CAPÍTULO X
ANTONIO PICO DELLA MIRANDOLA
Roma
30 de Mayo de 1497
El conde Antonio Pico della Mirandola apareció bajo la enorme puerta de Santa María del Popolo. El rito fúnebre había terminado y la iglesia se estaba vaciando lentamente. La multitud de fieles, confundidos y tristes, se acercaban a la plaza situada enfrente comentando los hechos en pequeños círculos.
El Conde pasaba entre el gentío mirando alrededor y saludando con un gesto rápido de cabeza a todas aquellas personas que conocía. Buscaba a alguien y no quería que lo distrajeran. Estaba a punto de darse la vuelta cuando divisó a un joven rubio que salía rápidamente de la iglesia. Indicó a un hombre que lo detuviese, y con un gesto de la mano lo invitó a acercarse. Acompañados por la escolta se alejaron de la plaza.
En las calles desiertas y soleadas, sus figuras proyectaban sombras bien definidas en la luz deslumbrante de una tarde de mayo.
Mirandola, alto e imponente, superaba a los demás en un palmo y su rostro, algo rojizo, estaba enmarcado por una abundante barba blanca que acentuaba la expresión severa de su boca apenas dibujada. Los ojos, sobrecargados por unos párpados caídos, parecían dos fisuras en su rostro. Parecía visiblemente acalorado y el traje oscuro que llevaba le pesaba como los pensamientos que le oscurecían el humor. Aceleró el paso deseoso de librarse del calor de la calle y refugiarse en las frescas habitaciones de su palacio.
—¡Una familia perseguida por la desgracia! —exclamó dirigiéndose hacia Jaches, que caminaba junto a él—. Dos lutos en pocos días, primero Ippolito y ahora el Barón.
—El viejo ha muerto de dolor, de eso no hay duda. ¿Habéis notado la mirada de loco de Mario? Andrea estaba lívido y silencioso y Jacopo…
—Jacopo no me parece un tipo que olvide —afirmó el Conde con decisión—, pero, decidme, vos que estabais presente, ¿no fue posible salvar a Ippolito?
Jaches negó con la cabeza.
—Nos quedamos todos paralizados, el cardenal Sforza estaba fuera de sí, no le había visto nunca perder el control. Borgia ignoró también su inmunidad.
—Ascanio tiene toda la razón para estar enfadado, pero yo continúo preguntándome por qué el Papa, que generalmente es tolerante, ha actuado de esa forma.
—Juan obtiene todo lo que quiere de su padre —Jaches pronunció estas palabras en voz baja con tono ácido.
Torcieron por una calle estrecha y en poco tiempo llegaron a la plaza donde estaba el palacio Mirandola. Los dos centinelas que montaban guardia a ambos lados de la entrada se dieron prisa en abrir los pesados batientes. Cruzaron un amplio patio porticado, y entraron en el atrio donde empezaba la escalera que conducía al piso superior.
—Por fin algo de fresco, hoy el calor es insoportable. Seguidme a mi despacho, hablaremos sin que nos molesten —mientras indicaba al joven la dirección, vio a doña Ana, la dama de compañía de su hija Ginevra, llegar corriendo y subir la escalera con un ímpetu que no era habitual.
Aquel comportamiento insólito llamó la atención del Conde. Estuvo a punto de llamarla, pero la importancia de la conversación con Jaches le tenía en ascuas. Aplazó las explicaciones.
—Querido Jaches, tendréis al igual que yo la garganta seca, lo que necesitamos es un buen vino de mis tierras de Ferrara. Os invitaré a probar uno especial.
Dio la orden al sirviente que lo acompañaba e hizo entrar al joven en el despacho.
Secándose el sudor del rostro con un amplio pañuelo se sentó en su sillón.
Jaches, en vez de sentarse, comenzó a dar vueltas inquieto por la habitación, fingiendo admirar algunos trofeos de caza colgados en las paredes. Había intentado perderse a la salida de la iglesia, pero no había podido escabullirse de la invitación del Conde y ahora tenía que afrontar una conversación espinosa. Se acercó a la ventana que daba al patio y miró el cielo. El sol todavía resplandecía, pero estaban acercándose grandes nubes; a lo mejor llovía y la lluvia atenuaría el calor sofocante de aquella primavera especialmente tórrida.
Entró el sirviente y Mirandola hizo servir el vino.
—Tomad, esto nos pondrá de buen humor —entregó al joven un vaso y bebió con evidente satisfacción el vino dorado.
—¡Óptimo, verdaderamente óptimo! Mis viñas dan siempre una uva excelente. Un día os llevaré a visitar mis bodegas… —despidió al sirviente—. Ahora vamos al meollo de esta conversación. ¿Me queréis explicar por qué continuáis aplazando la fecha de la boda? Estábamos todos de acuerdo en los particulares, no consigo entender por qué ultimamente ponéis tantos problemas. ¿No estáis satisfecho con la dote?
—No es por la dote —dijo Jaches con voz incierta.
—Hasta hace poco teníais una prisa de mil demonios, hasta tal punto que yo tenía que frenaros, ¿y ahora? Me parece que ya os he dicho que, una vez casada, mi hija podrá disponer también de una cantidad discreta que mi hermano Giovanni, que siempre tuvo un especial cariño hacia ella, le dejó. Entre lo que os daré yo y lo que le ha dejado mi hermano, se llega más o menos a doce mil ducados. Es una dote consistente, pero siempre podemos discutirlo.
Mirandola se sirvió más vino y se lo tomó de un trago.
También Jaches bebió de nuevo, lentamente, intentando buscar las palabras apropiadas para contestar. La cifra era conspicua y resolvería muchos de sus problemas, sin contar con que el cardenal Ascanio le había prometido diez mil ducados si se casaba con Ginevra. Se sonrojó de rabia pensando que tendría que renunciar.
—No, como ya os he dicho, no es por la dote —dijo sentándose enfrente de Mirandola.
—¿Entonces cuál es el motivo? No me digáis que no os gusta Ginevra.
—Ginevra es bellísima.
—¿Entonces, por qué?
—No es fácil explicarlo.
—Intentad hacerlo lo antes posible, mi paciencia se está acabando.
Jaches levantó los hombros y con un suspiró explicó:
—Tenéis razón, hay algo que me ha hecho cambiar idea. Cuando el cardenal Sforza me propuso este matrimonio yo me sentía feliz, y emparentar con vos era un gran honor; pero ahora, después de lo que ha ocurrido… —Jaches se levantó.
—¡Habláis como si la posibilidad de la boda haya desaparecido! ¡Dejad de moveros por la habitación y miradme a los ojos!
—Tengo miedo —le gritó en la cara Jaches.
—¿Miedo? ¿De qué tenéis miedo? —el Conde lo miró asombrado.
—Es mejor decir de quién.
—¿Entonces de quién?
—De Juan Borgia —Jaches pronunció el nombre mascullándolo entre los dientes.
—¿Juan Borgia? Escuchadme, Jaches, no pretendo jugar a los enigmas, explicaos de una vez por todas.
Jaches había pensado mil veces en cómo desenredarse de aquella situación difícil. Las cláusulas del contrato matrimonial estaban definidas y también Ascanio, que aprobaba aquella unión, buscaba un motivo válido para anularlo todo. La noche en la que Ippolito había muerto intentó hablarle para escuchar sus consejos, pero no lo consiguió. No le gustaba comportarse como un cobarde, pero nunca pondría en juego su vida por un matrimonio donde, aparte de las económicas, no veía otras ventajas.
—Os explicaré todo: si he esperado tanto, es porque el argumento es embarazoso. Me sentía feliz de casarme con Ginevra, pero ¿habéis visto lo que le ha pasado a Ippolito por un comentario?
—¿Qué tiene que ver el final de Ippolito con vuestro matrimonio?
—¿No sabéis nada? ¿No sabéis que Borgia ha puesto los ojos en Ginevra?
—¡Explicaos!
—Desea a vuestra hija, y utilizará cualquier medio hasta conseguirlo… si no lo ha hecho ya —Jaches bajó la mirada.
—¿Ya lo ha conseguido? —exclamó estupefacto Mirandola—. Mi hija está bien protegida, cómo podría hacer algo semejante sin que yo lo supiera. ¡No ha salido nunca de casa sin vigilancia! —dio un puñetazo tan fuerte sobre la mesa que ésta se tambaleó—. ¿Quién ha dicho esto? ¿Cómo lo habéis sabido? ¿Qué pruebas tenéis?
—No me pidáis que dé nombres, la fuente es fiable. Si os cuento un hecho tan grave es porque estoy seguro. También para mí esta historia es una desgracia.
—¿Os dais cuenta de lo que estáis diciendo? ¡Estáis insultando a mi hija! —el conde lo miró con tono amenazador, llevándose la mano al puñal.
Jaches se echó hacia atrás acobardado. Mirandola era conocido por sus ataques de cólera, era un hombre sanguíneo y violento, y cuando bebía resultaba muy peligroso.
—Os diré lo que sé.
—Intentad ser convincentes u os echaré de casa —se sentó en el sillón y se sirvió más vino.
—Gandía lleva dos meses acechando a Ginevra.
—¿Por qué no habéis venido enseguida a hablar conmigo?
—Corteja a la mitad de las mujeres de Roma, era natural que probase también con Ginevra, sin embargo nunca habría imaginado que ella correspondería a sus atenciones.
—¡Continuáis sosteniendo esa acusación indigna!
—Es lo que me han contado.
—¿Creéis todos los cotilleos que escucháis? ¡Vos, un hombre de Ascanio Sforza, un gentil hombre estimado, venís ante mí a hablar de mi hija como si fuese una puta cualquiera! ¿Quién pensáis que soy? Vos me vais a decir quién dice esas porquerías…
—Os repito que no son simples habladurías. Vos, la otra noche, no estabais en el banquete y no habéis visto con qué facilidad Juan ha obtenido lo que quería, ¡pero yo sí! Me importa mi vida, y sé que no se pensaría dos veces quitarme de en medio si me metiese entre él y Ginevra. ¿No querréis que, además de arriesgar el pellejo, acepte ser traicionado aun antes de casarme? ¡El honor para mí es importante!
—¿Y el honor de mi hija es negocio de poca monta? ¿Ascanio lo sabe? ¡Contestad!
—No. No por mí, al menos. Pero incluso si lo supiese, teniendo en cuenta el comportamiento de ella…
—Cuidado, Jaches, yo no soy un hombre paciente, y vos insistís en provocarme con vuestras alusiones. ¡Sostenéis que Ginevra no es doncella! ¡Pues yo exijo pruebas!
Jaches esperó antes de contestar, aunque era el Conde quien necesitaba tiempo, y no al revés.
—He podido evitar nuestro encuentro, y en cambio he elegido la verdad. Esto debería demostraros cuánto os estimo. No poseo pruebas de cuanto os he dicho, pero no puedo negar que tengo sospechas.
Mirandola hizo un esfuerzo inmenso para no arremeter contra él.
—Yo no me conformo con las voces de la plaza, voy a la fuente para conocer la verdad. Se lo preguntaremos a Ginevra, os aseguro que me dirá la verdad y vos la conoceréis enseguida. Esperad aquí en la biblioteca: cuando haya hablado con ella, os haré llamar. Quiero resolver esta historia lo antes posible.
Doña Anna se apoyó en la barandilla de la escalera para tomar aliento. Quería ahuyentar de su mente la carcajada de aquel hombre y la desagradable sensación del cuchillo frío mezclado con el disgusto que le habían dejado sus manos.
Subió lentamente los últimos escalones y, una vez delante de la habitación de la joven, llamó y entró.
Ginevra sentada delante del espejo, anudándose un lazo en el pelo.
—Os estaba esperando —se volvió sonriendo, pero al ver la palidez de su rostro, exclamó—. ¡Vos no estáis bien! ¿Qué ha pasado?
La mujer cerró la puerta y se dejó caer en una silla.
—¡Me han agredido!
—Oh, Dios mío, ¿quién ha sido?
—Estaba volviendo de misa y dos hombres se han acercado a mí para preguntarme algo. Cuando me he dado la vuelta, me han empujado hacia un callejón.
—¿Quiénes eran? ¿Qué querían?
—Nunca los había visto antes, uno es cojo y lleva una máscara, el otro… es un tipo malencarado. Pero sé quién los manda —doña Anna se pasó una mano por la garganta—. El duque de Gandía.
Ginevra se ruborizó.
—El esbirro me sujetó los brazos detrás de la espalda… —se miró las muñecas con las señales—, y me tapó la boca con una mano mientras el cojo me clavaba un cuchillo en la garganta…
«No grites. No quiero ser maleducado contigo, eres una bella mujer… —el rostro de aquel hombre con la máscara estaba tan cerca que sus labios la rozaban—, pero tendrás que contentarme.»
Doña Anna respiraba con dificultad mientras la hoja del cuchillo se hundía en su garganta.
«Tú eres la única que puede ayudarnos. Quiero que me avises la primera noche que el Conde esté fuera de Roma, para poder encontrar la forma de que mi señor pueda visitar a la condesita… Mientras, yo te haré compañía a ti —bajó el cuchillo hasta abrirle la blusa y con la otra mano comenzó a acariciarle el pecho—, estarás contenta conmigo… Pero ¡cuidado! —acercando la boca a su oído le susurró—. He visto a tu hijo, un chico fuerte que debe tener unos nueve años, quizás diez. Has hecho bien en tenerlo lejos de Roma, el campo es más sano.»
«¡Maldito! ¡Deja a mi hijo en paz!»
Doña Anna intentó soltarse del esbirro, que reía groseramente.
«Si me ayudas me olvidaré de él, si no…»
El cojo apretó más fuerte el cuchillo contra la garganta de la mujer, que se echó para atrás, tambaleándose.
«Darás esto a la condesita —sacó del jubón una nota anudada con un lazo amarillo y negro, y se la metió por el escote deteniéndose en el pecho—, y me darás cuanto antes una respuesta —la miró por un momento con deseo y luego dijo al compañero —¡Deja que se vaya!»
Y desaparecieron ambos por la esquina del callejón.
Con las piernas temblorosas, doña Anna intentó dar un paso apoyándose contra la pared para no caer. Miró alrededor para estar segura de que los dos se habían ido, y lo vio.
Era él, el hijo del Papa, que salía con sus escoltas del callejón de enfrente. Hablaba con el cojo que había subido a una mula riéndose burlonamente. Doña Anna volvió hacia la calle principal, se dio de nuevo la vuelta para observar al grupo a caballo que se alejaba, y luego, apresuradamente, tomó el camino hacia el palacio.
—Harán daño a mi hijo —doña Anna cogió a Ginevra por los hombros—. Miradme a los ojos y decidme la verdad: ¿le habéis dado pie?
—¡No, yo… yo no, no! —Ginevra se liberó del apretón.
—No mientas, aquel hombre ha dicho que también vos lo amáis, y esto, ¿no lo esperabais, quizás? —sacó la nota del escote del vestido.
Ginevra intentó cogerla, pero la mujer quitó la mano rapidamente.
—Me tendréis que explicar todo. A lo mejor no os dais cuenta de que no se trata de un juego. ¡Esta gente no va con bromas! Me han amenazado de muerte a mí y a mi hijo.
De repente se dirigió hacia la puerta.
—Iré inmediatamente a ver a vuestro padre y se lo contaré todo.
—¡No! ¡Mi padre no puede saberlo! —Ginevra se detuvo delante impidiéndole salir—. Os lo suplico, no le digáis nada, os lo explicaré —dijo llorando.
Doña Anna la observó mientras se secaba con un movimiento infantil las lágrimas que le caían por el rostro.
—Entonces tenéis algo que decirme. ¿Cuándo lo conocisteis? —le preguntó apenas se hubo calmado.
—Viene a la iglesia, a verme. Cuando me mira con aquellos ojos negros yo no consigo rezar. Sé que no debería pensar en él, pero cada vez que lo veo me parece que el resto del mundo desaparece.
—¿Por qué no me habéis dicho nada?
—Quería continuar soñando. Después, una noche… —se interrumpió y abrazó a la matrona, sollozando.
—¿Os acordáis de la fiesta de hace diez días? Fue mi padre quien quiso que toda la familia participase. Juan estaba entre los invitados y no me quitó los ojos de encima. En cuanto pude me alejé hacia el jardín y entré en el palacio, él me siguió…
Juan cerró la puerta de la pequeña habitación.
La cogió entre los brazos, apretándola fuertemente contra su pecho, y le sujetó la cabeza uniendo sus labios a los suyos.
«Abre la boca, te enseñaré a besar.»
Ginevra separó los labios, y sintió la lengua de Juan que buscaba la suya.
«Brava, déjate acariciar. ¡Dios, que bella sois!»
«Donjuan… yo…»
«Calla, déjate ir…»
Lentamente acarició el pecho de Ginevra, bajó un poco el escote del vestido y apoyó su boca entre los dos pechos.
«¡Qué bien hueles!»
Ginevra apretó con fuerza la cabeza de Juan y sintió los labios del joven humedeciéndole la piel. Una extraña languidez hacía que temblase, jamás había sentido una sensación parecida.
«Aprendes rápido, sabía que serías una excelente amante.»
Le bajó todavía más el escote, abrió la blusa y consiguió dejar completamente al descubierto sus pechos. Los miró con admiración y con dulzura, los apretó entre sus manos, y después, inclinándose, apoyó sus labios en los pezones. Ginevra sintió un escalofrío.
«Me vuelves loco… Déjate acariciar, no tengas miedo. ¡Tú eres pura y yo te amo!»
Juan la besó en los labios cogiéndola por la cintura con un brazo, después le levantó el vestido y metió la mano entre sus piernas. Ginevra lanzó un grito ahogado, se sentía contagiada por la excitación de él.
«Déjame a mí, te encantará…»
Le hablaba jadeando, con la cabeza apoyada sobre su hombro. La mano se volvía más atrevida a cada segundo, y Ginevra no lograba resistirse a aquel placer desconocido.
Un rumor de pasos y de voces la devolvió a la realidad. Se dio cuenta de dónde estaba y de lo que estaba haciendo, se separó con fuerza de Juan e intentó abrir la puerta.
«Estúpida, ¿qué haces? ¿Quieres salir de aquí de esta forma?»
Le sujetó la mano sobre la manilla y la agarró por un brazo.
Ginevra lo miró con ojos asustados, todavía afectada por la excitación que había sentido.
«Espera… —Juan le ayudó a arreglarse el vestido y un mechón del pelo—. Nadie se dará cuenta de nada. ¡Eres una rosa de mayo y muy pronto serás mía!»
Ginevra lo miró trastornada. Quería besarlo y quería que él la tocase como antes, pero apenas Juan se acercó de nuevo a ella, escapó.
Se detuvo sólo para tomar aliento. Apoyándose en una pared, pensó que debía volver al jardín, a la fiesta, mezclarse entre la gente y fingir ante todo el mundo que no había pasado nada.
—¿Es todo? —murmuró doña Anna.
—Sí, os lo juro, durante el resto de la velada me quedé junto a mi madre y no volví a levantar la mirada.
—¿Lo habéis vuelto a ver?
—No, desde aquel día no nos hemos vuelto a encontrar a solas. Él ha continuado espiándome, pero yo estoy demasiado asustada.
Doña Anna dio un par de pasos por la habitación y luego se detuvo delante de Ginevra.
—Ese hombre no se contenta sólo con los besos.
—Yo lo amo —Ginevra había dejado de sollozar y la miraba con los ojos lúcidos.
—No confundáis el amor con la pasión, se parecen, pero no es lo mismo. El Duque quiere solamente terminar lo que ha empezado.
—No me obligó, ¡también yo lo quería!
—Recordad que tenéis vuestras obligaciones.
—Si, pero lo que siento es demasiado fuerte.
—Tenemos que hablar con vuestro padre.
—¡No! ¡Os lo ruego, moriría de vergüenza!
—Estoy arriesgando la vida de mi hijo y la mía para no dejaros en manos de ese aventurero. ¿Lo entendéis, verdad?
Dos golpes decididos sobre la puerta estremecieron a las dos mujeres.
—El señor Conde solicita hablar con la condesita —era la voz del camarero de Mirandola.
—Baja enseguida —dijo Anna en voz alta, y después, dirigiéndose a la joven—. Rápido, acudid, sabéis que a vuestro padre no le gusta esperar.
—¿Y si ha descubierto algo? —Ginevra comenzó a llorar.
—¡Todavía no sabéis lo que quiere y ya os desesperáis! Comportaos como una mujer, aunque sé que no es fácil, lo entiendo —le secó las lágrimas y le arregló el vestido arrugado—. Continuaremos después.
La empujó con firmeza fuera de la habitación.
La puerta del despacho se abrió, y Ginevra apareció titubeante en el umbral. Detrás del escritorio su padre le pareció todavía más imponente y severo. Sus ojos eran dos carbones incandescentes.
—Acercaos —le ordenó Mirandola, notando a su pesar los ojos rojos y su expresión perdida.
—¿No os movéis? ¡Me acercaré yo a vos! —se levantó con furia empujando hacia atrás el sillón y le dio una fuerte bofetada en la cara.
—¿Desde cuándo os entendéis con él?
Ginevra cayó al suelo sollozando mientras se limpiaba con las manos la sangre que le caía de la nariz.
—No te entiendo… Yo… —tartamudeaba intentando controlar el corazón que amenazaba con salir de su pecho.
—¿Fingís ignorar de quién os hablo? —le agarró con fuerza un brazo.
Ginevra intentó desesperadamente pensar en algo que pudiese salvarle de la ira de su padre, pero el dolor en el rostro y en el brazo le impedían razonar.
—Me hace la corte desde hace dos meses.
—¡Eso lo saben todos! Lo que quiero saber es si habéis intercambiado sus atenciones y habéis cedido a sus lisonjeos.
Ginevra se puso a llorar desesperadamente.
—¿Cómo habéis podido? —le dio otro violento bofetón— ¿No habéis pensado nunca en el honor de vuestra familia? ¡Habéis arruinado vuestra vida!
—No ha pasado nada… —dijo con fatiga, sofocada por el llanto.
—¿Entonces? ¿Os ha besado?
Ginevra asintió.
—¿Os ha tocado?
Ginevra asintió de nuevo.
—Entiendo, ¿os ha tocado íntimamente?
Ginevra se quedó en silencio, sintiendo cómo se acaloraba.
—¡Responded, por Dios!
—¡Sí! —la respuesta apenas se sintió.
—¡Ese bastardo se va a enterar! ¿Y después? ¿Qué más os ha hecho?
—Nada más. Yo no quería… Tenía miedo…
—Jurad que no os ha poseído. ¡Juradlo por vuestra madre!
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Lo juro por mi madre, pero ahora dejadme marchar.
Mirandola dejó a su hija, que se arrastró hacia una silla.
—Lo que habéis hecho es imperdonable, pero si como decís no ha sucedido nada, no estaréis obligada a sufrir una visita humillante.
—He dicho la verdad —susurró Ginevra sin fuerzas.
—Ese Borgia es corrupto, vicioso y también un asesino. ¿Sabíais eso? ¡Vos no imagináis ni por asomo lo que es capaz de hacer! Espero que no le hayáis dado pie de ninguna de las maneras. De eso hablaremos después. ¿Os habéis olvidado de que sois la prometida de Jaches? ¿Qué dirá vuestra madre?
—Os lo ruego, no le digáis nada, haré todo lo que queráis, iré a un convento, pero ella no debe saber nada —Ginevra empezó a sollozar de nuevo.
—No será necesario que vayáis a un convento, pero haréis todo lo que os ordene, ¡todo!
—¡Sí! ¡Sí! —exclamó Ginebra, que solo deseaba poner fin a aquel suplicio.
—En primer lugar nadie, y especialmente Jaches, sabrá nada de todo esto, ¡jamás! Vos no saldréis más del palacio hasta el día de la boda. Vuestros aposentos estarán siempre vigilados por una escolta y solo podréis leer cartas seleccionadas por mí. En cuanto a Anna, ¡ahora hablaré con ella!
—¡Ella no sabía nada!
—¿Sabía? ¿Desde cuándo lo sabe?
—Desde hoy.
—¿Qué ha pasado hoy? —se acordó del rostro asustado de la mujer y de aquella extraña carrera por las escaleras.
—Ha sido amenazada por un sicario del Duque.
—¿Amenazada? —Mirandola sintió las sienes palpitándole con fuerza—. Hablad, ¡o probaréis de nuevo estas manos!
—Quiere que doña Anna haga entrar al Duque en mi habitación, una noche, si no le cortará la garganta a su hijo.
En el momento que pronunció aquellas palabras, Ginevra sintió que estaba revelando justamente lo que quería callar.
El Conde se acomodó sobre el sillón. Jaches tenía razón, ¡Borgia estaba de verdad dispuesto a todo!
—¿Queríais ocultarme también esto?
—No, doña Anna quería venir enseguida a hablar con vos, he sido yo quien la ha retenido, por miedo…
—¡Es el colmo! ¿Tenéis más miedo de quien hace el bien por vos y no de ese cerdo? ¡Sois una estúpida! Espero que os hayáis dado cuenta de la difícil situación en la que estamos. Ahora volved a vuestros aposentos y no hablad con nadie, sobre todo con Jaches. Los paños sucios se lavan en familia.
Después de haber pronunciado estas palabras con tono amargo, hizo sonar una campanilla de plata.
Apenas doña Anna entró en el estudio, vio a Ginevra sola, sobre una silla con el rostro sucio de sangre y la mirada perdida. Corrió en su encuentro, la cogió por los brazos y susurrándole palabras de consuelo intentó levantarla, pero la joven no tenía fuerzas para tenerse en pie.
Mirandola, inmóvil delante de la ventana, observaba el cielo, que se estaba cubriendo de nubes negras.
—Ahora me vais a explicar toda la historia —se giró de repente.
La mujer le contó lo que le había pasado.
—Sé que no he cumplido mi deber con la debida atención y lo siento… —concluyó con la voz rota por la emoción—, pero hoy he pagado cara mi negligencia. Escuchar a aquel hombre hablar de mi hijo… —bajó la cabeza mordiéndose los labios para no llorar.
Ginevra, en cambio, comenzó a llorar a lágrima viva.
—¡Dejad ya esos lloriqueos! —Mirandola se puso a caminar nerviosamente por la habitación, después se detuvo frente a Anna.
—Vuestra ligereza es casi imperdonable, pero no os preocupéis por vuestro hijo, mañana mismo irán a por él.
—Gracias, señor Conde.
—Nada de agradecimientos. ¡Soy un hombre de honor y nadie puede amenazar a las mujeres de mi casa y salir bien parado! Pero a partir de ahora no tomaréis iniciativas por vuestra cuenta. No saldréis nunca más del palacio, hasta que no lo decida yo, ni recibiréis cartas o visitas. ¡Marchad ahora!
Doña Anna asintió, y ayudando a Ginevra a levantarse se dirigió hacia la puerta. El Conde se acercó a ella en el umbral y le susurró al oído.
—Más tarde os llamaré, tengo que hablaros en privado.
La mujer asintió y, sujetando a la joven, se alejó con el corazón lleno de angustia.
Mirandola cerró la puerta con violencia.
Había conseguido salvar su honor justo a tiempo, pero ahora tenía que pensar en algo para desbaratar los proyectos de aquel condenado. Ginevra se tenía que casar, ahora más que nunca. Que Jaches no era el gran hombre que todos decían lo había comprobado hacía tiempo. Escondía su verdadera naturaleza detrás de un rostro frío y una expresión decidida, pero era un tipo escurridizo, soberbio y un poco falso, y sus modales le ponían nervioso. Si aquel chico no estuviese protegido por Sforza habría deshecho el contrato matrimonial, pero la amistad con aquella familia era indispensable. Las negociaciones del matrimonio además estaban ya avanzadas y una negativa comprometería demasiado a la joven. No podía dar marcha atrás. Se puso a dar vueltas por la habitación.
De repente un relámpago iluminó el cielo.
Aquel maldito Borgia había buscado con sus manos deseosas a Ginevra, y quería poseerla bajo su techo, para después alardear por toda Roma.
El sonido de un trueno lo sobresaltó.
En seguida cogió un estilete y lo clavó en el escritorio.
¡Tenía que hacérselo pagar! ¡Tenía que matarlo!
Era arriesgado, los Borgia difícilmente se encontraban al descubierto y aquel Gandía estaba seguro, muy seguro de sí mismo, de su fuerza, de su escolta. Quizás era justamente eso: la certeza de su invulnerabilidad podía llevarlo a la ruina. Al menos tenía un punto débil: Ginevra.
Sólo había olido el aroma de aquel fruto perfumado y ahora, lo antes posible, quería clavar sus dientes afilados en la pulpa tierna. Con tal de poseerla haría lo que fuese, quizás daría algún paso en falso, y él se aprovecharía. Se acercó a la ventana y miró el patio del palacio. Algunos palafreneros intentaban conducir a las caballerizas un semental blanco asustado por los truenos. El caballo se ponía de manos y relinchaba asustado. Se había escapado de los caballerizos, brincaba y daba coces a todo aquel que se acercaba para sujetarlo. El Conde vio a un hombre de su confianza situarse delante de la aterrorizada bestia. En pocos segundos el caballo se dejó coger y llevar hasta las cuadras.
No informaría a Jaches de sus intenciones, no le servía la ayuda de un cobarde para defender su honor.
Miró de nuevo el patio: su hombre estaba saliendo de las cuadras. Bastaría una orden suya para que aquel temerario hiciese cualquier cosa por él.
Tocó la campanilla.
Jaches permaneció de pie delante de Mirandola.
—Sentaos, acabo de hablar con Ginevra —el tono era tranquilo, pero los ojos brillantes traicionaban una ira sin calmar—. Como suponía, las voces que habéis escuchado son solo mentiras, venenosas mentiras.
Jaches, sentado sobre el borde de la silla, escuchaba inmóvil. Se había dado cuenta inmediatamente del puñal que había clavado en el escritorio.
—No ha negado la corte insistente e inoportuna de aquel individuo, pero es pura, ¡intacta! ¡Con Borgia no ha habido nada! —se levantó y con la puerta abierta de par en par gritó—. ¡Traed vejas, no se ve nada!
Esperó en silencio a que los sirvientes trajesen los candelabros y cuando salieron continuó: «Tenéis mi palabra que la joven es virgen. Tiene que ser suficiente, es la palabra de un Pico della Mirandola».
El Conde hablaba con un énfasis que a Jaches le pareció exagerado, como si quisiese esconder una verdad incómoda.
—Quizás una mujer joven puede callar por timidez…
—¡No! He hablado con ella de forma explícita. Ha entendido perfectamente lo que le he preguntado y no ha dudado ni temido al decirme la verdad. Esto era lo más importante para vos, ¿no?
—Pero aquello que Gandía no ha hecho todavía, podría realizarlo en un futuro.
—¡Entonces me consideráis un villano, alguien que no sabe proteger a sus mujeres, sus bienes, su honor! ¡Me estáis ofendiendo!
Jaches comenzaba a no soportar los levantamientos de voz. Si tenía todavía dudas sobre casarse o no con Ginevra, el comportamiento agresivo y la vulgaridad del Conde lo ahuyentaron aún más.
—Señor, sois vos quien me estáis ofendiendo. Olvidáis que no soy yo quien tiene la culpa. ¿Quién se casaría sin dudarlo con una jovencita tan cuestionada? Como ya os he dicho antes, tengo miedo de ese hombre. Los Borgia son asesinos, usan el veneno y el puñal con gran facilidad.
—Y vos, ¿dejáis que os quiten lo que os pertenece? ¡Es culpa de hombres como vos que los españoles nos lo estén robando todo!
—Quien se rebela, ¿qué obtiene? ¿Qué ha conseguido Ippolito? Yo no quiero acabar como él.
Mirandola estaba consternado, aquel hombre no era sólo un cobarde, sino también un listillo y un poco cabezota. Se jugó su última carta.
—Si ese obstáculo se removiese para siempre, si este problema dejase de existir, ¿vos os casaríais con Ginevra? —pronunció aquellas palabras casi con indiferencia.
El joven, cogido por sorpresa, abrió la boca sin conseguir hablar. El conde interpretó aquella incertidumbre como una afirmación, sonrió y se levantó.
—Bien, entonces solo queda esperar a que el destino aleje al Duque de nuestras vidas. Quién sabe… Podría volver a España, en el fondo su ducado y su familia están allí, ¿no pensáis que sea posible? —Mirandola había cambiado radicalmente el tono de su voz y parecía casi relajado.
—Sí, puede ser.
—Escuchadme, Jaches, intentemos no dramatizar: yo tengo muchos más años que vos y conozco el mundo. Hasta ahora se ha tratado sólo de hacer la corte y nada más. Lo habéis dicho vos mismo, Gandía hace la corte a todas las damas de Roma. Mañana podría encapricharse de cualquier otra —el Conde sonrió y puso un brazo sobre los hombros del joven, acompañándolo hacia la puerta—. Venid de nuevo dentro de unos días, veréis a Ginevra, hablaréis con ella y olvidaréis todos vuestros miedos.
El joven intuyó que la conversación había terminado y que el Conde tenía prisa por despedirse de él. Él mismo no veía el momento de marcharse y prefirió no añadir nada más.
—Este temporal que viene nos ha puesto más nerviosos de lo debido —Mirandola abrió la puerta y llamó a un sirviente—. Hablaremos en otro momento y veréis como arreglaremos todo. ¡Hasta pronto! —Le dio un fuerte apretón de manos sin mirarlo a los ojos y rápidamente entró en su despacho.
Jaches se alejó mirando por última vez el estilete clavado en el escritorio.
—Os ha quedado sólo alguna que otra pequeña señal, pasará rapidamente, veréis… —doña Anna terminó de limpiarle la cara.
—Lo ha sabido por Jaches: mi padre ha hablado con él antes de llamarme.
—¿Y Jaches, cómo lo sabía? —le preguntó doña Anna mientras le ayudaba a quitarse el vestido sucio de sangre.
—No lo sé. Quizás el Duque ha hablado con alguien y esta historia ha llegado a sus oídos —Ginevra permaneció sentada sobre la cama en espera de ponerse un vestido limpio.
—¿Vos pensáis que en Roma son muchos los que saben que Juan… que yo…? —la joven se calló, sonrojándose.
—Ahora ya es tarde para hacerse estas preguntas. No puedo saber cuántos conocen los hechos, pero estoy segura de que la historia ha llegado a quien no debía. Ahora tenemos que pensar sólo en el futuro —Doña Anna le ayudó a ponerse el vestido.
Ginevra la miró intensamente.
—¿Habéis estado alguna vez enamorada?
Doña Anna bajó la mirada.
—Sí, pero no me hagáis pensar en el pasado.
—¿Fue un amor feliz?
—No, mi familia me había prometido a otro…
—¿Nunca os habéis arrepentido de aquella renuncia? Decidme la verdad, no me digáis lo que es justo que haga.
Doña Anna esperó un instante antes de hablar, a pesar de que la respuesta la tenía bien clara en su corazón.
—Nunca lo he olvidado, pero es necesario vivir. El destino de nosotras, las mujeres, es el de obedecer a nuestros padres y nuestros hermanos.
—¡Yo no quiero terminar así! —Ginevra se levantó de un salto—. Yo quiero disfrutar la vida, no quiero casarme con Jaches.
—Aunque no os caséis con Jaches, no por eso tendréis a Juan. Los hombres saben distinguir entre el placer y el interés, y vos para Borgia sólo sois la pasión de un momento. Cuando se canse os abandonará y vos estaréis arruinada —le hizo una pequeña caricia—. No podéis continuar ignorando la realidad.
Ginevra, bajando la cabeza, balbuceó.
—Las mujeres están condenadas a la infelicidad.
—Para muchas es así, pero no para vos. Jaches es un joven apuesto, culto, rico y muy querido por los Sforza. No tiréis todo aquello que podríais tener por un capricho.
—¿Y si fuese suficiente el poco tiempo que durase la pasión con Juan?
—Recordad que el Duque es un hombre violento, y no es con la fuerza con lo que se demuestra el amor.
—Lo ha hecho solo para poder tenerme. Mi padre no se ha comportado de manera diferente. ¡Mirad cómo me ha dejado! ¿Acaso no es esto violencia? ¿Es quizás amor? —se pasó una mano sobre el labio hinchado.
—El Conde os ha abofeteado por vuestro bien, piensa en el futuro.
—Lo que quiere mi padre no es lo que quiero yo.
—No hagáis locuras, Ginevra… Ahora descansad.
Doña Anna arregló los cojines de la cama, le dio un ligero beso en la cabeza y salió de la habitación.
Una vez sola Ginevra, se sentó sobre el borde de la cama con las manos apoyadas en el regazo. Las nubes amenazadoras que se habían concentrado en el cielo habían ofuscado el sol y la habitación de repente se quedó a oscuras. Se dirigió hacia el escritorio y encendió una vela. Vio la carta de Juan que doña Anna había dejado caer sin darse cuenta.
Con las manos temblorosas, la cogió y retiró el lazo que tenía alrededor: una rosa roja, algo marchitada, cayó al suelo.
Ginevra la cogió y se la llevó a los labios. Después se acercó a la luz para leer.
«Oh, rosa nacida en mayo de un sarmiento fragante,
cogida por las manos temblorosas de un tierno amante,
rosa, entre todas la más bella,
apretada a su pecho alegre
¿Hablarás a ella de mi corazón ansioso?»
Mi amada, estos versos son para vos, espléndida rosa que espero pronto poder apreciar. No os veo desde hace ya demasiados días y me consumo por vos. Pienso a menudo en nuestro encuentro, en vuestros labios, aterciopelados como los pétalos de esta flor que hoy os regalo. Tenedla siempre junto a vuestro pecho, quiero verla ahí cuando vaya... con vuestra ayuda, una de estas noches, apenas sea posible.
Eran tan ardientes aquellas palabras, ¿por qué no podían ser sinceras? Pensó en las caricias de Juan, en sus ojos.
Se tocó la mejilla todavía dolorida. Sintió que odiaba a su padre. No era diferente de los demás: todos utilizaban la vida de los hijos para sus intereses, sin preocuparse por la infelicidad que causaban.
¿Cómo podía rebelarse?
A lo mejor debía quemar la carta y ahuyentar con aquel gesto definitivo a Juan y a todos sus sueños. La acercó a la llama, pero su mano no conseguía ir más allá. No podía hacerlo. La apartó deprisa, dobló la carta, ocultando en medio la rosa, y corrió a esconderla.
Tenía que existir alguna forma de obtener aquello que quería.
Se acercó a la ventana, la lluvia caía con insistencia.
Apenas salió del palacio, Jaches dejó escapar un suspiro de alivio. Lejos de la mirada inquisidora de Mirandola, de sus preguntas embarazosas y de sus armas afiladas, respiraba mucho mejor. Pero no se encontraba tranquilo. La conversación con el Conde le había turbado. Deseó que aquella historia nunca hubiese comenzado, no quería terminar apuñalado por los sicarios de Gandía y mucho menos convertirse en el mayor cornudo de toda Roma.
Sólo un estúpido podía creer que no había ocurrido nada entre Ginevra y Juan. Aquel cerdo no se contentaba con las miradas y los suspiros, precisaba algo más.
El Conde lo sabía, había interpretado su comedia para convencerlo, pero se equivocaba. Jaches había tomado ya su decisión, a pesar de que «el obstáculo fuese eliminado», no se casaría con Ginevra.
Mirandola le había resultado patético en el intento de hacerle creer que Gandía podía volver a España llamado por sus deberes conyugales. El deseo de venganza se leía en sus ojos, su sangre emiliana no le permitiría esperar inmóvil los hechos. Estaba en juego su honor.
Gracias al cielo no le había pedido unirse a él en aquel propósito de locos. Para llegar a aquellas cimas se necesitaba la potencia de Ascanio o una desesperación ciega como la que consumía a los hijos del barón Gianani. Que se la viesen ellos con los españoles.
Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que era mejor irse. Aprovecharía la invitación de un familiar que desde hacía tiempo lo esperaba en París para arreglar unas cuestiones hereditarias. A la mañana siguiente se marcharía. Se detuvo en un cruce, miró atentamente alrededor, y después, acelerando el paso, tomó la calle que lo llevaba a casa.
Las primeras gotas de lluvia estaban mojando la calle polvorienta.
El conde Della Mirandola cayó rendido sobre el sillón. Había ordenado que le llevasen la cena al despacho, necesitaba reflexionar y no quería ver a nadie. Dio las gracias al cielo de que su mujer estuviese lejos de casa. Así no tendría que darle explicaciones. Se sirvió un poco de vino en un vaso y se lo bebió de un trago.
No había servido de nada ponerse a disposición de Borgia, llevar su estandarte en procesión por las calles de Roma después de su elección, si ahora le pagaban de esta forma.
Todo cambiaba repentinamente, el favor y la desgracia se alternaban como las cartas del tarot de una adivinadora. Los Sforza y los hijos de Gianani tenían muchos motivos para odiar a aquel joven bastardo, podía proponerles unir sus fuerzas. Para llevar a cabo lo que tenía en la cabeza era necesario un enorme coraje.
Una larga secuencia de truenos traspasó los muros del palacio.
¿Y si Ascanio buscase de nuevo un acuerdo con el Papa? ¿Y si los jóvenes hijos del barón bajaban la cabeza contentándose con salvar aquello que les quedaba?
Tenía que reflexionar, estudiar bien el terreno antes de dar pasos en falso.
Si no, confesaría inútilmente su deshonor y los demás conocerían sus intenciones: podía ser peligroso.
Mirandola se levantó y abrió la puerta que daba al jardín. Una ráfaga de aire fesco y húmedo le abofetó. Respiró profundamente el olor de la tierra mojada y se asomó desde el pórtico para ver mejor los relámpagos que martilleaban el cielo. Levantando los ojos descubrió a su hija asomada a la ventana del primer piso. Sus miradas se entrecruzaron. Permanecieron mirándose el uno al otro durante unos instantes, luego Ginevra desapareció. El Conde miró por última vez la ventana vacía y entró. Sobre la mesa le esperaba una cena humeante y una jarra de su mejor vino.
Era justo lo que necesitaba para arreglar el estómago y la mente.