El, que tiene en su mano toda Roma, que tiene millares de españoles a sus órdenes… ¡tiene miedo de mi familia! Siento una pena enorme, porque está muy lejos del Paraíso que predica. Decidle que yo no conozco el futuro, ni puedo decirle si alguien asumirá el encargo del destino de su vida o de la de su hijo.

Marradés lo observó admirado. Había que tener coraje para pronunciar aquellas palabras, pero resultaba evidente que Gianani estaba atormentado por la duda y no había tomado ninguna decisión. Ahora Marradés tenía la respuesta que buscaba.

—Barón, concededme todavía un poco de vuestro tiempo. Os hablaré como ministro, indigno, de Nuestro Señor. Las pruebas que Dios nos manda son a veces tremendas, están tan más allá de nuestras fuerzas que tememos no poderlas superar. Pero la fe nos puede ayudar a aceptar, no digo a entender, todo lo que nos sucede. Cada cosa forma parte de un diseño divino y universal tan grande que escapa a nuestros limitados ojos, pero que tiene como inicio y como fin el amor de Dios por nosotros.

—No me pidáis en este momento que sienta el amor de Dios. Solamente puedo aceptar el dolor que tengo en el corazón como un castigo por el mal que he hecho, pero nada más.

—Me gustaría poder ayudaros, pero sólo tengo estas palabras: dejad que Dios os encuentre dispuesto a recibirlo.

Marradés hizo la señal de la cruz y bajó la cabeza murmurando una oración.

—Gracias. Ahora marchad: estoy demasiado cansado para continuar hablando.

Caminando con pasos lentos por el pasillo, Jacopo pensaba que el dolor por la muerte de Ippolito había sido sustituido en su alma por una calma glacial. Estaba lúcido, observaba y juzgaba la realidad sin confundirse en la niebla de los sentimientos. Lo que tenía programado era una operación quirúrgica, como el cirujano que saja un bubón infectado para hacer salir la infección. El mundo no sentiría la falta de Juan: llorarían los suyos y pocos más.

Andrea lo había llamado cínico, quizás tenía razón, pero no sentía ninguna voz interior que lo invitaba a la piedad. Su padre estaba luchando contra dos sentimientos opuestos, pero no era igual para él. La muerte de Borgia era su objetivo y estaba decidido a realizarlo enseguida, antes de que alguien pensase lo mismo. No quería recoger los frutos del odio de los demás, quería hacerlo con su propia mano.

Cuando vio que Marradés se marchaba, se dirigió rápidamente al estudio y se sentó delante del viejo, ansioso por escucharle.

 

 

 

En su habitación, Andrea había pensado en la discusión de antes. El barón sabía que él era homosexual. De hecho, desde la adolescencia le había puesto un rígido preceptor que le había hecho odiar todavía más lo que él llamaba la normalidad. Aquel maestro obtuso no podía siquiera imaginar lo que se podía probar dejando libre al corazón de conocer todos los matices de los sentimientos por los individuos como tales y no en función del sexo.

Su padre no había valorado el tormento de su alma sensible bombardeada por la incomprensión y la violencia. También Mario se había obstinado en cambiar sus inclinaciones, había conseguido llevarlo incluso con una prostituta, pero de aquella experiencia Andrea había obtenido sólo mortificaciones y disgustos. Se había encerrado en sí mismo, dedicándose al arte y a estudiar, y así había encontrado a Lorenzo, hombre culto, refinado, amante de la belleza en todas sus extraordinarias facetas y sensible como él. Amarlo había sido fácil, y ceder una cuestión de pocos meses. Su felicidad estaba empañada sólo por el miedo a que todo terminase, sabía que el otro era curioso y siempre estaba a la búsqueda de nuevos encuentros. Una noche, durante un banquete, Andrea lo había visto quedarse mudo con la llegada imprevista de Juan. Lo había sorprendido mientras le lanzaba una mirada inconfundible. Había escuchado su acariciadora voz expresar palabras llenas de promesas hacia el joven español.

Y él había odiado a Juan.

Lo odiaba porque le quitaba el amor exclusivo de aquel hombre, pero sobre todo porque aquel condenado había conseguido humillar y reírse de la única persona con la que se sentía feliz. Todos sabían cuánto detestaba a Juan, y ahora, además de este móvil, tenía también el de la venganza familiar. Podían acusarlo a él del delito… por eso había intentado frenar a sus hermanos.

Volviendo sobre el argumento, sin embargo, Jacopo había dicho que el riesgo no era tan alto, otros podían ser sospechosos. A lo mejor había sido un estúpido por tener en cuenta todas aquellas dificultades, y también un ingrato. Ippolito nunca se había reído de él, lo había defendido siempre de las burlas y de las maledicencias, y escuchaba sus confidencias sin juzgarlo.

Sintió una nostalgia atormentada por su hermano.

 

 

 

Mario se dirigió a las cuadras para comprobar que su caballo, un joven alazán de tres años, había sido cepillado.

Estaba rabioso, impaciente, y era consciente de que para vencer su nerviosismo tenía que eliminar el mal desde la raíz: Juan tenía que morir.

Jacopo había decidido no dejar sin castigo el homicidio, pero sin el consentimiento paterno no se movería. Era necesario demasiado tiempo para convencer al viejo, y él no podía arriesgarse a que la decisión final fuese la de dejarlo pasar.

Acarició el lomo resplandeciente del caballo y se juró a sí mismo no perder el tiempo en discusiones inútiles: pondría de acuerdo un grupo de hombres de confianza y en la primera ocasión asaltaría a Gandía.

 

 

 

La dama de compañía de Isabella entró en la habitación sin llamar, con el rostro sonrojado por la emoción:

—¡Señor barón, es un niño! Está sano y fuerte, dentro de poco podrá verlo.

Gianani se dio cuenta de que lloraba. Las lágrimas le caían profusamente por las mejillas y no conseguía detenerlas. No se acordaba de la última vez que le había pasado. Ni cuando murió su mujer, a la que había amado durante tantos años, ni tampoco cuando había cogido en brazos el cuerpo sin vida de Ippolito. En esos momento, el rencor hacia el destino que le había arrancado antes de tiempo los afectos más queridos había sofocado su dolor.

La habitación permanecía en penumbra. El rostro hermoso de Isabella estaba marcado por el sufrimiento, pero en su mirada resplandecía una luz nueva. Abrazaba bajo el hombro izquierdo al pequeño que dormía tranquilo envuelto en paños, y lo miraba incrédula por haber realizado aquel prodigio.

El barón caminó, sujeto por Jacopo. Una vez junto a Isabella, le cogió la mano y se la llevó al pecho.

—Hija mía, os doy las gracias por este regalo. Quiera Dios que este niño tenga una vida larga… —la emoción le impidió seguir hablando.

Después de un momento de silencio, Isabella con voz decidida dijo:

—Ha impedido a Ippolito ver a su hijo.

El rostro del viejo se oscureció.

—No tengáis temor por nada, mis hijos y yo estaremos siempre a vuestro lado, y os protegeremos —acarició delicadamente la frente del pequeño y se dirigió con dificultad hacia la puerta.

Jacopo se acercó a Isabella y Mirandola murmuró:

—Le vengaremos —después se encaminó junto a su padre y, sujetándolo, salieron los dos.

 

 

 

Una vez fuera, el barón encontró a Andrea que lo esperaba.

—Me gustaría hablaros, señor padre.

Jacopo se giró para alejarse, pero Andrea lo sujetó.

—Quedaos vos también. Antes he sido impulsivo y egoísta, odio la violencia y no estoy convencido de que la venganza sea la forma mejor de saldar las cuentas, pero quería a Ippolito y quiero también a su hijo. Sois mi familia y me quedaré con vosotros —cogió la mano de su padre y se la besó.

—Sí, Andrea, somos una familia, nada nos dividirá. Pero vos no deberíais hacer aquello que vuestra conciencia no apruebe.

—¿Puedo entrar a ver al niño?

—Isabella se alegrará. Gracias por tus palabras, hijo mío —lo abrazó con fuerza.

Andrea, algo confuso, entró en la habitación.

—Pobre chico —dijo el viejo caminando lentamente por el pasillo—, a lo mejor debería procurar entenderlo en vez de intentar cambiarlo. Me he equivocado, no tenía que haber sido tan duro.

—No era una tarea sencilla.

—Estoy preocupado por él. ¿Con quién está?

Jacopo intentó asumir un aire tranquilizador.

—No deis crédito a las insinuaciones de Mario; cuando le provocan, no sabe lo que dice. Andrea es ya un hombre y es responsable de sus elecciones, no tenéis por qué preocuparos. ¿Os acompaño a la habitación?

—Sí, necesito descansar, pero tenemos que pasar más tiempo juntos, para hablar —lo miró con una tristeza infinita.

Jacopo corrió las cortinas para oscurecer la habitación.

—Prométeme que impedirás a Mario hacer locuras, y que tú tampoco las harás. No haréis nada sin advertirme antes.

—Ahora tenéis que descansar.

—Apenas me encuentres mejor, hablaremos todos de nuevo, y esta vez no quiero que haya peleas.

Jacopo cogió la mano del anciano entre las suyas, después cerró la puerta y se alejó.

Una vez solo, el barón intentó ordenar sus pensamientos.

Su instinto le sugería venganza. Había escondido ese sentimiento a sus hijos, pero no podía negarlo ante sí mismo. ¿Era posible que las canas, el cuerpo cansado por mil achaques, las experiencias duras de la vida no conseguían domarlo? Hoy algo le sugería que su deber era el de calmar la sed de venganza.

Ahora tenía que proteger también a su nieto, la alegría de haber visto al pequeño había sido inmensa. No podía compensar la pérdida de Ippolito, pero era una pequeña parte de su hijo que se mantenía viva. Después del dolor de aquellos días no pensaba que pudiera recobrar la dulzura del alma. Ayudar a crecer al hijo de Ippolito sería su redención. Tenía que encontrar una mujer a Mario para intentar frenar la furia de aquel inconsciente, y entender a Andrea, sin pretender de él aquello que no podía darle.

La cordura ahora dominaba a la pasión, pero no sólo por esto desaprobaba la propuesta de Jacopo. Había otra cosa.

El Papa también era viejo, todavía vigoroso, pero viejo. Aquel desgraciado de Juan era el centro de su corazón, quitárselo significaría su ruina, humana y política. Lo merecía seguramente, como hombre y como Papa.

Volvió a pensar en las palabras de Marradés. Un baño de sangre no calmaría su sufrimiento y no le daría de nuevo a Ippolito, acallaría su amor propio, pero no aliviaría sus penas.

¿Cómo puede un viejo, que, por su propia sabiduría, debería proteger la vida, destrozar la de un joven?

El no volvería a escuchar más la voz de la venganza que, como una bestia de mil formas, sabía disfrazarse de justicia, de víctima, justificar la defensa del honor… Ahora eso había acabado. Había entendido que no le tocaba ni a él, ni a ningún hombre decidir el destino del otro, incluso aunque éste fuera un infame. Había encontrado finalmente la respuesta que desde hacía tanto tiempo buscaba. Debería explicárselo a sus hijos e impedir que ellos cometiesen sus mismos errores.

Una fuerte punzada le atravesó el corazón. Tenía que ponerse en marcha, le quedaba poco tiempo.